La pesadilla sanitaria estadounidense
En un sistema orientado al beneficio de las grandes corporaciones, los gastos médicos son una de las principales causas de pobreza y obligan a millones de ciudadanos a declararse en bancarrota
Azahara Palomeque Filadelfia , 8/10/2019
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Sandra Carrera aún llora la muerte de su padre. Manuel Carrera falleció el 16 de agosto de 2018 de una embolia en un hospital de Austin, Texas. A sus 75 años, nadie se esperaba un final tan fulminante; transcurrieron sólo unos días desde que fue ingresado con los primeros síntomas hasta su último aliento. Al dolor de la familia se sumó una factura médica que todavía arrastran: “fueron 398.000 dólares por cuatro días y se murió” –aclara Sandra. Cuando le pregunto qué hicieron para asumir el coste, me cuenta la historia entera.
Manuel era sexólogo. Había nacido en México pero tenía el pasaporte americano desde 1997, cuando se mudó con su mujer y sus cuatro hijos a Estados Unidos. Jubilado desde 2014, era uno de los 27 millones y medio de estadounidenses que actualmente no cuentan con seguro de salud. Aunque el país dispone de un programa de asistencia social que cubre parte de los gastos médicos generados por los mayores de 65 años, Medicare, a Manuel le habían rechazado la solicitud en múltiples ocasiones –catorce, para ser exactos–, alegando que le faltaban tres años cotizados para gozar de sus beneficios. Cuando le sobrevino la embolia, fue transportado en ambulancia al hospital, donde le hicieron pruebas de varios tipos y lo vieron cuatro especialistas. Sandra –que me ha pedido que cambie los nombres y apellidos de la familia por respeto a su madre– narra cómo cada uno de estos servicios fue detallado en la factura: “la ambulancia, por ejemplo, costó 2.000”. Cuando supieron que los gastos ascendían a casi 400.000 dólares, los médicos plantearon practicarle a Manuel una craneotomía como única opción para salvarle la vida, con la promesa de que quizá algún día volvería a recuperar las habilidades mentales y la movilidad de antaño. El precio de la operación: 89.000 dólares adicionales. Tras muchas deliberaciones, decidieron desconectarlo: “el miércoles la embolia siguió su camino y el jueves hacia mediodía murió”.
Principal causa de pobreza
En Estados Unidos los gastos médicos son una de las principales causas de pobreza y obligan cada año a millones de ciudadanos a declararse en bancarrota. Este problema se da tanto en gente que cuenta con cobertura sanitaria como en aquéllos que no están asegurados, y responde a una amalgama de factores entre los que se encuentra el elevado precio de la atención médica, sometida a los intereses de grandes corporaciones. Se suma a ello la complejidad de un sistema de salud ramificado en multitud de subsistemas y cláusulas, tantos que casi resulta imposible navegar el entramado. Si para los ciudadanos más pobres existe un programa que asiste con los gastos llamado Medicaid, en el que actualmente están inscritos unos 75 millones de personas, Medicare cubre a los ancianos y una serie de ONGs prestan servicios puntuales, sin que ninguna de las opciones disponibles reduzca los costes a cero. A veces, como en el caso de Sandra Carrera, el mismo hospital cuenta con un programa de caridad para disminuir los costes de sus clientes.
las compañías de seguros determinan los precios en función de la edad del asegurado; el coste promedio es de unos 440 dólares al mes por persona, se reduce a 244 en la treintena y sobrepasa los 500 dólares para quienes superen los sesenta años.
En pleno proceso de duelo –explica Sandra– su familia tuvo que enfrentarse al interrogatorio de una trabajadora social y demostrar su insolvencia económica. Al final, la factura se quedó en 58.000 dólares. “Mi mamá limpia casas ahora. Mis hermanos y yo mandamos dinero” –prosigue– “También te diré que ayudó que mi papá sembró mucho en la comunidad y los costos del funeral los pagó la comunidad, y han contribuido mucho al pago del hospital”. Que los Carrera recurrieran al crowfunding como alternativa para paliar la ruina causada por la enfermedad de un ser querido no es novedad. Según Time magazine, un tercio de todas las donaciones efectuadas a través de la web GoFundMe se destina a cubrir gastos médicos. Desde 2010, la fundación ha recibido un total de 650 millones de dólares. Este alivio, tan incierto como insuficiente, no compensa la injusticia vivida: “la falta de humanidad en el momento de decisiones tan importantes fue traumante” –afirma.
