autorías colectivas
Évole en la Isla Mínima
A propósito de ‘Por el río abajo’ (1966) de Alfonso Grosso y Armando López Salinas
David Manjón 4/12/2020
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La recuperación a cargo del editor Andreu Jaume del manuscrito inédito de Juan Marsé Viaje al sur (Andalucía, perdido amor), de 1962, en el archivo del Instituto de Historia Social de Ámsterdam y su reciente publicación por Lumen, con las fotografías originales de Albert Ripoll Guspi, quien acompañó a Marsé en este viaje por Sevilla, Cádiz y Málaga, vuelven oportuno detenerse en otro libro de viaje por la Baja Andalucía de aquellos mismos años. No por ya publicado en España (Albia Literaria, 1977), Por el río abajo de Alfonso Grosso y Armando López Salinas es un título menos extraviado de lo que lo estaba el de Marsé. Si éste fue un encargo de José Martínez, el editor de la antifranquista Ruedo Ibérico, con sede en París, la primera versión de Por el río abajo, escrita en agosto de 1960, fue prohibida en España y no sería publicada hasta 1966 (año de publicación, por cierto, de Últimas tardes con Teresa) por la también parisina Librairie du Globe en su colección Ebro.
Como señala la profesora Lucía Montejo Gurruchaga, Por el río abajo había de ser publicado en la colección Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral. Sin embargo, el correspondiente censor del Ministerio de Información y Turismo denegó el permiso de edición del manuscrito con los siguientes argumentos, en un primer informe que sería recurrido por Carlos Barral: “La obra describe, sobre un fondo de resentimiento social, una Andalucía de pesadilla, donde ‘enjambres de moscas se comen los cuerpos desnudos de los niños’, donde para cobrar subsidio es necesario tener padrino, donde los latifundistas (cita abundantes nombres) y sus capataces se regalan a costa del sudor y hambre de los braceros. No falta alusión al Ejército, al trato de las Colonias Penitenciarias, al Régimen, etc. De léxico repetidamente soez. no autorizable”. Los censores, por cierto, en un informe posterior en el que insistían con similar prosa rancia en la “desconsideración latente” de este texto hacia la autoridad, elevaron sus reproches a la poesía y a los –para ellos– nítidos límites de su verdad: “De ahí la parcialidad, la recóndita intención de los autores Grosso y López Salinas, que abren su relato con unas estrofas de Miguel Hernández. Estrofas, en falsía, por otra parte, ya que España no es solamente de gañanes, pobres y braceros, como el verso afirma. Estimamos, en consecuencia, que esta obra no debe autorizarse”. Se referían, por supuesto, al extracto de Viento del pueblo (1937) con el que Grosso y López Salinas dan comienzo a su libro de viaje andaluz: “Jornaleros: España, loma a loma / es de gañanes, pobres y braceros. / ¡No permitáis que el rico se la coma, / jornaleros!”.
Tanto Por el río abajo como el Viaje al sur de Marsé, en su ambición documental tan frecuente en los autores de los sesenta, contribuyen a una tendencia a la que también pertenecen Caminando por las Hurdes (1960) del propio Armando López Salinas y Antonio Ferres (además autor del prólogo a la segunda edición de Por el río abajo); Campos de Níjar (1959) y La Chanca (1962) de Juan Goytisolo; Hacia Morella (1961) de Alfonso Grosso con José Agustín Goytisolo; A poniente desde el Estrecho (de 1962, aunque perdido y sin publicar hasta 1990) también de Grosso, esta vez junto a Manuel Barrios; Tierra de olivos (1964) de Ferres en solitario; Donde las Hurdes se llaman Cabrera (1964) de Ramón Carnicer; De Roncesvalles a Compostela (1965) y Caminos de La Mancha (1966) de José Antonio Vizcaíno; Viaje al país gallego (1967) de López Salinas, en esta ocasión en coautoría con el periodista y crítico Javier Alfaya; Viaje al rincón de Ademuz (1968) de Francisco Candel; Tierra mal bautizada (1969) de Jesús Torbado; Viaje por la Sierra de Ayllón (1970) de Jorge Ferrer-Vidal; o Las Hurdes. Clamor de piedras (1972) de Juan Antonio Pérez Mateos.
