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Salud pública

La atención sanitaria capitalista solo funciona con desigualdad

La pandemia en Estados Unidos puso al descubierto lo que sucede cuando un sistema de salud se estructura sobre unidades comercializables. Lo que ocurre cuando solo algunos pacientes son rentables para los hospitales

Adam Gaffney (The Baffler) 11/10/2020

<p>Guardia nacional con un traje Tyvek decorado en una institución geriátrica en Ohio durante la crisis de la covid-19.</p>

Guardia nacional con un traje Tyvek decorado en una institución geriátrica en Ohio durante la crisis de la covid-19.

Staff Sgt. Amber Mullen

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Las unidades de cuidados intensivos en las que trabajo como médico estuvieron casi irreconocibles durante este pasado mes de abril: doctores y enfermeras vestidos de la cabeza a los pies con trajes Tyvek (monos protectores blanco brillante con capucha), además de mascarillas, pantallas faciales y cubrezapatos. A veces entornábamos los ojos para reconocernos entre nosotros. A medida que nuestras UCI se llenaban de pacientes de covid-19, improvisábamos más espacio: la zona posoperatoria se convirtió en una UCI exclusiva para casos de covid que, por motivos poco claros que nada tenían que ver con la geografía, apodamos “UCI norte”. Las plantas normales del hospital estaban llenas de pacientes de coronavirus recibiendo oxígeno, que vigilábamos de cerca por si empeoraban o necesitaban ser intubados. Si los pacientes de la UCI están enfermos por definición, estos pacientes eran a menudo los más enfermos de todos: la insuficiencia pulmonar, una y otra vez, provocaba insuficiencias cardíacas y renales en pacientes que necesitaban respiración artificial mediante respiradores, sustitutos de adrenalina inyectados en las grandes venas del pecho y diálisis de emergencia. En los días más duros, me sentía arrastrado de un paciente al otro, de rondas con residentes a examinar un paciente débil de planta que podía necesitar intubación, y luego de vuelta a la UCI, quizá para realizar una operación de emergencia. Los “códigos”–RCP y otras medidas de reanimación que se realizan para salvar a un paciente que ha sufrido una parada cardíaca– parecían ser más frecuentes que nunca.

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Más tarde, los datos confirmarían lo que sospechábamos: dos de las ciudades obreras y con una población inmigrante desproporcionada próximas a Boston que atendía nuestra zona de salud, Everett y Chelsea, estuvieron entre los municipios más afectados de Massachusetts durante la primera ola de la pandemia. En cierto momento de finales de abril, un 88% de nuestras camas estaba ocupada por pacientes de covid-19. Las epidemias no nos igualan, como afirma el tópico, sino que suelen exacerbar las desigualdades sociales existentes. El teletrabajo y la distancia social no son opciones que todo el mundo se pueda permitir; las enfermedades crónicas que hacen que la gente sea más propensa a sufrir males graves concuerdan con las clases sociales; las situaciones de opresión desgastan el cuerpo humano. No era extraño que, al igual que otros muchos hospitales situados en zonas de riesgo de covid-19, estuviéramos congestionados. Sentíamos que estábamos llenos.

De cualquier modo, justo cuando más trabajo teníamos, algo raro sucedió en todos los hospitales del país: el sector entró en barrena. En vista de una posible avalancha de pacientes con casos graves de covid-19, y con la intención de conservar suministros esenciales como respiradores y equipos de protección personal (EPP), los hospitales comenzaron a cancelar cirugías programadas, a menudo lucrativas, en todos los departamentos. Las visitas clínicas también empezaron a cancelarse para evitar que las consultas de los médicos se convirtieran en incubadoras del virus. Mientras tanto, los desesperados esfuerzos por adquirir suministros y personal adicional hicieron que los hospitales entraran en guerras de pujas. Los costes aumentaron, los ingresos cayeron y los hospitales entraron en números rojos.

