Autocracia
Una nación descosida
Salga a hombros o por la puerta de atrás de la Casa Blanca, no parece que el legado de Trump se reduzca a su inacabable repertorio de tuits y comparecencias de ‘showman’ de canal temático. Su pulsión autoritaria ya es un deseo global
Ignasi Gozalo-Salellas 5/11/2020
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Dos días después de la jornada electoral en Estados Unidos, el país sigue en vilo a la espera de unos resultados finales que van a tardar horas, días e incluso semanas si es que finalmente son recurridos judicialmente. Pero también hay certezas, algunas previstas y otras, no tanto. El voto adelantado, en persona o por correo, fue mayormente demócrata y eso permitiría una victoria ajustadísima de Biden si éste consigue dos de los cuatro estados pendientes de asignar: Arizona, Nevada, Georgia y Pennsylvania. Esta vez, los dos estados del lago Michigan (Wisconsin y Michigan), históricamente progresistas y que retiraron su confianza a Clinton hace cuatro años, han vuelto a manos demócratas, aunque con un margen pírrico. No así el Midwest interior y sureño, que se ha entregado a la pasión trumpiana. Las costas, ayudadas por un reforzado voto progresista en los estados fronterizos con México, han empujado hacia la victoria demócrata. Esta suma de datos fluctuantes, de discontinuidades geográficas y electorales, explica el mapa electoral y mental de la nación americana: asistimos a una cartografía irregular, a una nación descosida.
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Sin embargo, el escenario dibuja un camino sin retorno. Un camino que renuncia a liderar el mundo, incluso a retirarse de él. Los demócratas podrían recuperar el gobierno pero no así el rumbo de una nación rota por un alma abierta al mundo y liberal, y otra clausurada y reaccionaria. Varias certezas nos llevan a tal conclusión.
Dos naciones, un estado. A lo que asistimos es a una especie de débil convivencia entre dos modos de vivir en el mundo, más que en el propio país. No son dos almas geográficas; olvidemos los estados costeros y estados interiores. Lo que hay es una escisión entre la vida urbana y la vida no urbana, entre la mezcla y la esencia; entre el globalismo y el reaccionarismo. Trump no solo ha movilizado al blanco suburbano; también a ciertos sectores de minorías ahogadas por la crisis económica en zonas deprimidas y al sector latino con aspiraciones de borrar su huella identitaria en el sur más acomodado. Por contra, las grandes ciudades del país se han iluminado de azul —también las tres capitales de Ohio: Columbus, Cleveland y Cincinnati o los grandes núcleos urbanos en Texas, ambos estados republicanos.
Utopía irrealizable. Se certifica una utopía tan deseada como irrealizable: convertir a la principal potencia mundial en un motor progresista. Estados Unidos no parece dar más de sí por la izquierda. Solo con un dato se explica que fuera Biden el candidato demócrata: sus casi 70 millones de votos —unos números nunca vistos. Pero, tristemente, nos confirma otra certeza. La demografía estadounidense no parece estar dispuesta a apoyar masivamente un proyecto emancipador y transgresor que rompa uno más de los pecados originales de la nación: no haber tenido nunca una presidenta mujer. Candidatas —Harris, Warren o, en el futuro, Ocasio Cortez— no faltan.
Una nueva subjetividad política. A esta hora, aún no sabemos qué presidente tendrá Estados Unidos, pero sabemos que Trump ha ganado el plebiscito. Trump, como sujeto atomizador, ha despertado la pasión política de casi 70 millones de ciudadanos que le han dado su confianza, no a ciegas como en 2016, sino después de cuatro años de políticas agresivas y beligerantes. Trump tal vez ha perdido la presidencia, pero ha ganado la batalla. Convirtió las elecciones en un plebiscito sobre el lugar de Estados Unidos en el mundo, sobre la forma de gobernanza de la sociedad y sobre los límites del Estado. También, sobre unos valores ilustrados que dos siglos atrás llegaron de la vieja Inglaterra para fundar la nueva, y que hoy no le representan. Ni a él ni a muchos. Trump no solo ha impuesto su agenda, mediante una lógica centrípeta que lo dirige todo hacia él (como se vio a lo largo de la campaña de Biden), sino que ha modificado las bases de la arquitectura democrática del país y, por ende, de la última idea exitosa de Occidente, la Ilustración: fin a la separación de poderes, fin a la independencia de las instituciones y, lo más terriblemente transformador, fin a la idea inapelable de democracia.
