Historia y leyenda
El triste regreso a casa del atleta que derrotó al nazismo
A Jesse Owens le bastaron cuatro días de agosto y cuatro medallas de oro para hacer añicos las teorías de la supremacía aria. En sus 66 años de vida, no llegó sin embargo a ver el fin de la discriminación racial en su propio país
Miguel de Lucas 5/09/2020
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Quedan vivas muy pocas de las más de 100.000 que los primeros días de aquel agosto de 1936 llenaban el estadio olímpico de Berlín. Quienes hoy sobreviven eran niños entonces. Los testigos no recuerdan todos los detalles. No olvidan sin embargo un nombre: Jesse Owens. Recuerdan sus cuatro medallas. Recuerdan sus saltos sobrenaturales. Recuerdan un relámpago humano que cruzó la pista de atletismo. También conocen la leyenda. Probablemente sea una leyenda exagerada. No importa. Los hechos se estrellan una y otra vez contra un mito indestructible. Así ha ocurrido desde hace más de ocho décadas y así ocurrirá al final de este artículo. Pero este verano, el primer año olímpico sin juegos olímpicos desde que callaron los cañones de la Segunda Guerra Mundial, cuando miramos al pasado para derribar ciertas estatuas y erigir otras nuevas, quizás merezca la pena volver a recordar la historia del atleta que conquistó Berlín.
Nunca nadie había corrido más deprisa. Nunca nadie había saltado más lejos. Fue, sin pretenderlo, un icono político y un símbolo universal de la lucha contra el racismo. Pulverizó tanto los récords del mundo como las teorías nacionalsocialistas sobre la supremacía racial aria. Era el verano de 1936 y nacía la leyenda de Jesse Owens, el héroe afroamericano que encolerizó al Führer y truncó los planes propagandísticos de la Alemania nazi.
O al menos, eso es lo que siempre se ha contado.
Hasta ahí llega la leyenda. Después vienen los hechos. El problema con ellos es que cuentan algo distinto. La verdadera historia de Jesse Owens no culminó con los cuatro oros de Berlín. Lo que ocurrió después fue más doloroso y quizás más revelador. La realidad estalló en su cara tras el regreso a casa, cuando callaron los aplausos y comprobó que en Estados Unidos nadie iba a ofrecerle ninguna ayuda, ni su vida a partir de entonces sería muy diferente a la del resto de la población negra. “Cuando regresé a mi país natal, no podía viajar en la parte delantera del autobús”, dijo en una entrevista en 1971. “Volví a la parte de atrás. No podía vivir donde quería. No fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca a dar la mano al presidente”.
Cuatro meses después de su regreso triunfal de Berlín, Jesse Owens se veía obligado a competir corriendo contra un caballo para poder alimentar su familia
El desaire de Franklin Delano Roosevelt no fue el mayor de sus problemas. A su llegada a Nueva York, la Unión Atlética Amateur le expulsó del equipo. A la edad en que otros deportistas comienzan sus carreras, el hombre más veloz del mundo estaba acabado. Jamás volvería a participar en una competición oficial. Cuatro meses después de su regreso triunfal de Berlín, Jesse Owens se veía obligado a competir corriendo contra un caballo para poder alimentar a su familia. Cuatro años más tarde, estaba en la ruina. Su país tardó décadas en darle el reconocimiento que merecía. Demasiado poco. Demasiado tarde. El hombre que encarnó la victoria sobre el supremacismo nazi no dejó de padecer el racismo en casa durante la mayor parte de su vida. Aunque tampoco fue un héroe por los derechos civiles. Su vida quizás no fue trágica, pero sí llena de contradicciones.
La clase de vida que no encaja bien en un guion de Hollywood.
Una fotografía que nos sobrevivirá a todos
En algún momento casi todos los amantes de la historia y, sin duda, todos los aficionados al atletismo habrán tenido delante esta imagen. Se trata de la entrega de medallas de la prueba de salto de longitud en los Juegos Olímpicos de Berlín. La última vez que encontré la foto fue en un libro de historia para estudiantes de secundaria, como ejemplo de documento gráfico a partir del cual realizar un comentario para el examen de acceso a la universidad. La fotografía fue tomada el 4 de agosto de 1936. Ocho décadas más tarde, sigue siendo una bomba semiótica, un momento rebosante de simbolismo cuya potencia política trasciende a sus protagonistas.
Hay dos planos en la imagen. Al fondo, buena parte del público y de los organizadores realizan el saludo fascista. En el primer plano, dentro del podio, se sitúan los atletas ganadores. Los tres escuchan sus himnos nacionales con la actitud solemne de quien participa en un ritual sagrado. La medalla de bronce es para el campeón japonés, Naoto Tajima. El segundo clasificado, a la derecha de la imagen, se llama Luz Long y no es un personaje secundario en esta historia. Por encima de ellos, nuestra mirada se posa inevitablemente en el hombre que ocupa el centro de la fotografía. La figura del atleta negro destaca sobre todas las demás. Es él, Jesse Owens, quien lleva en su cabeza las hojas de laurel, la corona reservada en otros tiempos a los héroes de la Grecia clásica o a los generales romanos. Se puede decir que se trata solo de una cuestión simbólica. Pero ningún otro régimen político en el siglo XX explotó más ni conocía mejor el poder de los símbolos que el Tercer Reich. Y lo que simboliza esta imagen es algo que, en aquel momento, a los ideólogos nazis no les podía estar haciendo la menor maldita gracia.
Todo esto es lo que cuenta la fotografía. A continuación, surgen las preguntas. ¿Cuál fue la reacción de Hitler? ¿En qué pensó Jesse Owens durante la ceremonia? La foto es importante por lo que revela, pero también importa lo que oculta. En ella hay al menos una verdad y una mentira. También hay una historia inventada. La historia que se contó, la historia que se ocultó y la historia que todos quisieron creer. Son tres historias anudadas. De algún modo, es la unión de esos tres relatos lo que quizás nos permita descifrar el mensaje auténtico que encierra esta fotografía.
UNO. La historia que se contó: la leyenda de Jesse Owens
“Siempre me encantó correr... era algo que podía hacer a solas y según mis fuerzas. Podía ir en cualquier dirección, rápido, despacio, como quisiera, luchando contra el viento si me apetecía, buscando nuevas vistas, dependiendo únicamente de la fuerza de mis pies y del coraje de mis pulmones”. De entre los muchos lugares donde vivió y las muchas ciudades a las que viajó, Jesse Owens solo se sentía en casa cuando pisaba la pista. Era el único lugar donde las circunstancias no jugaban en su contra. Quien corría más rápido ganaba. Quien corría lento perdía. Allí no importaba el color de tu piel, el dinero de tu bolsillo o la posición de tu familia.
James Cleveland Owens había nacido un 12 de septiembre de 1913 en una finca de algodón de Oakville (Alabama). Criado en una familia de diez hermanos, nieto de esclavos y con un padre que cultivaba tierras que no le pertenecían, el pequeño J.C., como le llamaban en casa, no tardó mucho en comprender que había nacido en la cara mala del mundo. Como todos saben, el nombre de Jesse se debió a un malentendido. En su primer día de colegio en Ohio, a donde su familia emigró para escapar de la pobreza y la segregación, un profesor preguntó su nombre a aquel chico enclenque recién llegado de Alabama. James Cleveland dijo sus iniciales con un acento sureño tan marcado que el maestro anotó ‘Jesse’ en la pizarra. Así se quedó para el resto del curso y para la historia del deporte.
Con el tiempo recibiría otros nombres. La prensa americana lo bautizó primero como la bala. Después sería más conocido como la gacela de ébano y más tarde con el definitivo, el antílope de ébano, uno de esos apodos algo cursis que proliferaban por entonces en el periodismo deportivo.
Era alto (1,78), era huesudo y era alegre, pero sobre todas las cosas era veloz. Los demás corrían. Lo suyo era otra cosa. Sus pies apenas tocaban el suelo, como si mantuviese un tipo de relación diferente con la fuerza de la gravedad. Tal vez había nacido con la suerte de los elegidos. O tal vez, simplemente, sus piernas eran lo único que tenía para salir adelante.
Desde la infancia, nunca pudo dedicarse exclusivamente a los estudios. Fue estibador, repartió periódicos, arregló zapatos, hizo toda clase de recados. Si hubiera vivido hoy sería un repartidor de comida a domicilio sin moto ni bicicleta. Sabía lo que era pasar hambre, llegar tarde a la hora de la cena y no encontrar comida en la mesa. De niño, su salud era frágil y su cuerpo raquítico. Más de una vez sus padres temieron por su vida. De adolescente, nadie o casi nadie que le hubiera conocido habría llegado a imaginar cómo de extraordinarios llegarían a ser sus siguientes años.
Hasta que apareció Charles Riley.
Riley era entrenador de atletismo y maestro de educación física en Fairmont Junior High School, pero quizás sería más sencillo decir que fue el hombre que cambió su destino. A punto de llegar a la edad de su jubilación, Charles Riley seguía buscando el talento entre los alumnos. Una tarde, cuenta la leyenda, después de fijarse en un chaval negro que daba vuelta tras vuelta al campo de beisbol porque sus compañeros se apartaban de él, se acercó a Owens y le dirigió unas palabras proféticas: “Dentro de unos años serás el mejor atleta del mundo”. Riley insistió en que entrase en su equipo juvenil de atletismo y cambió los horarios de entrenamiento para permitirle seguir con sus trabajos fuera de las clases.
Desde finales de los años veinte, Owens se acostumbra a pulverizar récords, ganar competiciones y maravillar a los espectadores
Los años de aprendizaje con Charles Riley fueron para Jesse Owens un salto a otro mundo. Por primera vez encontró a alguien que de verdad creía en él, que le ofrecía una nueva identidad y le aseguraba que llegaría lejos en este mundo. También le enseñó a correr con una técnica profesional. Las piernas de Owens se transformaron. En cuestión de meses, Jesse se convirtió en la estrella del equipo juvenil.
