La paradoja Trump
La soberanía en disputa: ‘Narciso’ y las masas
Quedan diez agónicos días de esta pesadilla en los que el todavía presidente de Estados Unidos seguirá buscando exclusivamente su satisfacción ególatra, que no es otra que la destrucción de las estructuras que lo derribaron
Ignasi Gozalo-Salellas 8/01/2021
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No, no fue un golpe de Estado. Los alucinantes acontecimientos sucedidos el miércoles 6 de enero en el Capitolio de Washington, día de Reyes para mayor escarnio, no fueron parte de un golpe de Estado fallido, sino como máximo una mínima insurrección popular. Una insurrección anacrónica y bizarra, pero real. Las imágenes que dejan esas tres horas de vagabundeo por las instalaciones de la ‘casa del pueblo’ tenían aspecto de anacronismo puro. Parecían pertenecer a otra época, llegadas de otra galaxia, ajenas al régimen de la verdad que la propia maquinaria estadounidense ha lanzado durante décadas al mundo sobre ella misma, pero son la pura realidad. Una realidad que combina tres subjetividades políticas en juego y que –cruzándolas entre ellas– nos ha llevado hasta donde nos encontramos ahora. Hablamos de Trump, las masas y las instituciones.
La opereta del miércoles fue formalmente bizarra, sí, pero políticamente una síntesis perfecta de los elementos y relaciones de poder en juego. Resumiendo: un líder narciso ordenando a las masas defenderle de la injusticia de las instituciones de la nación. Por eso no fue un golpe.
Un golpe de Estado implica no entrar al hall del Capitolio por la puerta y subiendo escaleras, sino tomar el poder; y no por parte de civiles supporters de Trump disfrazados con pieles de animal, sino por parte de grupos de poder, ya sea el ejército, partidos políticos o gobiernos ejecutivos. Lo que vimos ayer fue la insurrección del pasado, de la America que se niega a convivir con un presente gobernado por el globalismo y el mestizaje, y menos aún con un futuro al que ven como fin del nativismo y, peor aún, de unos privilegios que consideraban eternos. No fue un golpe de Estado porque ninguna institución con potestad de ejercicio de la fuerza apoyó al líder autoritario. No fue un golpe de Estado porque quienes se lanzaron al tumulto fueron las masas caóticas y abandonadas por el mismo personaje que los echó al ruedo. Trump no ha pretendido provocar un golpe de Estado a lo largo de las últimas semanas ni lo hará en los pocos días que quedan para la proclamación presidencial del 20 de enero. Lo único que busca Trump, como caso clínico de trastorno narcisista, es sentirse adulado. Y como ser desposeído de empatía humana, ejercer la crueldad hasta el último minuto. Fundamentalmente, humillando a las instituciones de la propia nación de la que dice ser presidente.
Así es como, inconscientemente, Trump ha contribuido a visualizar el fin de los excepcionalismos mágicos. Las escenas las protagonizan personajes estrambóticos, irreconocibles para el espectador global que aún mira en cinemascope cuando piensa en la gran America. Pero la realidad es otra. Con estos personajes, el miércoles 6 de enero se selló el final de la conciencia de inmunidad nacional. Su America, Estados Unidos, ya es, a ojos de todo el mundo, igual de vulnerable ante las pasiones anti establishment que cualquier otra nación. También para los propios ciudadanos estadounidenses, muchos de los cuales asistían a las escenas en estado de shock.
Sin embargo, no deberíamos centrar el rechazo en esos ciudadanos anacrónicos. Esos hombres y mujeres entraron caminando, disfrazados, y de la misma forma salieron todos, excepto medio centenar de detenidos y las cinco personas muertas –de las que poco sabemos hasta ahora–, porque así se les dejó. El institucionalismo ha fallado porque ha permitido que un personaje narcisista convierta la pinza líder-pueblo en una amenaza para el Estado-institución.
A lo que asistimos no es a la amenaza del populismo –no necesariamente malo–, sino a la alimentación de una subjetividad política autoritaria y de voluntad autocrática, que se rebela contra la democracia liberal y la lleva a sus límites. Ahora, esa democracia institucional levanta la voz, tarde, vía Nancy Pelosi, y reclama un impeachment express, altamente improbable, o la aplicación de la Enmienda 25, que prevé la transferencia de poder a la vicepresidencia, en manos del ahora “traidor” Pence. Pero, para ello, debe suceder lo imposible en un narcisista: que se considere a sí mismo lo que todo el mundo sabe que es, un inhábil. Lo cierto es que no quedan más de diez días para poner punto final a una legislatura de cuatro años, a lo largo de los cuales el fantasma del juicio político circuló en todo momento, y ninguna institución con potestad encontró la manera de aplicar el cese. La idea de democracia liberal y garantista falla. Se siente acosada por la pulsión autoritaria y no tiene mecanismos de control válidos, más allá de los que aplica retroactivamente. Si la salud de las instituciones fuera la correcta, ese medio millar de insurrectos nunca hubiera llegado a pisar el hall del Capitolio. De ahí la sensación de cercano abismo. Nada único.
