HÉROES
Adiós al ‘fotógrafo’ de la ESMA
Muere Víctor Basterra, el expreso político que retrató a los torturadores del mayor centro de detención clandestina de la dictadura argentina. Su testimonio fue vital en los juicios contra los militares
César G. Calero 11/11/2020
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A Borges le extrañó la manera en que aquel joven expreso político relataba el horror ante los fiscales y magistrados. “El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno –escribió el autor de El Aleph tras asistir a una de las sesiones del juicio a las juntas militares argentinas en julio de 1985–. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha”.
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“Hice callo para contar las cosas”, me confesaría 30 años después Víctor Basterra, aquel réprobo borgiano (un exobrero gráfico peronista) que estuvo detenido en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y cuyo testimonio y pruebas documentales resultaron vitales para ponerle rostro a varios represores. En ese macabro centro de detención clandestina le fue asignada la tarea de fotografiar a los militares que necesitaban una doble identidad para actuar con impunidad. El preso tuvo la sangre fría de guardar una copia de cada retrato que hizo, sacar de la ESMA todo el material y entregarlo después a la justicia al término de la dictadura.
Basterra falleció el pasado sábado 7 de noviembre en un hospital de La Plata víctima de un cáncer. Tenía 76 años y desde hacía tiempo le aquejaban problemas de salud. “Las torturas sistemáticas dejan secuelas”, me comentó en 2015 en Buenos Aires tras ser operado de la columna. Era uno de los pocos supervivientes de la ESMA, esa casa de los horrores que llegó a contabilizar unos 5.000 detenidos entre 1976 y 1983 y de la que salieron con vida apenas 200 personas. Antes de convertirse en el preso 325 de la ESMA, Basterra era un militante de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). Un grupo de tareas (los escuadrones del régimen que perpetraban asesinatos y detenciones extrajudiciales) lo secuestró en agosto de 1979 en su casa del municipio de Lanús, en la provincia de Buenos Aires, junto a su compañera y su hija, liberadas poco después.
Recordaría siempre su llegada esa noche al centro de detención. “Nunca se me olvidará el ruido de la cadena chocando con los bajos del auto al entrar en la ESMA. Es uno de esos ruidos que te acompaña toda la vida”. Basterra lo llamaba “el cadenazo”. ¿Cuántas veces lo despertaría de una pesadilla a lo largo de su vida? Como otros detenidos, pasó por la huevera (la sala de torturas) y la capucha (los compartimentos de reclusión donde los detenidos pasaban meses con el rostro cubierto). Sufrió dos paros cardíacos y salvó la vida de casualidad. Los militares sabían que había trabajado como obrero gráfico en una empresa de valores bancarios. Tenía algunos conocimientos de fotografía y fue asignado al sector de Documentación, en el sótano del casino de oficiales de la ESMA, a principios de 1980. O aceptaba el trabajo esclavo o se preparaba para ser uno de los pasajeros de los vuelos de la muerte. Para llevar a cabo sus operaciones clandestinas y la apropiación de bienes de los presos, los oficiales necesitaban proveerse de documentos falsos. La labor de Basterra consistía en fotografiar a los mandos militares y falsificar sus pasaportes. Le ayudaba en su tarea otro preso, Carlos Lordkipanidse, quien también lograría salir vivo de la ESMA. Basterra utilizó un aditivo de tinta para hacer un sello que imitaba una marca de agua, indispensable para los pasaportes. El invento funcionó y los militares depositaron su confianza en sus dos esclavos. A partir de entonces, el preso 325 comenzó a urdir su estrategia sin levantar sospechas. En lugar de las cuatro fotografías de tipo carné que le pedían los oficiales, revelaría cinco y guardaría una. Así lo hizo durante tres años. En el tramo final de su cautiverio, los militares abrieron algo la mano y le permitieron realizar salidas periódicas y breves para visitar a su familia. Bajo amenaza de muerte, siempre regresaba a la ESMA, pero ese paréntesis de libertad le permitía ir sacando a la calle las fotos de los represores y las imágenes de algunos detenidos que rescató de la basura antes de que fueran lanzadas a la hoguera. Hace unos años, mientras caminábamos por el antiguo centro de represión, reconvertido en museo de la memoria, Víctor me explicaba cómo se las arregló para esconder las fotos y sacarlas más tarde de la ESMA: “Un día guardé una copia de sobra de uno de los retratos y la puse en una cajita de papel fotosensible. Sabía que nadie lo abriría porque echarían a perder el material. Poco a poco fui metiendo ahí las fotos y los negativos y cuando obtuve los primeros permisos, fui sacando el material entre mi ropa interior”. Y entre esa valiosa documentación figuraban las imágenes de unos ochenta represores de la dictadura argentina. Una lista negra encabezada por Alfredo Astiz, el Ángel de la Muerte, Jorge Tigre Acosta y Ricardo Cavallo, alias Sérpico… Astiz fue uno de los responsables del secuestro y desaparición de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, la asociación en la que se infiltró en 1977 haciéndose pasar por un familiar de un detenido.