Lo que ocurrió después fue memorable. Desde finales de los años veinte, Owens se acostumbra a pulverizar récords, ganar competiciones y maravillar a los espectadores. En esta etapa conoce a su futura esposa, Ruth Solomon, y asiste a la Universidad Estatal de Ohio, donde alterna el deporte y el trabajo en una gasolinera para costearse los estudios. Su fama crece al mismo ritmo que bajan sus tiempos en el cronómetro. Y a pesar de todo, en cada ciudad a la que viaja para competir las normas de la segregación le recuerdan que el mundo tiene reglas distintas en función del color de piel. Owens, al igual que los demás corredores afroamericanos, no puede dormir en hoteles reservados a los blancos. Si el equipo es invitado a cenar a un restaurante, a él y a otros compañeros les entregan una bolsa con comida para llevar.
No será hasta un año antes de los Juegos Olímpicos cuando el nombre de Jesse Owens aparezca impreso en periódicos de todo el mundo. Ocurre el 25 de mayo de 1935, el día del milagro. En menos de una hora, con un descanso de menos de nueve minutos entre prueba y prueba, el antílope de ébano protagonizaría el momento más asombroso de la historia del atletismo, al batir tres récords del mundo e igualar un cuarto durante una competición estatal celebrada en Ann Arbor (Michigan). Al conocerse al día siguiente los registros, la prensa estadounidense enloqueció y la fama de la bala llegó hasta Europa. Faltaba solo un año para Berlín, y el equipo estadounidense acababa de encontrar a su gran esperanza para la carrera de cien metros.
Camino a Alemania
Corrían los años treinta y toda Europa vivía tiempos revueltos, por usar una palabra suave. La gente reclamaba a gritos la llegada de nuevos dioses: héroes a los que aplaudir y salvadores a los que adorar. Esas suelen ser señales inequívocas de una época desgraciada. La crisis económica del 29 había dejado a su paso un continente de pueblos noqueados en busca de mesías.
En ese clima, a mediados de la década, el Tercer Reich era el espejo al que miraban embelesados los aspirantes a dictador del viejo y nuevo mundo. En diez meses Hitler había logrado lo que a Mussolini le costó diez años: aniquilar cualquier forma de oposición política y alcanzar un poder omnímodo. A ningún observador mínimamente informado podía escapársele el perfil siniestro que presentaba el país anfitrión de las Olimpiadas. Editores de periódicos antifascistas, exiliados políticos alemanes y organizaciones de apoyo al pueblo judío llamaban al boicot contra Berlín 36. Las naciones democráticas no debían validar con su participación, insistían, a un sistema totalitario que explícitamente vulneraba los principios básicos de no discriminación consagrados en la Carta Olímpica.
Ningún país respondió al llamamiento al boicot contra Berlín 36, salvo por la notable excepción del gobierno del Frente Popular en España
¿Conocían esto los responsables del Comité Olímpico Internacional? Lo cierto es que lo sabían, lo aprobaban y lo aplaudían. Para el COI –posiblemente uno de los organismos supranacionales más nítidamente reaccionarios de los últimos 120 años–, Berlín 1936 supuso el comienzo de la tradición, recurrente a partir de entonces, de mirar para otro lado ante manifiestas vulneraciones de los derechos humanos, evidenciando, por si todavía alguien tenía dudas, que la pomposa Carta Olímpica no dejaba de ser un hermoso ejemplo de papel mojado.
Las grandes potencias practicaron una vez más su estrategia habitual ante todo lo que llevaba haciendo Hitler en los últimos años: no mirar, no escuchar, no decir. Francia guardaba un silencio bastante cercano a la estupidez. En Londres se vivía, como escribió George Orwell, “el profundo, profundo sueño de Inglaterra, del cual me temo que nunca despertaremos hasta que llegue el rugido de las bombas”.
Ningún país respondió al llamamiento al boicot, salvo por la notable excepción del gobierno del Frente Popular en España. En Barcelona, incluso, se llegaron a organizar unas Olimpiadas populares en el mes de julio para contraprogramar los Juegos de Hitler, si bien el evento deportivo antifascista se vio cancelado por un imprevisto de última hora (un par de días antes de la inauguración, una sublevación militar de tropas españolas en el norte de África marcaba el inicio de la Guerra Civil).
Mientras en Europa pasaban estas cosas, muy lejos de allí, en Ohio, Jesse Owens, la figura estrella del equipo olímpico, se encontró en el ojo del huracán de un debate del que nunca quiso formar parte. A diferencia de otros países, las discusiones sobre si acudir a Berlín habían adquirido una especial intensidad en los Estados Unidos, sobre todo en el seno de la comunidad afroamericana. Por primera vez, Owens debió intuir que la cita en Alemania traspasaba con creces los márgenes del deporte. El 4 de diciembre de 1935, el secretario de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP), Walter Francis, le escribió una carta instándole a sumarse al boicot:
“Estimado Sr. Owens. Permítame decirle que he leído con gran pesar que tiene previsto participar en los Juegos Olímpicos de 1936 incluso si se celebran en Alemania bajo el régimen de Hitler […] Soy consciente del gran sacrificio que supondría para usted renunciar al viaje a Europa y decir adiós a los éxitos que sus capacidades atléticas sin duda conseguirían […], pero creo firmemente que la participación de atletas estadounidenses, y especialmente de aquellos que como nosotros han sufrido el odio racial, causaría un daño irreparable”.
La carta se conserva en la Biblioteca Digital de los Derechos Civiles (Civil Rigths Digital Library). Hay quien pone en duda que Francis llegara a enviarla. Hay quien duda que Owens llegara a leerla. La política no era un terreno en el que se sintiera cómodo, y en esta ocasión sabía que, dijera lo que dijese, sus palabras podrían volverse en su contra. Pero la prensa quería conocer su opinión y en ningún caso podía eludir el debate. Tras mucho insistir, la NAACP logró una declaración de apoyo para su causa. “Si hay minorías en Alemania que están siendo discriminadas”, declaró Owens, “entonces los Estados Unidos deberían retirarse de los Juegos Olímpicos”. Su entrenador en aquellos días, Larry Snyder, le preguntó si se había vuelto tan loco como para echar a perder su carrera. “Jesse Owens está hoy sentado en lo alto del mundo, pero si sigue apoyando estas actividades será un hombre olvidado”. Owens, en cualquier caso, jamás llegó a pensar seriamente en quedarse en tierra mientras partía el barco que llevaba a los atletas a Berlín. Esperar cuatro años podría significar llegar a la siguiente cita olímpica más viejo, más lento y más torpe. Sabía que 1936 era su año.
El debate en cualquier caso quedó zanjado por la acción determinante de un hombre, el presidente de la Unión Atlética Amateur (AAU) y hombre fuerte del equipo olímpico estadounidense. Se llamaba Avery Brundage y, por suerte, o más bien por desgracia, su nombre y el de Jesse Owens quedarían a partir de entonces anudados el resto de sus vidas. Brundage defendió que “las Olimpíadas pertenecen a los atletas y no a los políticos”. Aseguró además que en sus repetidos viajes a Alemania había comprobado que no existía ningún tipo de discriminación contra los judíos. Las sinagogas, decía, estaban repletas. Sostuvo que la campaña contra Hitler no era más que una conspiración judeocomunista y tachó de agitadores antiamericanos a los promotores del boicot.
La opinión de Brundage, como veremos más adelante, no era lo que se dice neutral en este asunto. Sus simpatías hacia Hitler y el nazismo eran notorias y los investigadores siempre han sospechado que tuviera vínculos con el Ku Klux Klan. Amenazó con la expulsión a cualquier atleta que volviese a hablar de asuntos políticos y marginó a todos los dirigentes de la Unión Atlética Amateur que habían defendido la necesidad de buscar otra sede para las Olimpiadas. Por último, hizo algo más: prometió no olvidarse de las palabras de Jesse Owens.
El hombre que conquistó Berlín
Meses después llegaron los Juegos. En sus mejores sueños, Jesse Owens esperaba obtener tres oros. Ganó cuatro. Fue la primera vez en la historia que ocurría algo así y hubo que esperar medio siglo para que Carl Lewis igualase la gesta en Los Ángeles 84. Sobre esos días de gloria se ha escrito mucho y se han usado kilómetros de celuloide. Hay una veintena de libros (al menos tres de ellos, autobiografías del atleta), hay una decena de documentales televisivos y no faltan películas de cine (desde Olympia, la visión nazi de los juegos filmada por Leni Riefenstahl y estrenada en 1938, hasta la última de todas, Race, cuyo título juega con el doble significado de “raza” y “carrera”, estrenada en España en 2016 como El héroe de Berlín).
Cuesta hacerse una idea de la popularidad de la que ya gozaba en todo el mundo el antílope de ébano. Cuando llegó a Berlín no era un desconocido, y nadie le había preparado para lo que se le venía encima. “Nunca firmé tantos autógrafos como en Alemania”, escribiría años más tarde. En el momento que bajó del tren en la recién inaugurada estación de Olympiastadion, se topó con un aluvión de aficionados y curiosos. Había entre el público niños y ancianos, pero también un buen número de chicas y mujeres jóvenes que gritaban en alemán “Wo ist Jesse? Wo ist Jesse?” (“¿Dónde está Jesse?”) e intentaban arrancarle pedazos de su ropa.
El año 1936 marcaría un punto de inflexión en la historia del deporte. Los atletas dejaban de ser aficionados para convertirse en mitos populares y parte sustancial de la industria del espectáculo
El 36 iba a ser un año que marcaría un punto de inflexión en la historia del deporte. Los atletas dejaban de ser aficionados para convertirse en mitos populares y parte sustancial de la industria del espectáculo. Ese cruce de dos épocas tuvo en Berlín uno de sus puntos culminantes. Por ejemplo, a su llegada a la villa olímpica, Owens recibió una visita inesperada. Allí le esperaba el conocido empresario alemán del calzado Adolf Dassler, quien le animó a que accediera a correr usando un nuevo modelo de zapatillas diseñado en su fábrica. El nombre de Adolf Dassler no dirá hoy casi nada a casi nadie. Era más conocido por su apodo familiar, Adi. Aunque sobre todo es conocido el nombre de su compañía: Adidas. Con la firma de ese contrato, Jesse Owens se convirtió en el primer atleta afroamericano patrocinado por una marca deportiva.
