De dioses y Naturaleza
Una meditación sobre ‘El archipiélago’ de Hölderlin
Este 2020 se cumplía el 250 aniversario del nacimiento del poeta alemán, cuya obra fundamental es objeto en este ensayo de un acercamiento luminoso
Andreu Jaume 2/01/2021
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Para todos los que, a despecho de la pandemia, siguieron el seminario
“Friedrich Hölderlin: lo que permanece lo fundan los poetas”,
impartido este otoño en el Institut d’Humanitats de Barcelona.
En muchos aspectos, El archipiélago puede considerarse un poema sobre el movimiento y el misterio del devenir. Uno de los versos finales a los que se encamina toda la obra dice precisamente “und die Göttersprache, das Wechseln / Und das Werden versteh”. Al final de su viaje, el poeta pide comprender “el lenguaje de los dioses” que es, dice, el “tránsito y el devenir”, el cambio, la extraña manifestación del aparecer y el desaparecer, la eterna transformación de la Naturaleza. Hölderlin nunca escribió con tanta seguridad y armonía, sabiéndose dueño de todos sus recursos, perfectamente compenetrado con su dicción, maestro de la prosodia que ensaya y actualiza. El poema se escribió en 1800, en el llamado periodo de Stuttgart, el de mayor fertilidad para su autor, que ese año también compuso algunas de sus principales odas y elegías, como “El Neckar”, “Pan y vino” o “Tal y como en los días de fiesta”. La inaudita creatividad duraría hasta 1806, cuando Hölderlin finalmente fue ingresado en el sanatorio de Tubinga.
La enigmática efusión de los grandes poetas muchas veces se concentra en unos pocos años en los que toda su experiencia intelectual y espiritual alcanza una altura abrasadora. Algunos, como Shakespeare, vuelven para formular un intento de reconciliación. Otros, como Wordsworth, se convierten en aburridos y convencionales burgueses. Rilke desapareció. Hölderlin, como tantos de su estirpe, se adentró poco a poco en la locura, incapaz de soportar lo que había visto, de seguir sosteniendo en el discurso lógico todas las tensiones agónicas que había encarnado y que terminaron por destruirle. “Pallaksch, Pallaksch” respondía el poeta, ya en sus años de plácida enajenación, acogido por el ebanista Zimmer en la torre de Tubinga que aún puede visitarse, cuando alguien le preguntaba algo que requería un asentimiento o una negación. Él ya no estaba en ese mundo que podía entenderse y habitarse. Algunos de sus poemas finales, sin embargo, aún hablaban con toda claridad: “Lo que aquí somos puede allá un dios completarlo”.
La enigmática efusión de los grandes poetas muchas veces se concentra en unos pocos años en los que toda su experiencia intelectual y espiritual alcanza una altura abrasadora
1800 fue para Hölderlin un año de tránsito. El 29 de febrero le había escrito a su madre una carta en la que le decía que no iba a aceptar nunca ningún cargo público y que sólo pensaba consagrarse a su vocación poética, el nuevo y secular ministerio que había venido a sustituir el destino como pastor pietista que la tradición familiar le había impuesto. Hölderlin se pasó la vida en fuga, huyendo tanto de su familia como de su país, de su religión como de la sociedad de su tiempo. Siempre se negó a domiciliarse y a fundar una casa, malviviendo como preceptor en las residencias de los demás, yendo a pie de una ciudad a otra, sintiéndose extranjero en todas partes, incluso en su propia lengua, que fue adulterando con arriesgadas traducciones de los clásicos griegos. El signo de su vida fue el desahucio, que terminaría en un exilio de la razón y de la lengua, hablando una mezcla de francés, griego y alemán anticuado, una glosolalia que en sí misma anuncia también el desarraigo verbal de la modernidad. Como diría Paul Celan, ya nunca más sería posible la lengua de luz de los patriarcas.
En 1800 Hölderlin era sobre todo el autor de Hiperión, la novela epistolar cuyo segundo tomo se había publicado el año anterior. Fue la única de sus obras que le daría cierta notoriedad y una de las pocas que publicó en vida. En aquellos últimos años del siglo XVIII, Hölderlin se había dedicado también a traducir a Píndaro y a escribir La muerte de Empédocles, un intento de tragedia de la que haría tres versiones. Pronto traduciría también a Sófocles, desafiando todas las convenciones de la época y exponiéndose a la burla de sus contemporáneos, que no soportaron oír el alemán vivo de su tiempo en boca de Edipo o Antígona. La mejor recepción de esas traducciones fueron las carcajadas de Goethe y Schiller, felices todavía en su mundo inalterado de huecas estatuas.
El viaje de Hölderlin por los géneros es un trasunto de su huida, otro síntoma de su desahucio. Antes de dar testimonio de nuestro ya no se puede, él quiso revivir en su lengua los distintos estadios de la posibilidad y la afirmación. Homero había creado el mundo nombrando simplemente las cosas, haciendo posible el movimiento, el tránsito y la relación entre dioses y hombres. Pero como eso no era suficiente, Píndaro, culminación de la lírica griega, había concentrado el canto en el ser, en la maravilla de que las cosas sean. Lo mejor es el agua. Luego, Sófocles había dramatizado la escisión entre hombres y dioses, evidenciando la insoluble contradicción entre nómos y fysis, entre ley y naturaleza. Edipo sería una de las máscaras que Hölderlin utilizaría para empezar a investigar la oscuridad. Antígona es otra representación de la muchacha núbil que debe ser sacrificada, como la hija de Jefté llorando su virginidad por los montes antes de ser ejecutada por su padre, como Ifigenia en Áulide ofrecida en el altar por la visión de Calcante, variaciones de la mitología universal que nos hablan de un mismo problema con la Naturaleza.
En 1800 Hölderlin se veía aún con Susette Gontard, la mujer del banquero de Frankfurt con la que había tenido una relación feliz y adúltera, algo que motivó su expulsión del hogar como preceptor de los hijos del matrimonio, que le adoraban. “Vuelve, Hölder, vuelve con nosotros”, le escribió uno de los críos, desolado por su marcha. Susette Gontard, que acabó siendo Diotima en la obra del poeta, moriría en junio de 1802, enferma de tuberculosis. No sabemos cuándo se enteró Hölderlin de su enfermedad. Uno de los enigmas más socorridos de su biografía es el súbito regreso a pie desde Burdeos, donde había sido contratado como preceptor en casa del cónsul Mayer, a mediados de mayo de aquel año. Cuando finalmente llegó a Nürtingen, Hölderlin se había convertido en un mendigo, demacrado, sucio, irreconocible, aunque todavía con un exceso de lucidez que le permitiría escribir sus últimos e intensos poemas, muchos de ellos ya fragmentarios, provisionales, inacabados, pero llenos de destellos: “Un signo somos, sin interpretación”. “No lo pueden todo / los celestiales. / En efecto, antes alcanzan / los mortales el abismo”.