En el primer trimestre de 2020, el sector sanitario perdió aproximadamente 1,4 millones de empleos

En el primer trimestre de 2020, el gasto en el sistema de salud se precipitó un 18% y arrastró consigo al PIB. El sector sanitario perdió aproximadamente 1,4 millones de empleos, según la Oficina de Estadísticas Laborales. Unas 243.000 personas se quedaron sin trabajo en consultas médicas, unas 135.000 en hospitales y más o menos medio millón en consultas de dentistas. Los médicos y las enfermeras, hasta en las zonas de riesgo de covid-19, se enfrentaron en medio de la pandemia a recortes salariales o la pérdida de sus puestos de trabajo. El Boston Medical Center, un hospital de protección social que da cobertura a una gran cantidad de pacientes de covid, preveía unas pérdidas por valor de 100 millones de dólares en abril y mayo, informó el Boston Globe, y solicitó un expediente de regulación temporal para un 10% de su personal.

No existían precedentes: la atención sanitaria es una industria con fama de resistir las crisis económicas. “Los datos muestran claramente”, señalaba un artículo de 2018 publicado en la Monthly Labor Review, “que la Gran Recesión tuvo poco efecto, o ninguno, sobre la creación de empleo en el sector sanitario”, aun cuando el desempleo a escala nacional se había disparado hasta alcanzar el 10%. Pero la covid-19 es diferente: los centros sanitarios estaban cerrando sus puertas en todos los lugares del país, justo cuando millones de personas se estaban quedando sin ingresos y sin seguros de salud. Las consecuencias eran absurdas: en medio de una pandemia que el mundo no había visto desde hacía más de un siglo, el sistema de salud de EE.UU. estaba, paradójicamente, perdiendo financiación.

A decir verdad esto no es ninguna paradoja, porque la covid-19 ha golpeado a la industria sanitaria con simultáneas perturbaciones de la oferta y la demanda. Los “productos” de los hospitales (sobre todo las cirugías programadas, que reportan grandes ratios de reembolso de los seguros privados) ya no podían venderse. Los productos que de repente eran más valiosos (como por ejemplo prepararse para la pandemia o la asistencia prolongada a pacientes con insuficiencias respiratorias) no reportaban lo bastante, o no reportaban nada. Sin embargo, el sistema financiero de la salud en EE.UU. estaba funcionando exactamente como se diseñó: como si fuera una empresa; y el último trimestre había sido pésimo, económicamente hablando. Por lo tanto, la crisis puso al descubierto lo que sucede cuando un sistema de salud se basa en el marco del capitalismo, lo que sucede cuando la atención sanitaria se estructura en base a unidades comercializables, lo que sucede cuando algunos pacientes son rentables para los hospitales y otros no.

El precio a pagar

Descifrar la mejor manera de pagar a los hospitales es difícilmente una tarea intuitiva. Las operaciones más lucrativas son en la actualidad el sustento de los hospitales, pero en el siglo XV se subvencionaba la atención médica vendiendo vino por las calles. En 1450, la conversión de uvas en alcohol era la mayor fuente de ingresos de un hospital de beneficencia de la ciudad de Beauvais, en Francia. Al igual que otros hospitales medievales, sus ingresos provenían principalmente de las rentas agrícolas y los arrendamientos del suelo. El único pago que obtenía de los pacientes ascendía apenas a un 11% de su presupuesto de 766 libras francesas, que se recaudaba gracias a la venta de la ropa y ropa de cama que los pacientes traían cuando ingresaban al hospital. Pero como aclara William Glaser en su influyente tratado sobre la financiación hospitalaria, Paying the Hospital [Pagar el hospital], que es de donde he sacado estas cifras, la idea de que los hospitales tengan que financiarse con lo que pagan los pacientes es por lo general un concepto moderno, aunque hoy en día lo demos por sentado.

Los primeros hospitales surgieron como instituciones con un carácter caritativo durante la época del imperio bizantino

Al fin y al cabo, los primeros hospitales se diseñaron no como lugares para los ricos, sino para los enfermos pobres. Surgieron como instituciones con un carácter marcadamente caritativo durante la época del imperio bizantino, antes de extenderse por el mundo islámico y por toda Europa occidental. “Hasta hace muy poco”, explica el historiador Michel Mollat, “los pobres eran casi los únicos clientes de los hospitales, eran lugares en los que se sentían realmente en casa”. Los ricos, por otro lado, consideraban que los hospitales eran trampas mortales que había que evitar a toda costa. Y en una época en que las terapias eran todavía primitivas, lo más práctico que podían ofrecer los hospitales era en realidad asistencia y alojamiento.