Se suele creer que la organización de las Olimpiadas fue una iniciativa originalmente nazi. En realidad no fue así. La elección de la ciudad anfitriona de la XI edición de los Juegos se había decidido en 1931 –uno de los poquísimos éxitos diplomáticos de la República de Weimar– y solo en la votación final la capital alemana se impuso a la entonces favorita, Barcelona, desestimada a última hora por la incertidumbre que despertó entre los delegados del COI la proclamación de la Segunda República.
En el fondo, a Hitler la idea de alojar la cita olímpica le provocaba cuando llegó al poder una mezcla de desdén y repugnancia. Había motivaciones económicas (Alemania estaba en crisis y organizar aquello iba a costar una burrada), y de orden ideológico. Para el Führer, el ideal olímpico no dejaba de ser un “invento masónico” y una “fiesta negro-judía”. Tuvo que ser Joseph Goebbels, su todopoderoso ministro de propaganda, quien le convenciera de la conveniencia de usar los juegos como escaparate del nuevo Reich ante el mundo.
Los nazis habían alcanzado el poder, entre otras cosas, gracias a la fuerza magnética de los símbolos. Hábilmente manipulada, toda la iconografía de la fiesta olímpica podría convertirse en una mina para la nueva estética nacionalsocialista. Aquella XI edición abriría el camino a un buen número de innovaciones. Fue, efectivamente, la primera ocasión en que se filmaron todas las pruebas. También se instituyó un ritual que hizo furor entre el público: el recorrido de la antorcha. Comenzando en los bosques sagrados de la ciudad griega de Olimpia, una sucesión de corredores se encargaría de llevar el fuego eterno por las naciones de Europa hasta la capital del Tercer Reich. El arsenal semiótico se completaría con otra serie de elementos. Coloridos pósteres cubrirían las principales avenidas y decenas de estatuas neoclásicas acabarían esparciéndose por el centro de Berlín. Las cámaras de Leni Riefenstahl se iban a encargar de subrayar el evidente mensaje simbólico, según el cual la superior civilización germana vendría a ser la sucesora legítima y natural de la época clásica. Lo dijo así Hitler en la ceremonia de inauguración: “El mundo moderno nunca ha estado tan cerca de la Antigüedad como hoy”. Y eso lo proclamaba desde lo alto del estadio olímpico, una mole colosal, con un desproporcionado paseo de llegada, que había sido construido con la finalidad de hacer sentir a los visitantes llegados de 51 países que se adentraban en el nuevo coliseo o en la resurrección de la antigua Olimpia.
Resultó, sin embargo, que esa cuidada y carísima operación propagandística no terminaba de cuadrar demasiado bien con lo que los espectadores vieron en la pista de atletismo. En cuatro jornadas, Jesse Owens protagonizó uno de los momentos más estelares de la historia del deporte, eclipsó a los demás deportistas y rompió el guion de la abrumadora superioridad alemana.
Este fue el calendario
El 3 de agosto tocaba la carrera de 100 metros, considerada la prueba que consagra al hombre más veloz del mundo. Era la especialidad de Owens y todos daban por hecho que la medalla llevaba escrito su nombre. Fue un paseo. La bala alcanzó la meta en diez segundos y tres décimas, con 46 zancadas exactas. A pocos pasos le seguía el también afroamericano Ralph Metcalfe, que se hizo con la medalla de plata.
4 de agosto. Salto de longitud. Es el día en que se tomó la famosa fotografía. Lo ocurrido en esa prueba daría para llenar un libro, pero podría resumirse en dos palabras: Owens voló. “Alcancé un tipo distinto de estratosfera”, dijo a los periodistas. Saltó por encima del foso de arena una distancia de 8,06 metros, estableciendo otro récord del mundo que se mantuvo inalcanzable durante décadas.
5 de agosto, oro en 200 metros. Para entonces, el estadio olímpico era suyo. Mientras iba dejando atrás a sus rivales, el corredor podía escuchar cómo miles de coreaban al unísono “O-fens”, “O-fens”, “O-fens”. Se trataba, como había aprendido en esos días, de la pronunciación en alemán de su apellido.
La leyenda sostiene que la fascinación que Owens causaba entre el público alemán crecía de forma paralela a la ira de las autoridades del partido nazi. Hitler, decían, estaba furioso. Goebbels tampoco soportaba sus éxitos. Las anotaciones de su diario son el testimonio más fiable de cómo se veían en la cúpula del partido los éxitos del antílope. “Los alemanes hemos ganado una medalla de oro, y los americanos tres, de las que dos las han ganado negros. La humanidad blanca debería estar avergonzada. Pero… ¿qué importa, después de todo, en esa tierra sin cultura?”
Desde el mismo 3 de agosto la prensa estadounidense destacó el hecho de que Hitler se había negado a felicitar a Owens. Se habló del “desaire” del Führer. Se escribió –y esta es la versión que perdura hasta nuestros días– que el canciller habría abandonado precipitadamente el palco para no tener que dar la mano a los ganadores. Si uno busca lo suficiente por las catacumbas de internet, podrá encontrar montajes bastante chuscos en el submundo de los portales de extrema derecha donde Hitler y Owens aparecen juntos. Lo cierto, sin embargo, es que en un estadio donde no faltaban miles de periodistas y como mínimo 47 cámaras de cine, nadie captó un instante en el que el jefe del Estado alemán y el atleta más premiado y fotografiado de la Olimpiada intercambiasen saludos.
La historia de lo que ocurrió en ese palco ha sido escrita, cambiada, discutida, desmentida y escrita de nuevo. Algunos testigos aseguran que Hitler siguió muy animado el desarrollo de las competiciones. Otros periodistas insisten en que vieron a Hitler despedirse con la mano de Owens antes de abandonar el estadio. Sus colaboradores más cercanos dan otra versión. Baldur von Schirach, en aquel momento líder de las juventudes hitlerianas, recordaría años más tarde que Hitler comentó: “Los americanos deberían estar avergonzados por dejar que los negros ganen medallas para su país. ¿De verdad piensan que voy a darle la mano a uno de ellos?” Albert Speer, el ministro y arquitecto oficial del Tercer Reich, describe una escena similar en sus memorias: “[Hitler] estaba francamente molesto con los triunfos obtenidos por el maravilloso corredor de color Jesse Owens. La gente cuyos ancestros proceden de la jungla son seres primitivos –nos dijo– y su físico es más poderoso que los de las personas civilizadas y por lo tanto deberían ser excluidos de los próximos Juegos”.
En el célebre “desaire”, explotado por la prensa en las semanas siguientes, hay por lo tanto gramos de verdad. Aunque también una tonelada métrica de mitificación. Es cierto que Hitler no felicitó a Owens. Nunca se señala en ese relato que tampoco estrechó la mano de los deportistas alemanes que ganaron otras pruebas ese mismo día. En realidad, en la primera jornada de los Juegos, Adolf Hitler rompió con el protocolo al saludar exclusivamente a los medallistas del equipo alemán. El presidente del Comité Olímpico, Henri de Baillet-Latour, le recordó entonces que, de acuerdo con las reglas, el jefe del Estado del país anfitrión debería felicitar o bien a todos los ganadores o bien a ninguno. Hitler optó por lo segundo. Después de la primera jornada se acabaron los saludos. Para todos.
Nadie habría discutido el “desaire”, como lo bautizó la prensa, de no ser porque en su momento fue negado por la única persona autorizada para hacerlo: el propio Jesse Owens. En su primera rueda de prensa de vuelta en los Estados Unidos, negó haberse sentido despreciado en modo alguno: “Hitler tenía controlado su tiempo tanto para llegar al estadio como para marcharse. Sucedió que debía marcharse antes de la ceremonia de entrega de medallas de los 100 metros. Pero antes de que se fuera yo me dirigí a grabar una transmisión televisiva y pasé cerca de donde él estaba. Me saludó y yo le correspondí. Creo que es de mal gusto criticarle, si no estás enterado de lo que realmente pasó”.
Todavía hoy, cuando han pasado más de ochenta años, el encuentro Owens-Hitler sigue siendo, como decía Churchill de Rusia, un acertijo envuelto en un misterio metido en un enigma. ¿Se desvirtúa por ello el significado político de su gesta? Al contrario, la esencia del mito se mantiene. El 1 de agosto de 1936, Adolf Hitler había entrado en el Estadio Olímpico aclamado como un dios redivivo o como un triunfante emperador romano. 24 horas después, salía precipitadamente para evitar su presencia en la entrega de medallas. Para el día 4, el público se había aprendido el nombre del atleta americano y coreaba al verlo correr. Cuando llegó el día 9, los Juegos de Hitler habían pasado a ser los Juegos de Owens.
Nunca quiso ser un icono político. Prefería ser el mejor atleta de la historia
Nunca quiso ser un icono político. Prefería ser el mejor atleta de la historia. Y lo consiguió. “Por un tiempo, al menos, fui la persona más famosa del mundo”. Quizá no era consciente de ello, al menos no en principio. No era fácil serlo para alguien que aún no había cumplido los 23 años. Pero sin verbalizarlo, o sin pretenderlo, lanzó un mensaje que todavía hoy perdura. Abrió el camino a una nueva generación de atletas. Su triunfo se convirtió en una inspiración para la comunidad negra de los Estados Unidos y de todo el planeta. Al regresar a casa, su país se resistió a darle el reconocimiento que merecía. Pero acabó por hacerlo. En 1976, el presidente Gerald Ford le concedió la medalla de honor del Congreso. Como dijo de él Jimmy Carter: “Quizás ningún atleta simbolizó mejor la lucha del ser humano contra la tiranía, la pobreza y el racismo”.
Esto es, en síntesis, el mito de Jesse Owens. Es lo que se cuenta en el museo de Jesse Owens, en los documentales de Jesse Owens, en las tres biografías de Jesse Owens. Es lo que recoge la película Race (El héroe de Berlín). Cuando preguntaron a los guionistas si la cinta iba a contar toda la vida del atleta, respondieron que “retratar toda su biografía no tendría mucho interés”, sino que era preferible centrarse en la época que “dio forma” a su vida. Lo demás no era necesario meterlo en el guion.
