vivienda
En la okupación hay dignidad
Visita a varias casas okupadas en el centro de Madrid
Israel Merino 25/09/2020
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Desde que, el 15 de marzo de 2020, el gobierno central decretara el estado de alarma a nivel nacional, todos los guardametas de los grandes medios de comunicación han centrado sus focos mediáticos en el desarrollo de la pandemia.
Esto es algo normal, pues es una situación en la que nunca nos hemos visto y que, como es lógico, merece ser cubierta desde todas las perspectivas y esquinas posibles. ¿Cuál es el problema? La saturación.
En 2019, según el Consejo General del Poder Judicial, en España hubo más de 54.000 desahucios por alzamiento hipotecario
Después de tantos y tantos días escuchando noticias y leyendo artículos monotemáticos, la audiencia se ha empezado a cansar. Lo del coronavirus nos interesa mucho, como es evidente, pero ya aburre. Ya nos cansamos de meternos en la web de nuestro diario de cabecera veinte veces al día y de refrescar la página en busca de los últimos datos y estadísticas sobre el avance de la pandemia. Así que dejamos de clicar en esas cabeceras porque sabemos que la información va a ser la misma que la del día anterior. O, al menos, muy parecida.
Y esto es algo que los directivos de los grandes medios saben. El runrún de la covid ya aburre, así que la mass media tiene que sacar nueva carnaza aparentemente fresca (aunque sea maloliente y esté completamente podrida) con la que dar de comer al morboso público generalista. Y el tema elegido este verano ha sido la okupación.
A pesar de que algunas de las compañeras de CTXT ya han demostrado en diferentes artículos y columnas que la okupación no es un problema (al menos, no tal y como nos la venden), mi espíritu de hijo de grandísimo culo inquieto me ha obligado a salir a la calle a hablar con las víctimas de esta gran caza de brujas que el aparato mediático predominante está llevando a cabo.
El problema es que la gente no se para a pensar en los motivos de la okupación, en su contexto. Para la mayoría de las personas, es mucho más sencillo comprar el relato de que los okupas son unos vagos y unos caraduras que prefieren pegar una patada a la puerta del primer piso vacío que ven para así ahorrase el alquiler o la hipoteca. Y esto no es así.
En 2019, la Policía notificó 12.214 denuncias por presunta okupación, menos de un cuarto de las personas desahuciadas ese mismo año
En el distrito madrileño de La Latina, cerca de la parada de metro de Puerta del Ángel, he tenido la oportunidad de conocer a Miguel. Miguel es un exalbañil de 59 años que ha trabajado durante los últimos 20 para una constructora de la capital. “Estaba a punto de prejubilarme”, me cuenta, “cuando la empresa entró en concurso de acreedores y despidió a todos sus trabajadores. Ni cobré indemnización ni nada. Me hicieron firmar unos papeles y me quedé con una mano delante y otra detrás”.
Tras quedarse sin ninguna fuente de ingresos hace un año, decidió okupar uno de los edificios que la constructora dejó a medio terminar en La Latina, en la calle Guadarrama, y que, según me cuenta, la sociedad tiene a la venta (a veces, la justicia popular puede ser realmente poética): “Yo mismo trabajé aquí. Lo siento en parte como si fuera mío”.
Pero aquí no se queda la cosa. Miguel ha decidido que ese edificio no tiene por qué ser suyo, así que intenta ayudar a la gente del barrio como buenamente puede: “Si me entero de que alguien no tiene casa, pues lo traigo aquí. No sé, creo que todo el mundo tiene derecho a vivir en un sitio”. Nuevamente, barrionalismo en estado puro.
Ahora mismo, Miguel comparte el bloque de la calle Guadarrama con un matrimonio que tiene dos niños pequeños (“pero creo que se van a ir ya la semana que viene porque los asistentes sociales les han encontrado un alquiler muy barato”, me explica), y Juan, un chico dependiente de 43 años.
De hecho, mientras charlo con Miguel en la puerta del bloque, aparece Juan. Viene de buscar trabajo, pero no ha habido suerte: “Tengo un problema mental y nadie me quiere contratar”.
Juan, según me cuenta, no tiene familia, tiene dinero, pero no puede usarlo: “Recibo una pequeña paga por dependencia de cuatrocientos euros, pero no la puedo sacar del banco. Debo tener un tutor asignado que me lo administre, pero como no lo tengo, pues el dinero no se puede tocar. Hasta que los servicios sociales me vuelvan a asignar un administrador, tengo que sobrevivir como pueda […]. Estoy incapacitado para trabajar, pero, aun así, intento buscar algo. Aunque sea en negro”.
