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Fabián Orellana vuelve a estar ausente, taciturno, no habla con sus compañeros. Su entrenador percibe su melancolía, pero no sabe qué hacer. Decide trasladar su preocupación a un miembro de la plantilla, un jugador con peso en el vestuario. Tal vez, él sepa cómo actuar. El enviado habla con Orellana y descubre que el chileno ha discutido con su pareja.
—No te preocupes, yo me encargo —le tranquiliza.
Entonces ese futbolista coge el coche y acude a una tienda de confianza situada en una ciudad cercana. Allí compra un regalo de reconciliación para la pareja de Orellana. Un par de días después, el chileno recupera la alegría. Todo está arreglado. De momento.
Esta escena sucede en un vestuario de Primera División unos años antes de que Orellana y José Luis Mendilibar crucen sus caminos. Hasta entonces, el talentoso y volcánico jugador coleccionaba desencuentros con sus entrenadores. El último y más sonado, ser apartado del Celta por Berizzo tras una fuerte discusión. Después, unos meses grises en el Valencia de Marcelino. Y ahora, el Eibar de Mendi.
Entre tanto artificio de los banquillos punteros, ver a un tipo ataviado con un chándal cuya única pretensión es entrenar a un equipo de fútbol, es una bendición
El veterano técnico, con naturalidad y sin ínfulas, se hace con la situación. No trata de cambiar al jugador, asume los conflictos que vendrán porque sabe que Orellana no se va a callar. Y de hecho, él no quiere que lo haga. Se calientan varias veces, se dicen cuatro cosas a la cara y después siguen como si nada. Orellana está feliz en Eibar, tanto que, como el propio Mendilibar confirma, es el único sitio en España donde se ha comprado una casa.
Orellana ya es pasado, pero ahora ha llegado una de las sensaciones del campeonato, el travieso Bryan Gil, que precisamente ha comenzado a despuntar bajo el auspicio de Mendilibar. El otro día, en el partido de Copa ante Las Rozas, Gil intentó perder tiempo. El técnico le llamó al banquillo para abroncarle: eso, si acaso, contra el Madrid, no contra un equipo de Segunda B.
Así es Mendilibar, severo como un padre o cariñoso como un abuelo, depende del momento y del jugador. Porque no hay cosa más injusta en el mundo que tratar a todos por igual. Y entre tanto artificio proveniente de los banquillos punteros, ver a un tipo ataviado con un simple chándal gris cuya única pretensión es entrenar a un equipo de fútbol resulta una bendición. Un tipo que se pasa el partido echando broncas, soltando sapos y culebras por la boca, con la frente repleta de arrugas, pero que luego, al ponerse delante de un micrófono, no esconderá la cabeza bajo ninguna excusa.
Luego está el afable Zidane –al que no le sienta nada bien el traje de cabreado–, que denuncia una especie de contubernio estatal con, al parecer, el objetivo de que la expedición del Real Madrid protagonizara una secuela de Viven. Si alguien ajeno a lo sucedido escucha a Courtois en la entrevista postpartido de Pamplona, lo más normal es que corra a la comisaría más cercana para denunciar un grave atentado contra los derechos humanos que, para más inri, ha sido televisado.
No me olvido de Simeone, que volvió a utilizar su posible marcha como velo para tapar una gruesa derrota. Me hizo gracia que subrayara “la malicia” de algunos en las interpretaciones de sus palabras, una malicia en cualquier caso provocada por él mismo. Corre el mismo riesgo el Cholo –como le pasó en su día a Guardiola en el Barça– que el novio que amenaza con la ruptura en cada discusión: que un día la otra parte le diga que perfecto, que muy bien, que lo dejamos de una vez por todas.
Pero mantengo la esperanza. En medio de toda esta tormenta de estrategias dialécticas y poses afectadas, tenemos a Mendilibar. Un señor al que imagino levantándose muy temprano, todavía de madrugada, y desayunando de manera frugal en la penumbra solo atenuada por la luz de un candil. Un señor que me gustaría que, de vez en cuando, viniese a mi casa para ponerme firme: que me eche la bronca cuando he tenido un mal día y lo pago con los míos, que me anime a seguir adelante cuando en lugar de ir al gimnasio he pedido una pizza, que me enseñe a celebrar las victorias y a aceptar las derrotas. Sin excusas ni hostias.
Fabián Orellana vuelve a estar ausente, taciturno, no habla con sus compañeros. Su entrenador percibe su melancolía, pero no sabe qué hacer. Decide trasladar su preocupación a un miembro de la plantilla, un jugador con peso en el vestuario. Tal vez, él sepa cómo actuar. El enviado habla con Orellana y descubre...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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