Entre otras cosas, porque “lo demás” es, de algún modo, la parte fea de toda esta historia.
DOS. La historia que se ocultó: los años borrados del antílope
El tráiler promocional de la película El héroe de Berlín dura dos minutos 29 segundos. Es una colección de imágenes que inyecta en los ojos la épica del deporte. Suena música dramática y el tic-tac del reloj mientras Owens adelanta a cada uno de sus competidores. Sobre la pantalla aparecen estas letras: “Sé testigo de una increíble historia real”. Hay conflicto. Hay coraje. Hay dudas morales. Y hay un héroe. Owens termina en el podio. Hitler echa chispas. El bien triunfa sobre el mal.
También el tráiler incluye un fotograma que reproduce la foto de la entrega de medallas en salto de longitud. La imagen, no obstante, contiene algunas ausencias. Y al menos un par de engaños o un par de mentiras.
Se ha dicho tantas veces que la actuación de Owens empañó las Olimpiadas de Hitler que la frase va camino de convertirse en verdad. Es posible leer que Owens “desbarató” el plan propagandístico del Tercer Reich. O que “arruinó” la operación diseñada por Goebbels. No es eso lo que decía la prensa internacional en el año 1936. Para empezar, el resultado de los atletas alemanes fue arrollador: se hicieron con 89 medallas, de las que 33 fueron de oro. Por primera vez (y por última) Alemania se proclamó vencedora en el medallero, a considerable distancia de Estados Unidos, segundo país en el ranking con 56 medallas. Los nazis habrían preferido ver a uno de los suyos en lo más alto de las competiciones de atletismo. No obstante, más que fastidiar el plan, la gesta de Owens únicamente restó algo de brillo a un triunfo alemán que de otro modo habría sido absoluto.
Más que fastidiar el plan, la gesta de Owens únicamente restó algo de brillo a un triunfo alemán que de otro modo habría sido absoluto
“Temo que los nazis han tenido éxito con su propaganda”, escribió en su diario el día de la clausura de los Juegos el corresponsal William Shirer, autor de Auge y caída del Tercer Reich. “En primer lugar, dirigieron las Olimpíadas con un grado de hospitalidad jamás visto, lo que cautivó a los atletas. En segundo lugar, idearon una muy buena fachada para los visitantes en general y, particularmente, para los grandes empresarios”.
Después de unos meses de angustia sobre los que no dejó de cernirse la sombra del boicot internacional, la XI edición resultó, en todos los sentidos, soberbia. La organización funcionó como un reloj. Predominó un ambiente festivo entre el público. La siniestra realidad quedó en suspenso y Hitler obtuvo con los Juegos mucho más de lo que esperaba. Entre el 1 y el 16 de agosto, Berlín fue la capital mundial del camuflaje. Según cuenta Saul Friedländer en Los años de la persecución: “Los que visitaron Alemania en esas fechas encontraron un país poderoso, ordenado, satisfecho”. Los carteles que prohibían el acceso a los judíos habían sido convenientemente retirados. Se levantó la persecución de actividades homosexuales. Se vigiló especialmente que no se produjese ningún estallido de “ira popular” y las pintadas en los comercios judíos fueron borradas. Hasta tal punto llegó el celo en disimular los aspectos más cotidianos de la judeofobia del régimen que las bases más exaltadas del NSDAP temieron que Hitler pudiera estar moderándose.
Eran, qué duda cabe, temores infundados. Como explica Friedländer, “la moderación táctica de Hitler emanaba del inmenso valor propagandístico que tal acontecimiento tenía para la Alemania nazi”. No era fácil desarmar las desconfianzas que inspiraba su régimen en todo el mundo. Y ese objetivo se logró con creces. The New York Times lo sintetizó de manera insuperable con un artículo donde se destacaba que los Juegos devolvían a Alemania, por fin, “al redil de las naciones”. Los delegados estadounidenses aseguraron haber visto “las sinagogas repletas”. Incluso el nada sospechoso corresponsal estadounidense del semanario izquierdista The Nation se dejó llevar por el espejismo y ofreció esta imagen de Berlín: “No se ven cabezas judías cortadas, ni aporreadas siquiera. La gente sonríe, es educada y canta entusiasmada en las terrazas donde se bebe cerveza”.
En 1936 no se veían, efectivamente, cabezas judías cortadas por las calles. En pocos años, sin embargo, muchos de los atletas judíos que representaron a sus países en aquella Olimpiada terminaron sus días en campos de concentración. Fue el caso de dos campeones polacos, el nadador de estilo libre Ilia Szraibman y el esgrimista Roman Kantor. En 1943, ambos murieron en el campo de exterminio de Majdanek, cerca de la frontera con Ucrania.
Lejos de ser una pausa en la marcha del Tercer Reich, los Juegos formaban parte de su estrategia expansionista. Ni siquiera la farsa de la paz olímpica se respetó en ese verano de la infamia. A unas cuantas horas de vuelo, en España tenía lugar una guerra civil que serviría a la Wehrmacht –las fuerzas armadas alemanas– como laboratorio donde probar las armas con las que no tardarían demasiado en prender fuego al continente.
En agosto de 1936, el Führer por lo tanto tenía más motivos para sonreír que para patalear. No solo veía a sus atletas alzarse con la mayoría de medallas. No solo veía las caras de fascinación con la que se marchaban a sus países los miles de visitantes que pasaron esas semanas por Berlín. No solo veía a un posible nuevo aliado en el Mediterráneo.
Sobre todo, gracias a esos Juegos, Hitler veía que ganaba tiempo.
El hombre que hundió a Jesse Owens
El segundo engaño (o la segunda mentira) concierne directamente al modo en que vemos a Jesse Owens. El momento eterno de la foto pone ante nuestros ojos la imagen de un ganador. Sin embargo, la suya no fue a partir de entonces una historia de triunfos.
Después de asombrar al mundo, ganar más medallas de oro que ningún otro atleta de la historia y enfurecer a la cúpula del partido nazi, Jesse Owens se vio expulsado de la federación estadounidense de atletismo. Sin trabajo, sin dinero, con una familia a la que alimentar, se encontró corriendo contra un caballo llamado Julio McCaw como espectáculo de entretenimiento durante el descanso de un partido de fútbol celebrado en La Habana. Eso ocurrió en diciembre de 1936, cuatro meses después de sus proezas olímpicas. Cuatro años más tarde, Owens estaba en la ruina.
La pregunta obligatoria es: ¿cómo pudo alguien pasar del todo a la nada en tan corto espacio de tiempo? Durante más de una década esa fue la pregunta sin una respuesta clara que se hizo el propio corredor. No obstante, si se pregunta quién causó la caída en desgracia de Jesse Owens se puede responder con toda contundencia un único nombre: Avery Brundage.
Si se pregunta quién causó la caída en desgracia de Jesse Owens se puede responder con toda contundencia un único nombre: Avery Brundage
Si miramos de nuevo la fotografía de la entrega de medallas en la prueba de salto de longitud, distinguiremos que no solo aparecen las figuras de los atletas y el público. Al lado de ellos, junto al podio, vemos a los representantes de las delegaciones olímpicas de cada uno de los países. Bronce (Japón), Plata (Alemania) y Oro (Estados Unidos). Buceando en la red, es posible encontrar ese momento desde otro ángulo. Me he preguntado a menudo, delante de esta imagen, dónde debía estar exactamente Avery Brundage. También me he preguntado, al saber lo que ocurría en la trastienda de los Juegos, si para entonces los jefes del equipo estadounidense ya habían tomado la decisión miserable que llevarían a cabo el día 9, cuando sin justificación alguna se decidió apartar de la carrera de relevos 4x100 a Marty Glickman y Sam Stoller, los dos únicos corredores judíos, para congraciarse con las autoridades alemanas. Y por supuesto me he preguntado con qué ojos miraba Brundage a Jesse Owens durante el 4 de agosto de 1936.
“Ese tipo, Avery Brundage, quiso acabar con Jesse”, contaba Ruth Solomon, esposa del velocista, en el año 2002. Nacido en Detroit en el último tercio del siglo XIX y con un brillante palmarés como campeón nacional de atletismo en los años de la Primera Guerra Mundial, Brundage sentía una animadversión casi personal hacia el deportista más laureado de su equipo. Se trataba de un tipo muy particular de rabia donde se daban cita el odio racial, la codicia y la envidia ante la abrumadora fama alcanzada por Owens. Durante los días y semanas siguientes –tal vez podría decirse que incluso durante toda su vida– Brundage se empeñaría en hacerle saber que no había dejado de ser un atleta amateur más, que seguía siendo su empleado, y que por más hiperbólicos que fueran los epítetos que los periodistas unían a su nombre, su obligación no era otra que la de seguir corriendo gratis por media Europa.
Brundage, que acabaría siendo presidente del Comité Olímpico Internacional, no tenía reparos en hacer compatible su idealizada visión del deporte amateur con la firma de muy lucrativos negocios personales. En público afirmaba que nunca había aceptado un salario por su carrera deportiva. En privado, incluso su defensa de Berlín como ciudad anfitriona de los Juegos tenía un precio. Y no precisamente bajo. En la Universidad de Illinois se conserva una carta de 1938, escrita por el presidente del Comité Olímpico alemán, donde se asegura que, en compensación por el apoyo recibido, su empresa en Chicago (la Avery Brundage Company Builders) sería la elegida para construir la futura y presumiblemente mastodóntica nueva embajada alemana en Washington.
Las competiciones deportivas en Berlín terminaban oficialmente el 16 de agosto. Para la avaricia de Brundage, eso suponía esperar demasiado tiempo. Antes de la ceremonia de clausura, la delegación estadounidense anunció que el equipo de atletismo se disponía a partir para realizar una gira en distintos certámenes europeos. Brundage quería exprimir todo lo que fuera posible el tirón popular de su estrella. Para Jesse Owens, en cambio, la gira por Europa significaba únicamente una agotadora sucesión de alojamientos de tercera, escasa comida, carreras casi diarias, poco tiempo para entrenar y ningún descanso. Larry Snyder, su entrenador y uno de los pocos amigos en quien podía confiar, denunció a la prensa lo que estaba ocurriendo: “Tratan a los corredores como focas amaestradas”.
