Erradicacionismo
Por una tercera posición en la cuestión de la prostitución
Que un Estado se declare abolicionista es una declaración de intenciones positiva, porque marca agenda política. El problema empieza cuando no se tiene en cuenta a los sujetos que supuestamente se quiere proteger
Mamen Romero Gallego 13/11/2020
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Coincidiendo con el Día Internacional contra la explotación sexual y la trata de personas, el Gobierno anunció varias medidas que tienen a la prostitución y a la trata de mujeres con fines de explotación sexual como protagonistas. Entre estas medidas, la posible modificación del Código Penal para incluir la penalización del proxenetismo y la tercería locativa –lucrarse al proporcionar un local para el ejercicio de la prostitución– y la de poner en marcha un Plan Nacional Integral para garantizar los derechos sociales, laborales y económicos de las víctimas de explotación sexual. Este anuncio genera bastantes temores y dudas, sobre todo respecto a qué objetivos responden estas medidas.
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Vaya por delante que soy –o al menos siempre he pensado que lo era– abolicionista. Este posicionamiento identitario es importante para entender desde dónde realizo la crítica y las dudas que me despiertan estas medidas. A pesar de esto, me temo que después de lanzarme a escribir estas líneas voy a ser desprovista del carné de abolicionista y de feminista.
El principal temor tiene que ver con las consecuencias de que se esté mezclando constantemente prostitución, trata y explotación sexual, y si las medidas propuestas están siendo abordadas desde los objetivos de protección y atención integral de las víctimas conforme a los estándares e instrumentos internacionales contra la trata. Esta confusión de términos y de abordaje de fenómenos sustancial y legalmente diferentes no es casual, alude a la proclama abolicionista de igualar prostitución con violencia de género. Sin embargo, considerar la prostitución una forma de violencia de género, entendida esta en un sentido amplio y estructural, no necesita de la equiparación a la baja del fenómeno de la trata y no ayuda a su abolición.
¿No se protegería mejor a las mujeres víctimas de trata con fines de explotación sexual o en situación de prostitución si se aborda la trata de una manera integral y específica, incorporando a todas las víctimas y todas las formas de trata desde una mirada de género y con enfoque de derechos? Este enfoque es, de hecho, el que recomiendan los organismos internacionales y las entidades especializadas que abogan por la puesta en marcha de una ley integral que incluya todas las formas de trata y a todas las víctimas.
En mi ideal de mundo igualitario y sin discriminaciones de género ni de clase (es decir, sin patriarcado y sin capitalismo), la prostitución como institución no tendría cabida ni sentido
Exigir al Gobierno que no mire hacia otro lado y aborde la actual situación ambigua entre la permisividad y la estigmatización social de las mujeres que ejercen prostitución, cualquiera que sea su situación, no implica forzar su posicionamiento en la controversia relacionada con la prostitución. Hay serias dudas de que se mejore en algo la vida de las mujeres en situación de prostitución y/o trata por conseguir que el Gobierno haga un acto de expresión pública que más bien parece la exigencia al converso. He aquí un objetivo del movimiento feminista vinculado al PSOE y preocupado por la vertiente proderechos de algunos sectores dentro de Podemos.
Otro temor fundamental es el hecho de que se esté aprovechando el anteproyecto de la anunciada Ley de libertad sexual para incluir en ella a las mujeres víctimas de explotación sexual y trata. Y es en el marco de esta normativa en el que se pretende encajar –a martillazos– el anunciado plan de atención a las víctimas y la reforma del Código Penal que incluya la penalización de la tercería locativa y del cliente. Considero que es un encaje forzado para el que se ha tenido que escindir la trata de mujeres con fines de explotación sexual como si no formara parte del mismo fenómeno que otras formas de trata. Lo que no significa que no haya de ser abordado desde una visión de género y atendiendo a las consecuencias que tiene para la vida de las mujeres que la sufren. Así, se escinde de otras formas de trata, privándola de sus especificidades –que responde a factores multicausales y globales– para equipararlo a una forma más de agresión sexual. De esta manera, en el anteproyecto no figura ni una sola medida específica que atienda a la particularidad de la trata con fines de explotación sexual en línea con las recomendaciones internacionales y de las entidades especializadas entre las que hay abolicionistas y proderechos y que defienden estas recomendaciones más allá del debate abolición-regulación. A pesar de todo, el anuncio de estas medidas en la mencionada ley se ha celebrado y vivido como un triunfo y un avance hacia una ley abolicionista.
Desde mi ángulo de feminista que también ha aportado su granito de arena a las cuestiones relativas a las agresiones sexuales en el ámbito del activismo, este intento de aprovechar la coyuntura para meter la agenda abolicionista en una apuesta legislativa ambiciosa, necesaria y demandada por consenso por el movimiento feminista, emponzoña y amarga el logro de una batalla que desde hace años, llevan adelante muchas feministas. Otra vez el fin de conseguir el deseado y anhelado triunfo del discurso por parte del abolicionismo.