Seguimos sin entender que con Trump llegó tanto el caos como el desguace de las estructuras e instituciones de un mundo que se agota. Su odio a la democracia es el faro de muchos desvalidos
Seguimos sin entender que con Trump llegó tanto el caos como el desguace de las estructuras e instituciones de un mundo que se agota. Su odio a la democracia es el faro de muchos desvalidos. Su odio a la corrección es la expresión suprema del machismo que nunca se fue y que, en épocas de crisis, vuelve. Luego, su capacidad de proyección es casi imparable. Trump no pertenece a ese mundo exhausto, encarnado en el anciano Biden, pero tampoco es lo nuevo. Trump es lo muy viejo. Lo que realmente encarna es una renovación, furiosa, de las antiguas dictaduras personalistas del siglo pasado. Tal vez por eso se maneja con relativa soltura con figuras como Putin, Kim Jong-un o Bolsonaro –no así con los líderes chinos, figuras dentro de un esquema perfectamente estructurado, el del totalitarismo. Trump no es totalitario; solo es autoritario.
El mal como dominación. Asistimos, finalmente, a la última forma de dominación de los Estados Unidos. Cierto es que el país ya no marca las pautas de la gobernanza global pero sí ha determinado, bajo la administración Trump, el pulso del mundo. Si a raíz de la Segunda Guerra Mundial sus élites decidieron apropiarse de la idea de libertad yendo a ganar la guerra, y luego lideraron la batalla de las democracias capitalistas en el largo camino por el telón de acero, el proyecto republicano encabezado por Trump ha resurgido con innegable vigor en forma de autocracia constitucional. Un sistema autoritario articulado alrededor de una alianza entre el líder tiránico, Trump, y el pueblo que le entrega su credo de forma constitucional, a través del voto. Por en medio, diluidos, quedan los partidos políticos y las instituciones, rechazadas por el pueblo y despreciadas por el líder autócrata.
A la capacidad recurrente de Estados Unidos de iluminar y, a menudo, cegar al mundo, debemos sumar esta inaudita pulsión antidemocrática típica de periodos de crisis del sistema. Como proyección, lo vemos en múltiples escenarios en Europa, el continente que produjo monstruosas relaciones con el mal durante el oscuro primer tercio del siglo XX. No muy lejano a aquello que Hannah Arendt (Eichmann en Jerusalén) vio en el nazismo como una forma de banalidad del mal, el paradigma Trump ha aplicado una política de la deshumanización basada en la violencia institucional, la criminalización del diferente y la división entre sus propios ciudadanos.
Hace menos de una década, el politólogo estadounidense Samuel P. Huntington argumentó en La tercera ola democrática (2012) que el último gran hito del siglo XX –léase, la conversión de sistemas autoritarios a democráticos en América Latina, el sur de Europa así como la oriental entre los años 70 y los 90– se debió en parte a la caída de la Unión Soviética, pero sobre todo al impacto de la democracia de los Estados Unidos como modelo ejemplar. Al momento actual le falta su propio relator, aquel que escriba hasta qué punto inauguró Trump en 2016 el camino inverso de la democracia al autoritarismo. Salga a hombros o por la puerta de atrás de la Casa Blanca, no parece que el legado de Trump se reduzca a su inacabable repertorio de twits y comparecencias de showman de canal temático. Su pulsión autoritaria ya es un deseo global. Mientras, la nación americana y sus instituciones inician un largo y oscuro camino hacia la reconstrucción.
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Dos días después de la jornada electoral en Estados Unidos, el país sigue en vilo a la espera de unos resultados finales que van a tardar horas, días e incluso semanas si es que finalmente son recurridos judicialmente. Pero también hay certezas, algunas previstas y otras, no tanto. El voto adelantado, en persona...
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Ignasi Gozalo-Salellas
Visiting Assistant Professor. Spanish and Visual Studies. Bryn Mawr College.
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