La situación no es necesariamente más halagüeña para los que cuentan con seguro médico. La cobertura depende de lo que se pague por ellos y, a menudo, son los propios ciudadanos quienes tienen que barajar el riesgo que corren: las pólizas más asequibles no se hacen cargo de los tratamientos más caros. Por otra parte, las compañías de seguros determinan los precios en función de la edad del asegurado; el coste promedio es de unos 440 dólares al mes por persona, se reduce a 244 en la treintena y sobrepasa los 500 dólares para quienes superen los sesenta años. Aunque muchas veces la cuantía de la póliza se asume entre el ciudadano y su empresa, éste debe afrontar otro tipo de gastos como copagos, servicios extras, y la franquicia, cuyo precio medio es de 4.500 dólares, sin obviar que estará expuesto a perder el seguro si se queda en el paro.
Entre las desventajas de este intrincado sistema se encuentra también la imposibilidad de calcular el precio total de la factura, que llega dividida en múltiples conceptos y desde distintos departamentos –urgencias, ginecología, quirófano, etc. La experiencia de los pacientes se asemeja mucho a la de entregar un cheque en blanco, hasta el punto de que la mayoría de los centros de salud no aceptan a los pacientes sin que antes hayan firmado una declaración comprometiéndose a asumir los gastos independientemente de lo que estipule su seguro. Sólo en contadas excepciones se es consciente de cuánto cuesta cada servicio, como bien sabe Lizabel Mónica. En pleno proceso de dar a luz pudo comprobar cómo el anestesista hacía visitas frecuentes a su habitación, presionándola para que comprara alguno de los “paquetes” disponibles a pesar de que ella había pedido tener un parto natural sin ningún tipo de sedación.
¿Y Obamacare?
Si la injusticia imperante en el sistema sanitario estadounidense es motivo de preocupación, antes de que entrara en vigor en 2014 la Ley ACA, conocida como Obamacare, la situación era mucho peor. Esta ley, que ha reducido el número de ciudadanos sin seguro médico de 45 millones en 2013 a los 27’5 actuales, es considerada uno de los mayores logros en la sanidad del país en las últimas décadas. Entre las medidas más exitosas destacan la creación de un mercado virtual con varios seguros disponibles y la subvención parcial de la póliza para ciudadanos de clase media-baja. Además, la ley implementó una serie de restricciones a las compañías de seguros que terminaron con prácticas habituales hasta el momento, como denegar la cobertura a los pacientes ya enfermos o cobrar más a las mujeres por la misma póliza. No obstante, desde todo el espectro ideológico se ha criticado que el incremento en el número de asegurados se efectuara a través de la imposición de una multa para quienes no estuvieran asegurados –695 dólares–, una medida que ha sido recientemente revocada. En su testimonio en primera persona para el periódico Vox, Holly Wood señaló cómo la multa penalizó precisamente a quienes apenas podían llegar a fin de mes. “Obamacare universalizó la expectativa de un seguro, no la atención médica” –matiza. En efecto, la ley hizo poco por regular los precios de los servicios sanitarios y palió sólo parcialmente los abusos a que están sometidos los ciudadanos con cobertura.
Uno de los mayores problemas de la sanidad estadounidense es su coste: sin ningún tipo de control por parte del gobierno –a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de países occidentales–, los precios de los medicamentos, las pólizas de seguro, los copagos y las franquicias suben anualmente impulsados por una industria millonaria que se beneficia directamente de la enfermedad de los ciudadanos. Las subvenciones, en un sistema que depende de grandes corporaciones para curar a sus pacientes, no hacen sino enriquecer a sus equipos directivos, que tienen vía libre para seguir aumentando sus ganancias. Según la BBC, los precios de los seguros se han duplicado desde 2014. Por otra parte, en el país líder mundial en gasto sanitario, la dependencia de lo privado hace que buena parte de ese dinero no se destine a curar a los pacientes, sino a campañas de marketing y costes administrativos, como destaca The Atlantic. Finalmente, el móvil siempre lucrativo de la sanidad provoca que no se implementen campañas de prevención: a mayor número de enfermos, más negocio.
