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CULTURA (ANTI)CRÍTICA

Un arte del hambre

El arte ya no se piensa ni se hace por o para los más desfavorecidos. La pobreza es un problema que no existe para artistas, para comisarios, para coleccionistas, para museos, para ferias, para galerías, para espectadores

Juan José Santos Mateo 31/10/2020

<p>El Louvre Abu Dhabi (Emiratos Árabes).</p>

El Louvre Abu Dhabi (Emiratos Árabes).

Louvre Abu Dhabi

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Una conciencia culpable debe confesar. Una obra de arte es una confesión.
Albert Camus

 

El artista famélico, el mísero místico de la novela de Hamsun, el poeta pobre de Spitzweg. O el artista del hambre de Kafka, el ayunador exhibicionista que murió de inanición porque no encontró una comida de su gusto. “No den de comer al artista”, decía el animal de zoo Marc Montijano profetizando una época de mayor carestía como la actual, que promete el surgimiento de un Nuevo Arte Povera compuesto por el coro de Esquilo suplicando por un Federal Art Project que pueda financiar a la Berenice Abbott española en tiempos de Gran Depresión, o de depresión con salida en “U”, o en “L”, o en “W”, o en una “O” obscena y eterna, o en un queteden solemne dejando a los pobres artistas pobres a punto de abrirse un Only fans donde mostrar sus culitos y sus freenipples a coleccionistas sin mascarilla.

A lo que voy es si el agente artístico español es un sarabaíta que no tiene derecho ni revés a la hora de hablar de necesidades, o un udarnik, el entusiasta tan bien glosado por Remedios Zafra o por William Deresiewicz, y descrito por Hito Steyerl en su visión del arte como laboratorio de los nuevos pobres: “Proletarios de la cultura caracterizados por un trabajo de choque (udarny trud), entusiasta y superproductivo, empujado al parloteo trivial y la pose, vendedores de sí itinerantes. Trabajo alimentado de agotamiento y fechas límite, de becarios de posgrado y otros vagabundos digitales, genios jovenzuelos de la tecnología y traductores supersónicos, dispuestos a dar y hacer por algo de reconocimiento o visibilidad, casi siempre sin sueldo”. Excreciones del anarcocapitalismo o explotados de feria VIP. Proscritos o hipócritas.

Mientras el sistema arte sigue ensimismado entre la purpurina y la mortadela sin aceituna, leemos que la crisis actual enviará sin billete de vuelta a entre 110 y 150 millones de personas a la extrema pobreza. Pero no hay que irse ni al futuro ni a África para atestiguar la necesidad. En España hay artistas que están viviendo en la calle. Y más de cuatro millones de personas están en pobreza severa ¿Les interesa su padecer a artistas de discurso anti-capitalista? ¿Alguna iniciativa artística en torno a quienes se mueren de hambre hoy? ¿Por qué no?

La senda del arte

En una encuesta tan ilusoria como la de la monarquía preguntaría a los artistas, comisarios, y directores de museos cuáles son los asuntos de los que hablan sus obras y sus exposiciones. Todos sabemos las respuestas: feminismo, post y anticolonialismo, ecologismo, anti-capitalismo y post-antropocentrismo. Y son luchas por las que, aunque tengan el foco mediático, merece la pena crear. Pero ¿un problema como la pobreza, el hambre, o la batalla proletaria, no recibe ninguna atención?

1. Un museo del hambre: El museo del siglo XXI es un edificio con mucha piedra y mucho mármol, mucho arquitecto top y muchos metros cuadrados, pero que, en esencia, podría reducirse a una pared y listo. Aquella en la que aparecen cincelados los nombres de los patronos. Avanza hacia el modelo del arte como industria creativa y sólo tiene ojos para ti, turista. Cobra diez pavos por el uso de la audioguía y paga el sueldo básico a sus trabajadores, mientras ofrece seminarios internacionales sobre la revolución proletaria. Su política de adquisiciones ha sido arrastrada por un caudal de lodo poblado de trophy hunters ávidos de reliquias con las que adornar el altar de su templo. Los santos tienen que tener apellido exótico. Contenedores rellenos de personal con doctorados en universidades pijas de Londres, los doctores de la iglesia. El museo franquicia que se te planta lo mismo en Abu Dhabi que en Bilbao, confundiendo a los alucinados yonquis del barrio de San Francisco (“Ey colega, ¿es eso un trozo de papel Albal gigante?”). 