Si tuviera que hacerse una “Ley abolicionista”, ¿cómo sería? ¿Se dice que se abole y ya? Porque el movimiento feminista abolicionista siempre se ha desmarcado del prohibicionismo y, por tanto, no se debería regular desde esa posición. En el caso de la esclavitud, que suele compararse y poner de ejemplo, la abolición tenía un sentido porque el esclavismo era una estructura legal legitimada y regulada y, por tanto, su abolición acababa con el sistema. (Aunque incluso esta tuvo sus consecuencias negativas para las propias personas cuyos derechos se pretendía garantizar.) En este caso, sin embargo, no hay un sistema legal sobre el que regular para eliminar lo que ahora funciona en un limbo legal, y si no se quiere prohibir, ¿cómo pretende abolirse desde la legislación? Entiendo que el triunfo aquí es que se actúa contra los consumidores de prostitución –léase puteros– y de los proxenetas que se lucran de ella –tercería locativa–. El problema es quedarse ahí o poner esto en primer término. La abolición, como ente finalista a lo que debe estar supeditado todo lo demás, afecta a las mujeres que viven de la prostitución de forma negativa en el medio y corto plazo, mientras que el abolicionismo solo obtiene la satisfacción de una batalla ganada.
En el anteproyecto no figura ni una sola medida específica que atienda a la particularidad de la trata con fines de explotación sexual en línea con las recomendaciones internacionales
Que un Estado se declare abolicionista es eso, una declaración de intenciones, que siempre está bien porque marca agenda política en relación a los pasos a dar, si bien el problema empieza cuando eso se confunde con un fin en sí mismo sin tener en cuenta a los sujetos que supuestamente se quiere proteger –por ellas, pero sin ellas–.
Porque podría ocurrir que, después de haber llevado adelante todas las medidas y acciones que consideremos, haya mujeres que no lo vean claro a priori y prefieran seguir ejerciendo o no sepan cómo dejarlo. Lo comprobamos todos los días en el caso de las víctimas de violencia en el ámbito de la pareja. Entendemos que la toma de conciencia de la violencia forma parte de un proceso, ponemos alternativas al alcance de las mujeres víctimas, las acompañamos, pero no las forzamos a denunciar. Dudo de si en el caso de la trata y la prostitución vamos a tener la misma comprensión. La prostitución está tremendamente estigmatizada y estereotipada. También la trata. La mayoría de las personas de la calle, que no han estado en contacto directo con ella, y esto incluye también a feministas, tienen una imagen de la víctima que no siempre concuerda con la realidad. Las campañas de las fuerzas y cuerpos de seguridad y de algunas organizaciones con imágenes de víctimas atadas a cadenas, tiradas en el suelo, semidesnudas, no ayudan a reconocer la capacidad de obrar y decidir que en alguna medida aún tienen en las situaciones más dramáticas. Así que, en cuanto encontramos a una mujer que está en situación de trata que no corresponde con este imaginario, que rehusa o desconfía de nuestra solícita y bienintencionada ayuda para salir de lo que nosotras pensamos es la peor situación imaginable –en términos de daño psicológico estoy convencida de que lo es–, cuestionamos su condición de víctima y entramos en conflicto con nuestros esquemas estereotipados.
Yo quiero que desaparezca la prostitución como institución, como sistema, como forma de relación entre hombres y mujeres, como única salida para muchas mujeres, como medio de explotación y dominación favorecido por las desigualdades más extremas. En mi ideal de mundo igualitario y sin discriminaciones de género ni de clase (es decir, sin patriarcado y sin capitalismo), la prostitución como institución no tendría cabida ni sentido. En un mundo de relaciones libres entre los seres humanos, de no constricción sexual, de fomento de valores sexo-afectivos positivos y sanos, de poner los cuidados de las personas en el centro –sí, también tiene que ver, hay mucho putero que busca afecto del que carece en el consumo de prostitución, y, aunque no es justificable, es una realidad–, el intercambio de sexo por dinero sería una cuestión residual y no respondería tanto a un patrón de vulnerabilidad que fomentara estructuras de dominación.
Por todo esto, estoy por declararme “erradicacionista”. Me siento más cómoda en ese posible espacio intermedio donde no se ensalzan las bondades de la sexualidad comercial ajena al cuerpo físico y emocional de las mujeres, que defienden algunas posiciones regulacionistas, o donde no se establece como objetivo el acto de fe que a veces exige el abolicionismo.
Tengo la convicción desde hace mucho tiempo de que el movimiento feminista necesita esta tercera vía en la que muchas feministas, que asisten al conflicto con el corazón partido, se sentirían mucho más cómodas. Podría ser también un espacio de encuentro entre posiciones menos enquistadas para empezar a debatir, dejando las emociones más viscerales al margen y encontrando posiciones de consenso sobre las que marcar una agenda común. La cuestión está en dilucidar por qué no hemos conseguido hacerlo y en ponernos manos a la obra para vencer las resistencias que lo impiden.
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Mamen Romero Gallego es psicóloga experta en trata y violencia de género. Activista feminista.
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