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CAMPAÑA PERMANENTE

Camino al plebiscito: la hora de la verdad del estallido social chileno

La cita con las urnas el 25 de octubre es la gran oportunidad para abrir una puerta que, desde aquel fatídico 11 de septiembre de hace ya 47 años, parecía cerrada y sellada como las puertas de un búnker

Facundo Ortiz Núñez Valparaíso , 9/10/2020

<p>Calles de Valparaíso (Chile).</p>

Calles de Valparaíso (Chile).

Facundo Ortiz Núñez

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A un mes de que se cumpla un año del inicio del estallido social en Chile, los partidos tradicionales, las organizaciones sociales y los movimientos asamblearios que nacieron en las protestas van posicionándose frente a la cita con las urnas que les espera el 25 de octubre en medio de la pandemia. Mientras la derecha pivota su postura buscando constituirse como líder del proceso y la izquierda política se embarra en una batalla por el liderazgo, el inicio oficial de la campaña provoca poco entusiasmo en la ciudadanía, ya que, para los que tomaron las calles desde finales del año pasado, la auténtica campaña empezó el 18 de octubre.

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En una de las comunas todavía en cuarentena, la familia se organiza para ver quién va a hacer la compra. Uno ya gastó sus dos permisos semanales, al otro le queda uno. Entra en la página de la Comisaría Virtual y selecciona de entre las opciones la que mejor calza: “compra de alimentos”. Tras introducir sus datos de identificación, motivación, dirección de origen y de destino y firmar electrónicamente la declaración jurada, el usuario pasa a disponer de tres horas de libertad legal para salir a la calle. Muchos salen igualmente sin pedir permiso alguno, confiando en no cruzarse con los carabineros ni con los militares, que tienen la posibilidad de detener a cualquiera sin permiso (o que haga un “uso incorrecto” del mismo, como usarlo para manifestarse). Pero es complicado: uno puede encontrarse a los agentes pidiendo los permisos a la entrada de los supermercados, rodeados por grafitis viejos y recientes en las paredes. Hay uno que resalta, en letras grandes, escrito a ambos lados de la entrada: “Apruebo”.

“Vámonos, poh, que están los pacos”, le dice una señora a otra en la fila para entrar a un Líder. “Ni siquiera sé utilizar el celular, imagínate si voy a saber sacar el permiso por internet”, me aclara antes de desaparecer. A pocos metros, los vendedores ambulantes y los malabaristas que entretienen a los conductores frente al semáforo prosiguen su día a día como si la cuarentena no fuera con ellos. Ahora bien, dos carabineros a caballo que cruzan el parque se acercan a una familia que descansa en un banco y el prolongado intercambio indica que algo no va bien con su presencia allí, quizá porque ni están consumiendo ni están produciendo, lo que los convierte, a diferencia de los anteriores, en transmisores a vigilar. 

En el Plan –denominación de la parte plana de la ciudad, corazón económico de la misma– de Valparaíso, la afluencia de gente no es muy distinta a la del momento previo a que se estableciera la “cuarentena total” en la comuna. Las imágenes de capitales europeas completamente vacías nunca se han llegado a ver a este lado de los Andes. Primero el hambre provocó nuevas protestas en las comunas más precarias, luego vino la batalla por recuperar el 10% de las cotizaciones de las AFP (administradoras de fondos de pensiones privadas), nueva derrota del ejecutivo de Piñera que hasta el último minuto apostaba por un sistema de créditos estatales para no tocar el imperio de las pensiones privadas. Incluso a ojos de sus aliados de coalición, la situación era clara: cualquier metedura de pata podría llevar a un nuevo estallido. Los políticos contrarios a la medida fueron funados (sufrieron escraches) en las redes. Llegaron incluso a amenazar a algún senador con ir a apedrear su casa si no se aprobaba la ley. Los cacerolazos y barricadas, recurrentes hasta la noche anterior a la aprobación en el Senado, fueron después reemplazados con aplausos y bocinazos de júbilo. Aquel golpe a las AFP se celebró como si Chile hubiera ganado la Copa América.

