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No todo está dicho, aunque lo parezca. Después de una conmoción como la del asalto al Capitolio del pasado 6 de enero, podría parecer que el caudal de interpretaciones generado por la noticia acabaría secando la fuente original en pocas horas. No es así. Puede ser determinante, en todo caso, el lenguaje que empleemos durante esas primeras horas, pues la conmoción inicial tiene que ser pensada bajo algún tipo de concepto, y es aquí donde corremos el riesgo de que un simple hombre-bisonte acabe convertido en icono de la conciencia desdichada de nuestra época. Poca broma.
Llamar a las cosas por su nombre no es fácil, aunque lo parezca. ¿Fue lo del Capitolio un golpe de Estado? Pues podría serlo o no, según qué entendamos por golpe de Estado y según qué información manejemos sobre lo ocurrido en Washington D.C. Aunque en España sea casi impensable un golpe de Estado que no esté protagonizado por el ejército (lo que viene siendo un pronunciamiento, expresión que, por cierto, ha pasado al francés y al inglés con el significado de “asonada militar”), ese hábito no es, ni de lejos, universal. De hecho, la expresión francesa original, coup d’État, desde Gabriel Naudé en el siglo XVII hasta Albert Vandal en el XIX, designaba llanamente la acción violenta del poder ejecutivo contra el legislativo para usurpar sus funciones.
“Golpe de Estado” es una expresión más valorativa que descriptiva, en la que cada observador vuelca o proyecta sus propios prejuicios
Podríamos, no obstante, servirnos de cualquier otra expresión, sin hacer casus belli de la terminología, a condición de no proyectar sobre el suceso en cuestión la luz negra de la condescendencia, haciendo pasar a varios centenares de militantes racistas perfectamente organizados por una simple turba heterogénea de rednecks indignados. Ignacio Sánchez-Cuenca defiende, con poderosos argumentos, que no fue un golpe, pero evita quitarle hierro al evento llamándolo revolución, insurrección o motín. Prefiere “protesta ciudadana”. Es difícil no estar de acuerdo, pues hubo una protesta protagonizada por una muchedumbre ciudadana, pero lo que diferencia a esa protesta de las que tienen lugar en Madrid por la falta de suministro eléctrico en la Cañada Real es que la primera formó parte de un plan dirigido y orquestado por facciones afines al presidente Trump, alentado por el presidente Trump y que tenía como finalidad inmediata anular el resultado de las últimas elecciones y prorrogar el mandato del presidente Trump. De un plan golpista, a mi modo de ver. Al menos, según la información de la que disponemos, aunque esa información sea ignorada o escamoteada por quienes quieren ver analogías facilonas entre el asalto al Capitolio y la convocatoria de Rodea el Congreso (25 de septiembre de 2012) o el referéndum por la independencia de Cataluña (1 de octubre de 2017). No faltará quien quiera remontarse a las reformas de los Gracos.
Para el periodista se trata de convertir los sucesos del Capitolio en algo relevante, mientras que el académico parece más empeñado en quitarles importancia
Estoy bastante de acuerdo con Ignacio Sánchez-Cuenca, aunque no lo parezca. Pues comparto la preocupación que, aparentemente, motivó sus reflexiones, a saber: que “golpe de Estado” es una expresión más valorativa que descriptiva, en la que cada observador vuelca o proyecta sus propios prejuicios. Así, lo de Guaidó habría sido un golpe de Estado o una revuelta ciudadana según lo que cada uno opine del Gobierno venezolano, del mismo modo que no faltó quien calificara de “golpe blando” el (detestable e ignominioso, sin duda) hostigamiento policial y judicial contra Pablo Iglesias de hace unos meses. Los prejuicios son difíciles de combatir. Por regla general, quienes más libres se sienten a la hora de emitir un juicio sobre la actualidad política son, por este orden, los periodistas, los académicos y los políticos. Los prejuicios de todos ellos son similares, pero son muy diferentes las formas de combatirlos o de hacer como que no existen. Así, el periodista tiende a observar la actualidad como algo líquido, o más bien viscoso, mientras que para el académico tiene todas las trazas de algo sólido, granítico o marmóreo. El periodista mete la mano, incluso el brazo, en esa sustancia acuosa o viscosa, hasta dar con algo que pueda moldear como plastilina o sacar del lecho cenagoso donde se escondía y exhibir como prueba incontrovertible de que ¿veis? ¡tenía razón! En cambio, el académico considera la actualidad como un bloque compacto que reforzará las propias teorías a condición de colocarlo sobre el costado correcto, para después apoyarse en él como si fuera el fuste de una columna o el mostrador de una cervecería.