Sin embargo, con la llegada de la medicina moderna todo cambió: la asistencia de los hospitales se volvió cada vez más un servicio que los ricos deseaban, en lugar de temerlo. Junto con los habituales casos de beneficencia, los administradores de hospitales de principios del siglo XX buscaban a los pacientes ricos para que pagaran las habitaciones y tratamientos privados de sus cirujanos o médicos privados. En décadas posteriores, el pago de los servicios lo realizaba sobre todo una tercera parte, que al principio en Estados Unidos fueron las aseguradoras sin ánimo de lucro (p. ej.: Blue Cross), que crecieron hasta atender a una gran parte de la mano de obra estadounidense durante la época de posguerra, o los seguros sociales que se convirtieron en los actuales sistemas universales de Europa. El trato diferenciado según la clase desapareció en Europa; en Estados Unidos no tanto.

Pero a ambos lados del Atlántico, los hospitales no se preocupaban realmente por calcular cuánto “costaba” con exactitud la asistencia sanitaria que se proporcionaba a un paciente en concreto, ya fuera en relación con el número de vendas aplicadas, minutos de enfermería, medicamentos ingeridos o sábanas lavadas. Como describe Glaser, durante un siglo, si no más, la “tarifa diaria” (conocido como prix de journée en Francia, como Pflegesatz en Alemania o sengedagstakst en Dinamarca, había versiones diferentes en casi todos los países) era la manera más común de financiar los hospitales. Las cuentas eran sencillas: los hospitales dividían el total del presupuesto proyectado para el año entrante por el número total de noches que se esperaba que durmieran los pacientes en sus camas. Los seguros sociales pagaban esta tarifa diaria por cada noche que un trabajador pasaba en un hospital.

Cuando se aprobó el Medicare en 1965, el sistema que se adoptó fue más o menos el mismo, copiando a Blue Cross, pero con menos compromisos que los hospitales europeos. Lo verdaderamente crucial fue que las leyes de tarifa diaria de EE.UU. permitieron a los hospitales incorporar los gastos de expansión e intereses de deuda en sus costes reembolsables, lo que suscitó una borrachera histórica de expansión de la deuda y las ganancias que disparó el gasto sanitario. Pero la principal diferencia del sistema estadounidense fue todavía más sencilla: solo en Estados Unidos, como indica Glaser, se permitió a los hospitales quedarse con las ganancias.

Aunque la tarifa diaria era un “precio”, por llamarlo de algún modo, no era uno muy complicado, sobre todo en Europa: reflejaba el coste real de mantener la institución funcionando, dividido por el número de días de paciente. Pero las normas sobre tarifas en EE.UU. resultaron fáciles de manipular: en la década de 1970, los críticos señalaron a los reembolsos basados en costes como la causa de que aumentara el gasto sanitario del país y consideraron que el pago hospitalario era carne de disrupción. “Quiero decir, era estúpido”, dijo el anterior jefe del lobby nacional de hospitales privados, según la cita del científico político Rick Mayes que aparece en su historia de las reformas del pago de hospitales que tuvieron lugar en las décadas de 1970 y 1980: “A la gente no le das lo que gasta porque lo único que haces es incentivarles a que gasten más”. Dicho de otro modo, cuando entregas a los hospitales lo que necesitan para cubrir la asistencia que proporcionan, no tienen ningún aliciente para reducir sus costes operativos, ya sean de personal, tecnológicos o de instalaciones. No se aplicaba ninguna disciplina de mercado a los hospitales, no existía la competencia. Esta pasó a ser la creencia generalizada, a pesar de que en Europa las tarifas diarias basadas en costes, cuando se asociaban a la financiación pública y al control de capital, habían demostrado ser totalmente compatibles con el control de gastos.

