Lectura
Agujetas en los párpados
Fragmento del libro ‘Año 9. Crónicas catastróficas en la Era Trump’
Azahara Palomeque 10/11/2020
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El otoño de 2017, ya terminado el doctorado, decidí matricularme en la asignatura “Introducción al derecho estadounidense”. En parte por curiosidad pero, sobre todo, movida por el hecho de que nunca llegaba a comprender del todo la actualidad americana en sus temas más variados, desde el funcionamiento de las elecciones hasta la discriminación racial, pasando por la deportación masiva de inmigrantes, y en una época –la Era Trump– que no perdona mi ignorancia, si acaso la ignorancia puede perdonarse cuando se tiene acceso gratuito a la información. Sabía que, por trabajar en una universidad, el precio de la clase descendía desde los 7.000 y pico dólares iniciales a unos 800, y no me importaba jugar de nuevo el papel de alumna después de haber sido docente varios años; mi compromiso era con el aprendizaje.
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Así que me lié la manta a la cabeza, asumí como privilegio el descuento que se me ofrecía ignorando las veces que he afirmado, con voz sólida y rotundidad, que la educación pública es un derecho de todos y todas, y me senté frente al pupitre, con mis bolígrafos y mi libreta, junto a ese grupo de estudiantes cuya figuras reposaban parcialmente tapadas por las pantallas de sus Macs. Había algo del profesor que no me gustaba, un componente pedagógico que no encajaba con los valores que había adquirido durante mi anterior experiencia educativa, su ademán gracioso, las veces que repetía “you know”, lo que señalaba una falta de vocabulario y el dar por sentado conocimientos que yo no tenía, su copia-y-pega del libro de texto a las diapositivas, su mueca entre lela y divertida ante preguntas serias que nacían de la lectura atenta de la Constitución; pero disculpaba mi exigencia, esa actitud como de juez intransigente, argumentando –para mí– que suelo caracterizar toda oportunidad como insuficiente, que opinaba desde las demandas intelectuales interiorizadas en Princeton, a las que no todo el mundo tiene por qué adherirse sin por ello ser un patán. Si la presencia en el aula no me aportaba mucho más de lo que habría asimilado leyendo por mi cuenta, la clase en sí era la excusa que había desencadenado esa lectura, así que acudía, cada semana, de buen humor y con predisposición a la participación, habiendo hecho las tareas, como la empollona que siempre he sido.
Un día, el profesor nos dio una buena noticia: a través de sus contactos había conseguido que pudiéramos asistir como público a dos juicios diferentes que se celebrarían el mismo día en un juzgado de Pensilvania. Esto siempre me ha fascinado de los americanos: su capacidad para, sin necesidad de convertir a sus alumnos en becarios, incluir un ingrediente práctico en el contenido curricular, facilitando la interiorización de conceptos y escenas perfectamente aplicables, o traducibles, a una rutina laboral. Fui al juzgado el día y hora convenidos y me senté en los bancos que tantas otras veces acomodaban a un jurado popular; si bien mi posición de testigo me molestaba ligeramente, pues sabía que los respectivos acusados se sentirían observados y tendrían, de manera más o menos implícita, que dar cuentas a aquellos pupilos provenientes de la facultad de derecho –además de al juez, fiscales y abogados–, una avidez por descifrar los mecanismos de la ley así como los sentimientos encontrados que se barajaban en la sala impidieron que me fuera.
Si a la mujer se le había permitido enmarcar el delito en unas circunstancias que apuntaban a un caso de violencia de género, el negro aparecía como sujeto aislado, criminal
El primer caso era, según los expertos, bastante fácil: una mujer con antecedentes penales por consumo de drogas había sido pillada in fraganti robando un carrito de supermercado lleno de comida, a lo que se sumaba como agravante su comportamiento agresivo con el guardia de seguridad que intentó detenerla. La mujer era blanca, joven; venía acompañada de una trabajadora social que había estado gestionando su tratamiento de desintoxicación a partir de reuniones semanales en persona y un seguimiento administrativo desde hacía meses. El abogado defensor presentaba como atenuantes el hecho de que esta mujer había robado para alimentar a su familia, formada por dos niños pequeños, y que era víctima de una relación sentimental abusiva: el novio, distinto al padre de su descendencia, la maltrataba, y eso la había hecho recaer en el consumo de opiáceos. La “epidemia” con que a menudo se define la adicción a estas sustancias –desde la heroína al Fentanyl, que requiere receta médica– se opone diametralmente a cómo fue categorizada otra epidemia, al crack o a la marihuana, que afectó sobremanera a la población negra desde finales de los setenta y que Nixon llamó: “la guerra a las drogas”. Las palabras nunca son inocentes. Desvendan responsabilidades, matizan sujetos y objetos, culpabilizan o eximen de culpa, elaboran narrativas que después moldean situaciones políticas, económicas, de las que surgen gentes con más o menos derechos, con penas de cárcel, prestaciones sociales o amnistías. El caso de esta mujer, que intentó defenderse repitiendo, en lenguaje coloquial, lo que su abogado había dicho, mirando a los ojos tanto al juez como a la trabajadora social, despertó nuestra compasión inmediata. Fue condenada a cuatro meses. Salí del habitáculo delimitado en columnas jónicas con un malestar general motivado por la respuesta a la pregunta que formulé en voz alta cuando la acusada se había ido: no recibiría atención médica gratuita en la cárcel. Si el propósito de su encerramiento era cierta rehabilitación, o así nos lo habían explicado, ¿cuál iba a ser su integración en la sociedad civil sin asistencia de profesionales sanitarios durante cuatro meses?; ¿cómo puede uno “rehabilitarse” cuando los servicios públicos más esenciales le son negados? Suerte que yo no me dedico a esto –pensé–, porque jamás sería capaz de tener la sangre fría como para condenar, o incluso defender a nadie, dados los problemas estructurales de un país tan inhumano.