Pero en 1800 Hölderlin vive aún un breve y luminoso lapso de plenitud. El archipiélago está escrito en hexámetros dactílicos, el metro de la epopeya homérica y hesiódica. Aquí su oído, como el de Klopstock y Schiller, aspira aún a una armonía inmaculada, a un acuerdo con el mundo. El poema, sin embargo, se abre con una interrogación, una pregunta que describe una ausencia a la vez que invoca un regreso y pone en movimiento a Grecia, con su mar y sus islas, sus dioses y sus héroes, sus guerras y su sistema político. Grecia es aquí una pregunta que se inicia con la misma calidad interrogativa que las primeras notas de la novena de Beethoven, esos tremolandi que recuerdan al espíritu de dios aleteando sobre las aguas, justo antes de que estalle la violencia de la creación:
¿Vuelven las grullas a ti y buscan de nuevo los barcos
la ruta hacia tus costas? ¿Envuelven tu flujo tranquilo
los aires ansiados y muestra el lomo el delfín,
llamado desde lo más hondo, surgiendo a una luz renovada?
¿Jonia florece? ¿Es ya tiempo? Pues siempre en primavera,
cuando renace el corazón de los vivos y despierta en el
hombre el amor primerizo y el recuerdo de tiempos dorados,
yo vengo a ti y te saludo, oh viejo, en el silencio de tu calma.
Todo el movimiento del poema está ya dibujado en esta primera estrofa, en cuyo último verso se encuentra la misma Stille, la misma quietud silenciosa que se evocará al final, en el último verso, como recuerdo de la totalidad de la que todo surge y a la que todo vuelve. Hölderlin canta una idea de la Naturaleza de raíz spinoziana, la filosofía que en Alemania, a lo largo del siglo XVIII, había intoxicado al cristianismo, convirtiéndose en metáfora de blasfemia y ateísmo. En ese intento de volver a la unidad ontológica perdida con el monoteísmo reaparecerán, para no marcharse ya, los presocráticos, adquiriendo cada vez más relevancia. Deus sive Natura o Hen kai Pan son lemas de entonces, abrazados por Lessing y divulgados por Jacobi. La pregunta por Jonia rememora el lugar del nacimiento de la filosofía, el primer asombro ante la fysis. El archipiélago es el mar Egeo con su dios, Poseidón. El ritmo trocaico de los versos quiere reproducir también el movimiento de las olas y recordar lo que siempre hay. Se habla del regreso de las grullas, cuyo vuelo, según la leyenda, inspiró las letras del alfabeto. Hölderlin parece estar prestando oído a un origen sin principio. Ein Rätsel ist reinentsprungenes, “un enigma es el puro brotar”, como dice un verso de “El Rin” que Celan, con tanta propiedad, citaría en su poema de homenaje al loco de Tubinga. Las fuentes, dirá Rilke, nos suenan como el tiempo pero en realidad siguen el paso de la eternidad cambiante. Parménides, en su poema pedagógico, escrito también en hexámetros, había descrito el ser como algo ingénito, indestructible, entero, único, imperturbable e infinito, algo que los mortales, seres bicéfalos, no somos capaces de ver, cegados por el devenir, por el aparecer y desaparecer que teje nuestra limitada percepción. Todo eso es la Stille de la que el poema surge y a la que se dirige a través del tránsito y el mudar de las cosas, aquello que es “lenguaje de dioses”.
La calidad interrogativa de la primera estrofa, que abre un espacio y constata un vacío, recuerda otros principios poéticos, como el de la primera de las Elegías de Duino: “¿Quién si yo gritara llegaría a oírme desde los coros / de los ángeles?”. Rilke abre una distancia y nombra a un intermediario. El ángel es una metáfora postcristiana inventada para representar todo lo que ya no se ve. Recordemos que los griegos no creían en los dioses sino que los veían. Su concepto de ser era irreductible, no tenía atributo, por lo menos hasta Platón y Aristóteles. Eso es lo que significa precisamente la frase, atribuida a Tales pero casi un dicho, “todo está lleno de dioses”. En El archipiélago la Naturaleza es aún visible, aunque las cosas nombradas estén entre interrogantes, como abocadas a su desaparición. El mundo de Rilke, en cambio, saturado de empírica visibilidad, ya sólo podrá ser interno, expresado en un lenguaje casi privado. (“En ningún lugar, amada, habrá mundo salvo adentro”). Por eso el ángel deja de ser figura para convertirse en verbo. En las Elegías de Duino ya sólo se ven retazos de mundo, a menudo imposibles de imaginar y reconstruir.
Otro poema que empieza con una célebre interrogación es el Cántico espiritual de San Juan, en el que también se crea y se nombra un vacío que da comienzo a un viaje místico:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando y eras ido.
Aquí la pregunta también constata una ausencia a la vez que nombra al objeto de la búsqueda, que sólo empieza porque abandona la quietud a la que va a volver. Para Escoto de Eriúgena, el amor es la ausencia de movimiento. El sonido, para Giacinto Scelsi, es el primer movimiento de lo inmóvil. Según algunos exégetas renacentistas, la Biblia es una gran historia de amor entre Dios y la humanidad, un amor que sólo fue emanado para que todo tuviera reposo, que es el fin último de la creación. La poesía, como la música, crea una forma de tiempo paralela al nuestro, hasta tal punto que es una de las pocas representaciones que nos permiten experimentar qué es el tiempo en nuestra conciencia.
En las estrofas siguientes, Hölderlin, después de haber preguntado por Grecia, afirma su tierra, su cielo y su Historia. Al principio describe la aparición de las islas, lugar de nacimiento de tantos héroes. Habla, por ejemplo, de Delos, la isla sagrada por excelencia cuya formación cantó Píndaro en su “Himno a Zeus”. Según la leyenda, la isla estaba siendo arrastrada por las corrientes, a la deriva, hasta que Leto, ya con dolores de parto, llegó y pisó tierra. Entonces, cuatro columnas de roca fijaron la isla al fondo del mar para que Leto pudiera dar a luz a Apolo y Artemisa, el dios de las artes y la diosa de la naturaleza. Píndaro asocia así el cese del movimiento con el nacer, con la aparición de dos dioses esenciales que a su vez son custodios de ese mismo movimiento, del devenir y de su representación artística. Píndaro, además, dice que Delos es la “envidia de los dioses”, que ven la isla, desde su pobre cielo, como un astro. Se trata de un pensamiento imposible en el mundo pietista en el que se crió Hölderlin.