¿Pacientes o productos?

En los años 70, un grupo de investigadores de la Universidad de Yale creyó haber encontrado una solución: los DRG (por sus siglas en inglés), o grupos relacionados por el diagnóstico. Para llegar hasta el fondo de los costes operativos de los hospitales, los investigadores consultaron a Robert Fetter, un profesor de la escuela de administración de la Universidad de Yale. “Bueno, díganme cuáles son sus productos”, preguntó Fetter a uno de los investigadores, de acuerdo con el relato de Rick Mayes. La respuesta fue: “Tratamos pacientes”. Y Fetter respondió con algo así, según Mayes: “Y Ford hace coches, pero hay una gran diferencia entre un Pinto y un Lincoln”. Así que el equipo procesó los datos sanitarios del área de Connecticut utilizando un nuevo programa de ordenador que habían inventado, y obtuvo más de 300 categorías de tratamientos hospitalarios, o DRG. Cada una era un producto que podía tener un precio. Por ejemplo, si te hospitalizan hoy por una infección grave (“sepsis”) que requiere menos de 96 horas de ventilación mecánica (VM) y que provoca una complicación grave o comorbilidad (CGC), como una insuficiencia renal, se te cobraría como DRG 871: “SEPTICEMIA O SEPSIS GRAVE SIN VM >96 HORAS CON CGC”.

Se supone que el DRG refleja el coste medio del conjunto medio de cuidados que necesita el paciente medio de un tipo dado de hospitalización. Tras realizar una pequeña prueba en Nueva Jersey en la década de 1970, se implementó el sistema a escala nacional, junto con una ley que firmó Ronald Reagan en 1983 y que se diseñó para recortar el gasto de Medicare. Los DRG fueron aclamados como una revolución, pero podría darse el caso de que el remedio fuera peor que la enfermedad. Es cierto, como era de esperar, que los hospitales redujeron drásticamente la estancia promedio de los pacientes a raíz de que Medicare les pagara una cuota fija en lugar de reembolsos por día: los días de hospital al año disminuyeron casi un 30% entre 1981 y 1988. Eso podría parecer algo bueno (¿a quién le gusta estar un hospital durante una semana para recuperarse de una operación de apendicitis?), pero los efectos que tuvo en los pacientes fueron algo más variados. A muchos pacientes se les enviaba sencillamente a clínicas de enfermería en lugar de permitir que se recuperaran en el hospital y, al contrario de lo que sucede con la atención hospitalaria, los seguros tradicionales podían no cubrir la estancia en esa clínica.

El control de los costes también demostró ser un espejismo. A los hospitales se les daba igual de bien manipular el sistema de DRG que el de tarifa diaria. Al fin y al cabo, los DRG se circunscribían a lo que los médicos y los programadores decían que era el diagnóstico. Entonces, los hospitales trajeron a brigadas de consultores para perfeccionar la facturación, y eso provocó lo que se ha dado en llamar “deformación de DRG” o “inflado de facturas mediante código de facturación” (upcoding). Pequeñas diferencias en la redacción del diagnóstico podían tener enormes consecuencias en cuanto a la cantidad que uno recibía en forma de pago, y esto generaba un tremendo incentivo para redactar las cosas “bien”.

Estados Unidos cuenta con muy pocas camas de hospital: apenas 2,8 por cada 1.000 personas, comparadas con las 8 de Alemania o las 13,1 de Japón

El nuevo sistema también cambió la infraestructura hospitalaria misma del país: junto con una reducción en los días de estancia en el hospital, la era de los DRG vino acompañada de un considerable descenso en el número de camas. Mientras el país se preparaba para la llegada de la covid-19 a principios de la primavera, muchos analistas señalaron con cierta sorpresa que Estados Unidos contaba con muy pocas camas de hospital: apenas 2,8 por cada 1.000 personas, comparadas con las 8 de Alemania o las 13,1 de Japón, según la OCDE. Y aunque los DRG sí tuvieron éxito a la hora de frenar el gasto de Medicare en la década de 1980, el coste global no disminuyó: los hospitales solo se lo traspasaron a los pagadores privados, al menos mientras fueran capaces de pagar. El economista sanitario David Cutler descubrió en 1998 que, durante la segunda mitad de los años 80, por cada dólar de reducción de gasto en Medicare, el gasto de los aseguradores privados había aumentado un dólar. Las primas de los seguros privados se dispararon cuando llegó la década de 1990 y así es como nació la actual crisis del sistema sanitario.