Las autorías colectivas constituyen un rasgo propio más que sumar a la “común perspectiva política, cultural e incluso moral” de la generación del medio siglo
De esta nómina, además de la evidente ausencia de autoras, llama la atención la frecuente colaboración entre parejas de escritores para trabajar una obra común, algo que en el actual sistema editorial no es tan frecuente, salvo contadas excepciones –pienso ahora en algunos poemarios, en el artefacto anónimo El año que tampoco hicimos la Revolución (Caballo de Troya, 2005), firmado por el Colectivo Todoazen; el ensayo La ceremonia del porno (Anagrama, 2007) de Andrés Barba y Javier Montes; el relato Exhumación (Alpha Decay, 2010) de Luna Miguel y Antonio J. Rodríguez; o en las novelas El invitado amargo (Anagrama, 2014) de Vicente Molina Foix y Luis Cremades o Nino en la noche (Literatura Random House, 2020), escrita a cuatro manos por Simon y Capucine Johannin, un joven matrimonio. El divertimento de la escritura colectiva, que en el pasado asoció a Charles Dickens con Wilkie Collins, a Joseph Conrad con Ford Madox Ford, a W. H. Auden con Cristopher Isherwood, a Kerouac y Burroughs, a Deleuze y Guattari, a Borges y Bioy, a Bolaño y A. G. Porta, parece haber quedado relegado a las antologías o a las biografías de deportistas o expolíticos redactadas por periodistas. Quizá estas autorías colectivas constituyen un rasgo propio más que sumar a esa “común perspectiva política, cultural e incluso moral” de la generación del medio siglo a la que se refería hace poco el crítico Ignacio Echevarría en un artículo en el que animaba a emprender una biografía colectiva sobre aquellos “niños de la guerra”, algunos de los cuales (Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Eduardo Zúñiga, Antonio Ferres, Juan Marsé) han fallecido en poco más de un año. En cualquier caso, aquellas colaboraciones a menudo enriquecieron los textos y dieron lugar a anécdotas como la de Alfonso Grosso junto al escritor y flamencólogo gaditano Manuel Barrios: tras trabajar juntos en A poniente desde el Estrecho, Barrios le contagió a Grosso su pasión por el circo y acordaron, para la feria de 1965, escribir un libro sobre el Berlín Circus de Cristóforo Cristo (de nombre memorable y padre del famoso domador de leones Ángel Cristo, entonces presentador del espectáculo). Ya integrados entre el elenco de artistas del circo, Barrios bromeó con Grosso sobre el gran final que constituiría para su libro acabar metidos en la jaula de los leones. Grosso no lo dudó y ambos escritores terminaron entrevistando al “valeroso domador Giancarlo” ante cuatro leonas de ojos amarillos y un león llamado Emili.
A esa autoría plural, y volviendo a Por el río abajo, hay que añadir el recurso autobiográfico –conformando así una autoficción colectiva, si se quiere– según el cual Alfonso y Armando son personajes de su propia obra, narrada en tercera persona por una sola voz: “Mientras Alfonso vuelve su mirada hacia las higueras chumbas que bordean el camino, su compañero recuerda la primera vez que andorreó por las calles de Sevilla”; “Unos niños corretean, desnudos, frente a la explanada polvorienta de las chozas. Los compañeros de viaje, que escriben abstraídos, levantan la cabeza, un tanto sorprendidos, cuando oyen la voz”. Esta eficaz decisión narrativa, que en el lector consciente puede causar extrañeza, no era la más obvia: baste confrontarla con el plural de modestia de la voz en off de Paco Rabal en Tierra sin pan (Las Hurdes) de Luis Buñuel, otra buena muestra de documentalismo imaginativo y escandaloso.
Se distingue, además, el lenguaje de los personajes del que utiliza el narrador, con metáforas (“racimo de niños”, “enjambre de niños”) y la intervención de sentidos diferentes al de la vista para reproducir un paisaje (“El pregón del vendedor parece despertar, de golpe, todos los ruidos de la calle. Huele a río, a pesca del día, a verdura podrida y a fruta de verano”; “Se ve la desembocadura del Guadalquivir y, en frente, la Punta de Malandar del Coto Oñana con sus pinos juanramonianos. El aire tiene un sabor distinto, huele a brea y marisco, a mar y vino de un año.”) que coincide de forma evidente con el reproducido por el cineasta Alberto Rodríguez y el guionista Rafael Cobos en La isla mínima (2014) pero que también rima, por ejemplo, con espacios levantados por la escritora Elvira Navarro. En cuanto al lenguaje de los personajes, como en la mejor narrativa, no todos comparten un mismo uso ni acento durante el viaje de Grosso y López Salinas. Sin embargo, una cuestión de distancia –de respeto– aleja estos retratos, por ejemplo, de los degradados, animalizados y ridiculizados del más célebre Viaje a la Alcarria (1948) de Camilo José Cela, a quien, para vanagloria de su propio léxico, a menudo no cuesta imaginar intercambiando chistes de gangosos con Bertín y Arévalo en una cena de Mi casa es la tuya.