Y en ninguno de los dos casos es una impostura, aunque lo parezca. Son maneras de combatir los prejuicios ajenos sin enfrentarse a los propios. Es así como un periodista ha podido comentar los hechos del Capitolio con estas palabras: “Tanto ha machacado la izquierda posmoderna a los desheredados blancos heterosexuales que al final abrazaron a Trump y a la ultraderecha”. Y es así como un académico ha podido comparar esos mismos hechos con las manifestaciones de Black Lives Matter, como expresiones equivalentes y equipolentes de la “crisis de civilización” de la “monarquía de la hamburguesa”. Prejuicios similares (Estados Unidos como foco de la infección globalista que destruye no tanto las condiciones de existencia de los pueblos del mundo cuanto sus condiciones espirituales, esto es, sus venerables valores familiares, morales y religiosos), pero expresados de diferentes maneras. Para el periodista se trata de convertir los sucesos del 6 de enero en algo políticamente relevante, simbólico, mientras que el académico parece más empeñado en quitarles importancia. Lo que para uno es una neumonía, para el otro es un catarro sin importancia, pero ambos están convencidos de que el paciente se está muriendo y de que, además, lo están matando la posmodernidad y el feminismo.
No me he olvidado de los políticos, aunque lo parezca. Para los políticos la actualidad no es líquida ni sólida, ni rocosa ni viscosa: es gaseosa. Les da un poco lo mismo lo que ocurra con tal de que sus bien pagados asesores les redacten un discurso a la medida en el que no queden como unos patanes integrales. Cierto que eso no impide que alguien rescate sus discursos o sus tuits de cuatro años antes, cuando acusaban al gobierno de entonces de ser cómplice de las eléctricas al permitir que subiera la luz en plena ola de frío. Pero las subidas de la luz cuando uno está gobernando son eso, gaseosas, se escurren entre los dedos como este párrafo en un artículo con el que no tiene mucho que ver.
A los políticos les da un poco lo mismo lo que ocurra con tal de que sus asesores les redacten un discurso a la medida en el que no queden como unos patanes integrales
Esto no se ha acabado, aunque lo parezca. Seguiremos mareando la perdiz de la posmodernidad, seguiremos discutiendo con las celebrities del Twitter rojipardo hasta que sea evidente que los fascistas van, como siempre, a lo suyo, y que ni siquiera les divierten nuestras discusiones, sencillamente las ignoran. Sea el individuo que, durante el asalto al Capitolio, llevaba una pancarta con un dibujo del presidente Trump sosteniendo la cabeza recién cortada de Karl Marx: ¿será consciente ese sujeto de que, a este lado de la película, hay presuntos marxistas dispuestos a hacer causa común con él a pesar de ese Marx decapitado, confiados en que, finalmente, triunfarán como un solo hombre sobre la posmodernidad, el pensamiento queer, la ideología de género y el globalismo fucsia? ¿Serán más indulgentes con ellos los fascistas cuando ganen?
Porque ganarán, aunque no lo parezca. Salvo que lo que queda de la izquierda y del llamado progresismo deje de perder el tiempo y las energías defendiendo políticas reaccionarias disfrazadas de elitismo moral y medidas sociales y económicas dignas del thatcherismo más sociópata, por mucho que las envuelvan en retórica “plebeya” y en “hacer pueblo” y en no sé cuántas chorradas más. Salvo que asumamos que lo que se nos viene encima es una amenaza real para más de la mitad de la población mundial. Porque, a su manera, tanto nuestro periodista como nuestro académico llevaban razón en parte: el segundo porque lo que estamos viviendo es una crisis civilizatoria (aunque no la que él pretende) y el primero porque, en efecto, los que asaltaron el Capitolio eran blancos heterosexuales en su mayoría (aunque eso no les convierta en víctimas de nada). No, tampoco 2021 fue el año que empezó con cientos de mujeres negras y activistas trans asaltando el Capitolio. Puede que ese sea el problema.
No todo está dicho, aunque lo parezca. Después de una conmoción como la del asalto al Capitolio del pasado 6 de enero, podría parecer que el caudal de interpretaciones generado por la noticia acabaría secando la fuente original en pocas horas. No es así. Puede ser determinante, en todo caso, el lenguaje que...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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