En resumen, los DRG fracasaron estrepitosamente a la hora de controlar el gasto sanitario y el sistema estadounidense terminó convirtiéndose en un negocio más que nunca antes. Los hospitales, ya fueran privados o no, dieron en cierto modo el salto final para adoptar su actual estructura corporativa durante la década de 1980. El gobierno de Reagan desreguló las expansiones hospitalarias: los proveedores de servicios médicos comenzaron a fusionarse. Las poderosas corporaciones hospitalarias privadas, como por ejemplo Tenet Healthcare y Hospital Corporation of America, comenzaron a ganar cuota de mercado. Y, no por casualidad, fue precisamente durante esta época cuando los costes sanitarios de EE.UU. comenzaron su histórico ascenso: “Durante toda la década de 1980, los costes sanitarios per cápita en Estados Unidos fueron similares a los de otros países”, explicó el investigador sanitario Austin Frakt en un artículo del New York Times de mayo de 2018. “Luego empezaron a divergir”.

Aunque los DRG no fueron los únicos responsables de estos cambios, sí fueron decisivos a la hora de reformular la prestación médica y convertirla en un producto básico (en apariencia) intercambiable. Algunos DRG son rentables y otros no, pero como el pago de los DRG depende del pagador (el pago de los seguros privados es hoy en día más lucrativo en comparación con el de algunos seguros públicos como Medicaid y Medicare), algunos pacientes son rentables y otros no. En 2017, el director general de la clínica Mayo generó un gran revuelo cuando se filtró un discurso suyo en el que afirmaba que “darían prioridad” a las personas con seguros privados frente a los que tuvieran seguros públicos, aunque en realidad lo único que hizo fue describir la realidad de la sanidad estadounidense. Los hospitales que atienden DRG más rentables pueden crecer, expandirse y mejorar su aspecto; los que atienden DRG menos rentables, para personas con malos seguros o desfavorecidas, tienen menos fondos. De esta manera, los hospitales que no tienen beneficios simplemente quiebran, como los que han cerrado en las zonas rurales de EE.UU., o la institución de protección social de Filadelfia que cerró el año pasado. La historia del hospital estadounidense, hasta la llegada de la covid, es la historia de la desigualdad en Estados Unidos.

Cómo convalece la otra mitad

En mayo, la afluencia de casos de covid disminuyó en nuestro hospital. Cada día había menos pacientes que pasaban apresuradamente a la UCI desde las salas de emergencia o desde las plantas del hospital. Yo pasaba menos tiempo embutido en un traje Tyvek. Cerramos la improvisada “UCI norte”. Mi localizador sonaba con menor frecuencia cuando estaba de guardia en casa, y eso me permitía dormir durante períodos más largos. Mis compañeros y yo comenzamos a disfrutar de almuerzos más largos, aunque sentados a solas en las mesas del comedor, que ahora estaban más separadas que antes. Algunos de nuestros pacientes hasta regresaban a las consultas de seguimiento después de despertarse de comas que duraban semanas.

Las salas de operaciones de todo el país comenzaron a reabrir; las cirugías programadas, muchas sumamente necesarias, se estaban realizando de nuevo. Mientras tanto, los hospitales intentaron llevar a los pacientes con insuficiencias respiratorias persistentes a hospitales especializados para estancias prolongadas, como es costumbre en Estados Unidos. Estaba claro que, al menos por el momento, y al menos en Massachusetts, la pandemia estaba replegándose. Lo que no estaba tan claro era lo que cambiaría en el mundo poscovid, tanto dentro como fuera del hospital.