Aunque propia del Diccionario secreto de Cela es la referencia al “bullarengue” de uno de los personajes de Por el río abajo, marinero de la Comandancia del Puerto de Sevilla, describiendo su encuentro con una chica americana de la base militar de Rota: “–¿Te la llevaste por el muelle? / –¡Digo! ¿Por dónde si nó? Allí anduve buscándola el bullarengue. En Sevilla no hay quien encuentre un sitio pá los apaños”. “El bullarengue”, un modesto vínculo entre este libro de viaje, la canción ‘Menea el bullarengue’ de Siniestro Total y el poema de Bretón de los Herreros mediante el que la novelista Cristina Morales logra colarla en Terroristas modernos (Candaya, 2017).
A los vecinos y vecinas de Sevilla, Puebla del Río, la Isla Mayor, la Isla Menor, la Marisma, Lebrija o Sanlúcar de Barrameda, muchos de los cuales apenas han podido conocer otros lugares (“–¿No salió usted nunca de la Isla –inquiere Armando a la ventera. / –Sí, señó, que he salío. Una vez fui a Sevilla con éste; fuimos al cine y a ve la Giralda que es cosa de moros y dicen que tiene mucho mérito. Las que no han salío nunca son las dos mocitas que tengo, no conocen más que esto, Queipo y el Puntá.”), les extraña la road movie de estos dos camaradas escritores (“–Venimos por gusto. / –Yo por gusto iría pa otra tierra, aquí no hay na que ve. No hay más que almarjales.”), Grosso y López Salinas, quienes así conocieron en primer término la silenciada realidad laboral de los españoles de segunda de un régimen cuartelero que, con los años y aseado por los intelectuales orgánicos a su servicio, se jactaría de emplear a todo el país.
El desempleo (“Pues toavía no hay ná que hacé”; “cuando no hay jorná a uno le entra la tristeza”); las dificultades para acceder a una prestación pública (“No cobro subsidio. Me han rechazao la petición. Hace falta un padrino para eso. Yo tengo una tarjeta de don Diego, ustés le conocerán de seguro. Es abogao y tiene muchas tierras, vive en Sevilla y es un señó muy cumplío. Pero dicen que no estoy afiliao, que no estoy en el Censo y por eso no puedo cobrá subsidio aunque trabaje. Pero tengo que estar en afiliao porque yo pertenecía al Retiro Obrero hace muchos años y pagaba mis dineros. ¿No me va a valé de na el haber pagao? Voy a ir a las monjas de Sevilla pa que me lo arreglen. Ellas arreglan los papeles, recogen a los viejos y cobran por ellos. En el norte, me ha dicho la gente, cuando se tiene edad se cobra y no se trabaja. En Sevilla no pasa eso, se lo digo yo, señó.”); el hambre (“Tiene el acento del segador el tono desgarrado de los habitantes de las tierras donde se hambrea, de las tierras donde se mide, se calcula y se pesa, lo que está permitido comer cada día de los trescientos sesenta y cinco del año.”); la competencia por el empleo (“Asín son las cosas. Pa ti bueno, pa nosotros malo. Cuanta más gente venga más barato hay que trabajá”); la vigencia de la lucha de clases (“Los valencianos y los andaluces ricos se han unío y han formao sociedá. Y cuando los ricos se unen, ya se sabe lo que pasa, los pobres pagan el pato.”) y de la conciencia de clase (“–¿Qué es de tu vida, viejo? / –Por la mañana a la obra, por la noche a casa.”); la desacralización del trabajo, que no siempre dignifica (“El trabajo pa quien lo inventó”) pero que, en ocasiones, concebido como oficio, orienta (“Un pescadó sólo es fuerte pa la mar, mientras sale a la mar pué viví; pero cuando es viejo y la abandona, está perdío. Eso es lo que me pasa a mí.”); el trabajo infantil (“Cuando llega el tiempo todos trabajamos. Desde los diez ya se trabaja.”; “Mire, en la escarda pagan a ocho veinticinco por hora cuando el trabajadó tiene más de dieciocho años. Yo tengo un hermanillo de catorce años, se vino este año porque allá en casa no había de qué. Le pagaron a seis sesenta la hora, venía esriñonao.”); la escasez de servicios médicos para las zonas rurales (“–Cuando se ponen ustedes enfermos ¿qué hacen? / –Vamos a Lebrija en una caballería.”) o el chabolismo (“Ahora, en estas chabolas, viven jornaleros andaluces o extremeños. / –Miren, en invierno, cuando vienen las lluvias, tenemos hasta un palmo de agua dentro de casa. / –Habrá muchas enfermedades entonces. / –No, ya casi no hay paludismo. La primera gente fue la que la pringó. Dolores de reúma, sí. Las piernas las tiene uno comías entre las sanguijuelas y los alacranes. Pero lo peó son las die o doce horas que uno tiene que estar dentro del agua mientras trabaja. Luego, el agua, cuando ya está aboná la planta, le quema a uno las manos y los pies.”).
