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No puedes esconderte de los muertos, y menos si son los tuyos. Puedes intentarlo, claro: meterte debajo de la cama, resguardarte dentro del armario o colocarte tan cerca del espejo que tu reflejo y tu imagen se confundan, pareciendo solo uno. Pero todo eso es inútil. Los muertos te van a encontrar porque los muertos (todos sin excepción, incluyendo los tuyos) lo ven todo y todo lo saben. Están siempre ahí, quietos. Ahí, sin nada mejor que hacer que mirarte. Ahí, contentos, irascibles o indiferentes, depende del día.
Los muertos suelen asaltarte cuando menos lo esperas, adoptando formas extrañas que un día te fueron conocidas. Los míos, cuando se aburren, juegan a confundirme hablándome de fútbol. Mi reacción no es amable al principio, pues el fútbol nunca tuvo un papel prevalente en mi casa. Por eso intento asustarlos dando manotazos al aire, me muestro distante y antipático, finjo no verlos para ver si así se cansan y se van. Pero nunca se van.
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Mi padre no solía ver los partidos de su equipo, el Real Madrid. Prefería estar haciendo cualquier otra cosa: arreglar la casa, adelantar trabajo, analizar facturas… Para mí era raro porque me daba la sensación de que en el fondo sí que deseaba ver el partido, pero no lo hacía como insólito símbolo de sacrificio, como si creyera no ser merecedor de tal lujo. Yo sí que veía al Real Madrid, o lo escuchaba por la radio. Lo intentaba hacer también con el resto de la jornada, pero inconscientemente reservaba un lugar de privilegio para el partido del equipo blanco. No encontraba ninguna explicación convincente para este hábito porque mi equipo era otro: el Atlético. Pero lo más extraño de todo, lo que de verdad me desconcertaba, era que para que ese ritual se completara mi padre y yo debíamos estar en el mismo lugar, uno sin ver el partido y otro viéndolo.
El partido comenzaba y a los quince minutos mi padre formulaba una pregunta destinada a repetirse varias veces más a lo largo de la próxima hora y media:
– ¿Cómo va el Madrid?
Yo, con voz desdeñosa y fingiendo desinterés por lo que pasara en el césped, le respondía:
– Cero a cero.
Y entonces el mundo entero se paraba, la calle enmudecía y las paredes aguzaban sus oídos.
– Uuue.
No era un joder, se parecía más a un joe, pero con la j muda y convirtiendo la o en u. La u se alargaba, como para enfatizar la expresión de asombro. Porque para mi padre todo era igual de impactante: que el Madrid empatase a cero, que ganase por goleada o que perdiera de penalti injusto en el último minuto.
No sé quién era el jugador favorito de mi padre, si disfrutaba con el pie elegante de Laudrup, si su corazón se agitaba al ver cómo el viento danzaba con la melena de Redondo o si prefería la insultante indolencia de Ronaldo cuando encaraba al portero rival. No sé si era más de toque o de garra, de defensa o de ataque, de noches europeas o domingos ligueros. Pero comprendí al cabo del tiempo (porque a los muertos solo los entiendes cuando ya están bajo tierra) que los dos, sin decirlo, convertimos ese momento en nuestro, un vínculo inquebrantable siempre y cuando uno no viese el partido y el otro sí, una lengua secreta que tan solo conocíamos él y yo.
A mi abuela no le gustaba especialmente el fútbol, no lo entendía ni lo pretendía entender. Tampoco era una gran lectora, aunque la inmensa biblioteca de mi casa familiar pudiera indicar lo contrario. Eran todos libros de mi abuelo. Ella me contaba que, para que no se notara demasiado que esas estanterías se llenaban y llenaban hasta el punto de amenazar con reventar, mi abuelo introducía los libros de a poquito, de uno en uno, a hurtadillas. Mi abuelo era del Madrid también y cuando podía le gustaba ir al campo, pero siempre acompañado de mi abuela. No podía dar un paso sin ella. Si tenía que hacer un largo trayecto en coche, requería de la presencia de su esposa en el asiento de al lado. Ella templaba sus nervios, le insuflaba confianza. Era su psiquiatra, decía.
Cuando mi abuelo murió, ella se negó a dejarlo ir. Cuentan que, enlutada de pies a cabeza, acudió al cementerio de Carabanchel a diario durante varios meses. Poco después llegué yo y me pusieron su nombre, el de mi abuelo. El amor entre los dos se desbordó con una fuerza desconocida, como venida de otro planeta.
No era una gran lectora mi abuela, pero leía a la perfección mi alma. De niño jugué varios años en el equipo del colegio. Era un portero nervioso, imprevisible, inseguro, de grandes paradas y descomunales cantadas. A mi familia le ordenaba que no viniese a verme jamás. Mis padres obedecían sin rechistar, pero mi abuela no. Recuerdo estar plantado en la gravilla, abrochando y desabrochando mis guantes compulsivamente, intentando adivinar cuál debía ser mi próximo movimiento. Recuerdo estar así, cagado de miedo, levantar la mirada más allá de la portería rival, y verla a ella. Advertía el bolso negro, la gabardina oscura, los tirabuzones erguidos como en pie de guerra. Y el miedo se desvanecía y se transformaba en inexplicable tristeza. Y sentía ganas de llorar porque yo la veía allí, a lo lejos, muy quieta, y me daba cuenta de que el partido estaba a punto de terminar.
Ellos dos, mi abuela y mi padre, son mis muertos, y ahora descansan juntos –quién lo iba a decir–, uno preguntando cómo va el Madrid y la otra escondida, esperando poder ver mi próxima gran parada.
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No puedes esconderte de los muertos, y menos si son los tuyos. Puedes intentarlo, claro: meterte debajo de la cama, resguardarte dentro del armario o colocarte tan cerca del espejo que tu reflejo y tu imagen se confundan, pareciendo solo uno. Pero todo eso es inútil. Los muertos te van a encontrar...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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