La rabia en Chile no se ha aplacado, solo se ha resentido por la mezcla de despidos masivos, el incremento de las dificultades económicas y el auge de depresión

La cosa no acabó ahí. Nuevos asesinatos de mujeres durante la cuarentena fueron respondidos con marchas contra la violencia sexual (una de ellas culminó a las puertas de la casa del agresor, a quien se le había concedido arresto domiciliario, hasta lograr que la Justicia diera marcha atrás y dictaminara prisión preventiva). En la Araucanía, se han sucedido huelgas de hambre de comuneros mapuches para pedir el arresto domiciliario, tomas de municipios para apoyar a sus compañeros, desalojos violentos por parte de grupos racistas y paros de camioneros. La rabia en Chile no se ha aplacado, solo se ha resentido por la mezcla de despidos masivos, el incremento de las dificultades económicas y el auge de depresión y los problemas psicológicos que han surgido a raíz de la “nueva normalidad”, que ha puesto de relieve la desigualdad y los problemas sociales estructurales que las manifestaciones de octubre denunciaron. 

Un plebiscito pandémico 

Quizá en la marcada sensación de falsa cuarentena tenga también algo que ver el hecho de que Santiago ya esté desconfinada, al igual que otros varios municipios, por mucho que las cifras del virus no sean muy halagüeñas: a nivel oficial, se sigue informando de más de mil casos de contagios nuevos y de alrededor de 40 fallecimientos al día. O quizá es que el respeto a la ley representada por los “pacos” está en sus horas más bajas, lo que deja a los uniformados el único recurso de ir controlando, multando o deteniendo con el único objetivo de desalentar y amedrentar, pero sin la capacidad efectiva de convencer a la población de encerrarse en casa, particularmente a los sectores que se encuentran sin trabajo ni recursos. La última medida anunciada, que justifica allanamientos de morada con uniformados por razones sanitarias, pone de relieve que la violencia sigue siendo el lenguaje más utilizado para controlar a la población. 

Pase lo que pase, los chilenos acabarán votando con los militares resguardando los puntos de votación

El progresivo desconfinamiento gradual y la violencia estatal, que no se ha interrumpido durante el estado de emergencia, ha llevado a que se reinicien nuevas movilizaciones en la plaza de la Dignidad y en regiones, contestadas con la represión y detenciones que parecen ya consanguíneas al diálogo entre gobierno y manifestantes. Las imágenes contrastan con el reciente paro del sector de los camioneros, que eran escoltados y protegidos por los agentes (incluso de otros manifestantes que protestaban contra los mismos camioneros), y cuyo petitorio de catorce medidas para aumentar su seguridad y la “mano dura” contra los mapuches en la Araucanía incluía diez que el gobierno había intentado convertir en leyes sin éxito. El paro terminó a los pocos días de que se difundieran vídeos de un grupo de camioneros celebrando asados en medio de las carreteras bloqueadas, acompañados de prostitutas, sin respetar medida de seguridad alguna, mientras provocaban desabastecimientos en plena pandemia.

Ante este escenario, en el que los trabajadores que han tenido la suerte de conservar su empleo van retomando sus actividades, el ministro de Educación sigue insistiendo en la posible reapertura de clases, el nuevo ministro de Sanidad subraya que la situación está mejorando y que hasta se hayan emitido permisos especiales para celebrar en familia las Fiestas Patrias, nada parece justificar un nuevo aplazamiento del referéndum sobre la nueva constitución que debía celebrarse en abril. Eso sí, Sebastián Piñera ya ha extendido nuevamente el estado de excepción por otros 90 días, lo que significa que, pase lo que pase, los chilenos acabarán votando con los militares resguardando los puntos de votación.