La pareja de escritores o, mejor dicho, sus personajes homónimos, no se limitan a elaborar un informe de lo que no funciona, sino que bromean en las tabernas e intervienen en las conversaciones
Condiciones de vida y problemáticas, algunas, intempestivas (“hablan de sus cosas, de los problemas de siempre: del salario y de los trabajos que no se tienen, de la mujer y de los hijos, o de la madre y la novia”), como las de los espacios de descanso de los segadores temporeros (“La habitación es un dormitorio grande, como compañía de cuartel, donde se apiñan hasta dos docenas de literas de dos catres. Hay el mismo olor que en el cuartel: un olor de otra quinta, de los segadores de hace un año.”) que leídas en 2020 traen a la memoria el maltrato, abandono y fallecimiento de Eleazar Blandón este verano en Lorca.
La pareja de escritores o, mejor dicho, sus personajes homónimos, no se limitan a elaborar un informe de lo que no funciona, al costumbrismo y tipismo de la miseria, sino que bromean en las tabernas e intervienen en las conversaciones de las cuadrillas. Especialmente Armando, armándola: “Poco es ese dinero, pidan más”; “la gente no ha nacido para ser rica o pobre. Si los hombres no son iguales ante las cosas, ante todas, es por culpa de que las cosas no son de todos, de que la tierra y las fábricas no están en manos de quienes la trabajan”.
Cuando el rol de la cultura, ese invento del gobierno, a menudo es una balsa de aceite, llama especialmente la atención el coraje de unos autores que, para escándalo del censor citado al comienzo de este artículo, utilizaron los nombres propios de las llamadas fuerzas vivas locales para así señalar el irresoluto problema de la propiedad de la tierra: “–Gonzalo, el hijo del general Queipo, tiene muchas fincas por esta parte. Gonzalo es Teniente Coroné de Aviación. / –La ciudad de Sevilla le regaló un cortijo por los servicios prestados cuando la guerra. / –Se lo regaló al padre, al general. (...) –Yo no tengo amor a la tierra. ¿Cómo voy a tenerle amor si no tengo ni un cacho de ella?”; “–¿Y cuándo tiene usted trabajo en Puebla? / –Cuando lo dé el boticario, dentro de unos días. El boticario de Puebla es el amo de to esto que ven a ese lao de la carretera. El arró, el maíz, las vacas, las cabras... Todo lo que veis ustedes es de él. Tiene mucho el boticario. Yo trabajo pa él y su familia desde que me salieron los dientes. Y ya se me han caído de viejo. No tengo una hora menos de los setenta años.”; “Aquí hay fincas muy buenas. La del Riboso de COTEMSA. La sociedá es del Señor Bohórquez, de Guardiola Fantoni y de un cuñao de los Domecq”. Del mismo modo, Grosso y López Salinas se cruzaron en su viaje por Andalucía con propiedades regaladas al dictador, a la manera del Pazo de Meirás, hace poco declarado propiedad del Estado: “En los arrozales de la derecha hay un gran cartel. PARCELA DEL CAUDILLO. / –¿Es de Franco? –pregunta Armando. / –Se la regaló don Pedro. Se la regaló hace siete años cuando vino a inaugurá el pueblo. Ya no es de Franco, dicen. Se la regaló, dicen, a uno de Coria. Cuando vino el Caudillo el arró de su parcela era el más crecío de toa la Isla, fue la resiembra más temprana. Metieron muchos hombres a ese trabajo”.
