LEY FRENTE A MORAL
Lo que el presidente oyó de lo que el rey no dijo
En “la hoja de ruta de renovación” a la que hizo referencia Sánchez no hay nada parecido a un cambio real en la monarquía. El discurso de Felipe VI incluye un grado inferior de compromiso democrático que algún otro dado en similares condiciones
Carlos Bitrián Varea 31/12/2020
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En la comparecencia del pasado martes para presentar el informe de rendición de cuentas del ejecutivo, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, respondió a varias preguntas de la prensa sobre posibles ajustes en la Corona, si bien no aclaró cuáles son las intenciones del Gobierno al respecto, más allá de dejar traslucir que existe un contacto abierto entre Moncloa y Zarzuela para explorar algunos cambios. Pese a lo dicho en muchos medios, Sánchez no se refirió en ningún momento a la existencia de trabajos relativos a una Ley de la Corona. Ni cuando Víctor Ruiz de Almirón, del diario ABC, le inquirió sobre ese punto, ni cuando Sandra Gallardo, de Radio Nacional, repreguntó al respecto. El presidente se limitó a aprovechar las preguntas para halagar a Felipe VI, para reafirmar su compromiso, el del Gobierno y el del partido con la monarquía, y (lo más sorprendente) para algo parecido a completar el discurso de nochebuena haciendo referencia a algo que el rey no dijo como si el rey lo hubiera dicho. Según Sánchez, la del jefe del Estado fue una alocución en la que Felipe VI “marcó claramente el rumbo hacia el cual quiere dirigir a la Corona, y por tanto a la jefatura del Estado de nuestro país”. A juicio del presidente, el rey dijo en su discurso cuáles eran los pilares sobre los que se asienta la monarquía: “la renovación. Y, sin duda alguna, esa renovación tiene que estar vinculada con la transparencia, con la rendición de cuentas y con la ejemplaridad”.
La Corona y el Gobierno sostienen visiones diferentes sobre las reformas precisas, que en todo caso se basan en el interés común por mantener lo fundamental del statu quo
Si, a la luz de estas palabras del presidente, alguien piensa que los villancicos debieron de privarle de esa parte del discurso, y va a buscar en la transcripción del texto “esa hoja de ruta que señaló el rey Felipe VI de renovación de la Corona, en cuanto a la transparencia y la ejemplaridad” –son palabras de Sánchez–, le sucederá lo que le ocurrió ya durante la comparecencia presidencial a Irene Castro, periodista de eldiario.es, cuando rebuscó en su memoria antes de pedir al jefe del ejecutivo que aclarase a qué hoja de ruta se refería: que no hallará nada. Y si lo poco que encuentra mínimamente relacionado con el tema en aquel discurso ha de ser comprendido como la hoja de ruta del rey para afrontar los graves escándalos que sacuden a la Corona, el panorama no podrá resultar más decepcionante, pues esto fue lo único que dijo:
“Ya en 2014, en mi proclamación ante las Cortes Generales –dijo realmente Felipe VI en su discurso de nochebuena de 2020–, me referí a los principios morales y éticos que los ciudadanos reclaman de nuestras conductas. Unos principios que nos obligan a todos sin excepciones; y que están por encima de cualquier consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales o familiares. Así lo he entendido siempre, en coherencia con mis convicciones, con la forma de entender mis responsabilidades como jefe del Estado y con el espíritu renovador que inspira mi reinado desde el primer día”.
Entendidas estas palabras como “la hoja de ruta de renovación” a la que hizo referencia el presidente, la conclusión es que nada parecido hay por ahora a un cambio real en la monarquía. Probablemente, la Corona y el Gobierno sostienen visiones diferentes sobre las reformas precisas, y es posible que alguno de los movimientos que se vienen produciendo tengan que ver con las conversaciones, que en todo caso se basan en el interés común por mantener lo fundamental del statu quo. Pero los ciudadanos no tenemos más remedio que ir ciñéndonos en nuestros análisis a los hechos que se muestran a cada paso. Y los hechos nos muestran, voy a tratar de demostrarlo, que el discurso de Felipe VI se aleja mucho de la interpretación creativa del presidente del Gobierno, y que incluso incluye un grado inferior de compromiso democrático que algún otro discurso real dado en similares condiciones. Juan Carlos I, por ejemplo, en la última alocución navideña antes de su caída en Botsuana, cuando tuvo que enfrentarse al caso Urdangarín, quiso transmitir a la opinión pública el mensaje de que “la justicia es igual para todos”. Sirva este dato, antes que nada, para advertir sobre la necesidad de desconfiar de quien no muestra más que su palabra: declaraba esto Juan Carlos I, sabedor de su inviolabilidad, tres años después de recibir sin declarar 100 millones de dólares del rey Abdulá de Arabia Saudí.