Para lidiar con las carencias de financiación de hospitales, consecuencia de una drástica disminución en la facturación de los DRG más rentables, como las cirugías programadas, el Congreso aprobó la inclusión de 100.000 millones de dólares de rescate en la Ley CARES, una ley que promulgó el presidente Trump el 27 de marzo para aliviar los efectos del coronavirus (una legislación posterior sumó 75.000 millones de dólares). Pero pronto quedó claro que ese rescate no rectificaría ninguna desigualdad. Una de las fórmulas utilizadas para asignar los fondos, informó el periódico Los Angeles Times, se basaba en los ingresos previos de los hospitales, y eso significaba que los hospitales que obtenían más ingresos de pacientes ricos con seguros privados recibirían mucho más “rescate” que los que atendían a personas sin seguro o con Medicaid.

Un estudio de la Kaiser Family Foundation calculó que los hospitales que más posibilidades tenían de recibir los mayores desembolsos eran las instituciones privadas y aquellas que menos asistencia caritativa proporcionaban. La Hospital Corporation of America y Tenet Healthcare recibieron entre los dos unos 1.500 millones en ayudas públicas, según The New York Times. A nuestro pequeño hospital no le fue tan bien: el director le contó a Los Angeles Times que tendría unos 90 millones de dólares de pérdidas, pero que esperaba recibir solo 6,7 millones de dólares de ayuda. También indicó que parte del trabajo del hospital (como acondicionar un refugio para personas sin hogar con coronavirus) no es algo que la fórmula de Trump fuera a tener en cuenta. A medida que junio se acercaba, parecían darse las condiciones para que continuara la consolidación y corporativización de los hospitales de nuestro país, y para que se exacerbara la desigualdad entre ellos.

Durante los cinco años anteriores a la pandemia de la covid-19, el movimiento Medicare for All consiguió algo crucial: ayudó a que el modelo de pagador único pasara de los márgenes radicales del debate político estadounidense al mismísimo centro del debate nacional. Durante un corto y emocionante período, justo antes de que el coronavirus corriera desbocado por todo el país, hasta parecía que nuestro próximo presidente podría ser un senador de Vermont que ha pasado su larga carrera política promoviendo el Medicare for All. Mientras los casos y los fallecidos continuaban creciendo en abril, nos enteramos de que eso no sería así, pero los argumentos en favor de Medicare for All no han hecho más que multiplicarse.

La principal premisa filosófica de los DRG (que una hospitalización puede tratarse como un producto) es una falacia de la era neoliberal

Unos 18,2 millones de estadounidenses con un alto riesgo de padecer síntomas graves por la covid, ya sea por su avanzada edad o por sufrir enfermedades crónicas, carecían de seguro o tenían seguros insuficientes cuando comenzó la epidemia, según el estudio que publicamos en junio mis compañeros y yo en el Journal of General Internal Medicine. Como cabía esperar, estos individuos eran en su mayoría negros, latinos y nativos americanos, así como miembros de familias con bajos ingresos. El espectro de personas que se declaraba en bancarrota como consecuencia de la asistencia médica por covid, o que no se hacía los test porque no lo podían pagar, demostró ser demasiado hasta para el Congreso y Trump: se aprobó una ley para proteger a muchas personas, aunque fuera de forma inadecuada, de los costes médicos derivados del test y del tratamiento de la covid. No obstante, sigue sin hacerse nada por las decenas de millones de personas que probablemente pierdan todo su dinero para tratarse de cualquier otra dolencia o enfermedad.

Así y todo, puede que la epidemia haya reforzado la idea de que la capacidad de una persona para conseguir atención médica no debería depender de su capacidad para pagar, o lo que es lo mismo, como diría un economista: nuestra “demanda real” de atención médica debería depender solo de nuestras preferencias individuales y de nuestras necesidades médicas, no de nuestros ingresos o riqueza. Para eso hace falta una cobertura universal y eliminar las barreras financieras en la asistencia médica, algo que solo se conseguiría con la reforma de pagador único. Pero hasta los partidarios de Medicare for All se olvidan a veces de enfatizarlo, y lo que hay que entender ahora que estamos empezando a imaginar un mundo mejor después de la pandemia, es que la reforma de la asistencia médica no solo tiene que lograr la equidad en la demanda, sino que también tiene que abordar las disparidades y las disfunciones que prevalecen en la oferta médica, y que son consecuencia de la singular historia de financiación sanitaria de nuestro país.