La gira europea comenzó el 10 de agosto en Colonia, justo un día después de la carrera de relevos. Allí Owens participará de nuevo en salto de longitud y en 100 metros. Obviamente, ganará ambas pruebas.
Día 11 de agosto. Tras pocas horas para dormir, el equipo de atletismo monta en autobús hasta Praga. En la capital checa Owens vuelve a correr y vuelve a saltar. Hará marcas muy bajas, pero ganará. Siempre terminará ganando, aunque las victorias cada vez tengan menos significado.
Sigue el itinerario. De Praga regresan a Alemania, a Bochum. El equipo llega a las cuatro de la tarde con el tiempo justo para almorzar y salir a la pista de atletismo. Toca carrera de 100 metros. Aquí Owens repite otra vez su récord mundial: 10,3 segundos. Pero ni siquiera hay tiempo para celebrar nada. Esa misma noche el equipo parte a Inglaterra. Al llegar a Londres, de madrugada, el único alojamiento del que disponen es un hangar vacío del aeropuerto de Croydon. Al día siguiente, el antílope es ovacionado por miles de ingleses como si fuera un miembro de la realeza británica. Llegados a este punto, el contraste abismal entre el delirio colectivo que su presencia provocaba entre los aficionados y el trato que recibía de la delegación americana había alcanzado un extremo delirante.
Mientras intenta dormir unas cuantas horas en hoteles de ínfima categoría, Jesse Owens no deja de recibir una lluvia de telegramas. Desde el otro lado del océano le prometen riquezas sin cuento. Las propuestas de trabajo llegan de todas partes: de Hollywood, de Broadway, de la radio. Las cantidades todavía hoy serían exorbitantes. En los años treinta, para un chico negro con apenas 22 años, producían verdadero vértigo. Eddie Cantor, showman y artista de radio, le ofrece 40.000 dólares por aparecer en su programa y subirse con él a los escenarios. Una orquesta de California le promete 25.000 dólares. Su entrenador, Larry Snyder, le asegura que fácilmente puede obtener un contrato de 100.000 dólares al año.
Pero todavía quedaban más carreras. Brundage había aceptado invitaciones para continuar la gira por Escandinavia. Después de Inglaterra tocaba Suecia, luego Finlandia, Noruega…
Demasiadas carreras. Demasiadas exigencias. Y ninguna recompensa. En Inglaterra, el antílope de ébano se cansó de decir a todo que sí. Por primera vez en su vida, el hasta entonces siempre sonriente Owens estallaba en unas declaraciones a la prensa. Dijo entonces a los periodistas que estaba “enfermo de tanto correr”. Y añadiría una acusación en absoluto velada: “Alguien está haciendo mucho dinero con todo esto. Los organizadores agarran todo lo que pueden y nosotros ni siquiera podemos comprar un souvenir de los sitios donde viajamos”. En las últimas semanas había perdido hasta cinco kilos. Después de acabar la última prueba en Londres, el velocista y su entrenador se niegan a subirse al avión rumbo a Estocolmo. En su lugar, toman un barco hacia América. En menos de una semana, Owens se planta de regreso en Nueva York.
El despertar más amargo
Por unas horas, recién desembarcado en la capital del mundo, todo pareció sonreírle. En el muelle de Nueva York le esperaba su familia y su antiguo mentor, Charles Riley. Le aguardaban, además, una legión de periodistas. Aunque insistían en preguntarle por las consecuencias de su rebelión, Owens parecía despreocupado. Ese mismo día, la ciudad de los rascacielos habría de recibirle con un desfile triunfal. Subido a un Rolls Royce descapotable, bajo una lluvia de confeti de colores rojo, blanco y azul, aclamado por millares de neoyorquinos que le aplaudían y le gritaban mientras cruzaba la Quinta Avenida, Jesse tenía todos los motivos para pensar que ahora sí, de verdad, por una vez en su vida todo iría bien, por fin se abriría ante él un mundo hasta entonces vedado, el mundo de las estrellas y los actores de cine, de Broadway y de Hollywood.
Era fácil caer en la ensoñación, mientras llovía el confeti y se sucedían las promesas, de que el éxito en la pista se iba a traducir en respeto fuera de ella, y que su color de piel no volvería a interponerse en su camino. Como señal casi divina de que el signo de los tiempos se había invertido, de manera espontánea uno de los asistentes al desfile le entregó una misteriosa bolsa de papel. Abrumado por los fastos, el deportista no prestó atención a su contenido hasta el final de la marcha, cuando al abrirla descubrió en su interior diez mil dólares en efectivo.
Para acceder a la celebración organizada en su honor en el Waldorf-Astoria, Owens y su esposa debieron entrar por la puerta de servicio y usar el montacargas en lugar del ascensor
Fue su último golpe de suerte. A partir de entonces, nadie volvería a regalarle nada. Esa primera noche en Nueva York descubrió, también, que para los negros las cosas no habían cambiado. Para acceder a la celebración organizada en su honor en el Waldorf-Astoria, Owens y su esposa debieron entrar por la puerta de servicio y, una vez dentro, usar el montacargas en lugar del ascensor. Había llegado como el gran protagonista y seguía recibiendo el mismo trato que cuando trabajaba como botones. En Nueva York, ni sus padres ni sus hermanos pudieron encontrar un hotel que quisiera alojarles. Y en los días que siguieron, el matrimonio Owens tampoco fue aceptado en ningún alojamiento de cierta categoría. Los pocos hoteles que admitían a negros les pedían, por favor, que fueran discretos y evitaran ser vistos por los demás huéspedes.
Las decepciones llegaron pronto. Los auténticos problemas vinieron luego. Primero fue el desprecio del presidente. Franklin Delano Roosevelt, el padre del New Deal y uno de los mitos de la izquierda liberal en los Estados Unidos, jamás le felicitó ni le invitó a la Casa Blanca. Otros atletas, todos ellos blancos, sí fueron recibidos y agasajados.
El golpe duro, el auténtico misil que destruyó su carrera llegó, como no podía ser de otro modo, de Avery Brundage. El desafío de Owens al dejar plantado al equipo en Suecia era evidente. Y la respuesta del jefe de la Asociación Atlética Amateur fue fulminante. La Asociación declaró suspendido de forma automática y permanente a Owens de cualquier tipo de competición. Si a alguien le quedaban dudas, Brundage se encargó de despejarlas. Enfatizó, personalmente, que mientras conservase algún poder en la Unión Atlética, Jesse Owens no volvería a participar en una prueba deportiva. El mejor atleta de todos los tiempos tenía 22 años. Estaba en su mejor momento físico. Y su carrera estaba terminada. Por entonces, se dice, fue cuando comenzó a fumar.
Brundage enfatizó que mientras conservase algún poder en la Unión Atlética, Jesse Owens no volvería a participar en una prueba deportiva. El mejor atleta de todos los tiempos tenía 22 años
Muchos años después, su hija, Gloria, resumiría lo ocurrido en una frase: “La gente celebra con razón los éxitos de Jesse Owens como una victoria sobre Hitler. Pero los nazis también estaban en el atletismo estadounidense. Avery Brundage sencillamente no podía aceptar que Jesse, un hombre negro, le plantase cara”.
No le ayudó la fama. Si bien seguía siendo el hombre del momento, y aunque no le faltasen fiestas a las que ir ni periodistas que procuraban entrevistarle, nada de eso se concretaba en un trabajo. Cuando el furor de la prensa se apagó, los salarios de fantasía se esfumaron. De haber sido el nadador Johnny Weissmüller, en unas semanas habría estado trabajando para la Paramount con un contrato de seis cifras. O si se hubiese llamado Buster Crabbe. O Herman Brix. O su propio compañero de equipo en Berlín y oro en decatlón, Glenn Morris. Todos eran atletas. Todos eran blancos. Todos, en algún momento, encarnaron a Tarzán, el rey de la selva.
Durante más de una década Jesse Owens intentó, en vano, encontrar un trabajo estable o una posición en el mundo del deporte acorde con sus marcas. “Fueron los años más terribles”, afirma su segunda hija, Marlene. “Los directivos le robaron su carrera. Le robaron su vida”. En pocos meses no tardó en darse cuenta de que había calibrado mal el inmenso poder del hombre que se había propuesto hundirle. Mientras el antílope de ébano desaparecía del mundo del deporte, la autoridad de Brundage se agigantaba. En el atletismo estadounidense nadie se atrevía a toserle. Con el tiempo, a la vez que su negocio inmobiliario le convertía en millonario, acabaría convertido en presidente del Comité Olímpico Internacional.
A Owens, por suerte, le quedaba una baza por jugar. Sus piernas le habían salvado en el pasado. Seguía siendo, a pesar de todo, el ser humano más rápido sobre el planeta. Todavía podía correr. Y eso hizo. Incansablemente. A excepción de contra otros atletas, en los años siguientes Jesse Owens corrió, casi literalmente, contra todo.
“La gente decía que era degradante ver a un campeón olímpico competir con un caballo, pero ¿qué podía hacer? Tenía cuatro medallas de oro, pero no podía comérmelas”. Eso ocurrió en Cuba, en diciembre de 1936. En un principio, Owens había sido contratado para participar en una exhibición contra el velocista cubano Conrado Rodrigues, pero incluso hasta La Habana llegaban los tentáculos de Avery Brundage. Una vez supo del duelo, Brundage amenazó a Rodrigues con excluirlo de las competiciones en Estados Unidos si llegaba a competir contra Owens. Rodrigues se retiró. Julio McCaw, un caballo, ocuparía su lugar.
Owens, por supuesto, ganó. Como siempre. En realidad, la carrera estaba trucada. El juez de línea disparaba junto a la oreja del caballo para desorientarlo. “Era degradante”, reconocería el atleta en la última etapa de su vida. “Esas carreras me enfermaban. Me hacían sentir como una atracción de feria”. Lo de Julio McCaw no fue sino el comienzo de toda una serie de espectáculos que se anunciaban como asombrosos y en los que el antílope siempre llegaba el primero. Contra camiones, contra tractores, contra perros, contra boxeadores, contra aficionados a los que daba hasta 20 metros de ventaja.
