Notas de lectura, edición especial
Notas para complicar la vanguardia
Sobre las relaciones de la vanguardia con la complejidad, la dificultad, la novedad y la madurez
Gonzalo Torné 20/09/2020
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Falsas fronteras. Por lo menos existen dos clases de vanguardia histórica (la surgida en el arranque del siglo XX). Una que pretende ofrecer una imagen de la complejidad de la vida y de la conciencia y otra que pretende examinar la sociedad (y provocar reacciones hacia ella). Ambas emplean técnicas novedosas, pero de la primera surge una poética de la dificultad y de la segunda una poética de la aclaración; la segunda busca orientarnos en la misma realidad donde la primera pretende extraviarnos. Las dos pueden ser sofisticadas, complejas, simples o estúpidas, todo depende de su ejecución. En la primera vanguardia encontramos a escritores como Joyce, Woolf o Faulkner, en cuya estela han surgido poéticas “de la dificultad”, como las de Onetti o Benet o Rodoreda. Atendiendo a estos escritores se comprende que se haya situado la “escritura de vanguardia” en asociación con el esteticismo y en oposición a la novela política y social (o si se prefiere: a la preocupación por cómo vivir juntos). Pero esta frontera es el resultado de una lectura parcial; la otra vanguardia, representada por Bretch o Lorca (y continuada hoy por Gopegui o Rosa), demuestra una imbricación entre los hallazgos formales y el escrutinio del “vivir juntos” que desbarata la identificación de la vanguardia con el esteticismo y que desmiente el supuesto antagonismo con la concienciación.
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La vanguardia como academicismo. La vanguardia (las vanguardias) se asocia a un programa de reforma personal (aunque fuese, como en el caso de Woolf o Joyce, un intento de comprender el ritmo verbal de la psicología y la emoción humana) y social arraigado a las condiciones históricas de su tiempo (incluidas las novedades técnicas). A un siglo de distancia, esos programas deben ser reconsiderados hasta tal punto que sería insólito que pudieran sostenerse. Barridos los propósitos históricos, quedan las técnicas y la actitud de rastrear nuevas formas para estructurar la música, la poesía, la literatura o el cine. Pero si la vanguardia necesita del empuje de la novedad, se da la paradoja (o la ironía) de que pocas cosas se me ocurren menos vanguardistas (novedosas) que el conjunto de técnicas de vanguardias. Más viejas que Hitler, más viejas que la bomba atómica, más viejas que la Comunidad Económica Europea, más viejas que la independencia de Argelia, que el televisor, que la penicilina, que los ordenadores, que el uso generalizado del plástico o el turismo de masas. Las técnicas vanguardistas se conservan en los departamentos universitarios, y cualquiera puede estudiarlas y reproducirlas: la vanguardia sobrevive como academicismo.
Regresando siempre. Quizás la vanguardia se reconozca mejor en el impulso de la novedad. Ofrecer los “relatos” en una disposición, una forma o bajo una estructura nunca vista, adentrar al lector en un sitio donde no ha estado antes y del que no puede anticipar cómo se saldrá. La vanguardia sería entonces una actitud que atraviesa las formas para dejarlas atrás, ya inservibles como vanguardia, para buscar otras nuevas, imprevisibles, que no podemos deducir ni preveer. Se diría que la vanguardia quema sus vehículos transitorios como el ADN gasta los depósitos temporales donde se encarna. Una vanguardia que los académicos de la vanguardia no tienen por qué reconocer a primera vista. O por usar la metáfora de John Ashbery: el impulso vanguardista solo arroja en el surco del arte semillas torcidas, cuyo interior solo puede ofrecer una cosecha. Pero mejor escuchar a Ashbery: “así es la actividad, este no estar seguros, estos descuidados / preparativos, sembrando las semillas torcidas en su surco, / listos para olvidar, y regresando siempre / al amarradero de los inicios, a ese día, hace ya tanto años”.
La vanguardia sería entonces una actitud que atraviesa las formas para dejarlas atrás, ya inservibles como vanguardia, para buscar otras nuevas, imprevisibles
Madurar. La literatura refleja (o discute) el mundo pero también avanza siguiendo impulsos derivados de lo que lo escrito sugiere a los escritores en ciernes. De manera que si se puede escribir una historia de la literatura en paralelo al avance de la cultura y la sociedad, también se podría escribir otra más secreta, una historia de su vida privada. Aunque sea una deuda pendiente, este relato íntimo debería señalar que las vanguardias literarias surgen del hastío de las formas “realistas”, de manera parecida a que el romanticismo surge del cansancio de las formas “clásicas” custodiadas en las academias. Las reacciones estéticas (no digamos ya cuando prefieren verse como revoluciones) se apoyan en un movimiento ambiguo: necesitan que su adversario sea lo bastante importante para engrandecer su golpe y al mismo tiempo lo bastante insoportable para legitimar la operación. A los poetas enseguida les sonará de lo que hablo: se trata de atribuir al gran nombre los defectos de sus epígonos, aprovechándose de que toda poética está condenada a provocar hastío gracias a los discípulos que segrega la influencia. Pero centrémonos en la novela: la parodia del realismo que maneja la vanguardia no guarda relación con Balzac o George Eliot (por no hablar de Tolstoi o de Dickens), sino a la incapacidad del momento de seguir avanzando por esa vida. Woolf, Joyce, Beckett y Faulkner llevaron a la novela a sitios donde no había estado nunca, apuntando contra la linealidad del relato, las justificaciones psicológicas y la concordancia entre las palabras y las cosas. Es posible que muchos de sus colegas más conformistas chapotearan varados en estos cenagales, pero si nos remontamos a La comedia humana, El molino junta al Floss o Guerra y paz no encontramos obediencia a la linealidad narrativa, bien poca “explicación” psicológica y una conciencia desarrolladísima de cómo el lenguaje interviene sobre la comprensión de la realidad. Las novelas escritas en la estela del “realismo” en la segunda mitad del siglo XX (las novelas de Bellow, Murdoch, Naipaul, Oé, Ozick, Marsé...) ofrecen mayores novedades formales que el grueso de las novelas escritas al dictado de Beckett, Joyce, Woolf o Faulkner. Parece legitimado, incluso imprescindible, hablar de un “realismo experimental” que no buscan poner al revés la forma de la novela, ni ofrecer una disposición del material nunca vista, pero que con variaciones y ajustes es sensible a las novedades que el mundo (la historia, la cultura, la economía, el clima, la tecnología...) le arroja al individuo. O quizás sea, por decirlo en palabras de Ozick, que la novedad es un objetivo artístico inferior a la maduración.
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Falsas fronteras. Por lo menos existen dos clases de vanguardia histórica (la surgida en el arranque del siglo XX). Una que pretende ofrecer una imagen de la complejidad de la vida y de la conciencia y otra que pretende examinar la sociedad (y provocar reacciones hacia ella). Ambas emplean...
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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