Las características de cómo se llevará a cabo el proceso aún están muy verdes. El voto online fue rápidamente descartado y, tras un breve debate, también la participación en el proceso de los contagiados de covid-19, que han recibido la amenaza explícita de ser detenidos si son descubiertos yendo a votar. A esa ausencia se le sumará la de las más de 2.000 personas que siendo detenidas durante las manifestaciones permanecen aún en las cárceles, y cuya condición de reos les impediría votar según la ley chilena. Más allá de eso, se sabe poco de cómo funcionarán las filas, de qué medidas de seguridad concretas se pondrán en marcha para asegurar que la jornada electoral transcurra exitosamente, y es esta indefinición la que aún suscita temores: un repunte de casos de covid-19, por otra parte esperable, podría dar una excusa para un nuevo aplazamiento que, esta vez sí, sería contestado con agresividad. La nueva constitución ni siquiera ocupa en los medios un espacio privilegiado, parece concentrarse en las columnas de opinión, donde intelectuales, asociaciones o periodistas señalan aspectos que deberían ser abordados en el proceso. Sin embargo, en las entrevistas y declaraciones públicas, tanto el plebiscito, como incluso su resultado, parecen haber sido asumidos por todo el arco político. El debate se ha ido reduciendo a otro: determinar qué fuerza o sector político será el que finalmente se apropie de la bandera de su resultado. 

Si no puedes con el enemigo, únete a él 

Antes de que el coronavirus llegase a Chile, la situación era explosiva. La UDI, uno de los partidos más conservadores, comparaba el referéndum con el bombardeo a la Moneda, y los más aguerridos defensores de la opción del “Rechazo” convocaban sus propias manifestaciones, algunos incluso ataviados con lumas (bastones que usan los carabineros) y armas de fuego, entonando el himno e incluyendo las estrofas militaristas que fueron retiradas después de la dictadura. Políticos de derecha (actuales o retirados) anunciaban el caos y la destrucción del país. La pandemia, como paréntesis (es un decir) al conflicto de fondo, ha dado tiempo a esos sectores conservadores a reorientar su discurso, conscientes del peligro que supondría jugárselo todo a una opción que ni ellos mismos ni ninguna encuesta consideran ya viable.

La única posibilidad de arrebatarle el poder a la coalición de centro-derecha es que se presente un proyecto alternativo coherente, algo que por el momento parece casi imposible

“Creo genuinamente en el ‘Apruebo’. Y lo que quiero hacer ahora es tratar de convencer que hay que abrazar este camino y jugársela”. No son palabras de un “vándalo”, como llamaba Piñera a los manifestantes de octubre, sino de Joaquín Lavín, miembro de la UDI, del Opus Dei, exfuncionario de la dictadura y actual alcalde de Las Condes, una de las comunidades más privilegiadas de Santiago. Situado hasta el momento como el más probable sucesor de Piñera, en tanto que potencial pegamento para mantener unida a la derecha en los futuros procesos electorales, su descarado coqueteo con la socialdemocracia parece casi un arranque de campaña para la elección presidencial de 2021. La élite chilena tiene una larga tradición de gatopardismo y, aunque tarde, ha aceptado la ola de cambio: no se equivoca al pensar que un candidato moderado podría valerle no solo los votos de una derecha aterrada ante un probable empuje de las opciones de izquierda, sino también votos de la DC o del Partido Socialista, demasiado desprestigiados para ganar las elecciones. Lavín no es el único. Incluso Pablo Longueira, antiguo candidato a la presidencia por la misma formación política, ha apuntado también a votar “Apruebo”, así como otras figuras que hace solo unos meses defendían con uñas y dientes la opción del “Rechazo”.

La sorpresa definitiva ha llegado del mismo presidente Piñera, que hace unos días presentaba un decálogo de medidas que, a su juicio, deberían estar presentes en la nueva constitución, entre las que llama la atención su llamado a respetar y promover los derechos humanos, su defensa de un sistema público y gratuito de educación y salud y asegurar pensiones dignas para todos. Curiosamente, es su mismo gobierno el que ha hecho todo lo que estaba en su mano para parar los pies a las masas que pedían esos mismos derechos, haciendo un uso desmedido de la fuerza policial e incurriendo en numerosas violaciones a los derechos humanos por el camino que ahora se acumulan en los juzgados bajo forma de denuncias a las fuerzas de seguridad.