Si comparamos ambos discursos, en todo caso, advertimos que, mientras a la sombra de la corrupción proyectada sobre la familia real, Juan Carlos I opuso el sometimiento de todos a la justicia, a las sombras actuales, mucho más oscuras, Felipe VI ya no ha opuesto el sometimiento a la ley sino a la moral. A su moral. Y esto debería activar las alarmas de todo ciudadano que no sea completamente acrítico. Los precedentes, además, no ayudan a confiar si examinamos en tres ejemplos lo que va de reinado:
Primero. Como el propio Felipe VI recordó, ese compromiso ético ya fue contraído durante su proclamación como rey tras la abdicación de su padre. No cabe duda hoy de que detrás de la renuncia de Juan Carlos I se encontraban, entre otras cosas, sus manejos económicos o, más bien, por ser precisos, la posibilidad de que quedasen al descubierto en un momento de cambios sociales y políticos. Sería tan penoso pretender sostener que Felipe VI no conocía las razones de la abdicación, que, respetando la inteligencia, solo puede concluirse que en el sistema moral de Felipe VI las andanzas de su padre son compatibles con los homenajes públicos que entonces le tributó, con el respeto institucional que le mostró y con el título honorífico de rey que le ha mantenido y le mantiene hasta este mismo momento junto con la condición de miembro de la familia real. O bien lo que entonces sabía de su padre no atentaba contra sus “principios morales y éticos”, o bien estos no estaban “por encima de cualquier consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales o familiares”. Pues, si realmente lo hubiesen estado, Felipe VI habría informado al pueblo español de la verdad a su alcance, sin esperar a que el soberano (el pueblo) la fuese conociendo parcialmente a través de los medios de comunicación. Las más benignas interpretaciones se remitirán, como siempre, a “razones de Estado”, pero ya ellas mismas constituirían, en ese caso, una ambigua instancia situada sobre los “principios morales y éticos” por encima de los que el rey dice no haber nada más.
Segundo. Otro episodio que induce a la desconfianza es el referido a la comunicación mediante la cual el bufete Kobre & Kim hizo formalmente partícipe a Felipe VI de la existencia de la Fundación Lucum (en la que Juan Carlos I había recibido la escandalosa donación que más tarde se desvió a Corinna Larsen) y de su condición de segundo beneficiario de aquella estructura. Porque Felipe VI no reveló estos hechos al pueblo español en aquel momento, sino que lo hizo cuando, un año más tarde, la información fue publicada por los medios, y cuando, qué cosas, España acababa de entrar en estado de alarma, la ciudadanía contaba con derechos limitados a efectos prácticos por la situación sanitaria, y el país vivía una de sus horas más difíciles centrado en la explosión de la pandemia en la que todavía nos hallamos. Nuevamente se infiere que los “principios morales y éticos” del rey son compatibles con la ocultación de ese tipo de información al pueblo soberano. Su reacción entonces fue anunciar la decisión de renunciar a la herencia que pudiera tener un origen irregular, aunque lo cierto es que solo se puede renunciar a una herencia tras recibirla, y aunque la verificación práctica de tal renuncia no es posible si, como ahora sucede, el patrimonio del rey y de su familia (a diferencia del de los altos cargos del Gobierno y los miembros de las Cortes Generales) se mantienen ocultos. Nuevamente, la única garantía del cumplimiento de la palabra del rey que se nos ofrece es su propia moral.
Tercero. El 1 de enero de 2015 el rey Felipe VI aprobó una Normativa sobre regalos a favor de los miembros de la Familia Real. Según esta disposición interna, “los miembros de la Familia Real no aceptarán para sí regalos que superen los usos habituales, sociales o de cortesía, ni aceptarán favores o servicios en condiciones ventajosas que puedan condicionar el desarrollo de sus funciones” (punto 1.1) ni “aceptarán préstamos sin interés o con interés inferior al normal del mercado, ni regalos de dinero. En este último caso se procederá a su devolución o a ser donado a una entidad sin ánimo de lucro que persiga fines de interés general” (punto 4.1). Pues bien, la regularización presentada por Juan Carlos I ante Hacienda, según informan los medios de comunicación, corresponde a donaciones realizadas durante los ejercicios de 2017, 2018 y 2019 que suman más de 800 000 euros. Los listados de regalos institucionales a la familia real (condición que tienen –punto 3.2– los regalos personales que exceden “los usos sociales o de cortesía”) para esos años 2017, 2018 y 2019 incluyen un total de 15 regalos entre los que no hay rastro del dinero, sino objetos como libros, medallas, gemelos o fotografías. Pese a haber contravenido la normativa interna, Felipe VI no ha anunciado ninguna acción en relación con el dinero regularizado: ni medidas ejemplarizantes ni de restitución de las cantidades que debían haber sido entregadas a organismos públicos o sin ánimo de lucro. Y Juan Carlos I, incumplidor de la normativa de la familia real, sigue siendo miembro de la misma.
