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A menudo me topo con una valla publicitaria que anuncia un motel cuyo eslogan me deja hipnotizado unos segundos: “El amor no existe, se hace”. Lo he visto ya muchas veces, pero esa mezcla de sordidez y belleza me sigue cautivando. Suelo pensar, no obstante, que la frase –de posible eficacia ante el adúltero que duda a última hora– no es correcta. El amor existe y se hace, pero no se puede explicar. Sucede con las personas que más queremos: el padre, la novia, la madre, el marido, el amante, la abuela, el amigo... Sabemos expresar cómo son, pero no por qué los queremos.
Algo así ocurre con la relación entre Fernando Torres y el Atlético. Es difícil encontrar razones plausibles que hagan entender el insólito afecto que la afición colchonera profesó por el delantero desde el primer instante. Hasta el propio jugador posee ciertas dificultades para desarrollar una explicación. “El día de mi debut hay algo especial. Se ve cuando salgo al campo y la ovación que yo tengo sin haber hecho nada”, reconoce en la película documental Fernando Torres: el último símbolo. Ese día el Atlético –en segunda– se enfrentaba al Leganés y, efectivamente, el público recibió a un menor de edad con una explosión de júbilo carente de sustento.
Torres es el corte de mangas ante el recochineo de los compañeros de pupitre, el chaval de Fuenlabrada cobrando más que el engominado de Pozuelo
Creo que el secreto está, precisamente, en que no hay secreto. Fernando era un chaval del Atleti que pasaba por allí, era como tu vecino al que se le daba bien el fútbol y regular los estudios, ese que se echó una novia con 14 años y jamás la soltó, que empezó a trabajar pronto y ya está terminando de pagar su hipoteca, ese tío centrado sin grandes distracciones ni aspavientos, ese que cuando recuerda su pasado te dice con un mohín de amargura que nadie sabe hasta dónde hubiese llegado de no ser por el condenado tobillo derecho. Todos pudimos haber sido Fernando, pero lo fue él y en parte por eso lo queremos, por ser un niño normal que llegó a jugar en el Atlético, nada más que eso. Una generación entera se sintió inmediatamente identificada con Torres. Es la conexión con el pueblo por la que llevan suspirando durante siglos las empresas de publicidad y que en este caso se generó de manera espontánea, como por arte de magia. Todos se veían reflejados en aquel chico pecoso, espigado y con la voz pesada del que no acostumbra a engañar.
A Fernando lo queríamos cuando marcaba, pero aún más cuando no lo hacía, porque a él los balones se los paraba Casillas y a nosotros la vida, que ya no sabíamos de dónde sacaba las manos, pero lo cierto es que las sacaba y nosotros tirábamos y tirábamos, y nada, no había manera. Pero veíamos a Fernando y seguíamos intentándolo, una, dos y hasta mil veces, con el pie derecho, con el izquierdo, con la cabeza, con todo el cuerpo, hasta que por fin un día el jodido balón entraba. No había razones para quererlo porque Torres era una razón en sí mismo: los niños se hacían del Atleti por él, no había entonces ningún asidero más.
Después se fue y ese primer adiós fue traumático, sobre todo, por lo inquietante de su despedida: su mirada triste y su boca torcida, la sonrisa perversa del presidente, nuestros corazones encogidos. Y le empezó a ir bien y ya no lo quisimos tanto, más que nada porque él empezó a ganar y nosotros seguíamos perdiendo. Cambió definitivamente el rumbo de la selección y nos alegramos, pero no del todo, porque únicamente pudimos presumir de pasado y de una bandera colgada en el autobús.
Después de ver el documental me queda la sensación de haber menospreciado su carrera deportiva lejos del Calderón. Torres se convirtió en leyenda en el Liverpool, un club también visceral pero posiblemente más exigente en el césped que el Atlético de aquellos tiempos. Escuchar las palabras de Gerrard en el documental resultan más elocuentes que visionar sus goles en Youtube.
Ahí, tan cerca del sol que a punto estuvo de quemarse, comenzó su declinar. En el Chelsea emergió ese halo de jugador sobredimensionado y decepcionante, esa fama de delantero fallón de la que ya jamás pudo desprenderse del todo. Mourinho terminó de darle la puntilla. Sin embargo, los goles importantes y los títulos no cesaron. El propio entrenador luso, sorprendentemente comedido en la película, da en la tecla al definirle: “No ha sido un bluf, lo veo como a un jugador de grandes momentos”.
Torres es el Atlético que fuimos, ese que no se podía explicar. Simeone es el Atlético que somos. Ahora hay razones de sobra
Para su desgracia, no tuvo ese sentido de la oportunidad en su regreso al Atlético. Tampoco eligió bien el momento el club. Parece una de esas historias de amor imposible en las que los amantes, después de jurarse en la adolescencia que algún día estarían juntos, se pasan toda la vida jugando al ratón y al gato de forma infructuosa: cuando una está libre, el otro no, cuando uno se divorcia, la otra se queda embarazada, y así hasta la eternidad. El Niño y el Atleti se encontraron, pues, en un momento poco simétrico: mientras uno bajaba lentamente la pendiente, el otro la subía de manera vertiginosa. No podía salir bien.
Y no salió. La película ha removido las entrañas de la afición colchonera porque pone de relieve el desencuentro entre Torres y Simeone. Los dos tienen espacio para explicarse, aunque es cierto que se profundiza más en el relato del jugador, lo cual es comprensible tratándose de un documental en la que el narrador principal es el propio Torres. Los seguidores se han visto impelidos a tomar partido por uno de los dos ídolos.
La elección simplemente no es posible. Si en Argentina “Maradona es el argentino que somos y Messi el que queremos ser”, en este caso Torres es el Atleti que fuimos y Simeone el que somos ahora. Torres es el corte de mangas ante el recochineo de los compañeros de pupitre, la camiseta de Idea, la cabeza alta después de una derrota, el brazalete en cada uno de nuestros flacuchos brazos de adolescente, la ilusión brotando de unos ojos oscuros e inocentes, el chaval de Fuenlabrada cobrando más que los engominados de Pozuelo. Simeone es el tipo elegante que te revienta la cabeza con una viga de metal, el “ahora qué” proclamado al viento, las manos desbordadas tratando de sujetar sin suerte unos inmensos huevos, los puños cerrados, los músculos tensos, los dientes apretados. El propio Torres lo dice: “Nunca fui ídolo en la victoria”. No, Torres fue nuestro ídolo en la derrota y Simeone se ha ganado serlo en la victoria. Torres es el Atlético que fuimos, ese que no se podía explicar. Simeone es el Atlético que somos. Ahora hay razones de sobra.
A menudo me topo con una valla publicitaria que anuncia un motel cuyo eslogan me deja hipnotizado unos segundos: “El amor no existe, se hace”. Lo he visto ya muchas veces, pero esa mezcla de sordidez y belleza me sigue cautivando. Suelo pensar, no obstante, que la frase –de posible eficacia ante el adúltero que...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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