En lugar de las cuatro fotografías de tipo carné que le pedían los oficiales, revelaría cinco y guardaría una. Así lo hizo durante tres años
El 3 de diciembre de 1983, solo una semana antes de que el radical Raúl Alfonsín asumiera como presidente, Basterra abandonó la ESMA. La pesadilla, sin embargo, no había concluido. Los oficiales de la Marina le advirtieron que no le quitarían el ojo de encima durante un tiempo. Y así lo hicieron. Vigilaban sus movimientos y le hacían visitas periódicas a su casa para que no se le olvidara que debía guardar silencio sobre todo lo que había visto en aquel predio de la avenida Libertador. Tuvieron que pasar varios meses antes de que Basterra pudiera zafarse de esa estrecha vigilancia. Logró contactar con miembros de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), el organismo creado por Alfonsín para investigar las violaciones de los derechos humanos, y les entregó la documentación que con tanto celo había guardado durante varios años: listas de represores y de los compañeros detenidos en la ESMA, y fotografías tanto de oficiales como de algunos de los activistas secuestrados y desaparecidos. Para evitar represalias contra su familia, trasladó a su compañera y a su hija a la ciudad de Neuquén, y se conjuró para consumar su denuncia. Acudió al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y allí fue armando el que sería uno de los testimonios más determinantes del juicio a las juntas militares (celebrado entre abril y diciembre de 1985). Seis horas estuvo hablando Basterra ante el tribunal. Una declaración que no dejó indiferente a un Borges que había coqueteado con los militares en un principio, aunque finalmente expresara su repudio hacia la dictadura: “Ante el fiscal y ante nosotros enumeraba (Basterra) con valentía y con precisión los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De este o del otro lado de los barrotes siguen estando presos”. El “cadenazo” no se olvida nunca. Pero Basterra se sobrepuso a sus años en el infierno y siguió militando en la causa de los derechos humanos hasta el final de sus días. Su mayor satisfacción fue haber podido aportar pruebas contra aquellos que torturaron y llevaron a la muerte a cientos de sus compañeros en la ESMA. Satisfacción por ver a Astiz y a Acosta (uno de los máximos responsables del centro) condenados a prisión perpetua (que todavía cumplen). Satisfacción al escuchar en agosto de 2000 la noticia de que Ricardo Cavallo había sido identificado y posteriormente detenido en México, donde se hacía pasar por un empresario ejemplar.
Cuando el expresidente Néstor Kirchner (fallecido en 2010) enterró las leyes de Punto Final y Obediencia Debida aprobadas por Alfonsín, comenzó una nueva era en Argentina en la persecución de los crímenes de lesa humanidad. Gracias a los actos de resistencia como el de Víctor Basterra, y al compromiso y la lucha de cientos de activistas de derechos humanos, la justicia de ese país ha condenado a cerca de un millar de represores. Y la antigua ESMA es hoy un espacio modélico de encuentro y reflexión que descansa sobre tres pilares innegociables: memoria, verdad y justicia.
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A Borges le extrañó la manera en que aquel joven expreso político relataba el horror ante los fiscales y magistrados. “El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno –escribió el autor de El Aleph tras asistir a una de las sesiones del juicio a las juntas militares argentinas en julio...
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