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Luisito utilizaba gafas de culo de vaso, tenía las piernas finas como palillos y solía llevar unos zapatones negros, muy pesados, que avisaban a todo el mundo de su llegada al aula. Gastaba unos andares desgarbados, con poca coordinación, y vestía gruesos jerseys de lana que contrastaban con su frágil envergadura. Tenía una voz aflautada y desagradable, aunque a veces se hacía grave, soltando gallos propios de los adolescentes con tan solo ocho años. Le pirraban las frases de las películas de acción de la época. Sus predilectas eran “Yipi ka yei, hijo de puta” y “Sayonara, baby”, por este orden. Las redacciones propias de los castigos se las ventilaba escribiendo la palabra señor quinientas veces. Lo hacía, eso sí, con una caligrafía espléndida, que ya la quisieran para sí los cuadernillos Rubio. Tal vez por eso ningún profesor le reprochó nunca nada.
Los niños son muy cabrones pero nada originales, así que a Luisito le apodaron Bartolo, en honor al mítico personaje creado por José Mota. No sé si fue por compasión, por azar o porque simplemente aquel bicho raro me hacía gracia, pero Luisito y yo nos hicimos amigos. Los sábados por la tarde íbamos a la plaza de Felipe II a cometer actos vandálicos tales como escupir a los coches que salían del aparcamiento o entrar en el Goron Goro (un parque de bolas) a tirarnos por el suelo y gritar, mientras nuestros padres se tomaban algo. El padre de mi amigo no rebajaba el nivel de extravagancia, aunque no en su apariencia: alto, se podría decir que apuesto, un bigote blanquecino y estrecho, una cara larga, elegantes botines acabados en punta. Era ostentoso, conducía un Mercedes y vestía ropa de bastante mejor calidad que la de su hijo. Luisito no tenía filtro y verbalizaba sin pudor alguno el mayor deseo de su progenitor: que se muriese el abuelo para cobrar la herencia.
Mi padre, al cabo de dos o tres sábados, me confió algo que le afligía: el padre de Luisito no pagaba nunca. Cuando llegaba el momento se echaba la mano al bolsillo, miraba la cartera sin mucho afán y se excusaba: “Me vas a perdonar, pero no llevo suelto”. Mi padre no le decía nada y costeaba las cervezas, básicamente para no desatar el conflicto y parecer un maleducado. La situación era difícil de comprender: el talante de aquel hombre dibujaba un tren de vida para nada barato, así que su reticencia a soltar la guita no estaba justificada. El dinero siempre es un enigma, sobre todo para el que no lo tiene.
Un misterio similar ha rodeado las finanzas del Atlético durante los últimos años. En realidad las cuentas nunca han estado claras, pero antes el equipo ganaba menos en el césped y ese deambular por el desierto explicaba en parte su poco peso en el mercado. Era una época terrible en la que nadie quería negociar con Gil Marín y Cerezo porque tenían fama de nefastos pagadores. La maldita deuda –esgrimían– no permitía realizar grandes dispendios. Pasaron los años y llegó el traslado de estadio, que en un principio iba a producir pingües beneficios, más tarde iba únicamente a condonar la deuda y finalmente salió a pagar, tanto que la directiva intentó hacerlo en especies, esto es, con entradas, lo que por una parte es de agradecer, pues se llega a descuidar el Ayuntamiento de Madrid y le ofrecen tres kilos de patatas, dos de carne picada y unas aceitunas a cambio del nuevo Metropolitano.
Ahora es diferente: el equipo, a lomos de Simeone, acumula títulos, finales, presencias en el top 5 del ránking UEFA y muchos detractores, que es uno de los mayores indicativos de grandeza que existen. Lo raro es que las dificultades monetarias no han disminuido apenas. Los titulares recientes han resaltado el esfuerzo sobrehumano que supondría para el club fichar a Marc Roca –futbolista de un equipo recién descendido– por 15 millones de euros. Si no se aligera la plantilla, parece, será complicado realizar cualquier tipo de pago.
Las razones expuestas pueden tener su lógica: el fair play financiero, el tope salarial al que ya se ha llegado y un entrenador con un salario excesivamente alto que condiciona el resto de la plantilla. O lo que viene a ser lo mismo: no te gastes lo que no tienes para aparentar ser quien no eres. Lo de Simeone, en cualquier caso, me parece una media verdad. Por un lado carece de sentido pagar esa millonada a tu entrenador si no puedes comprar a Marc Roca (magnífico jugador con un caché bastante asequible por las circunstancias, pero en ningún caso una estrella). Me recuerda a las mujeres del barrio Salamanca que pasean con orgullo su abrigo de visón, cuando en realidad no tienen dinero ni para pagar los recibos. Pero por otra parte me cuesta creer que el Atlético pudiera acometer grandes fichajes solo con que el técnico se redujera el sueldo.
No termino de comprender que el tercer equipo de España y el cuarto de Europa tenga que hacer ingeniería financiera para gastarse 15 kilos
Lo realmente cierto es que el club tiene el décimo tercer presupuesto más alto de Europa, que no es lo mejor, de acuerdo, pero que no está nada mal. Que a todos les pasa lo mismo, que sí, que son tiempos difíciles, que ahora hay que apretarse el cinturón, que la pandemia ha ralentizado todo, que cómo vas a fichar a nadie si has hecho un ERTE y que en la Premier tienen más pasta porque allí lo hacen mejor. Me hago cargo. Pero no termino de comprender que el tercer equipo de España y el cuarto de Europa –lo dice la UEFA– tenga que hacer ingeniería financiera para gastarse 15 kilos, ni que a los jugadores que se marchan tarifando de sus equipos y casi regalados –Parejo o Rakitic– ni siquiera se les pase por la cabeza venir al Atlético, ni que la Real Sociedad, como parece, aún no haya cobrado su porcentaje del traspaso de Griezmann al Barcelona. Al final va a ser verdad lo del eslogan: otra forma de entender la vida. Y tanto. Yo ya no entiendo nada.
Finalmente mi padre se cansó de esperar que el padre de Luisito se desquitara de todas las cañas que no pagó y un buen sábado salió a la calle sin dinero. Con dos cojones. Cuando llegó el temido momento y el padre de Luisito iba a hacer el numerito de siempre, el mío se adelantó y exclamó con sonrisa aviesa: “Me vas a perdonar, pero el que no tiene dinero, ni suelto, ni billetes, ni nada, esta vez soy yo”. Y entonces el padre de mi amigo apretó los dientes y sacó, al fin, una moneda de 500 pesetas. Quedó demostrado que, poco o mucho, dinero tenía. Lo que no quería era pagar.
Luisito utilizaba gafas de culo de vaso, tenía las piernas finas como palillos y solía llevar unos zapatones negros, muy pesados, que avisaban a todo el mundo de su llegada al aula. Gastaba unos andares desgarbados, con poca coordinación, y vestía gruesos jerseys de lana que contrastaban con su frágil...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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