Esta nueva estrategia, auspiciada incluso por sectores del empresariado, apunta a ocupar el espacio que, hasta la fecha, la izquierda política parece haber cedido para no ganarse la desconfianza del movimiento popular, que desconfía de los partidos. La ausencia de liderazgo permitió entender la movilización como un movimiento espontáneo, pero ese mismo vacío permite que esta reformulación moderada del proyecto de centro-derecha pueda calar entre todos aquellos que le temen los cambios radicales. Abandonando el camino de la negación y enemistad frontal contra la población descontenta, la derecha concentra así sus esfuerzos ahora en el “día después”, para asegurarse de que el timón de la nueva constitución quede en sus manos.

Unir a los frentes de Judea

Visto así, los conservadores parecen haber hecho sus deberes. Tienen candidato, programa y discurso de campaña, por mucho que Lavín represente los mismos intereses que el actual presidente (el mismo Piñera se presentaba como una opción moderada en su día). ¿Qué hay de la izquierda? Sus integrantes dan por sentada la victoria del “Apruebo”, y, al igual que los conservadores, sus miras están puestas en lo que suceda después. Si hay algo que es evidente para el nutrido y dividido cóctel de partidos progresistas es que la única posibilidad de arrebatarle el poder a la coalición de centro-derecha consiste en que se presente un proyecto alternativo coherente, unificado, algo que por el momento parece casi imposible.

Hasta ahora, solo un político se ha presentado a sí mismo como candidato para enfrentar el proyecto conservador: Daniel Jadue, alcalde de la comuna de Recoleta. Con una trayectoria sólida que ha privilegiado las políticas sociales en su municipio, lidera en la actualidad las preferencias presidenciables en las encuestas. Las ocasiones en que se presentó en la plaza Dignidad durante octubre y noviembre fue recibido con cariño y muestras de apoyo. Solo hay un problema: Jadue pertenece al Partido Comunista. Desde Salvador Allende, ningún político a la izquierda del socialismo ha logrado superar en Chile el 20% de apoyo en la primera vuelta presidencial. En esta desconfianza no solo influye el legado de la dictadura, sino también la colaboración del PC con el gobierno de Bachelet, que dejó descontento a buena parte del electorado que, en su día, esperaba que la Nueva Mayoría afrontase cambios de calado que nunca se materializaron. 

Los partidos progresistas buscan tanto consolidarse como los representantes del descontento que apenas están haciendo mención a sus propuestas concretas para la nueva carta magna

Por otro lado, Beatriz Sánchez, candidata del Frente Amplio, se mantiene en silencio a la espera de definir si repetirá como candidata o no, movimiento que, en todo caso, resultaría difícilmente provechoso: desde el estallido, el apoyo a la joven coalición progresista decayó abruptamente y algunos de los partidos que la conformaban se escindieron por diferencias con la formación. Los remanentes de la vieja Nueva Mayoría capitaneada por los socialistas, que debería representar la principal oposición del país, lleva un año sin un discurso ni liderazgo alternativo visible. En su reciente labor legislativa, se ha plegado y apoyado todas las leyes represivas de Piñera para contener las protestas, apoyando algunas medidas sociales, pero, en definitiva, convirtiéndose en la muleta de la coalición de Chile Vamos para que pueda mantener el Gobierno hasta la finalización de su mandato.

Todos estos partidos han acumulado rencores y desprecios mutuos en los últimos años, particularmente durante el pico de las protestas, por lo que la tarea de curarse las heridas y tejer una fuerza más extensa que los unifique se prevé complicada, tanto como el de unir a los frentes de Judea en La vida de Brian, un cliché de la izquierda que no por recurrente resulta menos cierto en Chile. Los partidos progresistas buscan con tanto afán consolidarse como los auténticos representantes del descontento que apenas están haciendo mención a sus propuestas concretas para la nueva carta magna. La iniciativa se la dejan a otros. Y a pesar de la simpatía por el alcalde de Recoleta, que no por su partido, la única opción de que su candidatura tenga recorrido es que logre contar con el apoyo (o al menos del voto en segunda vuelta), de toda una serie de fuerzas que siguen más preocupadas por subrayar lo que las separa que lo que las une. Pero no tienen demasiado tiempo. En caso de que los votantes aprueben la redacción de una nueva constitución, los constituyentes se votarían ya en abril. La elección se produciría al mismo tiempo que las elecciones municipales. ¿Podrán en seis meses hacer lo que no han hecho en todos estos años?