El signo de su vida fue el desahucio, que terminaría en un exilio de la razón y de la lengua, hablando una mezcla de francés, griego y alemán anticuado
Aparecen luego las esferas y con ellas por supuesto la música, aún con el aliento de Pitágoras. En los años en que estudió en el seminario de Tubinga, con Schelling y Hegel, Hölderlin había demostrado también una fuerte vocación musical. Tocaba la flauta y el violín y cantaba lieder a los amigos, al parecer con una voz muy suave y agradable. Llegó incluso a estudiar flauta con Friedrich Ludwig Dulon, un compositor ciego, bastante conocido en la época. Durante sus treinta seis años de locura en la torre de Zimmer, Hölderlin seguiría tocando el piano hasta el final. Según contó Lotte, la hija del ebanista, a la que vio nacer y que le cuidaría hasta el final, la misma noche de su muerte, antes de acostarse, el poeta estuvo tocando, como siempre. Luego vio salir la luna, celebró su belleza y se fue a dormir.
Aquí la música está relacionada con el éter, un elemento recurrente en la poética de Hölderlin, trasunto de todo lo que no se ve, indispensable para entender la utopía del espíritu en la que él y toda su generación creyó y que en El archipiélago se considera aún plausible, a pesar de las señales ominosas que aquí y allá van anunciando lo contrario. Todo el poema, en ese aspecto, se construye mediante un pulso entre ideal y derrota, entre aspiración y fracaso. Hölderlin, como Hegel y Schelling y tantos otros compañeros hoy olvidados, lo mismo que Beethoven, había creído posible acabar con el absolutismo que ahogaba su país, muy lejos aún de la unificación. Su patria, Suabia, estaba gobernada por un duque despótico y de vida disoluta que vendía jóvenes como soldados a otros estados. La Revolución francesa había sido la gran esperanza de renovación política, aún latente en muchas de las reflexiones que se hacen en El archipiélago. En 1800, sin embargo, la deriva sangrienta de los revolucionarios y el golpe de Estado de Napoleón invitaban al escepticismo. La mitificación de la democracia ateniense se hizo aún más intensa a medida que se disipaban los sueños de juventud. Vuelve por ello la interrogación:
Dime, ¿dónde está Atenas? ¿está tu amada ciudad
sobre las urnas de los maestros, en orillas sagradas,
oh dios trágico, reducida a cenizas?
¿O queda aún algún signo tuyo que el navegante,
cuando se acerca, pueda reconocer en la memoria?
¿No se alzaban allá arriba columnas y resplandecían
en lo alto de la ciudadela las estatuas de los dioses?
¿No resonaba ahí tormentosa la voz del pueblo,
en el ágora, y no bajaban luego todos por puertas
alegres hacia las calles que llevaban al puerto bendito?
El tópico del ubi sunt le sirve a Hölderlin para volver a nombrar lo que desaparece. El navegante que reconoce las ruinas de Atenas es por supuesto el poeta que rastrea los residuos de lo sagrado. Los versos que dicen:
Oder ist noch ein Zeichen von ihr, dass etwa der Schiffer,
Wenn er vorüberkommt, sie nenn’ und ihrer gedenke?
[¿O queda aún algún signo tuyo que el navegante,
cuando se acerca, pueda reconocer en la memoria?]
parecen anticipar los que escribirá en una de las versiones de “Mnemosyne”, ya en un estadio terminal de su poesía: “Ein Zeichen sind wir, deutunglos” (“Un signo somos, sin interpretación”). Faltaban sólo dos años, quizá tan sólo uno, para que el signo, la huella que antes podía leerse en las ruinas se diera la vuelta y mostrara ya la imposibilidad de interpretación propia de la modernidad, la imagen incomprensible que el espejo de Grecia nos devuelve como expresión de nuestra inestabilidad definitiva.
Aparece también aquí el concepto de das Volk, ‘el pueblo’, no sólo plausible aún sino en plena formación moderna, como contraposición a la monarquía absolutista. En sus años de estudiante en Tubinga, Hölderlin había plantado, junto a Schelling y Hegel, uno de los llamados “árboles de la libertad”, en realidad unos mástiles adornados con lazos tricolores, por la bandera francesa. Los mástiles estaban hechos de álamo, un árbol que en francés se llama peuplier y que por ello recordaba al peuple. Una vez plantado, se cantaba el Ça ira o La marsellesa, que Schelling tradujo al alemán, entonces un gesto de rebeldía casi sacrílego. Más o menos en 1797, se escribió, de puño y letra de Hegel, aunque con la más que probable colaboración de Hölderlin y Schelling, el llamado Más antiguo programa del sistema del Idealismo alemán, un texto en el que se resumía el ideario de la juventud de los tres filósofos. Básicamente, había que inventar una nueva mitología que derribara la superstición de la vieja religión e instituyera un nuevo culto a la razón, la libertad y la belleza. La poesía debía ser la nueva maestra de la humanidad. El objetivo era conseguir la igualdad y la unidad de todos los espíritus. El lema que los tres amigos acuñaron fue “reino de Dios”. Con él querían aludir a la fundación de una nueva Iglesia social que mantuviera vivo lo sagrado pero basado ahora en un culto a la fraternidad y la belleza. Se trata, por supuesto, de una idea que se irá transformando a lo largo de todo el romanticismo y que llegará, en diversas formas aberrantes, a la catástrofe del siglo XX.
Hölderlin traduciría a Sófocles, desafiando todas las convenciones y exponiéndose a la burla de sus contemporáneos, que no soportaron oír el alemán vivo de su tiempo en boca de Edipo
El ágora en la que resuena tormentosa la voz del pueblo recuerda uno de los elementos distintivos de Europa que, desde Grecia hasta la modernidad, se fue formulando a través de la filosofía y el pensamiento político. La democracia ateniense trató de crear el vacío común no vinculado a contenidos naturales, es decir, la superación de la comunidad y los hilos de sangre garantizada por la ley y el Estado. Aunque los griegos no lo consiguieron del todo –ahí está Antígona para impedir la consumación de la pólis–, la democracia moderna, a través del pensamiento de Kant, Hobbes, Hegel y Marx, creará el concepto de lo civil, entendido como la disolución sin retorno de la comunidad, algo que conducirá al problema de lo que Hegel llamaba “la noche en que todos los gatos son pardos”, la abolición de toda diferencia y la cuestión del destino nihilista de la democracia. Hölderlin, de todos modos, a medida que Hegel y Schelling avancen en la construcción de sus sistemas, se irá apartando de cualquier tarea que tenga que ver con la resolución y la edificación del idealismo para instalarse en la irresolución propia de la poesía, que en sí misma no propone ni aclara nunca nada sino que tan sólo se aclimata. En ese sentido, El archipiélago tiene mucho de despedida.