Entre una exhibición y otra, el excampeón olímpico volvió a los oficios que le dieron de comer en el pasado. De nuevo ascensorista. Otra vez botones. Probó suerte como promotor deportivo. Lo intentó en un club nocturno. Era como estrellarse contra un muro. La segregación continuaba y los trabajos y la vida de los blancos seguían cerrados a su paso.
En 1939, Jesse Owens tocó fondo. Había abierto una lavandería, que se anunciaba con el pegadizo eslogan de “El lavado más rápido garantizado por el hombre más rápido del mundo”, pero en mayo tuvo que declararse en bancarrota y cerrar el negocio. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, la suya era una historia olvidada. Pero incluso así, sin entrenarse y fuera del circuito del atletismo profesional, continuaba siendo el número uno. Nadie superaba sus marcas. En su peor momento, seguía siendo leyenda. Y la leyenda, con los años, regresaría para salvarle.
“He cambiado”
“Hoy en día parece una situación ridícula, cuando ves los contratos multimillonarios que esperan a los atletas que ganan el oro en los 100 metros”, decía su esposa, Ruth Solomon. “Pero América era muy distinta en 1936. Por un lado, Jesse era la leyenda que derrotó a Hitler, pero se le recordaba continuamente que no era nadie especial, que seguía siendo negro”.
La suya fue, en esencia, una biografía marcada por las paradojas y un laberinto de contradicciones. Sería falso, por ejemplo, ver en Jesse Owens un icono de la lucha por los derechos civiles. Porque hay otro lado del antílope que a menudo se silencia: sus simpatías por el Partido Republicano. Casi nadie recuerda que, tras las Olimpiadas, participó activamente en la campaña del candidato conservador Alf Landon para las elecciones presidenciales de 1936, y que fue en este contexto cuando hizo una de sus declaraciones más desafortunadas: “Algunos dicen que Hitler me despreció. Yo digo que no lo hizo. Roosevelt fue quien me despreció, ni siquiera me envió un telegrama”.
Sería un presidente republicano, Eisenhower, quien llegada la segunda mitad de los cincuenta sacó de las sombras a Owens. Después de una década y media de sinsabores, la administración estadounidense supo ver la oportunidad de usar el mito del antílope de ébano como emblema del sueño americano. A su favor, Jesse Owens tenía que el resto del mundo nunca se olvidó de su nombre. Era la persona idónea, por tanto, para llevar a cabo una tarea de relaciones públicas propia de la guerra fría: recorrer el mundo como embajador deportivo para promover las virtudes del mundo occidental y los peligros del comunismo.
Los cambios culturales de la década siguiente le desconcertaron. En casa, las discusiones con sus hijas eran frecuentes. Ellas miraban con simpatía y se unían a las protestas de la comunidad negra y el movimiento por los derechos civiles. Él mantenía sus reservas. Para entonces, entre la nueva generación de jóvenes atletas negros, Owens era visto como un vestigio trasnochado. Los más activistas le acusaban de ser un ejemplo clásico de tío Tom, el criado servil que siempre pone su mejor sonrisa a los jefes blancos. Hablamos de la generación de Tommie Smith y John Carlos, los dos atletas negros que el 16 de octubre de 1968, durante los Juegos Olímpicos de México, se subieron al podio descalzos, inclinando la cabeza y alzando sus puños derechos cubiertos por un guante negro, símbolo del Black Power. Para Smith y Carlos, y junto a ellos una docena de deportistas negros del llamado Proyecto Olímpico Pro-Derechos Humanos, se había acabado la idea de que deporte y política pertenecen a esferas sin conexión alguna entre sí. Habían amenazado con no ir a México 68 si no se cumplían antes una serie de demandas. Exigían, entre otras cosas, el boicot al régimen del apartheid en Sudáfrica, la inclusión de un entrenador negro en el equipo de atletismo y la dimisión de Avery Brundage como presidente del COI.
Cuando vio el gesto de Smith y Carlos durante la entrega de medallas de los 200 metros (una imagen sobre la que de algún modo resonaba la foto de su propia victoria), el antiguo héroe de Berlín se burló de ellos
Jesse Owens pudo sumarse a ellos y apoyar su causa. No lo hizo. Cuando vio el gesto de Smith y Carlos durante la entrega de medallas de los 200 metros (una imagen sobre la que de algún modo resonaba la foto de su propia victoria en salto de longitud), el antiguo héroe de Berlín se burló de ellos: “Es un símbolo sin significado”, comentó. “La única ocasión en que el puño cerrado tiene significado es cuando tienes dinero agarrado. Allí reside el verdadero poder”.
Esas fueron sus declaraciones en 1968. Cuatro años después publicaría una nueva biografía I have changed (He cambiado), en la que una vez más, Jesse Owens se reinventó. “Me di cuenta de que luchar, en su mejor sentido, era la única respuesta que el afroamericano tenía, que cualquier negro que no estaba comprometido en la lucha en 1970 estaba ciego o era un cobarde”.
Durante buena parte de su vida, el antílope de ébano no se comprometió con las luchas. ¿Fue por ceguera o por cobardía? Tendría cierto interés, en días como hoy, conocer su opinión sobre el movimiento Black Lives Matter. Como cualquier atleta o cualquier persona que haya vivido lo suficiente, Owens reescribió varias veces su vida y en el camino se reescribió a sí mismo. No en vano en cada nueva biografía daba versiones progresivamente diferentes sobre su pasado, y siempre en colaboración con el periodista Paul Neimark, quien tal vez hiciera más que ninguna otra persona por dar forma al mito de Jesse Owens tal y como lo conocemos hoy.
Después de alcanzar un estatus de gloria olímpica reservado a unos pocos elegidos y tras sufrir el olvido de su país, en sus últimas décadas encontró la forma de redimirse. Iba a dejar de luchar contra su leyenda. Debía interpretar de la manera más convincente posible (hasta creérselo) el personaje sin fisuras que la historia y los departamentos de relaciones públicas de los blancos habían escrito para él. Se convirtió en narrador de sí mismo, incorporando en su memoria recuerdos que no eran suyos. Pasó sus últimas décadas dando charlas motivacionales y contando en decenas de países y miles de actos la luminosa historia que nunca nadie se cansaría de escuchar, un cuento de hadas de motivación, disciplina y optimismo, la vida épica del chico negro que sobrevive a una infancia de pobreza en Alabama, que se abre camino gracias al deporte y en la hora decisiva rompe los planes de los perversos jerarcas nazis, que se sube al podio y escucha orgulloso el himno de las barras y las estrellas provocando que allí arriba, en algún lugar del palco, un canalla llamado Adolf Hitler salga blasfemando del estadio olímpico con la cara desencajada.
Sería erróneo imaginarlo a esas alturas resentido, amargado o melancólico. Pocas veces perdía la sonrisa y se empeñó en borrar de su mente el recuerdo de los malos años. Ahora sí que hizo dinero. De golpe vino la publicidad. Puso su cara a una marca de cigarrillos y grabó, por fin, anuncios de televisión promocionando tarjetas de crédito. Acudía a escuelas para fomentar el deporte en los barrios de chicos sin recursos. En sus entrevistas en los programas de televisión se dirigía a los niños de las comunidades afroamericanas para decirles que, aunque es verdad que no todos nacen con una cuchara de plata, América es una tierra de oportunidades, donde el trabajo duro se ve recompensado. Al fin y al cabo, contaba, ¿acaso no era él la prueba viviente de ese sueño?
Las contradicciones lo acompañaron hasta el último momento. En 1980, Jesse Owens, el héroe del olimpismo, moría a los 66 años por un cáncer de pulmón. El mayor atleta de todos los tiempos llevaba fumando una cajetilla diaria de tabaco desde hacía más de 30 años, desde que regresó a casa y se estampó contra el suelo de la realidad americana tras aquellos días de gloria en Berlín.
TRES. La historia que todos quisieron creer: el abrazo eterno de Luz Long
Pero una vez más la historia que cuenta esta fotografía no termina aquí. La verdadera historia de la entrega de medallas en salto de longitud en los Juegos Olímpicos de Berlín merece un final diferente. Para ello debemos irnos a otra fecha, a 1966, cuando en las pantallas de cine se estrena un documental titulado Jesse Owens Returns to Berlin. Habían transcurrido tres décadas de todo aquello. No fue hasta entonces –Owens pasaba ya de los cincuenta años–, cuando pudo cumplir una vieja promesa y conocer a un chico alemán de 25 años llamado Kai Long, de quien sería más tarde su padrino de bodas. Kai Long nació en 1941, por lo que no sabía los detalles de lo que pasó en la Olimpiada de 1936. Tampoco recordaba apenas a su padre, muerto en la Segunda Guerra Mundial, cuando él apenas contaba dos años. Por ese motivo acudió a visitarlo Owens. Para hablarle, precisamente, de su padre. De Luz Long, el segundo hombre de esa fotografía, el atleta alemán que realiza el saludo romano en la entrega de medallas de la prueba de salto de longitud y que fue, según contó Owens a su hijo, tal vez el mejor amigo que jamás hizo en su vida.
Veamos de nuevo la imagen. A primera vista Long –con su altura de 1,84 metros, su pelo dorado, sus ojos azules y un rostro cincelado de ángulos casi perfectos– parece simbolizar todo lo opuesto a Jesse. Todos esos carteles y esculturas neoclásicas que adornaban las calles de Berlín cobraban forma humana en su figura. La prensa alemana –es decir, Joseph Goebbels– lo idolatraba.
La verdad, no obstante, es que aquel prototipo de superhombre hitleriano pudo ser, de algún modo, cómplice del éxito de Owens. Y su actitud en la competición enfureció tanto o más que los éxitos del norteamericano a los jerarcas nazis.
En Jesse: the man who outran Hitler, otra de las biografías oficiales donde se mezclan a partes iguales los recuerdos de Owens y la creatividad narrativa del periodista Paul Neimark, nos encontramos con la honda impresión que causó en el corredor americano la personalidad de su principal adversario en los Juegos. “Todo ese asunto con Hitler nunca me molestó”, confiesa aquí el protagonista. “Yo no fui a Berlín a estrechar la mano a nadie. Lo que siempre recordaré de Berlín fue la amistad que hallé con Luz Long. Era mi rival más fuerte y sin embargo fue quien me aconsejó sobre cómo clasificarme y me ayudó a ganar”.