La campaña permanente

“Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. La voz de Salvador Allende emerge contundente desde un voluminoso altavoz que un vecino ha colocado en el borde de su ventana. De fondo resuenan las cacerolas y bombos, se oye en la distancia una canción de Víctor Jara. Es 11 de septiembre y se cumplen 47 años del golpe de Estado que acabara trágicamente con los sueños de toda una generación. El tiempo no ha borrado su recuerdo. Muchos trajeron aquellas palabras a colación durante los momentos álgidos del estallido, viendo en la posibilidad de una nueva constitución la posibilidad de abrir el candado del estado chileno y, con él, las famosas alamedas de las que habló el “Chicho”. Ni siquiera la pandemia ha impedido a organizaciones de familiares de desaparecidos realizar marchas o velatones a lo largo del país recordando a los torturados y asesinados en dictadura.

Al margen de los movimientos en las cámaras legislativas o platós de televisión, el principal protagonista de toda esta historia, ese magma popular de jóvenes, adultos y adultos mayores que conformaban las históricas manifestaciones de finales de 2019 y comienzos de 2020 sigue su propio camino, fieles a la convicción de que la solución a los dramas sociales del país solo podrá provenir de la acción y participación popular directa. Los llamados a ir a votar, y en particular a votar por la Convención Constitucional, invaden las redes sociales. La marea de mensajes reivindicativos que cubrían las paredes del país ha quedado ahora consolidada en una única palabra que puebla las planchas metálicas que cubren los bancos y supermercados otrora saqueados, que brilla en la noche mediante proyecciones láser contra los edificios, que cuelga de pancartas de los puentes, de ventanas de domicilios particulares: “Apruebo”. Junto al mítico “ACAB” dirigido al Cuerpo de Carabineros, “Apruebo” es lo que más se lee cada vez que uno pone el pie en la calle o espera en las filas de los establecimientos. En ocasiones, viene con una especificación: “Apruebo Convención Constitucional” (la única que permitiría candidatos independientes), o simplemente con un símbolo de “+”, que representa el trazo que debe seguir la mano para marcar la opción. Ninguna de estas acciones esperó a que el Estado declarara abierta oficialmente la campaña sobre el plebiscito; más bien empezó hace meses, ya en octubre, y desde entonces nunca se ha detenido. Es la única campaña auténtica en torno al plebiscito de la que nadie puede escapar. 

Llegar hasta a este referéndum histórico tan aplazado durante décadas, ha costado golpizas, mutilaciones, miles de detenciones y hasta decenas de vidas segadas solo en el último año

Muchas de las asociaciones formadas durante el conflicto social han seguido activas durante la crisis sanitaria. Bajo la consigna de “Solo el pueblo ayuda al pueblo”, han formado redes de ollas comunes a lo largo del territorio para paliar el hambre de sus comunas, se dedican a labores de sanitización en las zonas más abandonadas por el Estado y las más activas políticamente han seguido organizando encuentros en las redes en torno al proceso constituyente. También se han iniciado recientemente las llamadas “Caravanas por el Apruebo”, desfiles en las ciudades de coches portando banderas mapuches o letreros con mensajes apoyando el ir a votar. Algunos de los sectores más duros, todavía críticos con el Acuerdo de Paz que firmaron casi todos los partidos con Chile Vamos, siguen abogando por la Asamblea Constituyente, en oposición a la Convención que propondrá el plebiscito, pero el plan de escribir “AC” en las papeletas podría volvérseles en contra, ya que el temor a una posible anulación de dichos votos planea sombríamente sobre cualquier propuesta en esta dirección. Pero este resurgimiento de política a pie de calle en Chile es muy reciente, y la multitud de asociaciones nacidas en este tiempo vive todavía su capítulo de consolidación. Las redes entre ellas apenas están dando tímidos pasos, y sin una organización fuerte ni dirección clara, corren el riesgo de ir diluyéndose.