2. Un espectador del hambre: En Costa Rica, la indignación popular hizo que una maternidad esculpida en andesita por Francisco Zúñiga en 1935, en la que aparecía una mujer con rasgos indígenas, fuera sustituida por otra hecha en 1909 por Juan Ramón Bonilla, un escultor becado para que aprendiera en Carrara el noble arte de la lápida funeraria. Su propuesta era un conjunto llamado Héroes de la miseria, en el que aparecía madre e hijo de rasgos europeos unidos por el hambre. Esos son los pobres que el espectador/turista/cliente quiere. El espectador/turista/cliente del arte no quiere obras con esos incómodos cristales que brillan cuando aparecen de fondo en sus selfies, no quiere museos apestados de gente, no quiere obras políticas, sucias, efímeras o precarias. Y nosotros, comisarios, museos, artistas, tenemos que darle lo que quieren, ¿no? Mediante ecuaciones, tests, encuestas, excels y formularios hallamos al espectador “medio”, que es un ser blanco, hombre, de mediana edad, estudios superiores, nivel adquisitivo alto y nivel de vástagos bajo. A por ellos, oe.

3. Un comisario del hambre. Vuela más que una azafata, come mejor que Monedero y viste mejor que un actor en la alfombra roja. Le susurra al oído a su coleccionista partner que le presente al concejal de cultura. Es capaz de obrar milagros, como que aparezca en un story de Instagram con un artista en Usera mientras bebe champán en un vernissage en Doctor Fourquet.

4. Un coleccionista del hambre. ¿Ni siquiera me has mandado flores? Le escupía Robert Rauschenberg al coleccionista Robert Scull en una audición organizada por este último, en la que vendió a precio de oro obras que le había mal comprado al artista a precio de saldo. Coleccionistas que no ven colores sino ceros, que administran empresas explotadoras mientras adquieren piezas de arte político. El caso Rauschenberg es cismático. Muchos recitan ese pasaje de la biblia del arte contemporáneo como un acto de rebeldía, casi herejía, del artista contra el anarcocapitalismo del incipiente coleccionista todopoderoso. No ven más allá del segundo 38, cuando ambos, el ávido especulador y el creador incorruptible –que se hizo millonario– se funden en un abrazo. Rauschenberg aceptó que su trabajo lucrara exponencialmente un avaro. El que el arte sea hoy la industria desigual que es no es únicamente culpa del patrón. El obrero se vendió hace décadas, y en su ecuación de estadista no entraba el volver trabajar para o sobre los desposeídos. Si no por encima de. Se acabó reflejar en su arte la pobreza. Por eso es cándido aceptar que quiera renegar ahora de un sistema neoliberal que él ha ayudado a erigir, e irónico asimilar su equiparación con el olvidado ahora que de la factoría se tambalea. Vaya con el artista del hambre.

5. Un artista del hambre. Aquel que, si se convocan unas ayudas de emergencia en tiempos de pandemia, aunque no lo necesita –y lo sabe–, le encarga a un becario la postulación. Y lo gana. Aquel que pasea por la Habana, ve a un vendedor de huevos que le parece fotogénico, y lo envía en un vuelo low cost a Basel para exponerlo como si fuera un plátano. Exhibir mendigos es un deporte. Propongo un ejercicio al artista preocupado en parir instalaciones o performance de arte que hablen sobre la pobreza: sitúen su magna obra en una barriada pobre de un barrio pobre. Abracadabra.

6. Un crítico del hambre. Los Denis Diderot millennials que aún huelen el pestazo de la muchedumbre en los salones parisinos cuando decidieron abrir sus puertas a todo bicho viviente. Los comentaristas de salón bronceados por el blanco que emana de sus Mac, que bucean por la nube buscando citas a Jameson, Hegel, Gramsci o Bloch para escribir su texto sobre la última expo del Reina Sofía mientras ensayan su baile para Tik Tok. Sufren el síndrome del burgués de la película de Buñuel: no son capaces de salir de Madrid Central. Si les pides que escriban sobre un artista de Murcia, se marcan un Andreotti.

7. Una galería del hambre. Galerías de clase alta que piden subvenciones porque son una empresa más, aunque piden exenciones fiscales porque no son una empresa más, ya que promueven conocimiento y cultura. ¿Pensarán en eso cuando preguntan a artistas candidatos si tienen “buenos contactos”? ¿Pensarán en promover el conocimiento y la cultura cuando quieres entrar a su local y lo primero que miran son tus zapatos? ¿Eres un galerista, o un portero del Pachá?

8. Bienales y ferias del hambre. Bienales aferiadas, ferias abienalizadas, que cada año aumentan los metros cuadrados de la zona Vip en detrimento de los pasillos, instituciones que caminan renqueantes pegadas a su soporte de goteo de patrocinio público mientras ponen la entrada a 50 euros para que no entre nadie sospechoso de cobrar el IMV. Arte para todes.

9. Educación del hambre. Universidades rellenas de profesores con sueldos precarios, edificios de premio Pritzker a los que les faltan las chimeneas; son fábricas destinadas a generar artistas del hambre, formateados para desarrollar arte político con materiales precisos y preciosos, adoctrinados en las asignaturas “sistema del arte contemporáneo”, “branding”, “inserción en escena” y “cómo postular a concursos” que nunca se van a ofrecer.