Asumamos la paradoja Trump: el tipo no es ni tan siquiera un dictador, que impone la violencia y el terror como forma de llegar al poder. En su pleno analfabetismo, Trump ejerce una especie de figura de príncipe maquiavélico o, peor aún, de soberano tal y como lo teorizó Carl Schmitt, el jurista y politólogo alemán conocido por ser el inspirador del orden jurídico y político nazi. El soberano de Schmitt actuaba desde dentro del Estado, como Trump. No lo tomaba. Decía Schmitt que “si hay una persona o institución, en un sistema político determinado, capaz de provocar una suspensión total de la ley y luego utilizar fuerza extra-legal para normalizar la situación, entonces esa persona o institución es la soberana”. El malvado transformismo conceptual de Schmitt convertía en legítimo soberano a quien eliminara la soberanía nacional, y claro está, la soberanía popular. Parecería que se estuviera inspirando en el mismísimo Trump, un tipo fundamentalmente preocupado por ilegalizar resultados electorales o conseguir votos de forma ilegal (suspender la ley, de facto), o incluso en estimular a las masas para que ejerzan una “fuerza extra-legal” (la payasada del Capitolio como ejercicio de coerción). El poder ya lo consiguió en los cauces de la democracia liberal, como Hitler.
Pero igual que el jurista Schmitt y el caudillo Hitler minusvaloraban al pueblo, a quien le arrebataron la soberanía en nombre de una superioridad civilizatoria, Trump menosprecia a esas masas enloquecidas con gorras, camisetas y banderas con su nombre tanto como odia a los negros, humilla a las mujeres, niega la condición humana al inmigrante o detesta las instituciones. Sí, asistimos al auge del nativismo americano, blanco, tradicional, machista y racista, pero también a la sombra del Estado total, una idea de Estado que Schmitt desarrolló (y que Revista de Occidente publicó en 1931) como superación del Estado liberal encarnado en las naciones inglesa y estadounidense. Este Estado total, por si les suena, se basaba en un control absoluto de las vidas bajo la democracia, en un rechazo del parlamentarismo como forma de gobierno y del parlamento como institución. Para proseguir con las ‘coincidencias’, Schmitt rechazaba el voto secreto y apostaba por la acclamatio en masa como forma de legitimación popular –con el inmediato y deseado efecto de reducir esa aclamación a la desaparición formal o documental. Las verdaderas fake news de un siglo atrás.
Es así como debemos alertar de que asistimos a dos fenómenos distintos, aunque igualmente peligrosos: por un lado, una fantasía popular que anhela una vieja idea de America y pretende restaurarla mediante una toma de soberanía popular. Y, por otro lado, una acción maquiavélica, destructora, destituyente, que es la de Trump. Mientras tanto, solo nos queda asistir a la cruda realidad: el simple trastorno de personalidad de un ser analfabeto, pero mediático, viral e instalado en la verdad indiscutible que otorgan los privilegios de clase, ha puesto en serio peligro a las estructuras del mayor aparato institucional del mundo entero. Y en entredicho, lo que es aún peor, por su efecto contagio.
Solo quedan diez agónicos días de esta pesadilla (capítulo 1) en los que Trump seguirá buscando única y exclusivamente su satisfacción de Narciso, que no es otra que la destrucción de las estructuras que lo derribaron. Mientras tanto, sus masas se abocan a penas de cárcel convencidas de estar defendiendo a su Soberano. No solo está en disputa la supuesta democracia liberal norteamericana, sino la propia idea de democracia institucional planetaria.
No, no fue un golpe de Estado. Los alucinantes acontecimientos sucedidos el miércoles 6 de enero en el Capitolio de Washington, día de Reyes para mayor escarnio, no fueron parte de un golpe de Estado fallido, sino como máximo una mínima insurrección popular. Una insurrección anacrónica y bizarra, pero real. Las...
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Ignasi Gozalo-Salellas
Visiting Assistant Professor. Spanish and Visual Studies. Bryn Mawr College.
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