Hölderlin evoca luego las guerras médicas que enfrentaron a los griegos con los persas y, en particular, la batalla de Salamina, librada en el otoño del año 480 a.C. y en la que inesperadamente vencieron los griegos, gracias a la pericia de Temístocles. Todo el pasaje está influido por Los persas de Esquilo. Salamina se consideró tradicionalmente el momento fundacional de la Grecia esplendorosa y, por tanto, también de Europa, de una Europa además falsamente disociada de Oriente y artificiosamente singularizada, como si hubiera surgido de la nada, olvidando toda la influencia de Egipto o de Mesopotamia. En cualquier caso, es verdad que después de Salamina la cultura griega se volvió más consciente y sofisticada –como prueba, por ejemplo, su cerámica– y que la victoria alumbró la era dorada de Pericles.
Después de describir la destrucción causada por la guerra, Hölderlin cuenta el regreso de los atenienses a su ciudad, donde se funda un nuevo pacto entre hombres y dioses: “Jetz das liebende Volk zum bunde die Hände sich wieder” (“y ahora el amado pueblo entrelaza las manos en alianza”). Contemplando las ruinas, los vecinos se apresuran a reconstruir sus casas:
Pero el pueblo levanta tiendas y se reúnen de nuevo
los vecinos y siguiendo los hábitos del corazón
disponen las ligeras viviendas en torno a las colinas cercanas.
En alemán hábito es gewohnheit, una palabra que, como en castellano, está relacionada con wohnen, habitar, vivir, morar. En agosto de 1951 se convocó en Darmstadt un congreso de arquitectos para abordar la reconstrucción de Alemania, entonces reducida a escombros. Heidegger impartió ahí una conferencia titulada “Bauen, wohnen, denken” (“Construir, habitar, pensar”), hoy un día un clásico de la teoría de la arquitectura. Su exposición fue un escándalo y motivó la protesta de muchos asistentes, que sostuvieron que aquella palabrería no resolvería los problemas de vivienda de los alemanes. Tan sólo Ortega y Gasset, presente en la sala, tomó la palabra para defender a Heidegger, que se había dedicado a reflexionar en torno a la relación entre construir y vivir, tratando de definir la esencia del habitar y la alienación moderna:
“Por muy dura y penosa, por muy grave y peligrosa que sea la falta de viviendas, la auténtica penuria del habitar no consiste simplemente en la ausencia de viviendas. La auténtica penuria de viviendas es más antigua que las guerras mundiales y sus destrucciones, más antigua aún que el aumento de la población terrestre y la situación de los obreros industriales. La verdadera penuria del habitar consiste en el hecho de que los mortales siempre tienen que volver a buscar la esencia del habitar, de que tienen que aprender primero a habitar”.
Según Heidegger, la arquitectura moderna, con su masificación industrial, ha olvidado lo que significa habitar la tierra, con todo lo que supone la advertencia del ciclo humano. En los versos citados, Hölderlin está adelantando el problema, por otra parte evidente en su propia incapacidad de fundar una casa, de casarse, de cumplir su obligación pastoral y domiciliarse. Sólo cuando pierda la razón podrá dejar de huir. En uno de los fragmentos de la locura, titulado “In lieblicher Bläue” (“En amoroso azul”), Hölderlin acuñó una de sus frases más citadas: “Voll verdienst, doch dichterisch, wohnet der Mensch auf dieser Erde” (“Lleno de mérito, aunque poéticamente habita el hombre esta tierra”). El morar poético es el morar originario, la memoria de nuestro origen, de nuestro fundamento, que es la palabra. Como dice también Hölderlin al final de “Andenken” (“Memoria”), “Was bleibet aber stiften die Dichter” (“Lo que permanece los fundan los poetas”). Homero había creado el mundo recordando, rememorando las gestas entre dioses y hombres, permitiendo que eso existiera y tuviera movimiento desde el primer hexámetro de la Ilíada, que no es una pregunta sino una exhortación a la diosa para que explique la cólera de Aquiles. Poetizar, dirá Heidegger, es hacer memoria. Ocurre sin embargo que en la modernidad eso que permanece es ya tan sólo lo que queda, un resto cantable, según Celan, un residuo que los poetas ya no fundan propiamente sino que dan, como una dádiva sin destinatario, una pregunta. A medida que desaparece la poesía mengua también la fundación originaria, la esencia del habitar.
La posibilidad de reconstruir y habitar abre paso en El archipiélago a una visión arcádica en que los hombres viven libres y sin trabas, bien arraigados en la tierra. El poema vuelve a surgir a la luz del recuerdo, ahora de la Atenas de Pericles, con sus templos, sus fuentes y sus instituciones, pero enseguida Hölderlin, cayendo de nuevo, vuelve a su época y constata la mudez de los oráculos:
…ya nunca ofrecen
consuelo a los necesitados, los bosques proféticos de Dodona,
mudo es hoy el dios délfico y yermos y desiertos
se ven los caminos donde antaño la esperanza conducía leve
al hombre interrogante hacia la ciudad del vidente honrado.
La capacidad de visión se ha agotado, como cuando una fuente se seca. Rilke, en su poema dedicado a Hölderlin, afirmará que “lo más útil aquí es caer”, recordando seguramente la “Canción del destino” del Hiperión. Además de constatar la falta de consuelo que tienen ahora los necesitados (“¿Para qué poetas en tiempos de miseria?”, como dice en la primera versión de “Pan y vino”), Hölderlin también habla veladamente de Edipo, el hombre interrogante que acudía a Tebas para que Tiresias, el vidente honrado, le revelara su propia ceguera, en ese momento culminante de su destino que Hölderlin, en su teoría de la tragedia, llamará cesura, el instante en que ya no hay vuelta atrás y el hombre descubre su condición mortal, cayendo en la temporalidad. De pronto, dice Hölderlin, dioses y hombres se dan la espalda, reducidos aquellos a puro tiempo sin cuidado humano y abandonados los otros a su humanidad sin amparo divino. El hombre, dice Hölderlin en sus notas a su traducción de Edipo rey, se da la vuelta como un traidor, pero de manera sagrada. Aunque la frase sea difícil de aclarar, sigue produciendo escalofríos.