La victoria franquista impregna el viaje de manera fantasmal, solo explicitada al toparse los viajeros con algún símbolo fascista
Además de por las propiedades expoliadas, la victoria franquista impregna el viaje de manera fantasmal, solo explicitada al toparse los viajeros con algún símbolo fascista (“En una de las paredes, encima de la cama de Alfonso, hay clavada una cruz de hojalata. En la cruz cinco círculos. Uno en cada brazo, el quinto en el centro. En cada círculo el retrato en esmalte de un Jefe de Estado. En torno a la efigie de los mismos y según la persona de quien se trata: Viva Franco. Viva el Jalifa. Viva Salazar. Viva Mussolini. Viva Hitler.”) o con el trabajo esclavo de los presos republicanos: “Los veintidós kilómetros del [muro] que va de los Palacios al Aeropuerto de San Pablo lo hicieron a pico y pala los presos políticos. Dos mil hombres con turnos de día y turnos de noche de la Colonia Penitenciaria Militarizada –contesta Alfonso–. Recuerdo haberlos visto trabajar cubiertos sólo con un taparrabos y custodiados por la Guardia Civil. Son cosas que no se olvidan. Era cuando iba a veranear a Málaga, tendría poco más de diez años. Al pasar el tren por los Merinales mis hermanos y yo nos asomábamos a la ventanilla del tren para mirarles. Una vez, un hombre que iba en el departamento dijo: Miren cómo trabajan los rojillos. Así aprenderán otra vez a no insultar a los señores”.
Si hoy determinadas entregas de Salvados de Jordi Évole o Gonzo son recibidas –en ocasiones, quizá, de manera exagerada– como un oasis de realidad en medio del panorama televisivo e informativo clasemediero, es justo afirmar que los paisajes y testimonios de expolio y de miseria aún latentes a comienzos de los sesenta y que quedaban al margen del discurso desarrollista del régimen (como iba a ocurrir tantas veces después, cabe decir, ya en democracia, con las clases que quedaron fuera de las fotos oficiales de los festejos de los noventa), sí eran la principal preocupación de unos escritores que a menudo tuvieron que publicar fuera del país, o no publicar, sus memorias del subdesarrollo español.
Alfonso Grosso, que visitó Suecia invitado por Ingmar Bergman y en Cuba conoció a Alejo Carpentier, en su última etapa narrativa, tras las cimas de Inés just coming (1968), Guarnición de silla (1970) o Florido mayo (1973), se aproximó a los ingredientes del bestseller: según una maravillosa nota de prensa que recoge la hemeroteca de El País (miércoles, 11 de enero de 1984), el escritor José Manuel Caballero Bonald le abofeteó en público en una presentación tras reprocharle Grosso que estuviera en contra de exigir a las editoriales la numeración de los ejemplares para conocer realmente sus ventas. En declaraciones a El País, Caballero Bonald aseguró que “la actitud insultante de Grosso me exasperó tanto que le golpeé. Él no pudo pegarme porque nos separaron”. Con todo, si en lo editorial la memoria tiene que ver con las reediciones, la obra de Alfonso Grosso bien merecería una mayor atención de la recibida hasta el momento (“fue un novelista muy injustamente preterido hoy”, en palabras de su propio compañero Caballero Bonald). En este sentido, una buena muestra de trabajo de recuperación editorial fue la reedición, a cargo del profesor David Becerra Mayor, de la novela La mina (Akal, 2013) de Armando López Salinas. Algunos pudimos asistir a su presentación, durante la fiesta del PCE de 2013, con la presencia, entre otros, del propio López Salinas, David Becerra, Constantino Bértolo, o las escritoras y escritores Belén Gopegui, Felipe Alcaraz, Fanny Rubio, Matías Escalera e Isaac Rosa, quien recordó en su intervención que, por la recuperación de textos como estos, a quien había que felicitar era a sus nuevas lectoras y lectores.
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David Manjón (Salamanca, 1991) es investigador en la Universidad Complutense de Madrid. A los diecinueve años fue residente en la décima promoción de la Fundación Antonio Gala para jóvenes creadores, en Córdoba. Su último trabajo es el guion del cortometraje Gastos incluidos.
La recuperación a cargo del editor Andreu Jaume del manuscrito inédito de Juan Marsé Viaje al sur (Andalucía, perdido amor), de 1962, en el archivo del Instituto de Historia Social de Ámsterdam y su reciente publicación por Lumen, con las fotografías originales de Albert Ripoll Guspi, quien...
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David Manjón
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