10. Investigador del hambre. El síndrome del eterno estudiante, flotando en un bucle investigativo sin fin ni finalidad, haciendo su postdoctorado en New York acerca de cómo la globalización ha afectado al arte sin preguntarse cómo el arte ha afectado a la globalización, porque nadie quiere escribir una tesis que se titule “De Karl Popper al popper: el arte como commodity y la dilatación del esfínter”.

Del We are the world a All the world´s futures 

Muchas de las obras de Shakespeare, como Rey Lear, estaban pensadas para empoderar a la clase baja, para que esta fuera consciente de sus derechos, y para alentar a la clase alta a solidarizarse con los menos favorecidos. Valiéndose de la propia estructura del teatro The Globe (en la base del escenario –pit– se amontonaban de pie los menos pudientes –groundlings–, mientras que en la más alta se sentaba la aristocracia), dirigía escenas de sus obras a los del patio, y otras a los de arriba. De la toma de conciencia vamos a una conciencia de la toma. La culturización de la clase baja la emancipa, la vigoriza. Y, a su vez, la culturización de la clase alta la motiva a querer que el que menos tiene pueda acceder a privilegios. De ese compromiso del autor con su público, surge el espectador comprometido con el autor. Todos salen ganando, excepto el recaudador. En 1809, la subida de precios de la obra Macbeth en Covent Garden motivó un amotinamiento de los espectadores, que se negaron a abandonar el teatro hasta que no se volviera a los antiguos importes. Y lo consiguieron. ¿Por qué motivo hoy sería impensable que algo así ocurriera? 

El arte, todos sus agentes involucrados, olvidaron a su público en algún lugar de la senda. Obnubilado, extasiado con sus problemas de primer mundo, con las inquietudes de una élite, finge divertido una felación con la banana de Mauricio Cattelan. Pienso en la propuesta del comisario Okwui Enwezor para la Bienal que Venecia del 2015 que tituló All the world´s future. Me estoy refiriendo a Arena, un espacio en el se hizo una lectura del libro de Marx Das Kapital en bucle. Imaginemos que plantamos como espectador a un proletario en esa instalación (cosa que hay que imaginar, porque ni un proletario puede pagar la entrada de la bienal, ni tiene tiempo, ya que está forzado a trabajar para mantener a su familia, ni tiene interés en ir, ya que no se le han ofrecido oportunidades educativas para favorecer su curiosidad cultural). A nuestro proletario se le pondría la cara de Bob Dylan en We are the world, aquella canción colectiva lanzada para recaudar fondos para el hambre en África. 

El arte contemporáneo comparte la mirada del coleccionista millonario. Y esto no lo están corrigiendo las iniciativas públicas

¿Qué artistas pintan hoy los pies desnudos y sucios de los pobres, como hizo Caravaggio? ¿O los comedores de patatas, a la manera de Van Gogh? Este genial artículo de Jonathan Jones se lo pregunta. Concluye que el arte contemporáneo comparte la mirada del coleccionista millonario. Y esto no lo están corrigiendo las iniciativas públicas. Quienes dictan las políticas culturales de los gabinetes citan a Milton Friedman, no a Lewis Hyde. Hay miles de iniciativas que se podrían plantear para fomentar el acceso cultural de las clases bajas. Entradas a museos y eventos artísticos gratuitas para gente sin ingresos, incluyendo visitas guiadas especializadas, inclusión de programas culturales en la televisión pública, ofrecer actividades, talleres, y una programación de calidad en zonas de riesgo de pobreza, bolsas de becas para estudiar y para trabajar en instituciones culturales, etcétera, etcétera, etcétera. 

Pero el cambio más necesario no es de estrategia, sino de mentalidad. Si no (nos) concienciamos (de) que necesitamos un esquema más equilibrado ricos-pobres, no cambiará este mundo, injusto, cruel, desequilibrado, en el que miles de personas mueren de hambre al día en el sur, mientras el norte está agonizando en el apocalipsis definitivo por un virus que no nos deja ir a la barra del bar. No estoy invocando misioneros culturales, ni el arte tiene como objetivo cambiar el planeta, pero vista su insistencia y utilidad en su compromiso con el feminismo, post y anticolonialismo, ecologismo, anti-capitalismo y post-antropocentrismo, podría encontrar un hueco en su agenda para lanzar una mirada a la miseria. Si nadie habla del problema, el problema no hará sino crecer. 

Me alienta el agravio comparativo. Cada año muchas películas, incontables discos, tienen como temática la pobreza y la desigualdad. Hay compromiso, hay solidaridad. ¿Por qué se puede hablar de esos temas de forma honesta en el cine y en la música? Porque dependen de los espectadores y de la crítica de clases media y bajas. He llegado a la dolorosa conclusión de que el arte ha aprendido a ser autónomo de ellos. No los necesitan.

 

Una conciencia culpable debe confesar. Una obra de arte es una confesión.
Albert Camus

 

El artista famélico, el mísero místico de la novela de Hamsun, el poeta pobre de Spitzweg. O el artista del hambre de Kafka, el ayunador exhibicionista que murió de...

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Autor >

Juan José Santos Mateo

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