Hay que reconocer, por ejemplo, que la principal premisa filosófica de los DRG (que una hospitalización puede tratarse como un producto y cobrarse como cualquier mercancía) es una falacia de la era neoliberal. Si todos los DRG tuvieran un “precio” adecuado, entonces ningún hospital sería más rentable que otro. Los hospitales no tendrían ningún incentivo para concentrarse en ofrecer operaciones de alta tecnología más que en atender a pacientes que tuvieran, por ejemplo, fallas respiratorias prolongadas, trastornos por abuso de sustancias o enfermedades mentales. No existirían los pacientes “rentables” y “no rentables”. Pero sí existen y ahí están: son la prueba evidente de que el sistema ha fracasado.

Además, el sistema de DRG no es capaz de financiar cosas importantes que los hospitales podrían hacer, como ayudar a crear refugios para personas sin hogar con covid-19 o cualquier otro proyecto comunitario público que no pueda facturarse a individuos. Considerar las hospitalizaciones como mercancías significa también que no existe ningún incentivo para conservar la capacidad sobrante (por ejemplo de camas de UCI o respiradores) lista para la próxima pandemia o catástrofe climática. Después de todo, la capacidad vacía del hospital es una máquina parada; tiene valor social, pero carece de utilidad en un sistema gobernado por la lógica de mercado. Así que no existe.

Un giro original

La idea es no volver atrás, los hospitales no van a volver a ganar dinero vendiendo vino o ropa de pacientes muertos, por suerte. Pero sí tendríamos que avanzar hacia una financiación pública de los hospitales, no como fábricas que producen mercancías, sino como instituciones sociales, con presupuestos anuales garantizados que puedan utilizarse tanto para atender a los pacientes hospitalizados como para organizar servicios comunitarios de asistencia sanitaria. Unos presupuestos globales, incluidos desde hace tiempo en las propuestas de pagador único de la Physicians for a National Health Program, son pagos fijos que funcionan de forma similar al pago habitual de las escuelas públicas. Los colegios reciben un presupuesto para todo el año y con eso tienen que cubrir el coste de educar a todos los niños que acuden a sus clases; no facturan a cada estudiante de forma individual de tal manera que quede claramente reflejado su “coste” educativo personal, ya sea en relación con la frecuencia prevista de interacciones con los profesores, el desgaste provocado en el patio o el consumo de actividades extracurriculares. De esa manera, los presupuestos globales de hospital no se desplomarían frente a una situación de catástrofe, porque no estarían vinculados a la venta de productos individuales. Los presupuestos globales podrían ahorrarnos dinero si redujéramos el tamaño de los inflados departamentos administrativos y de facturación, en constante aumento desde la década de 1980, que solo están diseñados para maximizar los pagos. Pero también supondrían algo más básico: dejar atrás un mundo de productos asistenciales y precios.

Las ganancias que resultan de la atención médica son nuestro pecado original: provocaron el despilfarro de los 70, cuando los hospitales se pagaban por días, pero también el de hoy

Para conseguirlo hace falta cambiar algo mucho más fundamental: nuestras instituciones sanitarias no podrán quedarse con los beneficios. “Ninguna ley de la naturaleza”, como mis compañeros (y cofundadores de Physicians for a National Health Program) David Himmelstein y Steffie Woolhandler, en conjunto con Sidney Wolfe de Public Citizens, defendieron en una revista médica: “Obliga a los hospitales a generar ganancias para poder prosperar”. Las ganancias que resultan de la atención médica son nuestro pecado original: provocaron la descontrolada expansión y despilfarro de los 70, cuando los hospitales se pagaban por días, pero también la de hoy, que se pagan sobre todo mediante DRG. Aunque la mayoría de los hospitales son legalmente sin ánimo de lucro, todos tienen que tener mayores ingresos que costes: que a eso le quieras llamar “margen” o “ganancia” es irrelevante. Esa diferencia es lo que los hospitales utilizan para mejorar sus instalaciones, para construir nuevos pabellones y para comprar los equipos y máquinas más modernos. Esas compras, agrupadas bajo el término “gastos de capital”, no solo son necesarias para progresar, sino para sobrevivir. Unos márgenes elevados pueden suponer superioridad tecnológica, elegantes vestíbulos y los tratamientos más vanguardistas. Si los márgenes se evaporan, los hospitales se vuelven desvencijados y caducos, y tanto los médicos como los pacientes los abandonan.

