Se dijo del escritor sevillano Alfonso Grosso que había perdido la cabeza, lo cual era una inmensa desgracia para quien ha hecho del pensamiento el motor de su energía creadora. En los años de actividad literaria, sus obras se inscribían en la corriente del realismo social. La zanja (1961), Un cielo difícilmente azul (1961), Testa de copo (1963) y El capirote (1964).

A partir de Inés just coming (1968), sin dejar la denuncia social, evolucionó hacia técnicas más complejas y experimentales: Guarnición de silla (1970) y Florido mayo (1973). Las obras de los años siguientes vivieron un retorno a las formas más tradicionales: La buena muerte (1976), El correo de Estambul (1980), Con flores a María (1981), Otoño indio (1983), El aborto de María (1985), El crimen de las estanqueras (1985), entre otras.

El 26 de marzo de 1981, antes de sentir cómo una perturbadora niebla le entraba por los ojos, nublándole el entendimiento, Alfonso Grosso contestaba a un racimo de preguntas mías. Estos son dos leves apuntes de sus respuestas:

“La vida es fascinante aun desde la mazmorra, como la de Segismundo”.

    “Me he sentido muchas veces sólo Edipo rey, que busca oquedades maternas en cualquier entrepierna femenina”.

    Alfonso Grosso, nacido en 1928, murió en 1995. Su razón había muerto antes.

Cuando me enteré de su muerte, vino a mi memoria el entrecortado delirio poético de Jules Laforgue: Los siglos pasan... nadie queda aquí... sólo un ataúd perdido en la noche...