Lo que sigue a continuación es lo que Owens contó mil veces:
Todo comienza con la prueba clasificatoria para la final de salto de longitud. La distancia requerida para pasar a la siguiente fase es de 7,15 metros, algo que, si bien apenas unos cuantos seres humanos son capaces de lograr, para Owens vendría a ser como estirar un poco las piernas para subir al autobús.
Ese día, Owens, sin embargo, está nervioso, o como mínimo desconcentrado. Da la impresión de que los jueces alemanes quieren quitárselo de encima. Dos de sus saltos son declarados nulos. El primero no puede considerarse del todo una falta. Simplemente, los jueces señalan que ha entrado antes de tiempo en la pista. En el segundo, Owens pisa la tabla. Un fallo más y se acabó. Es en este punto, según la leyenda, cuando Luz Long hace su aparición.
“Y fue entonces”, cuenta Jesse Owens en la película de 1966 al hijo del corredor alemán, “cuando tu padre quiso ayudarme”. Luz Long podría haber esperado la eliminación del americano y haberse proclamado vencedor al día siguiente sin problemas. En lugar de eso, se dice que colocó un pañuelo o una camisa justo un pie por detrás de la línea de salto. “Eres como yo”, dicen que dijo. “Quieres dar siempre el cien por cien, ¿verdad? Pero ahora no tienes que apurar. Basta con que no falles. Salta unos centímetros por detrás de la tabla. Mañana ya irás a por el récord”.
Aunque Owens lo contara con total convencimiento, nadie más vio ni escuchó aquello. No se conservan imágenes y es casi seguro que no ocurrió así. Lo que sí está grabado es la final. Quien quiera puede ver de nuevo los saltos en el documental de Leni Riefensthal, Olympia. El documental completo dura tres horas y media, pero bastan con dos minutos, accesibles en Youtube, entre el 50.09 y 52.06, para revivir lo que pasó esa tarde en Berlín.
La grabación comienza con la actuación de Luz Long. En el palco vemos a Hitler, muy concentrado en la arena. El saltador alemán toma carrera y realiza un salto notable, 7,54 metros. Owens, justo a continuación, supera la marca, 7,74 metros.
Turno de nuevo de Long, que se pone en cabeza con un vuelo de 7,84 metros. No hacía falta saber mucho de atletismo, ni siquiera de deporte, para intuir que en aquel momento algo de inmensa magnitud estaba ocurriendo en la pista. La batalla no tenía un ganador claro. Cada nuevo salto dejaba atrás la marca anterior. Cuando le toca a Owens, alcanza los 7,87 metros. La cámara pasa de un atleta a otro. Enfoca ahora el rostro de Long, que parece asustado. El alemán comienza a correr y cuando sus pies despegan la cámara ralentiza el movimiento. Vemos a Long cruzar de un extremo a otro el foso de arena e igualar la distancia de Owens, en el que será el mayor salto de toda su vida. ¡Nueva plusmarca europea!, informa la voz en off. Hitler, una vez más, ocupa el plano, riendo y dando palmadas como un niño pequeño.
Pero Owens se crece en ese instante. Su último salto deja atónitos a los jueces, al público, a los jerarcas nazis y a la historia. Como si fuera un pájaro mitológico, Jesse surca el cielo de Berlín y pone la marca en 8,06 metros, una distancia que ningún otro ser humano habría de volver a alcanzar en los siguientes 25 años. “¡Nuevo récord mundial!”, se escucha por megafonía. La cámara enfoca a las gradas. Las 110.000 personas del estadio olímpico se ponen en pie. La imagen de Hitler ya no vuelve a aparecer.
Fue, en resumen, uno de los duelos más espectaculares de toda la Olimpiada. Aun así, algo extraordinario ocurre al término de la competición. Cuando ve a Owens, Long corre para abrazarle. El alemán levanta el brazo del campeón y le felicita delante de todo el público. De camino a los vestuarios, ambos atletas se agarran del brazo y se acercan a las gradas, algo que estaba prohibido, mientras miles de gargantas corean sus nombres. Las autoridades germanas se quedaron de piedra. No solo su campeón había sido arrollado por un deportista negro, sino que además confraternizaban ante toda Alemania y todo el planeta. Tal vez no eran conscientes de la trascendencia de su gesto (cómo iban a serlo), pero ese momento de abrazos y risas encolerizó a la cúpula del partido. Rudolf Hess dio una orden válida para Long y los demás miembros del equipo alemán: “Nunca más vuelvas a abrazar a un negro”. La prensa –y en particular el furibundo tabloide Der Sturmer– se echaron sobre él. Afeaban a Long por “falta de conciencia racial”. En un abrir y cerrar de ojos, el chico de oro de la propaganda nazi se había convertido en una vergüenza para el régimen.
“Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané y no valdrían nada frente a la amistad de 24 quilates que hice con Luz Long”, dejó escrito Owens. Durante décadas, se ha especulado mucho sobre esa amistad improbable. Puede que sea porque tenían en común más de lo que podría parecer. O puede que fuera porque eran muy jóvenes y se sentían en la cima del mundo. Habían nacido el mismo año, con apenas unos meses de diferencia. Antes de encontrarse cara a cara en las Olimpiadas, cada uno había escuchado hablar del otro. Según se contó después, en los cinco días que pasaron desde la prueba de salto de longitud hasta la carrera de relevos, el alemán y el americano tuvieron tiempo para compartir paseos y algunas cervezas en la villa olímpica.
Quien sabe si alguna vez Long habló a Owens de sus orígenes. Su nombre, Luz, era también un apodo. Carl Ludwig Long vino al mundo en 1913, como parte de una familia numerosa de cinco hermanos. Su padre, Carl Herman Long, era farmacéutico en Leipzig. La suya era una familia de clase alta a la que no afectaron demasiado las penurias provocadas por la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. Long, con unas habilidades físicas portentosas, pudo cursar la licenciatura de derecho compartiendo las horas de estudio con los entrenamientos. Tenía unas piernas larguísimas, excelentes para el salto de longitud. Dos años antes, en el Campeonato de Atletismo de Turín de 1934, había obtenido la medalla de bronce. Cuando llegó a Berlín estaba en su mejor momento. Durante la prueba clasificatoria rompió el récord europeo en salto de longitud.
Sin duda se admiraban. Se estudiaban mutuamente. Quizás por ello llegaron a apreciarse. Prometieron, después de esos días de convivencia en Berlín, continuar escribiéndose, iniciando una correspondencia esporádica a lo largo de los siguientes años. En sus cartas compartirían lo que había sido de ellos después de los Juegos. Luz Long no fue represaliado del mismo modo que Owens, pero su trayectoria como deportista no volvió a alcanzar el mismo brillo. En 1938, durante los campeonatos de Europa celebrados en París, se hizo con la medalla de bronce. Fueron sus últimos saltos antes de que la Segunda Guerra arrasara con Europa, con su carrera y con su vida.
No consta que en ningún momento se opusiera al régimen nazi, si bien tampoco demostró ser un entusiasta de la causa. El saludo fascista que hace en la foto era obligatorio para todos los miembros de la delegación alemana. Durante algún tiempo se resistió a entrar en el partido, hasta que lo hizo en 1939, cuando era ya un requisito obligatorio para poder ejercer como abogado. Acabó por doctorarse en derecho (con una tesis dedicada a los aspectos legales del deporte) y llegó a ejercer en el tribunal laboral de Hamburgo.
Su carrera de abogado, en cualquier caso, terminaría al mismo tiempo que la de atleta. En septiembre del 39 Hitler invadió Polonia y se desataron todos los infiernos. A pesar de que los deportistas de élite podían quedar exentos de acudir al campo de batalla, Luz Long terminó siendo llamado a filas. En 1940 su hermano Heinrich había fallecido en Flandes. Poco después él mismo pasaría por un corto período de entrenamiento en el Báltico. Por su experiencia, inicialmente fue nombrado instructor deportivo. En 1941 se convirtió en asesor jurídico y en noviembre de ese año nació el primero de sus dos hijos, Kai. Tendría un segundo, Wolfgang, que murió de meningitis antes de cumplir los diez meses. Long no llegó a conocerlo. No estuvo presente en su nacimiento y fallecería antes que él.
En el año 43, cuando el curso de la guerra ya se había torcido para Hitler y su socio Mussolini pedía desesperadamente ayuda, el exsaltador alemán fue destinado a la 1ª división de Paracaidistas Hermann Göring con la misión imposible de evitar la entrada de los ejércitos aliados en Italia. Fue herido gravemente en Sicilia durante la llamada “Operación Husky”, el primer desembarco a gran escala de tropas estadounidenses y británicas en la Europa continental. Después de tres días en un hospital de campaña británico, murió desangrado por las heridas de bala en su muslo izquierdo.
Durante siete años no hubo rastro alguno de su cadáver. En la “Lista de pérdidas” del ejército alemán figura como desaparecido el 14 de julio de 1943 y se indica que por última vez ha sido visto “en territorio enemigo”. Incluso tras el fin de la guerra, su esposa y su madre se aferraban a la esperanza de su regreso. Hasta Leipzig llegaban, alimentados por parte de otros soldados supervivientes, todo tipo de rumores novelescos. Alguien dijo que Luz Long había sido hecho prisionero por las tropas de De Gaulle y que los franceses lo tuvieron encerrado en un campo de trabajo en el norte de África. Otros aseguraban que desde allí pudo escapar a Canadá.
Todas esas especulaciones cesaron cuando la Cruz Roja identificó su cuerpo. En 1950, la madre de Luz Long recibió la notificación oficial de que el cadáver de su hijo había sido encontrado. Tratándose de un enemigo, los ingleses no se preocuparon por conocer su identidad. Lo enterraron, junto a otros miles de soldados anónimos que perdieron su vida en aquel baño de sangre, en la sección alemana del cementerio de guerra estadounidense de Gela, en la costa sur de Italia.
