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Ahora quizá no te acuerdes, pero hubo un tiempo en que las noches jugaban contigo. Ahora no puedes recordarlo: los niños, las responsabilidades, la terrorífica frontera de los cuarenta acariciando tu cogote… Pero sí, la noche te engañaba, poniendo ante tus ojos imágenes de conquistas épicas, de aventuras increíbles, de meteóricos ascensos en la escala social. No eran todas las noches, es cierto, solo algunas. En realidad esas noches estaban cosidas por la tragedia desde el inicio. El crupier te repartía las cartas marcadas: era imposible ganar. Pero tú preferías ignorar las señales.
No estabas solo, siempre había algún incauto acompañándote. Os intentabais convencer mutuamente de que las veladas con peor apariencia, esas que los demás sabían evitar con sensatez, escondían en el fondo la mejor de las suertes. Os creíais diferentes, casi una especie de elegidos, por poseer esa perspicacia, por saber mirar más allá, por atreveros a salir de fiesta en una de esas noches negras, totalmente oscuras, esas noches en las que lo más prudente parecía quedarse en casa esperando una mejor oportunidad. Eso es lo que todos pensaban, pero dentro de unas horas se arrepentirían de su cobardía.
Y, bueno, al final salías, y bebías, y dilapidabais la pasta, y la noche avanzaba y no mejoraba, al contrario, se torcía cada vez más. Entonces tú te rebelabas y cogías del pecho a la madrugada y, claro, seguías bebiendo. Y de repente la noche mutaba en insoportable claridad y tú volvías a casa tambaleándote, sin cartera, con el móvil hecho pedazos y con una necesidad imperiosa de expulsar por la boca toda esa angustia que sentías revolverse en tu estómago. En unas horas, además, te informarían puntualmente de las consecuencias del desbarre: llamadas a ex, trifulcas callejeras, tal vez algún desencuentro con la autoridad.
Algo de todo eso vi en Simeone durante el derbi madrileño del pasado sábado 12 de diciembre. La noche pintaba mal desde el principio: el Real Madrid tocaba, y lo hacía bien, con fluidez, convencido de que ese partido se estaba jugando diez años antes –cuando buscaba un rival digno– y no en 2020. El Atlético estaba aturdido, pues no esperaba un choque que le incitase a regresar a su plan original. El nuevo pelaje, ese de los tres centrales con mayor aprecio por el balón y más proclive a la aventura, no chutaba. Había que hacer algo y Simeone hizo muchas cosas.
Es normal: cuando el mundo se tambalea a tu alrededor, el cuerpo te exige actuar. Una de las cualidades más apreciadas en un entrenador es la capacidad para leer un partido y variar su plan si este no está resultando. En otro técnico tal vez hubiera visto normal tanto cambio, pero en Simeone me sorprendió. En una entrevista con Valdano (es increíble la capacidad de este hombre para que sus interlocutores desnuden su alma cuando charlan con él), el Cholo le dijo algo así como: “Cuando todo va mal, yo prefiero quedarme quieto, tranquilo”. Según el técnico colchonero, cuando el suelo empieza a temblar, lo mejor es detenerse y pensar, no actuar de manera compulsiva.
Y eso es justo lo contrario de lo que hizo en Valdebebas: un cambio de sistema a la media hora y tres sustituciones en el descanso. Menos Cholo imposible. Recuerdo que en un momento del segundo tiempo la televisión nos mostró a un Simeone desconocido: estaba sentado en el banquillo, con el rostro descompuesto, abrumado por lo que pasaba en el campo y sin posibilidad alguna de levantarse y largarse a su casa. Pese a eso (o precisamente por eso), siguió apretando botones y retiró del campo a sus dos hombres más ofensivos (que son, a su vez, las dos estrellas del equipo). Y nada de eso funcionó porque posiblemente estaba destinado a no funcionar. No era la noche.
Dentro de toda esta vertiginosa secuencia de modificaciones infructuosas sobresalió el cambio de Joao Félix. Ya parecía superada la etapa de su preceptiva adaptación, ese timing que Simeone suele imponer a los recién llegados sin importar lo que hayan costado. Este nuevo Atlético, el equipo más alegre y suelto de los últimos años, se sostiene en gran parte en las piernas del portugués. Joao se marchó rabioso y creo que con algo de razón. En las peores noches, los mejores tienen que estar en la cancha. Por si acaso.
Ahora quizá no te acuerdes, pero hubo un tiempo en que las noches jugaban contigo. Ahora no puedes recordarlo: los niños, las responsabilidades, la terrorífica frontera de los cuarenta acariciando tu cogote… Pero sí, la noche te engañaba, poniendo ante tus ojos imágenes de conquistas épicas, de aventuras...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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