“Durante un tiempo estuve en un albergue, pero algunas personas me pegaban por mis problemas porque no puedo estar solo. Así que prefiero estar aquí, aunque sea de ilegal, hasta que pueda alquilar una habitación. Al menos, puedo estar dignamente”.
He ahí la clave: la dignidad. Un ser humano que se ve en la necesidad de okupar un piso vacío no lo hace por gusto. El ahorrarnos una renta mensual no es, ni muchísimo menos, un incentivo suficiente como para que a todos nos dé por okupar. Cuando alguien se ve en la obligación de hacerlo (subrayemos la palabra “obligación”), lo hace porque, aun sin tener otros recursos, tiene derecho a la dignidad. Ya no es una cuestión de tener derecho al trabajo, a la vivienda o al hogar. La tesis se resume en mantener eso que nos diferencia de los animales, ese sustantivo tan chulo y que tanto nos gusta usar para algunas cosas: dignidad. Queremos seguir siendo personas dignas porque, si no lo somos, dejaremos de ser personas. Así de claro es. Todas las personas tienen la obligación y el derecho de ser dignas siempre (y da igual que en Antena 3 te estén diciendo lo contrario).
No nos damos cuenta de que la gente se está quedando sin sitios donde vivir (y esto no es una opinión, son solo datos): en 2019, según el CGPJ (Consejo General del Poder Judicial), en España hubo más de 54.000 desahucios por alzamiento hipotecario (es decir, que en estos números no se contabilizan los realizados por el impago de los alquileres). Estas personas, después del desalojo, no tienen la posibilidad de acceder, por mucho que mejoren a posteriori sus condiciones económicas, a una nueva vivienda, pues ningún banco querrá concederles una hipoteca. Y ya sabemos todos cómo están los alquileres.
De hecho, solo por hacer la comparación y tirar de estadística, vemos que en el mismo año, en 2019, la Policía notificó 12.214 denuncias por presunta okupación en España. Desde un punto meramente estadístico, hay muchas más probabilidades de que te echen de tu hogar antes de que te okupen un inmueble (porque esa es otra, tienes que tener varios inmuebles, ya que si entran en tu primera residencia se considera allanamiento de morada).
Después de despedirme de Miguel y Juan, se me vinieron a la cabeza unos cuantos mitos que hemos estado escuchando durante todo el verano en la televisión: que si los okupas son peligrosos, que si son problemáticos, que si roban e intimidan a los vecinos etcétera. A pesar de que durante el rato que había estado con ellos, a mí no me habían parecido nada de eso ni me habían atemorizado, me acerqué hasta el estanco que hay justo frente al edificio okupado a hablar con el dependiente.
“Qué va”, me empezó a contar el estanquero, un chico joven con un tatuaje tribal en el brazo izquierdo, “los de ‘El Acueducto’ (nombre con el que se conoce a la casa okupa) nunca nos han dado ningún tipo de problema. De hecho, hacen una vida normal. Salen a comprar, saludan a la gente y se paran a hablar con la peña que conocen. En el barrio, son unos vecinos como otros cualquiera”.
O sea, que la casa okupa no es ningún gueto. Dentro no hay ninguna secta judeo-masónica, regida por una mafia chavista, que obliga a sus súbditos a atracar a las ancianas a cambio de poder vivir en el edificio. Son gente normal. Gente normal que ha llenado de vida y de cotidianidad un edificio abandonado.
Después de hablar unos minutillos con el estanquero, me pasó la dirección de una familia que vivía relativamente cerca, en la calle de la Fortuna, y que, hasta donde él sabía, también estaban viviendo de okupas. “Son muy majos. Si llamas a la puerta y dices que vas a hacerles una entrevista, te van a abrir sin ningún problema”.
Caminé hasta el portal, a tan solo un par de manzanas de ‘El Acueducto’ y muy cerquita del mercado municipal del Alto de Extremadura, y timbré al portero automático del edificio.
Y solo tuve que acreditarme como periodista. No tuve que dar ninguna explicación más. No me hizo falta explicarle a Cayetana, una mujer de cuarenta y ocho años de origen gitano con tres hijos, que yo no venía a criminalizarlos. Que no era uno de esos periodistas que viven enfrascados en encontrar al chivo expiatorio de turno con el que atemorizar a sus lectores. “Pasa, pasa. Si aquí no tenemos nada que esconder”. Y pasé.
Y pasé, e, inmediatamente, se me cayeron los pocos prejuicios que me quedaban. Porque había leído en no sé dónde que los okupas viven en condiciones infrahumanas y que destrozan los pisos en los que habitan porque no son suyos. Y yo eso no lo vi. Vi una casa perfectamente normal e impecablemente limpia (mucho más que la mía, de hecho, y eso que yo pago religiosamente mi alquiler todos los meses).