Las consecuencias de un sistema de financiación guiado por las ganancias es una combinación de privación y exceso. Ese tipo de desigualdad en la provisión de asistencia médica tiene un nombre. En 1971, el médico de cabecera británico Julian Tudor Hart, acuñó un término, “la ley de cuidados inversos”, que lo describe muy bien: “La disponibilidad de una buena atención médica”, escribió en The Lancet, “tiende a variar inversamente a la necesidad de la población asistida”. Es decir, los que más lo necesitan son los que menos acceso tienen. La ley de cuidados inversos existía hasta en el Reino Unido, con su Sistema de Salud Nacional (NHS, por sus siglas en inglés), como Hart podía observar cada día en su consulta, en la que atendía personas de clase obrera en una empobrecida ciudad minera de Gales. Aunque el NHS eliminó las desigualdades de demanda real con el establecimiento de una atención sanitaria universal y gratuita, el sistema heredó una desigualdad geográfica y distributiva que se había acumulado durante décadas.

Sin embargo, el NHS, al contrario que un sistema basado en el mercado, proporcionó las herramientas para deshacer ese legado. Se realizó un esfuerzo intencional por lograr una mayor equidad geográfica en cuanto a la financiación, y durante la década de los 70 se pudo lograr. Como señaló Hart: “[La ley de cuidados inversos] […] se cumple más intensamente donde la atención médica está más expuesta a las fuerzas del mercado, y menos donde la exposición esté reducida”. Tal es así que la ley de cuidados inversos se puede observar en Estados Unidos mejor que en ningún otro país rico. Pero eso se puede cambiar. Podemos financiar nuevos hospitales y una nueva infraestructura sanitaria no a partir de las ganancias, sino del bolsillo público; algo que lograrían los proyectos de Medicare for All que están ahora en el Congreso, en particular la versión de la Cámara. La expansión de los hospitales dependería de las necesidades sanitarias y no de la lógica de mercado.

Las desigualdades en la demanda y la oferta de atención sanitaria comparten una raíz común: ser la única iniciativa parcialmente exitosa para desarrollar un sistema de salud basándose en los principios del capitalismo. Hoy en día, las fuerzas del mercado limitan la capacidad de las personas de clase obrera para conseguir la atención médica que necesitan y, de hecho, distribuyen esa atención hacia aquellos que pueden permitírselo; asimismo, distribuyen los hospitales y la infraestructura sanitaria basándose en la rentabilidad y no en las necesidades sanitarias de la comunidad. Los hospitales de los pobres y de las personas de color echan la persiana o se las arreglan con una financiación ínfima, por el mismo motivo porque el que sus pacientes son más susceptibles de no estar asegurados o de racionar la insulina que necesitan: la lógica de mercado subyace en esas dos desigualdades de la medicina estadounidense. Ahora que estamos en camino de la era poscovid, tenemos que luchar por un sistema sanitario justo que se preocupe por resolver ambas.

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Adam Gaffney es médico pulmonar e intensivista, además de investigador de salud pública en la Harvard Medical School y en la Cambridge Health Alliance. También desempeña las labores de presidente de la asociación Physicians for a National Health Program. Escribe sobre asuntos de política sanitaria y política, y es el autor de To Heal Humankind: The Right to Health in History [Curar la humanidad: el derecho a la salud en la historia], publicado por Routledge en 2017.

Traducción de Álvaro San José.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.

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Autor >

Adam Gaffney (The Baffler)

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