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Hubo una ruptura sentimental que me impactó especialmente durante mi juventud. No fue ninguna de las mías, esas me las veía venir, como cuando jugaba de portero y me tiraban desde 30 metros, y veía el balón acercarse lenta y diabólicamente, y estaba seguro de que me la iba a tragar, de que la cantada iba a ser monumental, y me la tragaba, y un rayo de penumbra atravesaba mi pecho, pero no había sorpresa alguna. La que dejó de existir fue una pareja de mi entorno, de las de siempre, de las que nadie alcanza a recordar cuándo se fundó porque todos dan por hecho que siempre estuvo ahí, comiendo pipas en un banco, besándose en la parada de autobús o haciendo cola para ir al cine. Yo los miraba con admiración y anhelaba para mi futuro algo así: estable, irrompible, auténtico.
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Un día, el chico conoció a otra chica y todo saltó por los aires. Fue turbulento, brusco y traumático, como sucede casi siempre con los asuntos del corazón. Ella y él, como digo, eran solo uno, así que el temblor causado por ese cambio inesperado fue tremendo. Los padres del chico, su hermano, sus amigos, le recriminaron con violencia tal decisión: no sabes lo que haces, esa chica te quiere de verdad, te vas a arrepentir, etc. El chico, harto de intromisiones y deseoso de romper las cadenas del pasado, encontró una justificación que nadie supo refutar: “¿No os dais cuenta de que la relación tenía que terminar? Con ella ya lo había hecho todo”.
Simeone no lo ha hecho todo con el Atlético, pero todo lo que ha hecho ha sido de la misma manera. Él lo sabe y es consciente del gran riesgo al que se expone: que la rutina lo termine arrasando todo. Tal vez por ello haya amagado en varias ocasiones con variar su plan de juego. Lo hizo, por ejemplo, al comienzo de la temporada pasada y los jugadores parecían realmente ilusionados. Koke, en una entrevista al diario El País, afirmaba que su técnico quería ser más ofensivo, que estaba intentando introducir el 4-3-3 y al mismo tiempo se postulaba –entre risas– para jugar como boya solitaria en el medio, al estilo de Andrea Pirlo. Recuerdo también por esas fechas, espoleados seguramente por la llegada de João Félix, que otros futbolistas proclamaban con orgullo que el equipo ahora “iba a dominar de verdad”.
Cada vez será más común que los rivales del Atlético le entreguen el balón, estrechen el campo y esperen, con templanza y oficio, la oportunidad idónea para morder
Pero los cambios cuestan. Todos sabemos que las primeras veces no suelen salir bien. Es como el amante que, tras una vida entera entregado a la postura del misionero, prueba un día a colocarse debajo y, al notar que las piezas no encajan, vuelve espantado a su posición habitual. Siempre que el Atlético ha intentado hacer algo diferente, ha dado la impresión de que los aficionados y acaso los propios jugadores se han sentido raros, vestidos con un traje bonito pero de otra talla, auténticos extraños cuando se miraban en el espejo. Si a eso le añadimos un par de malos resultados, el resorte se activaba y la consigna era clara: volvamos a lo de siempre.
El caso es que lo de siempre ya no funciona. Y no lo digo por una cuestión estética –eso lo dejo para los cansinos debates de Twitter–, sino por una motivación eminentemente práctica. Lo que nosotros vemos por la televisión también lo ven, con mil ojos, los demás entrenadores. Cada vez será más común que los rivales del Atlético le entreguen el balón, estrechen el campo y esperen, con templanza y oficio, la oportunidad idónea para morder. El Atlético del Cholo va a tener que aprender a enfrentarse al Atlético del Cholo y eso pasa, indefectiblemente, por hacer cosas nuevas, y casi todas con el balón.
Después del choque ante el Villarreal, el técnico argentino, todavía en el césped del Metropolitano, expuso lo siguiente con un deje de nostalgia: “Cuando un equipo se encierra, lo más importante es la lucidez, porque ante el poco espacio que se presenta las individualidades técnicas pueden romper esa maraña de defensas; nosotros lo sabemos bien porque lo hemos hecho muchas veces”. Y en esas palabras está todo: la pena de dejar aquello que te hizo feliz, mucho, pero que ya no te sirve, el vértigo de asomarse al abismo de lo desconocido, el valor para marcharse y el miedo a llegar, que canta Vetusta Morla.
El chico del que hablaba, en realidad, no lo había hecho todo con su pareja, pero él tenía el íntimo convencimiento de que así era. Se fue con la otra chica e hizo cosas diferentes, todas de manera impetuosa y descontrolada, como un tren sin frenos que vuela sobre los raíles sin un rumbo determinado. La cosa terminó mal y antes de tiempo. En el amor no hay contratos, ni cláusulas, ni pases de seguridad.
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Hubo una ruptura sentimental que me impactó especialmente durante mi juventud. No fue ninguna de las mías, esas me las veía venir, como cuando jugaba de portero y me tiraban desde 30 metros, y veía el balón acercarse lenta y diabólicamente, y estaba seguro de que me la iba a tragar, de que la cantada iba a ser...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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