1800 fue también el año en que Hölderlin abandonó la escritura de La muerte de Empédocles, su intento de tragedia, y se decidió a traducir a Sófocles. Después de la fusión panteísta con la Naturaleza que había propuesto en el Hiperión, el Empédocles explora una concepción circular del tiempo, el eterno retorno: “Y lo que deba ocurrir, ya está consumado”. Se trata también de una forma de constatar el fin de cualquier posibilidad de redención política, de descartar las ilusiones mesiánicas que habían animado su juventud. Si los terrores de la historia son recurrentes, no hay más que aguantarlos y arrojarse al Etna. Ahora lo trágico, más que la tragedia, es el elemento que permite a Hölderlin buscar su “angosta humanidad”, por citar otra vez a Rilke, y encontrarle una expresión, ya que no un sentido. El único sentido posible estriba en instalarse en la fisura de la mortalidad y la temporalidad: “No todo lo pueden / los celestiales. En efecto, antes alcanzan / los mortales el abismo”.
En la siguiente estrofa, Hölderlin describe la divinidad abandonada, presente aún en lo alto y discernible en el éter, dispuesta a abrazar das Volk para formar con todos un solo espíritu: Ein Geist allen gemein sei. Es el mito del Volksgeist, que tantas implicaciones espurias tendrá en el siguiente siglo. Sin embargo, en un quiebro que se irá pronunciando cada vez más en la poesía tardía de Hölderlin, aparece de pronto un “Aber, weh!” (“pero, ay”) que evidencia de nuevo la caída en el propio tiempo:
¡Pero, ay!, nuestro linaje deambula y vive en la noche,
como en el orco, sin divinidad. Ocupados tan sólo
en su propia faena, escuchándose solo a sí mismos
en el barullo del taller, mucho trabajan los bárbaros
con brazos potentes, sin descanso, aunque una y otra vez
estéril resulta, como el de las furias, el esfuerzo de los míseros.
Los versos recuerdan a la Schelte an die Deutschen del Hiperión, la reprimenda a los alemanes, vistos como bárbaros dedicados sólo al trabajo y a la producción. La oscuridad en que deambula el linaje de los hombres puede asociarse a la noche de la ruta equivocada de Parménides, aquella que nos abocó a la fascinación por la construcción y la destrucción, hipnotizados ante el espectáculo de que las cosas parezcan surgir de la nada y vuelvan a ella, la idea sobre la que Occidente ha levantado su dominio hoy ya planetario y que empezó a formularse cuando Platón decidió matar a Parménides, salvando los fenómenos del imposible desafío de su maestro. Aquí están ya implícitas tanto la crítica a la técnica de Heidegger como las alegorías laborales de Kafka, el fulgor existencial de Rilke e incluso la búsqueda de los restos de la vida auténtica de Musil.
Por otra parte, esa descripción de nuestro linaje que vaga en la noche sin divinidad parece preludiar algunas cosas de “Pan y vino”, un poema escrito poco tiempo después y que constituye una especie de evangelio de la poética de Hölderlin. En la estrofa octava de la primera versión, se describe la transformación de la noche sagrada del cristianismo en nuestra actual noche profana:
Y es que, cuando hace algún tiempo, que se nos hizo muy largo,
ascendieron todos aquellos que hacían la vida feliz,
cuando el Padre apartó su rostro de los hombres
y el luto se extendió con razón sobre la tierra,
cuando en último lugar apareció un genio calmo, celestialmente
consolador, que anunció el final del día y desapareció,
el coro celestial dejó, como signo de que una vez aquí estuvo
y de que volvería, unos cuantos dones,
de los que humanamente, como antes, pudiéramos alegrarnos,
pues para la alegría espiritual lo más grande se volvió
demasiado grande entre los hombres y aún, aún faltan los grandes
para las más altas alegrías, aunque aún dura alguna gratitud callada.
El pan es el fruto de la tierra, pero está bendecido por la luz
y del dios tronante procede la alegría del vino.
Por eso al tomarlos pensamos en los celestiales, que una vez
aquí estuvieron y que vuelven a su debido tiempo,
por eso cantan con seriedad los cantores al dios del vino
y no le suena vana la alabanza al Antiguo.
El “genio calmo” que apareció para clausurar el día de la divinidad no es otro que Jesucristo, a quien Hölderlin ve como el último de los dioses, que cierra la puerta y nos deja a solas con nuestra nueva humanidad. Cristo se va para unirse al coro celestial, que nos legó algunos dones, como las especies sagradas, el pan y el vino. El pan es fruto de la tierra, pero también está bendecido por la luz y el fuego, el elemento que permite su cocción. El vino es la sangre de Cristo pero también procede del dios tronante, es decir, de Zeus, a su vez padre de Dionisos, el dios de la tragedia, el único que no formó parte del panteón olímpico y que apareció desde Oriente para terminar siendo asumido por los griegos, que acabaron por tolerar así el desenfreno y el éxtasis causados por la divinidad profana y perturbadora. Al tomarlos, el pan y el vino nos recuerdan a los celestiales, tanto su paso por la tierra como la promesa de su regreso. El pan y el vino representan lo que Heidegger llamaría das Geviert, la cuaternidad propia del habitar humano, que debe atender y custodiar el aspa de los ámbitos celestes, astrales, terrenales y acuáticos.
Hölderlin describe aquí el sacramento de la comunión, pero entendido en su acepción alemana, Abendmal, literalmente la “comida de la tarde”, que a su vez remite a Abendland, la tierra del crepúsculo, es decir, Occidente, allí donde la Historia siempre declina y se extenúa. La comunión cristiana deviene así el último rito de la espiritualidad occidental, presentándose las sagradas formas con el fervor agónico que despierta el “coro celestial” en su conjunto, todos los dioses que se han adorado en Occidente y que desaparecen a medida que las manos de los mortales elevan al cielo su última ofrenda. “Porque esto sí que es lo trágico entre nosotros”, dirá Hölderlin en una carta a su amigo Böhlendorff, hablando de la tragedia moderna, “que nos vayamos calladamente del reino de los vivos metidos dentro de una caja cualquiera y no que, destrozados por las llamas, paguemos por el fuego que no supimos dominar”.