Cayetana me obligó a quitarme las botas y a pasar al salón, donde nos sentamos a charlar en un pequeño sofá de tonos naranjas: “La gente me dice que esta no es mi casa y sé que llevan razón. Este piso no es mío, pero sí que es mi hogar. La propiedad será del banco, pero mi hogar es este”.
La mujer, de rasgos alegres y brazos fuertes, llevaba casada desde los 18 años. En aquella casa llevaban desde el 6 de diciembre de 2019: “A finales de noviembre del año pasado, nos echaron del piso en el que estábamos, en Carabanchel Alto. En verdad no nos echaron, pero se nos acabó el contrato y el casero nos dijo que, si nos queríamos quedar, nos iba a subir una barbaridad el alquiler. Y no llegábamos”.
“Como él tampoco se había portado mal con nosotros, nos fuimos. Pero nosotros no somos de Madrid, sino de Alicante, así que al vernos sin familia por la zona a la que pedir ayuda, solo se nos ocurrió meternos en un piso vacío. Hablamos con una asociación del Sur de Madrid que nos dijo que era muy importante que buscáramos un piso que no fuera de un particular, sino de un banco. Un contacto nos habló de esta zona, así que estuvimos investigando y el día 6 de diciembre, aprovechando que era fiesta y habría menos policías, nos metimos. Y hasta hoy”.
“El banco sabe de sobra que estamos aquí dentro. De hecho, mi marido está negociando a través de la asociación un alquiler para que podamos vivir en paz. Queremos que nos hagan un contrato, pero es difícil. Piden mucho dinero (850 euros por tres habitaciones) y es imposible. Mi marido ahora está trabajando de pescadero en el centro y es casi lo que cobra. No podemos pagar tantos cuartos”.
“Eh, pero que nosotros tenemos luz y agua y de todo y lo pagamos”, me sigue explicando. “La comunidad nos deja estar enganchados a los contadores del edificio, así que a cambio les pagamos cincuenta euros todos los meses. Tanto la comunidad como nosotros sabemos que es ilegal, pero nos les importa. Siempre nos intentan ayudar”.
Los medios hablan de la okupación porque una crisis: volverán los desahucios, volverán las largas colas y volverá a haber gente que querrá recuperar su dignidad
Después de una charla de casi cuarenta minutos, me acompañó a la puerta, donde seguimos hablando otro rato: “Nos encantaría ser legales. De verdad. No sé qué se pensará la gente, pero me da igual. No somos unos caraduras ni unos ladrones ni esas cosas que nos llaman. Solo queremos vivir en paz y pagar lo que haya que pagar, pero queremos pagar como Dios manda, no el despropósito que estas gentes nos piden. ¿Tú crees que con casi cincuenta años a mí me gusta pegar las patadas que tenemos que pegar para estar en calma? Pues no. No me gusta y no me siento orgullosa de ello. Pero ni mis hijos, ni mi marido, ni yo, nos vamos a quedar en la calle”.
Y me despedí y me fui paseando a casa, donde me enfrasqué en un debate interno sobre la dignidad. Hay más dignidad en los trabajados brazos de Cayetana que en todos aquellos que tiemblan al escuchar la palabra “okupación”.
Porque ningún okupa te va a usurpar tu hogar. Hay una cosa llamada legislación que, por mucho que te digan lo contrario, te protege ante un posible allanamiento de morada.
De hecho, tú no le tienes miedo a que tus vecinos sean okupas. A lo que le tienes miedo es a la pobreza. Te da miedo el pobre, el que no puede comprarse un GTI. Nuevamente, todo es una cuestión de aporofobia.
Los medios de comunicación no han elegido el chivo expiatorio de la okupación porque era lo que tocaba. Los medios están hablando de este tema porque se nos viene encima una crisis que no va a ser chica: volverán los desahucios, volverán las largas colas y volverá a haber gente que querrá recuperar su dignidad a toda costa, por lo que desde la televisión y las cabeceras generalistas tienen que empezar a meterte el miedo de que los okupas son malos. De que son tus enemigos. Y no es así. Los okupas son gente como tú y como yo, gente que vive luchando por recuperar la dignidad.
De hecho, nunca se sabe si alguien va a acabar siendo okupa.
Desde que, el 15 de marzo de 2020, el gobierno central decretara el estado de alarma a nivel nacional, todos los guardametas de los grandes medios de comunicación han centrado sus focos mediáticos en el desarrollo de la pandemia.
Esto es algo normal, pues es una situación en la que nunca nos...
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