Felipe VI perdió una oportunidad el 24 de diciembre: debió haber dicho que tiene una hoja de ruta para garantizar el buen funcionamiento de la jefatura del Estado
Pese a todo esto, y de manera solo explicable por el control institucional y mediático (a la altura de los intereses en juego), Felipe VI sigue siempre, por ahora, un paso por detrás de los acontecimientos. Perdió una buena oportunidad el pasado 24 de diciembre cuando, para detener el proceso de erosión que afecta a las instituciones del Estado, debió haber dicho, en mi opinión, aquello que Sánchez oyó pero el rey no dijo: que tiene una hoja de ruta para garantizar el buen funcionamiento de la jefatura del Estado, y que esos planes se corresponden con las exigencias de un estado democrático de derecho. Desafiando a la vacuidad que suele caracterizar ese tipo de discursos, y por adelantarse a los hechos y hacer una excepción justificada por la excepcionalidad del momento, podía haber dicho, por ejemplo, que, ante el disgusto personal e institucional y ante la inquietud social provocado por las graves noticias aparecidas, deseaba hacer saber al pueblo español que no se opone a un cambio legislativo que garantice la confianza en la jefatura del Estado. Podía haber hecho notar que corresponde a las Cortes Generales, en desarrollo de la Constitución, establecer el régimen de la Corona, e, incluso, podía haber recordado que las Cortes tienen la potestad de decidir sobre su fuero personal. No sería nuevo que Felipe de Borbón se pronunciara sobre un posible cambio constitucional, pues ya lo hizo cuando en 2003 se planteó la reforma para eliminar la discriminación de la mujer frente al varón en el acceso al trono.
Pero no hubo en el discurso ningún guiño, ningún compromiso real hacia una renovación que despeje las dudas ya irremediablemente vertidas sobre la jefatura del Estado. Quizá la parálisis de Felipe VI, que recuerda a la actitud que tantas veces se ha achacado al anterior presidente del Gobierno, nazca de la imposibilidad de que en estos momentos se articule legalmente una alternativa a su reinado. Mientras siga contando con el apoyo de la derecha y del PSOE, machaconamente sustanciado en la lamentable negativa del parlamento a investigar toda sospecha de corrupción relacionada con la familia real (incluso en los casos en los que la justicia ha demostrado empíricamente que cabe investigación), no parece posible pensar en un cambio constitucional.
Sin embargo, creo que el rey se engañaría si pensase que su situación es suficientemente buena como para no hacer nada. Según una encuesta encargada por 16 medios independientes (entre ellos CTXT), un 40,9% de la población votaría a favor de la república, mientras que un 34,9% lo haría a favor de la monarquía. Un 47,8%, además, defiende, frente a un 36,1%, la celebración de un referéndum sobre la forma de Estado. De representar la situación real, esas cifras advierten de un panorama en el que no se puede modificar la Constitución, pero en el que tampoco se puede garantizar la estabilidad que la jefatura del Estado requiere. En este contexto, el rey tiene la oportunidad (que le debería ser exigida por los partidos y por las instituciones) de ofrecer una garantía legal, no moral, de honestidad y buena conducta. En el deber de detener el desgaste de la jefatura del Estado y de no arrastrar con el de Juan Carlos I el crédito de las instituciones democráticas de España (que pueden ser advertidas como cómplices en la medida que no se muestran decididamente interesadas en resolver el grave problema y el serio peligro que supone para el país un agujero así en su cima institucional) el rey debería, en mi opinión, insisto, manifestar que no tiene objeción a que se realicen cambios en la Corona que permitan reunir la confianza de los ciudadanos. Esto ayudaría a las Cortes a hacer lo que deberían hacer de todos modos, porque solo a ellas corresponde.
Una hoja de ruta real de renovación y modernización supondría una senda de cambios efectivos en el diseño de la Jefatura del Estado. Y solo será real si las transformaciones dejan de ser cosméticas y las obligaciones pasan a ser legales, no morales, verificables y reclamables ante algo más que la conciencia del rey. Desde mi punto de vista, será un parche insuficiente, y seguirá dañando al estado democrático de derecho todo intento de solución que no pase por suprimir la inviolabilidad del jefe del Estado, por hacer transparente su patrimonio y el de su familia, por poner a disposición de la ciudadanía la información disponible, y por establecer alguna medida de ruptura simbólica con lo sucedido, como podría ser la retirada a Juan Carlos I del uso honorífico del título de rey. Solo con este tipo de medidas de renovación real y de transparencia, la ciudadanía podría saber realmente, por ejemplo, si se ha renunciado a una herencia y si lo han hecho todos los miembros de la familia; si el jefe del Estado recibe o no donaciones de empresarios y de Estados extranjeros; si con el manejo de su patrimonio ha cometido actos que, en el caso de cualquier otra persona, serían juzgados como delitos. Solo así, en definitiva, la máxima magistratura del Estado, la cúspide simbólica del sistema político, quedaría avalada por algo más que por una instancia tan inaccesible, tan poco objetivamente determinada y tan insuficiente en un Estado democrático de derecho como la moral del rey.
En la comparecencia del pasado martes para presentar el informe de rendición de cuentas del ejecutivo, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, respondió a varias preguntas de la prensa sobre...
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Carlos Bitrián Varea
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