Según algunos exégetas renacentistas, la Biblia es una gran historia de amor entre Dios y la humanidad, un amor que sólo fue emanado para que todo tuviera reposo
Uno de los cuadros tardíos de Goya se titula La última comunión de San José de Calasanz, pintado en 1819, cuando Hölderlin ya vivía felizmente enajenado. Goya nunca se sintió muy cómodo en el género sagrado. Su ojo estaba ya explorando otra dimensión del hombre, precisamente aquella que empezaba a emanciparse del cristianismo. Aquí, sin embargo, la ejecución es perfecta porque el pintor ya no tiene que impostar una representación periclitada sino simplemente dar testimonio de lo que ve. Se trata, realmente, de la última comunión. El sacerdote, encorvado y con expresión siniestra, parece reproducir el gesto de un médico o incluso de un verdugo, como si estuviera a punto de forzar la deglución de la hostia en la boca del santo, que más que un enfermo parece ya un cadáver, hundidos y cerrados los ojos en las cuencas, la tez de color cerúleo, exangües los labios, muy cerca el gesto del rictus mortis. El Prado conserva un dibujo que Goya hizo en 1818 de la cabeza de un agonizante, probablemente el agustino y poeta fray Juan Fernández de Rojas, que debió de servirle de modelo. No hay ya en ese rostro propiamente santidad ni salvación sino tan sólo muerte y desahucio. Al mismo tiempo, el rayo de luz cenital que baña al santo se encuentra con su cuerpo sin alterarle la expresión, a diferencia de lo que solía ocurrir en la pintura sagrada, donde la cara humana acusaba la convulsión de lo divino, como en la clásica estampa, tantas veces recreada en el arte religioso, de la agonía en el huerto de Getsemaní, a la que parecen remitir tanto la postración como las manos en plegaria de San José, que sin embargo ya no apuntan arriba sino que parecen caer por el peso del cuerpo enfermo. El mismo gesto de devoción caída se observa en dos de los asistentes a la escena, en el grupo de niños y viejos que conforman el fondo de las figuras protagonistas. Todos parecen reflejar la misma luz mortecina del rostro del santo. De entre los congregantes, también sólo dos –un niño a la derecha y un anciano a la izquierda– miran hacia arriba, como advirtiendo de pronto el rayo que no logra rasgar la creciente penumbra que va invadiendo la nave del templo, cuyas columnas se pierden en un claroscuro infinito e irreversible, a punto de apagarse en la oscuridad cerrada que ya se ha apoderado de las bóvedas. “Cuando Cristo deja de ser un símbolo universal”, como dijo André Malraux a propósito de Goya, “un cadáver en una cuneta tiene más significado”.
La misma reflexión podría hacerse acerca de las obras que conforman el estilo tardío de Beethoven, sobre todo de la novena sinfonía, la Missa solemnis y los últimos cuartetos. En la novena, Beethoven quiso desplazar a La creación de Haydn, una de sus grandes obsesiones, haciendo que el canto apareciera por primera vez en la sinfonía para certificar su propia defunción, elevándose con una alegría profana y excesiva, la misma que define Hölderlin en la estrofa antes citada de “Pan y vino”:
el coro celestial dejó, como signo de que una vez aquí estuvo
y de que volvería, unos cuantos dones,
de los que humanamente, como antes, pudiéramos alegrarnos,
pues para la alegría espiritual lo más grande se volvió
demasiado grande entre los hombres y aún, aún faltan los grandes
para las más altas alegrías, aunque aún dura alguna gratitud callada.
Con su “himno a la alegría”, Beethoven quiso componer una canción de taberna, pegadiza y fácil, que en sí misma corresponde a esa desmesura del ánimo que describe Hölderlin y en la que ya se vislumbran también los paraísos artificiales de Baudelaire, la ebriedad y las experiencias lisérgicas en las que pervivirá la vida espiritual, como un estadio más de la agonía, en ausencia de los “grandes para las más altas alegrías”. En la Missa solemnis, Beethoven, que tampoco se había sentido nunca demasiado cómodo con el lenguaje religioso, acertó a componer una de sus mejores obras –si no la mejor– porque consumó aquel requiem profano que empezó a escucharse en la marcha fúnebre de la Eroica, utilizando el texto de la misa para expresar toda la furia de los hombres que alaban un vacío, patente ya en el principio del Kyrie, cuando la orquesta, en el primer compás, describe la totalidad antes de que suenen las notas del timbal y las trompetas, marcando el ritmo del canto, la exhortación a la piedad del Señor que primero entona el coro para dejar que luego se convierta en un grito solitario del tenor y la soprano. Como al principio de la novena, aquí parece sonar primero la eternidad –lo que siempre hay– para luego dejar que se oigan la temporalidad y la mortalidad de los que cantan. “Sterbende nämlich müssen singen”, como dice un verso de Hölderlin en “Grecia”, “los que están muriendo deben sobre todo cantar”. Se trata del mismo Heiliger dankgesang, el canto de agradecimiento del enfermo por haber sobrevivido que Beethoven compuso en el tercer movimiento del cuarteto opus 132, ese molto adagio que describe un trance de muerte y que explora una forma de espiritualidad efímera, deudora de una nueva visión de la existencia. Es la “gratitud callada” que aún perdura en los versos de “Pan y vino”.
En las últimas estrofas de El archipiélago, Hölderlin concentra todas las contracciones del movimiento que ha ido generando a lo largo del poema, esa sístole y diástole de la Naturaleza y de la Historia a cuyo latido final se encamina. Después de abrir una última interrogación:
Ay, ¿y aún te demoras? ¿y aquellos de estirpe divina,
viven siempre, oh día, aún en la profundidad de la tierra,
solos allá abajo, mientras la siempre viva primavera
despunta sin canto sobre la cabeza de los que duermen?
Viene luego un último quiebro mesiánico, el anuncio de un tiempo venidero en el que la Naturaleza todo lo va inundar, recuperando el esplendor perdido y llenando la vida entera de sentido divino:
Entonces, luego, ¡oh alegrías de Atenas, hechos de Esparta!
¡gloriosa primavera de Grecia!, cuando al fin llegue
nuestro otoño, cuando vosotros, maduros espíritus ancestrales
regreséis y veáis cuan cerca está la plenitud del año
y a los días pasados una fiesta también se dedique,
el pueblo mirará hacia la Hélade, llorando y dando las gracias
en el glorioso día triunfal de los dulces recuerdos.