El día después

Si atendemos a los últimos procesos constituyentes de América Latina, hay una característica común que en el caso de Chile está ausente. Ya sea en Venezuela, en Ecuador o Bolivia, las nuevas constituciones fueron pilotadas por fuerzas políticas progresistas que contaban entonces con un apoyo mayoritario incuestionable de sus connacionales. Cambiar la Constitución era, en todos esos casos, parte de un programa más amplio que solo podía llevarse a cabo modificando primero las “reglas del juego”. Y después de conseguir el aval popular para derribar las viejas formas, todos estos procesos fueron inmediatamente seguidos de nuevas elecciones que asentaron a dichas fuerzas en el poder, permitiéndoles desarrollar las políticas sociales acordes que emanaban de las nuevas constituciones. Chile no cuenta en la actualidad con ninguna fuerza mayoritaria semejante. Aunque esto parece casar con el espíritu del clima nacional (rechazo a los políticos y la voluntad de que el proceso sea conducido directamente por ciudadanos independientes), el sistema no va a ponérselo fácil. La presión popular logró arrebatar concesiones: habrá paridad de género y cupos para pueblos originarios, aunque solo si gana la opción de la Convención Constitucional. Pero el sistema electoral de fondo no ha cambiado. Una explosión de candidaturas populares e independientes podría culminar en tal división del voto que los candidatos de los partidos institucionales se acaben repartiendo la tarta entre ellos, como es su tradición, perdiendo así el proceso toda posibilidad de aparecer como realmente representativo a ojos de la población. 

La participación será clave para la legitimidad del plebiscito. Como mínimo, debería superarse la participación de los últimos procesos electorales, algo que no debería ser difícil en un país con un marcado desinterés electoral: en las últimas elecciones, la segunda vuelta presidencial que hizo presidente a Piñera convocó a menos del 50% del padrón. Incluso personas que no suelen votar saben que quizá esta vez la situación sea distinta, que quizá esta vez “valga la pena”. Por mucho que todos sepan que el resultado no será la panacea (el proceso de redacción de la nueva constitución se prevé largo y conflictivo, en particular por la opción de veto de los conservadores a las medidas más estructurales), la posibilidad de contar con una constitución redactada en democracia, que barra definitivamente la constitución legada por Pinochet, supone un horizonte lo bastante estimulante como para vencer resistencias, al menos temporalmente. Ahora bien, las cosas han cambiado desde abril, y quien quiera ir a poner su voto por la nueva constitución tendrá que arriesgarse a la posibilidad de sumarse a los casi medio millón de contagiados de covid del país. Un nuevo precio a pagar para una población ya agotada entre crisis económica, social y sanitaria.

El plebiscito, por otra parte, no resolverá a corto plazo el futuro de Chile, menos aún si tenemos en cuenta el complicado panorama producto de la pandemia, pero no cabe duda de que es la gran oportunidad para abrir una puerta que, desde aquel fatídico 11 de septiembre de hace ya 47 años, parecía cerrada y sellada como las puertas de un búnker. Si hay una idea fuerte que mantuvo vivo el estallido durante tantos meses, y cuyos ecos siguen resonando ahora en todos los ámbitos de la vida en Chile, es la sensación de “Ahora o nunca”. Nadie tiene ganas de esperar otros 30 años a que la tierra se mueva, por muy poco ideales que sean las condiciones actuales. Llegar hasta aquí, a este referéndum histórico tan aplazado durante décadas, ha costado golpizas, mutilaciones, miles de detenciones y hasta decenas de vidas segadas solo en el último año. Reparar la violencia con que el Estado reaccionó a la revuelta requerirá con toda seguridad tiempo y un proceso de memoria y reconstrucción a lo largo de los próximos años, siempre y cuando la presión popular se mantenga activa. La posibilidad de un futuro de mayor justicia social, representado mediante un resultado contundente a favor del “Apruebo”, podría ser lo único que dé un horizonte de sentido y esperanza después de tanta sangre derramada. Pero si el proceso termina siendo manipulado y dominado por las mismas élites que llevan décadas gobernando el país, también podría acabar siendo un simple capítulo más de la interminable batalla de Chile.

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Autor >

Facundo Ortiz Núñez

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