ESTRATEGIA POLÍTICA
Trump, decidido a mantener la presidencia a toda costa
Rechazar los resultados electorales no sería más que el remate final de una concatenación tiránica tan lógica como peligrosa
Azahara Palomeque 6/10/2020
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Trump tiene coronavirus. Biden y su esposa están rezando por la salud del mandatario, le envían buenos deseos y hasta han retirado los anuncios electorales más agresivos en un despliegue de decencia a todas luces desequilibrado pues, como es sabido, él nunca lo haría. Tal vez la enfermedad del presidente sirva para humanizarlo a los ojos del público durante unas semanas clave previas a las elecciones; no obstante, antes de que la gran noticia saltara al ruedo, otra poblaba las páginas de muchos medios, que advertían abiertamente de las posibilidades reales de un golpe, tal vez uno suave y auspiciado por líneas de fuga jurídicas, apoyado por los suyos pero, en cualquier caso, un robo explícito de las elecciones. Así lo calificaban en The Nation, donde no escatimaban en paralelismos entre el régimen norteamericano actual y el fascismo de Hitler. Entre el pánico y el activismo, la pregunta retórica o la afirmación categórica, cada vez es más amplia la panoplia de voces que han disparado todas las alarmas contra una debacle tan cercana como factible.
Es plausible que Trump se haga con la victoria en un primer momento pero que los números afirmen lo contrario conforme avance el conteo
El periodista y Premio Pulitzer Thomas L. Friedman lo expresaba de manera directa: “Nuestra democracia está en grave peligro –más de lo que lo ha estado desde la Guerra Civil, más que después de Pearl Harbor, más que durante la Crisis de los misiles y el Watergate”. En efecto, existe cierto consenso sobre la crisis constitucional que se avecina, de parámetros no vistos hasta ahora. En un país que se vanagloria de ser el garante de la democracia en el mundo, sus propios expertos esperan que lo peor ocurra a partir del 3 de noviembre. El terror no viene sin preaviso. Trump ha anunciado en numerosas ocasiones que no se compromete a un traspaso pacífico de poder, la última durante el primer debate presidencial, donde instó a sus seguidores a vigilar las urnas en lo que calificó de “elecciones fraudulentas”. Las declaraciones reiteraban así dos de sus cantinelas favoritas: que el voto por correo está amañado –a pesar de que no hay pruebas que lo demuestren– y que, como consecuencia, rechazará los resultados de los comicios –a menos, claro, que le favorezcan–. Bajo este comportamiento subyace un temor a perder la presidencia tan poderoso como el impulso autoritario a mantenerla a toda costa, aun recurriendo a los ardides más sórdidos.
Un escenario plausible
No hace falta ser un genio para desentrañar el origen de la manipulación presidencial, tanto en las continuas mentiras vertidas sobre la legitimidad del voto por correo como en las estratagemas utilizadas para desvirtuarlo. A mitad del verano ya advertíamos sobre las mudanzas en el funcionamiento del servicio postal, que resultaron en la retirada de buzones y una lentitud inaudita en los repartos después de que Trump nombrara a Louis DeJoy, donante en sus campañas electorales, como director de Correos. A las deficiencias de esta agencia federal se añade un conocimiento sobre las tendencias que marcan el sufragio a distancia. En primer lugar, el votante demócrata es más proclive a utilizar este método. Por otra parte, desde las ciencias políticas se ha constatado un fenómeno llamado “blue shift”, literalmente cambio azul, que se da cuando el voto demócrata no presencial muda el rumbo de los procesos electorales. Si bien nunca se ha experimentado tanta afluencia de votos por correo como para alterar unos comicios generales, en 2018 el blue shift fue la causa de la victoria de la senadora demócrata por Arizona Kyrsten Sinema, horas más tarde de que se diera por ganadora a su contrincante republicana, Martha McSally, basando los resultados únicamente en el escrutinio de las papeletas depositadas en persona. Un escenario parecido, pero a mayor escala, podría producirse en noviembre, y ésa es precisamente la alerta que se ha extendido en tantos círculos: es plausible que Trump se haga con la victoria en un primer momento pero que los números afirmen lo contrario conforme avance el conteo. Si se considera que varios estados no pueden, por ley, comenzar a escrutar hasta el mismo 3 de noviembre, así como el volumen de votos por correo esperado, no se sabrá quién se hará con el Despacho Oval hasta pasados varios días. Y ahí, en la incertidumbre de ese período, es donde habita el miedo de tantos ciudadanos.
Varios expertos han señalado la falta de procedimientos legales que aseguren un traspaso de poder justo si uno de los candidatos no quiere aceptar su derrota. Como indica el catedrático de derecho Lawrence Douglas, “simplemente no existen”, pues ni el corpus jurídico federal ni la Constitución garantizan una sucesión pacífica, sino que “la presuponen”. Según las normas que rigen el Colegio Electoral, cada estado cuenta con un número fijo de votos electorales, que tradicionalmente se adjudican íntegramente al ganador del voto popular en ese territorio. Sin embargo, este proceso es más una convención que una regla, puesto que un estado dado podría no contar el sufragio por correo o incluso reportar dos listas de votos electorales diferentes. En algunos, como Pensilvania y Michigan, estados bisagra cruciales en la carrera hacia la Casa Blanca, las legislaturas están controladas por el partido republicano pero el gobernador es demócrata. Como explica un extenso reportaje de The Atlantic, si hubiese discrepancia a nivel estatal, correspondería al Congreso deshacer el entuerto en una reunión que ya está marcada para el 3 de enero; no obstante, se podría dar el caso de que un Senado republicano y una Cámara de representantes demócrata fuesen incapaces de llegar a un acuerdo, desatando un caos cuyas consecuencias son imprevisibles.