Para cuando me hube sentado en el segundo banquillo, en otra sala diferente del mismo juzgado, mi desesperación se había transformado en cabreo, mi capacidad de aprendizaje en rabia. Un hombre en la veintena, negro, asumía sin mediar palabra una condena de treinta años por tráfico de drogas. Su abogado, dada la falta de argumentación a su favor y la amistad de que en todo momento alardeó con el abogado de la acusación, hizo poco por rebajar la pena. Cuando el condenado se fue, mirándonos con el rabillo del ojo, exhibiendo un odio que nos cayó en forma de puñal helado, un agente del F.B.I. nos contó todos los detalles de la historia: se trataba de una mafia que operaba a nivel nacional a la que llevaban siguiendo la pista años y cuya persecución había requerido la coordinación de varios organismos federales. El chaval en concreto era sólo un transportista: accedió a conducir un camión cargado de cocaína desde Carolina del Norte hasta Pensilvania, y su sentencia, inicialmente de 15 años, había sido duplicada porque llevaba en el asiento del copiloto un rifle. El arma no funcionaba, pero su presencia era suficiente para aumentar el número de años privado de libertad. Se calculaba que había recibido no más de 5.000 dólares por el trabajo.
Si a la mujer del juicio anterior se le había permitido enmarcar el delito en unas circunstancias familiares y afectivas que claramente apuntaban a un caso de violencia de género con niños a quienes alimentar, el negro aparecía como sujeto aislado, vinculado criminalmente a una banda organizada pero sin capacidad para amar a los suyos, si existían. Volví a casa rumiando lo contemplado, protestando para mis adentros, confiando en que, aunque no tuviese el conocimiento legal necesario para contestar de modo adversarial, mi habilidad para la hermenéutica no me estaba fallando. Esperaba una crítica feroz a la segunda sentencia que elevara el racismo a categoría jurídica y sacara a colación el Movimiento por los Derechos Civiles en la clase siguiente. En su lugar, me encontré al mismo profesor mediocre de siempre, a quien la carencia de una lección sobre lo ocurrido en el libro de texto autorizaba a expresar su opinión personal: ¡30 años, por conducir un camión! ¡Jajajajaja!; ¡si será idiota el tío! –acompañaba las risas generales el comentario de un alumno; ¡por unos pocos miles de dólares! ¡Jajajaja! –casi se ahogaba el mismo docente a quien la respiración acelerada instigada por el regocijo hacía estallar los botones de la camisa; ¡un rifle averiado! –hipaba otro estudiante, babeando. La clase entera doblaba el abdomen en una carcajada feroz que jamás he podido olvidar. Todos blancos, mayoría masculina, en una de las más prestigiosas universidades del país, de la que se graduó Trump y parte de su estirpe. Todavía hoy, mientras ellos sufren de unas agujetas estomacales provocadas por la algazara continua, el hazmerreír que suscitan los mismos colectivos una y otra vez subyugados al capricho blanco, sus tipificaciones inicuas, objetos de hilaridad y desencajamiento del diafragma, reclusos perpetuos sin derecho a votar pero con ese mirar dañino como único acto dignificante, rememoro las preguntas que no hice (¿y la Segunda Enmienda?, ¿y su familia?, ¿cuánto significan esos pocos miles de dólares en una economía fallida?), corrijo mi percepción inicial sobre una asignatura que no me aportaría nada más allá de la lectura individual, duelo mis propias agujetas, esta vez en los párpados.
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El otoño de 2017, ya terminado el doctorado, decidí matricularme en la asignatura “Introducción al derecho estadounidense”. En parte por curiosidad pero, sobre todo, movida por el hecho de que nunca llegaba a comprender del todo la actualidad americana en sus temas más variados, desde el funcionamiento de las...
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Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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