Desconfianza en el sistema
La gravedad de la situación es tal que los debates en torno a la sanidad continúan protagonizando la campaña de las elecciones de 2020
Valeria Canelas se encontraba estudiando en la Universidad de Notre Dame, en Indiana, cuando comenzó a sentir molestias estomacales, seguidas de sangrado rectal. Asustada, acudió inmediatamente a urgencias, donde pasó varias horas entre la espera y los análisis que le hicieron hasta que, finalmente, fue diagnosticada con una diverticulitis, para la que le recetaron dos semanas de antibióticos. Sin embargo, lejos de remitir, los síntomas empeoraron tanto que llegaron a convertirse en una “verdadera pesadilla”: vómitos constantes, náuseas, dolor de cabeza, malestar general y un miedo atroz a lo que pudiera pasarle, acrecentado por la distancia de su pareja en España y de su familia en Bolivia. Al cabo de nueve días, casi incapaz de levantarse de la cama, decidió acudir a su centro de salud en busca de una solución. El doctor que la atendió esta vez se llevó las manos a la cabeza, tanto por el diagnóstico como por los medicamentos que le habían dado, capaces, a su juicio, de “matar a un caballo”. Al día siguiente, un especialista le aseguró que “no veía nada raro” y que quizá el sangrado se debía a hemorroides internas. La pesadilla fue poco a poco mitigándose a medida que el cuerpo de Valeria se adaptaba a vivir sin los antibióticos. Tras meses de habitar en la normalidad, empezaron a llegarle facturas por valor de 6.997 dólares, de las que el seguro cubría 6.006. Después de pagar al especialista, Valeria decidió no asumir el resto: “me resultaba indignante tener que pagarle al hospital por casi matarme”. Al cabo de dos años, se marchó del país dejando una deuda de 840 dólares y 67 centavos.
La experiencia anterior es relevante en cuanto que ilustra no sólo los elevados costes de la atención médica, sino la tendencia a proveer diagnósticos errados y precipitados, inflar el número de pruebas necesarias para llegar a tales conclusiones y medicalizar a pacientes innecesariamente en busca del beneficio económico. El hecho de que los seguros, las farmacéuticas, y los médicos –que cobran en función de los diagnósticos– se lucren con la enfermedad, a menudo resulta en unos cuidados susceptibles de convertirse, como en el caso de Valeria, en pesadilla. De hecho, no es extraña la cronificación de dolencias curables en un país cuya tercera causa de muerte son los errores médicos. Todo lo anterior se materializa en una generalizada desconfianza en el sistema que, o bien disuade a muchos enfermos de acudir al médico, o bien los obliga a peregrinar de consulta en consulta en busca de algún facultativo que priorice la salud de sus pacientes frente a los intereses económicos.
Un futuro incierto
Le escribo a Valeria para darle las gracias por su testimonio, tan valiente, y para compartir una historia personal: hace casi diez años, recién llegada a Estados Unidos, sufrí una serie de infecciones de orina que me fue diagnosticada como “cistitis intersticial”, una enfermedad crónica para la que me recetaron un tratamiento que, de haberlo seguido, me habría provocado la calvicie inmediata. También aquellas pastillas podían matar a un caballo. Por suerte, pude acudir a mi urólogo en España, quien echó por tierra el anterior diagnóstico y logró curarme en seis meses y sin efectos secundarios. Siempre pienso que, si me hubiera dejado guiar por la doctora estadounidense, ahora no tendría pelo, sería una enferma medicada de por vida, con la autoestima por los suelos y probablemente arruinada –le cuento. Y ella responde sagaz, afirmando: “cuántas personas no habrá que, ahora mismo, están experimentando problemas de salud graves causados por esos diagnósticos sin fundamento”.
Probablemente muchas, demasiadas. La gravedad de la situación es tal que los debates en torno a la sanidad continúan protagonizando la campaña de las elecciones de 2020. Entre las varias opciones demócratas que se discuten están las propuestas de Joe Biden –mejorar Obamacare– y de Bernie Sanders –Medicare for all, o un único sistema financiado por un impuesto común que, sin reducir la dependencia del sector privado, lo regule de manera más restrictiva. Queda por ver si no se desvanecen ambas con una victoria republicana.
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Autora >
Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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