El otoño es el tiempo político de la Alemania de Hölderlin, pero al mismo tiempo representa el carácter hespérico y crepuscular de un Occidente disociado de Oriente, del Morgenland, la tierra del amanecer y del inicio asociada a Grecia. Como hemos visto, Hölderlin fue un revolucionario convencido en su juventud, partidario de la abolición del Estado y de la instauración de un nuevo “reino de Dios” basado en un culto a la belleza y la libertad. La evolución sangrienta de la Revolución francesa, de todos modos, supondría, tanto para él como para muchos de sus compañeros, una decepción y la constatación, en especial para el poeta, de la imposibilidad de alcanzar cualquier absoluto, ya fuera político o filosófico. En una carta a su amigo Christian Landauer, escrita en febrero de 1801, Hölderlin comenta:
“Después de todo, es verdad que cuanto menos sepa el hombre del Estado, sea cual sea su forma, tanto más libre será. En todas partes acaba resultando un mal necesario tener que contar con leyes dominadoras y con los ejecutores de las mismas. Pienso que con la guerra y la revolución toca a su fin aquel Bóreas moral, el espíritu de la envidia, y que tal vez madure una sociedad al menos más hermosa que la anterior y tan férrea sociedad burguesa”.
Tanto aquellas primeros sueños revolucionarios como luego las exhortaciones al despertar de los alemanes contribuyeron, desde el romanticismo hasta las primeras décadas del siglo XX, a una recepción distorsionada de la poesía de Hölderlin, que afectó incluso a las lecturas más tempranas de Heidegger, coincidentes con su periodo como rector de Friburgo al servicio de los nazis. Ya Norbert von Hellingrath, el primer editor moderno de la obra de Hölderlin, había muerto en la batalla de Verdún, con la mochila cargada de libros de su poeta favorito y lleno de fervor patrio, imbuido del ideario mistérico y estrafalario del círculo de Stefan George, que había rendido culto a la “Alemania secreta” y al niño Maximin, trasunto del soberano dormido que Germania aguardaba. Y durante la Segunda Guerra Mundial, Amadeus Grohmann publicó una antología de poemas de Hölderlin, titulada inequívocamente Heldentum (“Heroísmo”) y hecha especialmente para los soldados, muchos de los cuales iban a morir de acuerdo con el adagio de Horacio (“Dulce et decorum est pro patria mori”) que Wilfred Owen, antes de caer también durante la Primera Guerra Mundial, dos años después de Hellingrath, llamaría, en un poema icónico, la “gran mentira” en la que todos esos adolescentes habían sido educados a finales del siglo XIX para luego ser sacrificados en masa.
De pronto, dice Hölderlin, dioses y hombres se dan la espalda, reducidos aquellos a puro tiempo sin cuidado humano y abandonados los otros a su humanidad sin amparo divino
Por supuesto, los llamamientos de Hölderlin a los alemanes no tenían nada que ver con el Blut und Boden del nacionalsocialismo ni con ninguno de los delirios patrióticos. Cuando se dirigía a sus compatriotas, él intentaba despertar en ellos una conciencia política y filosófica que nunca antes habían tenido, una ignorancia que a su juicio les condenaba precisamente a una eterna barbarie étnica. Como le escribió a su hermano en una carta fechada en la Nochevieja de 1798:
“Siempre son [los alemanes] glebae addicti y la mayoría están de alguna manera literal o metafórica atados a su terruño, y si la cosa siguiera adelante, al final les pasaría como a aquel buen pintor holandés y acabarían matándose a fuerza de acarrear consigo sus queridas adquisiciones y herencias (morales y físicas). Solo se sienten en casa en el lugar donde nacieron y, dados sus intereses y conceptos, solo pueden y quieren salir de allí muy raras veces. De ahí esa falta de elasticidad, de impulso, de variado desarrollo de las fuerzas […] de ahí también esa falta de sensibilidad para el honor y la propiedad comunes”.
Hölderlin sufrió además la catástrofe política de su tiempo de un modo terrible. Cuando el 11 de septiembre de 1806, unos enfermeros de la clínica del doctor Autenrieth de Tubinga vinieron a buscarle para llevárselo e ingresarlo, el poeta creyó que le estaban arrestando por motivos políticos, tal y como le había ocurrido a su amigo Sinclair. Hölderlin se resistió con todas sus fuerzas, gritando y arañando a sus captores con sus largas uñas y cubriéndolos de sangre. En la clínica, antes de que Zimmer lo acogiera en su casa, muy probablemente se le puso la máscara que había inventado Autenrieth para los locos, una funda de cuero que cubría la boca y la mandíbula, hasta los ojos, dejando tan sólo una pequeña apertura para la nariz. Ha quedado documentado el tratamiento de opio y digital que se le administró.
Con su “himno a la alegría”, Beethoven quiso componer una canción de taberna, pegadiza y fácil, que en sí misma corresponde a esa desmesura del ánimo que describe Hölderlin
Peor fue el destino, de todos modos, de la mayoría de sus amigos del círculo revolucionario de Jena. Casimir Böhlendorf, después de haber fracasado como escritor, se convirtió en una especie de vagabundo y acabó suicidándose en 1825. Friedrich Emerich, un jacobino convencido, se alistó en el ejército revolucionario, a las órdenes del general Jourdan. En 1802, sin embargo, tras ser acusado por Fouché de ser un doble agente a favor de los ingleses, fue detenido y torturado. Al salir de prisión, fue acusado de trabajar como espía a favor de los franceses, una nueva difamación que le produjo trastornos mentales. Ingresado en el hospital de Würzburg y al borde de la inanición, terminó arrojándose por la ventana. Tenía tan sólo veintinueve años. Siendo todavía más joven, Gotthold Stäudlin, poeta y amigo de Hölderlin, se suicidó tirándose al Rin en 1796. Leopold von Seckendorf murió en un incendio después de haber sido herido por el ejército francés que en teoría defendía. Muchos de aquellos jóvenes jacobinos acabarían de hecho luchando contra Napoleón, de pronto ebrios de un nuevo ideal nacionalista animado paradójicamente por la ocupación francesa. Es muy probable que el horror de las guerras napoleónicas fuera uno de los motivos de la locura de Hölderlin, que ya en 1799 le había escrito a su hermano:
“¿Por qué tenemos comercio, navegación, ciudades, Estados, con toda su turbulencia, lo bueno y lo malo? Porque el hombre quería tener una situación mejor de la que se encontró. ¿Por qué tenemos ciencia, arte, religión? Porque el hombre quiso tener algo mejor de lo que se encontró. Aunque disputen entre sí orgullosamente, es solo porque no les basta lo presente, porque quieren algo distinto, y por ello se arrojan antes al foso de la Naturaleza y aceleran la marcha del mundo”.