También hubo de terminar la guerra para que al otro lado del mundo Jesse Owens recibiese la última carta que habría de escribirle su antiguo amigo. En ella, Luz Long parecía presentir su final. Daba por hecho que Sicilia caería en pocos días, y era lo suficientemente lúcido para entender que su bando estaba perdiendo la guerra.
“Estoy aquí, Jesse, donde parece que solo hay arena seca y sangre húmeda. No temo tanto por mí mismo, mi amigo Jesse, temo por mi mujer que está en casa y mi pequeño hijo Kai, que nunca ha conocido a su padre. El corazón me dice que esta será mi última carta. Si es así, te pido algo. Es algo muy importante para mí. Algún día, cuando esta guerra acabe, encuentra a mi hijo Kai y háblale sobre su padre. Dile, Jesse, cómo eran los tiempos cuando no estábamos separados por la guerra. Dile cómo podrían ser las cosas entre los hombres en esta tierra”.
De esa carta, y de Luz Long, y de aquellos días de cielo azul en Berlín en el verano del 36, hablaron treinta años más tarde durante horas Jesse Owens y Kai Long. Poco tiempo después, ese chico que no conoció a su padre decidió que el hombre que lo había derrotado en la pista de atletismo debía ser su padrino de bodas.
La carta, por supuesto, era pura invención.
Como también era pura invención el resto de la correspondencia.
Como era pura invención la conversación en la prueba clasificatoria.
Como fue igualmente inventada la camaradería de los días siguientes.
La amistad de Jesse Owens y Luz Long, una fábula inspiradora que forma parte del libro de oro de la historia olímpica, es solo el ejemplo de una narración escrita muchos años después de la muerte de uno de sus protagonistas a través de una única versión. La historia cobraba verosimilitud a partir de una base en apariencia irrefutable: una serie de fotografías que muestran a Owens y a Long relajados en la hierba y sonriendo de manera amistosa. Fue una sesión de fotos extrañísima, muy inusual y nada espontánea, tomadas por Leni Riefensthal con la intención de transmitir una visión más positiva de Alemania como país hospitalario y acogedor. De hecho, un periódico deportivo, el Reichssportblatt, publicó en 1936 una de las fotos. En su subtítulo podía leerse: “El poderoso océano separa las casas de estos dos saltadores, Luz Long y Jesse Owens, pero el espíritu olímpico los une”. No obstante, en el montaje final de Olympia el Ministerio de Propaganda de Goebbels decidió prescindir de las imágenes, pues chocaban frontalmente con la idea de separación de razas pregonada por el régimen.
Solo siete décadas más tarde, en una exhibición organizada en 2013 por el museo de deportes de Leipzig con el título Der weite Sprung (El salto de longitud), se pudo rescatar bajo los escombros del tiempo un artículo titulado Mi batalla contra Owens, que aparecía firmado nada menos que por el propio corredor germano en el periódico de su ciudad natal, Naue Leipzig Zeitung, tan solo una semana después de la competición. Es el único testimonio de Luz Long, y allí cuenta cómo se quedó asombrado al ver la proeza de su adversario. “No podía contenerme. Fui el primero en abrazarle y en felicitarle. Él me dijo: Gracias a ti, he dado lo mejor de mí”. En ese texto no se dice nada de la prueba de clasificación. Por otro lado, Long subraya otra cosa que le impresionó mientras se preparaba para su salto: “Apenas podía creer lo que veía. El Führer en el palco, de pie, mirándome, aplaudiendo con entusiasmo y con un único deseo en sus ojos: que pueda ganar”.
La vida real de Carl Ludwig Long queda también sepultada por el peso de la leyenda de Jesse Owens
De algún modo, la vida real de Carl Ludwig Long queda también sepultada por el peso de la leyenda de Jesse Owens. Su familia conserva las cartas que escribió desde Italia. El tono no es distinto, si no opuesto. Lo último que escribe es una carta a su esposa desde Sicilia, el 29 de mayo de 1943. Habla de “un hermoso prado de flores, rodeado de montañas, completamente tranquilo”. Promete, también, que volverá pronto a casa.
Entonces, ¿por qué Jesse Owens contaba algo diferente en todas sus apariciones públicas? Esa fue la pregunta que le hizo en cierta ocasión el periodista Tom Ecker, autor de Olympic facts and fables, tras hallar una serie de datos incongruentes en la supuesta correspondencia de los dos atletas. De acuerdo con la versión de Ecker, Owens respondió sin darle mucha importancia: “Esas historias son lo que la gente quiere escuchar, así que las cuento para no decepcionarles”.
Puede parecer una respuesta cínica, pero también es una respuesta honesta, que más que sobre Jesse Owens o Luz Long nos habla sobre nosotros mismos y sobre el material del que están tejidas las leyendas. A partir de un hecho real, el abrazo espontáneo y sincero de dos chicos que acababan de protagonizar un duelo apoteósico, la historia fue exagerándose con el tiempo, como si fuera necesario contarla una y otra vez, añadiendo nuevos detalles, para saciar la necesidad humana de creer que en medio de aquel festival de la ignominia, en esos Juegos en los que los ideales olímpicos fueron prostituidos, dos adversarios, un atleta negro y su contricante rubio de ojos azules, podían redimirnos a todos y por medio de su amistad devolvernos la confianza en la fraternidad entre los hombres de la tierra.
La realidad está condenada a fracasar frente a un mito de esas proporciones. No importa. Los protagonistas ya están muertos. Hace ya décadas que sus hijos y nietos decidieron que no tendría sentido poner en cuestión una historia tan hermosa que merece ser verdadera. Con motivo del último campeonato mundial de atletismo celebrado en Berlín en el año 2009, Kai Long y una nieta de Owens, Marlene Dortch, se reencontraron en el estadio olímpico. De nuevo hablaron, para el delirio de los periodistas, de aquella amistad eterna.
Vuelvo a mirar por última vez la fotografía y me parece entender que su único significado consiste en que nunca se podrá desentrañar del todo su significado. ¿Qué queda hoy de todo aquello? El cuerpo de Long sigue enterrado en una fosa común, junto a una lápida que recuerda el nombre de otro centenar de soldados que entregaron su vida al delirio fanático de un grupo de genocidas. En Leipzig, su ciudad natal, se le considera un héroe. Una de las calles principales lleva su nombre.
Tras hundir profesionalmente a Owens, el patrón intocable del atletismo estadounidense, Avery Brundage, gozó de una vertiginosa trayectoria y se mantuvo durante veinte años al frente de su codiciado puesto de presidente del Comité Olímpico Internacional. Fue Brundage quien en 1968 ordenó la suspensión inmediata de los atletas negros Tommie Smith y John Carlos por realizar el saludo del poder negro en los Juegos Olímpicos de México. El gesto de alzar el puño negro enguantado era, en su opinión, “una deliberada y violenta infracción de los principios fundamentales del espíritu olímpico”. Nunca aclaró si en ese momento Brundage reparó en el significado que tenía, en 1936, el saludo de los atletas alemanes. Filonazi hasta sus últimos días, fue igualmente Brundage quien en 1972 se negó a cancelar o posponer los Juegos Olímpicos de Múnich tras el asesinato de once atletas israelíes por parte del grupo Septiembre Negro. Vivió hasta los 87 años. En su obituario, el periódico New York Times escribió que, con su muerte, el espíritu del amateurismo y los valores olímpicos sucumbían a un mundo cada vez más materialista.
La familia de Jesse Owens siguió viviendo en Tucson (Arizona). Al conocerse la noticia de la muerte del excampeón olímpico, donantes de todas partes de los Estados Unidos comenzaron a enviar dinero a sus hijas. Con los fondos obtenidos, su viuda abrió la fundación Jesse Owens, destinada a ayudar económicamente a deportistas jóvenes sin recursos.
Durante años, Jesse Owens se lamentó de que las cuatro medallas de oro ganadas en Berlín no le sirvieran para comer. Pudo haber esperado algunas décadas. En diciembre de 2013, una de esas cuatro medallas, la que regaló a cambio de un trabajo al músico y bailarín negro Bill Robinson, se convirtió en el objeto olímpico por el que más se ha pagado hasta la fecha. Fue subastada por millón y medio de dólares.
El resto, amigos, es historia.
Y leyenda.
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Miguel de Lucas es doctor en Literatura española e hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. En la actualidad, trabaja como profesor de Lengua española en el Centro Norteamericano de Estudios Interculturales de Sevilla.
Para saber más:
Saul FRIEDLÄNDER, El Tercer Reich y los judíos (1933-1939). Los años de la persecución, Barcelona, Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2009.
Jesse OWENS (con Paul G. NEIMARK), Blackthink. My life as a Black Man and White Man, New York, William Morrow & Company, 1970.
Jesse OWENS (con Paul G. NAIMARK), I have changed. A shockingly personal statement in a tragically impersonal time, New York, William Morrow & Company, 1972.
Jesse OWENS (con Paul G. NEIMARK), Jesse: the man who outran Hitler, Nueva York, Ballentine Books, 1985
Jeremy SCHAAP, Triumph: the untold story of Jesse Owens and Hitler’s Olympics, 2007, Boston, Mariner Books, 2007
Jorge ALVAREZ, “Luz Long, el atleta alemán que hizo amistad con Jesse Owens y le ayudó a ganar en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936”, en La brújula verde, 25/04/2019
Rhonda EVANS. “Jesse Owens & athletes who protest (or don't)”, en New York Public Library, 12/09/2017
Donald MCRAE, “How did it come to this”, en The Observer, 03/09/2000,
Leni RIEFENSTHAL (dir.), Olympia, Olympia-Film, Alemania, 1938.
Stephen HOPKINS (dir.), Race (El héroe de Berlín), Forecast Pictures, Canadá, 2016.
Quedan vivas muy pocas de las más de 100.000 que los primeros días de aquel agosto de 1936 llenaban el estadio olímpico de Berlín. Quienes hoy sobreviven eran niños entonces. Los testigos no recuerdan todos los detalles. No olvidan sin embargo un nombre: Jesse Owens. Recuerdan sus cuatro medallas. Recuerdan sus...
Autor >
Miguel de Lucas
Es doctor en Literatura española.
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