Nadie puede garantizar a día de hoy unas elecciones legítimas o libres de altercados violentos
Teniendo el cuenta la tensión que se ha vivido en las calles recientemente, el hecho de que Trump haya instigado a sus seguidores a monitorizar los colegios electorales, y que haya anunciado públicamente la presencia de sheriffs, fuerzas policiales y abogados afines, nadie puede garantizar a día de hoy unas elecciones legítimas o libres de altercados violentos. Los antecedentes históricos tampoco sirven para intuir una posible salida del atolladero. En 1960, Hawái presentó dos listas de votos electorales al Congreso, lo cual no tuvo ningún impacto en el conteo nacional. Más complicada fue la situación en 1876, cuando tres estados enviaron listas incompatibles, provocando una tormenta política que se resolvió con la claudicación del candidato demócrata. Aunque quizá el caso más recordado sean las reñidas elecciones de 2000, protagonizadas por Al Gore y George W. Bush y disputadas en Florida, donde resultó ganador este último por apenas varias centenas de papeletas. Tras conocerse los datos, el partido republicano se apresuró a enviar a los “Brooks brothers”, una cohorte de manifestantes cuyo objetivo era detener un recuento. Lo consiguieron y, semanas más tarde, el Tribunal Supremo descartó la necesidad de revisar los números, lo que terminó con la victoria de Bush. En un clima de desconfianza y polarización como no vivía el país desde hace décadas, muchos temen una estrategia similar por parte del presidente, quien además contaría con una mayoría favorable de jueces en la corte. Sin embargo, aunque los ardides legalistas puedan parecerse, la historia nunca se repetiría, precisamente porque ahora el disenso popular es mayor y ha inundado de protestas las ciudades. Algunos medios se han hecho eco de este sentimiento y están incitando directamente a “tomar las calles” e ignorar los tejemanejes de Washington, expresando el hartazgo generalizado de quien ya no puede más frente a los abusos de la élite política.
Lo llaman democracia y no lo es
Las advertencias contra la posible jugada golpista de Trump forman parte de un conjunto de reivindicaciones más vasto que cuestiona el aparato institucional estadounidense en cuanto que democracia. La amenaza de un presidente tan autoritario como incendiario, quien azuza a sus seguidores con soflamas capaces de influenciar muertes como las de Kenosha o Charlottesville, se suma a una serie de barreras dispuestas para limitar derechos, entre los que se encuentra el voto. Desde que en 2013 el Tribunal Supremo decidiera eliminar una cláusula del Voting Rights Act que garantizaba un acceso mayoritario a las urnas, muchos estados han lanzado medidas para restringir el voto especialmente entre las comunidades latinas y negras. En Texas, el gobernador anunció recientemente el cierre de multitud de colegios electorales, lo cual obliga a los residentes de algunos condados a conducir hasta una hora para depositar su papeleta. En Georgia son habituales impedimentos burocráticos como la exigencia de carnés u otros documentos, así como la reducción de plazos para votar por adelantado. Como afirmaba un ciudadano visiblemente molesto: “Esto es América: puedes mandar un Tesla al espacio pero ¿no puedes votar?”
Junto a las maniobras legales impulsadas por el racismo sistémico, hay otras de tipo propagandístico, relativamente más sutiles, que igualmente funcionan como mecanismos supresores de la participación política. Según una investigación de Channel4, la campaña digital de Trump en 2016 destinó cientos de miles de dólares a difundir anuncios en Facebook dirigidos a 3,5 millones de negros con la intención de que no votasen. No es casual que durante dichos comicios el país experimentara la mayor abstención del electorado negro en veinte años. Estos ejemplos, representativos pero no únicos, subrayan las paradojas de una presunta democracia diseñada para impedir que las minorías ostenten cualquier poder de decisión política, tendencia que Trump ha exacerbado. Entre la manipulación de la opinión pública, la militarización de las calles, su defensa abierta de milicias formadas por supremacistas blancos, la utilización descarada de agencias federales con fines partidistas y, recientemente, la mayoría favorable en el Tribunal Supremo, se puede asegurar sin titubeos que rechazar los resultados electorales no sería más que el remate final de una concatenación tiránica tan lógica como peligrosa. Trump está enfermo, pero su estrategia no ha mudado un ápice. Desde aquí, esperamos noviembre como la consumación de un apocalipsis anunciado.
Trump tiene coronavirus. Biden y su esposa están rezando por la salud del mandatario, le envían buenos deseos y hasta han retirado los anuncios electorales más agresivos en un despliegue de decencia a todas luces desequilibrado...
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Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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