Y fue en el foso de la Naturaleza (ins Grab der Natur) donde efectivamente acabaron todos los sueños revolucionarios de aquella generación, una vez más sacrificada en el altar de la Historia y el destino. Quizá por ello, en la última estrofa de El archipiélago, Hölderlin frustra las expectativas que había creado para su otoño alemán e inesperadamente desvía la conclusión a otro ámbito:
Pero tú, inmortal, aunque el canto griego ya no
te celebre, como antaño, con tus olas, oh dios del mar,
acompásate con mi alma todavía, que sobre las aguas
se mueva sin miedo el espíritu, como un nadador, y se entrene
en la dicha fresca y vigorosa, y que el lenguaje de los dioses,
el tránsito y el devenir, comprenda, y si el tiempo desgarrador
me perturba con fuerza la mente y la miseria y la locura
de los mortales mi vida mortal conmueven,
deja entonces que yo en el fondo tu calma recuerde.
Hölderlin da por supuesto que el canto se ha extinguido y, a diferencia de lo que ocurría en la primera estrofa, ya no hay aquí interrogación sino certeza, aunque aún se formula una petición a la divinidad para que el espíritu siga moviéndose sobre las aguas y entienda el tránsito y el devenir, que es “el lenguaje de los dioses”. Después de haber descrito y creado el movimiento completo de la Naturaleza y de la Historia, recordando además la música fundacional de la épica, la lírica y la tragedia, Hölderlin parece admitir que ya no es posible una fusión con el todo –el ideal spinozista de su juventud– ni tampoco una superación plena de los vínculos naturales de la comunidad, la aspiración al fin y al cabo nihilista de la democracia, como tampoco es para él ya plausible construir ningún absoluto filosófico o cualquier otro sistema que proponga resolver o edificar. La Historia, además, parece condenada en Europa a una constante pulsión destructiva, inherente a su concepción. ¿Qué queda entonces en estos versos? ¿Cuál es el testimonio de Hölderlin?
En una carta temprana a Hegel, escrita en enero de 1795, Hölderlin se había distanciado claramente de Fichte, a cuyas clases había asistido en Jena y de quien había sido vecino:
“Su Yo absoluto (=la substancia de Spinoza) contiene toda realidad: él es todo y fuera de él no hay nada; por lo tanto no hay ningún objeto para este Yo absoluto, pues de lo contrario no encerraría toda realidad; pero una conciencia sin objeto no es pensable y, si resulta que soy yo mismo ese objeto, estoy como tal necesariamente limitado, aunque solo sea en el tiempo, luego no soy absoluto; por lo tanto no es pensable ningún tipo de conciencia en el Yo absoluto; como Yo absoluto no tengo ninguna conciencia; y en la medida en que no tengo ninguna conciencia, no soy nada (para mí), y por lo tanto el Yo absoluto no es nada (para sí)”.
El yo que aparece en ese último y milagroso verso (“Lass der Stille mich dann in deiner Tiefe gedanken”) está destinado precisamente a afirmar ese objeto de la conciencia que, según él, Fichte disolvía, queriendo de alguna manera actualizar a Spinoza. (Hölderlin está debatiendo aquí en el clima filosófico que se había fraguado en Alemania desde Kant.) Al mismo tiempo, ese yo lírico se distancia de das Volk y de la comunidad de sangre, singularizándose de un modo que ya no puede entenderse como sujeto político ni histórico, puesto que parece dar por hecho que la “penuria” y “la locura de los mortales” van a perturbar y conmover su alma, como dice al final en lo que parece casi una profecía de su enajenación, de su expulsión de cualquier ámbito común. De todos modos, la aniquilación absoluta se salva porque ese yo se constituye en testimonio poético y artístico que ha entendido al fin el lenguaje de los dioses, el movimiento que contiene la quietud del ser. En una carta a su hermano, escrita en 1797, decía Hölderlin:
“Cuanto más nos acecha la nada –que es como un abismo que nos mira bostezando a nuestro alrededor, o los miles de algos de la sociedad y de la actividad humana, todo eso que no tiene forma ni alma ni afecto, nos persiguen y nos dispersan– tanto más apasionadamente y con más fuerza y violencia debemos oponer resistencia por nuestra parte”.
Como observó Emmanuele Severino, Parménides, al nombrar por primera vez la nada para negarla, nos condenó al mismo tiempo a ella, librándonos a una batalla metafísica sin cuartel que nunca ha dejado de recrudecerse, desde Platón hasta el cristianismo y la actual utopía técnico-científica. Con una extraordinaria intuición y también con una profunda humildad, Hölderlin logra elevarse por encima de la ilusión de dominio para formular una reconciliación que al mismo tiempo supere el nihilismo fundamental de Occidente. En una carta decisiva a su hermano, fechada en 1799, comentaba Hölderlin:
“Otro logro de las artes, en particular de la religión, es conseguir que el hombre, a quien la Naturaleza se entrega para ser materia de su actividad y al que ella mantiene dentro de su infinita organización a modo de poderosa fuerza motora, no se jacte de ser el maestro y señor de la misma, y que en todas sus artes y actividades, se incline humilde y piadosamente ante el espíritu de la Naturaleza que él mismo lleva dentro de sí y a su alrededor y que le da materia y fuerzas; pues, en efecto, el arte y la actividad del hombre, por mucho que ya hayan hecho y puedan hacer todavía, no pueden sin embargo producir nada vivo, no pueden crear esa materia originaria que luego se encargan de transformar y reelaborar. Pueden desarrollar la fuerza creadora, pero la propia fuerza es eterna y no es obra de manos humanas”.
Aquí está in nuce todo el pensamiento de Heidegger y su distinción constitutiva entre el hombre como señor de lo ente o pastor del ser. No es extraño que la filosofía, en el siglo XX, abrazara de nuevo a los poetas, tras siglos de destierro, y en especial a Hölderlin, pues al fin y al cabo él fue el testimonio más lúcido de todas las inercias de la modernidad, siendo capaz de rehuir cualquier tentativa sistemática y dejándonos un ejemplo de libertad radical todavía vivísimo. Lo que queda lo dan aún los poetas.
En ese último verso de El archipiélago, un poema cenital de nuestra era, encuentra reposo todo el movimiento desplegado en la interrogación inicial, abrazando esa Stille, esa calma ahora transformada y asumida ya como verdad de la que surge el devenir, entendido a su vez como lenguaje de dioses porque no nos pertenece, tal y como se reconoce en esa postrera y holística visión de la profundidad marina que, mediante una valiente renuncia, custodia la sacralidad originaria.
Para todos los que, a despecho de la pandemia, siguieron el seminario
“Friedrich Hölderlin: lo que permanece lo fundan los poetas”,
impartido este otoño en el Institut d’Humanitats de Barcelona.
En muchos aspectos,...
Autor >
Andreu Jaume
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí