Estabilidad emocional
Las ventajas de no volver a casa por Navidad
Desde la activación de recuerdos traumáticos a la exigencia de un estado de ánimo concreto, los reencuentros familiares pueden convertirse en experiencias extremas. O también en algo que te quita más de lo que te ofrece
Fernando Balius 29/12/2020
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Las navidades constituyen las fechas familiares por excelencia. Muy deteriorada tiene que estar la relación entre un individuo y su familia para que durante esos días no se produzca algún tipo de encuentro. Sin embargo, esta es también una de las múltiples realidades que el covid-19 ha trastocado por completo. Los acontecimientos se encadenan de tal manera que apenas tenemos tiempo para pensarlos, nos vamos acostumbrando a un desasosiego por entregas, ya sin la urgencia de los primeros meses. El espesor se ha hecho fuerte en nuestras cabezas y algunas personas nos alegramos profundamente de que por fin una de las muchas consignas repetidas a todas horas y por todos los medios sea tangible: “Esta Navidad es distinta”.
Leyendo hace poco un artículo del epidemiólogo social Ichiro Kawachi sobre las desigualdades que afloran a nivel de salud en la coyuntura actual, hubo una frase que se me quedó clavada: “La pandemia altera la vida de todo el mundo, pero no de la misma manera”. Pese a que el autor recurre a estas palabras cuando está reflexionando acerca del abismo que separa a las clases acomodadas que se retiran a sus segundas residencias a teletrabajar frente a quienes pierden su trabajo y son desahuciados, creo que su alcance es mucho más amplio. De hecho, no soy capaz de encontrar una situación o un acontecimiento que invalide dicha afirmación. Es un antídoto contra las fotos fijas que asaltan nuestras pantallas una y otra vez a la hora de hablar de pandemia y sus efectos.
Una Navidad donde no se esté obligado a disfrutar por imperativo social, donde la presión disminuya y con ello también lo hagan las posibilidades de romperse puede ser una novedad
Porque lo cierto es que la Navidad no es un único fenómeno al que podamos referirnos de manera unívoca. Con ella se reproduce el tratamiento que desde que estalló la crisis sanitaria se ha venido dando a la familia. Esta ha sido presentada como salvaguarda del orden social desde instancias políticas y sanitarias, desde los medios de comunicación y la publicidad. “Quedarse en casa”, que es lo correcto y conveniente, equivale a quedarse con la familia. Pero con las familias pasa como con las casas, hay muchas y muy distintas, y en algunas incluso falta el aire. El reduccionismo caracteriza a la mayoría de los discursos sobre la pandemia, se generan sin cesar fórmulas clausuradas que simplifican la complejidad de la vida hasta casi el balbuceo. Poco importa a estas alturas hasta qué punto es o no consciente este proceso, lo relevante son sus efectos y las oportunidades que estamos perdiendo.
Al menos, deberíamos aprovechar lo que está sucediendo para conocer mejor el mundo que habitamos. O para ser más precisos, la amalgama de mundos que lo componen. Estos no caben en titulares ni en infografías. Al igual que los confinamientos y las restricciones han sacado a la luz convivencias extremadamente dolorosas y limitaciones materiales, la imposibilidad de una Navidad normal nos permite repensar cómo afrontan numerosas personas estas festividades. Quedarse en el conjunto de renuncias a las que se ve abocada ahora la ciudadanía –planes, celebraciones, viajes, tradiciones, eventos, etc.–, supone esconder bajo la alfombra otras muchas renuncias que año tras año las precedieron. Las que han sido llevadas a cabo por una multitud para la que las fiestas navideñas suelen ser un mal trago.
Desde la activación de recuerdos traumáticos a la exigencia de un estado de ánimo concreto, los reencuentros familiares pueden convertirse en experiencias extremas. O también sencillamente en algo que te quita más de lo que te ofrece. Los colectivos sociales que trabajan en el campo de la salud mental lo saben. Es más, en los grupos de apoyo mutuo –espacios donde personas que sufren psíquicamente comparten conocimiento y afectos acerca de lo que les sucede– este es un tema habitual cuando se encara la última quincena del año. No forzar, anticipar situaciones críticas, limitar las visitas, inventariar posibles desencadenantes o contar con psicofármacos para bajar la ansiedad son solo algunos ejemplos de las ideas y recursos que suelen ponerse en común.
La perspectiva de una Navidad diferente no es tan desalentadora para una parte más que significativa de la población. Una Navidad donde no se esté obligado a disfrutar por imperativo social, donde la presión disminuya y con ello también lo hagan las posibilidades de romperse puede ser realmente una novedad. En un momento histórico en el que los países occidentales han incrementado su ya demencial consumo de hipnóticos, tranquilizantes, antidepresivos y neurolépticos, la ingesta clandestina de Rivotril en reuniones familiares va a ser menos frecuente que nunca.
La necesidad que tiene la familia en tanto que sistema de demandar la adaptación de sus miembros pocas veces es más fuerte que en una comida o cena navideñas. Y no siempre es sencillo salir airoso de las pautas de interacción que allí entran en juego. Pero eso es algo que saben los lectores que hayan llegado hasta aquí, otra cosa es que no se hable de ello. Junto con el volver a encontrarse, con la celebración, con frecuencia coexisten las inevitables comparaciones, los rencores larvados, la evaluación más o menos explícita de los logros sociales alcanzados, el consumo de alcohol y comida como si no hubiera un mañana, el simulacro… los tabúes. Los malditos tabúes. Hijos que ocultan su sexualidad cada Nochebuena, padres que hacen por lo posible para que nadie se entere de que uno de sus vástagos ha tenido un ingreso psiquiátrico, ausencias que parecen haber esperado doce meses para clavarse con más fuerza que nunca, comensales que llevan meses intentando dejar de beber mientras el resto pierde los papeles copa tras copa, cruces de miradas con personas que hundieron infancias. No nos engañemos, todo esto también es la Navidad.
Me alegro muchísimo por todos aquellos que evocan escenas de ensueño estas semanas. De veras, bien por ellos, esperemos que en 2021 puedan volver a vivirlas. Yo me conformo con mirar por las grietas que la irrupción del covid-19 ha dejado al descubierto con la intención de aprender algo en mitad de esta devastación. La Navidad siempre me pareció peligrosa, y ahora, cuando determinados condicionantes la han hecho prácticamente irreconocible, tengo más claros los motivos. La rebaja generalizada de expectativas está haciendo la vida más fácil a gente que me importa y lo celebro. Por mi parte, espero poder encontrarme pronto con padres y hermanos, pero el que no haya sucedido en estas fechas no es precisamente una de las muchas razones que me alteran el sueño.
Las navidades constituyen las fechas familiares por excelencia. Muy deteriorada tiene que estar la relación entre un individuo y su familia para que durante esos días no se produzca algún tipo de encuentro. Sin embargo, esta es también una de las múltiples realidades que el covid-19 ha trastocado por completo....
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