Carolyn Steel / Autora de ‘Ciudades hambrientas’
“La única comida buena es aquella que no contribuye al cambio climático”
Nerea Morán / José Luis Fdez. Casadevante Kois 1/02/2021
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Carolyn Steel (Londres, 1959) estudió arquitectura, pero pronto descubrió que su interés no tenía que ver solo con los edificios, sino más bien “con cómo nos relacionamos con ellos”. Por ello, lleva años investigando la vida interior de las ciudades y tratando de desarrollar un enfoque del diseño urbano que tenga en cuenta las rutinas que dan forma a las urbes y la manera en que las habitamos.
En su búsqueda esta escritora y profesora –ha dirigido estudios de diseño en la London School of Economics, la London Metropolitan University y la Universidad de Cambridge– se preguntó un día cómo sería describir una ciudad desde el prisma de la comida. Y de esa interrogante nació Ciudades Hambrientas. Cómo el alimento moldea nuestras vidas, el libro que acaba de publicar en castellano Capitan Swing. Una obra que ella describe como su gran educación, la que cambió por completo la forma en que veía el mundo, la que le dió una mirada en la que la alimentación es central. “La comida da forma a todo y la manera en que comemos afecta a personas, animales, paisajes y ecosistemas que, a menudo, están a miles de kilómetros de distancia y son invisibles para nosotros”, es uno de sus credos.
Hoy la alimentación forma parte del debate público. La defensa de los espacios agrarios periurbanos, el crecimiento exponencial de la agricultura urbana, la proliferación de cooperativas de consumo agroecológicas, el aumento de los mercados de productores locales, la revalorización de los mercados de abastos y otras formas de expresión de los vínculos entre ciudad y alimentación no son fruto de una moda, sino el síntoma más visible de una disputa cultural, política y urbanística. Hace una década, cuando escribió Ciudades Hambrientas, esto no era así. ¿Qué le llevó a preocuparse por los vínculos entre urbanismo y alimentación?
Es un poco como si me pidieran que explicara la historia de mi vida, así que aquí va: aproximadamente desde los ocho años quise ser arquitecta. Estudié arquitectura en la Universidad de Cambridge, y casi de inmediato, me di cuenta de que mi interés por la arquitectura no tenía que ver solo con los edificios, sino más bien con cómo nos relacionamos con ellos. Quería saber cómo se habitaban los edificios, cómo las personas vivían y se movían en ellos, cómo y dónde se realizaban actividades cotidianas como trabajar, socializar, comer, lavarse y dormir. Me sentía atraída por la separación entre lo público y lo privado dentro de los edificios y las formas en las que se entrelazaba.
Me di cuenta de que para explorar estas cosas necesitaba mirar más allá de la arquitectura. En 1995 otuve una beca de investigación en el British School de Roma, donde estudié cómo había sido la vida cotidiana a lo largo de 2000 años de un barrio concreto, situado en torno al Teatro Marcello. Instintivamente elegí el barrio del mercado, porque pensé que aquí sería donde la vida cotidiana se manifestaría mejor. Titulé mi estudio El orden mundano de la ciudad para reflejar la ambigüedad en el uso de la palabra mundano. La usamos como sinónimo de aburrido o rutinario, mientras que la palabra en sí se deriva del latín mundus, que significa “terrenal, cósmico, del universo”.
Me estaba acercando a lo que andaba buscando, pero a pesar de haberme sentido atraída instintivamente por la comida, ¡mi descubrimiento de la comida todavía no había sucedido! En 1998, fui invitada a ser Directora de Estudios del nuevo Programa de Ciudades en la London School of Economics (LSE). Había arquitectos, planificadores, políticos, economistas, urbanistas, sociólogos, expertos en vivienda e ingenieros discutiendo las ciudades desde todos los ángulos imaginables. Me encantó y aprendí mucho, pero la experiencia me dejó claro que incluso este escenario académico ideal no era la respuesta. Por más que lo intentaban, todos los expertos seguían atrapados en sus disciplinas, luchando en vano por encontrar un lenguaje común. Entonces me di cuenta de que tenía que buscar fuera de la universidad para encontrar lo que estaba buscando.
Le sugerí a uno de mis colegas de la LSE, Roger Zogolovitch, que escribiéramos juntos un libro sobre ciudades, y nos reunimos en un hotel de Londres (el 28 de abril de 2001) para discutirlo. Durante esa conversación se me ocurrió la idea: ¿cómo sería, me preguntaba, describir una ciudad desde el prisma de la comida? La comida era la respuesta, porque conectaba todo en la vida. Ese mismo día comencé a trabajar en el libro que siete años más tarde se convertiría en Ciudades Hambrientas.
Escribir el libro fue mi gran educación y cambió por completo la forma en que veía el mundo. Aprendí a ver muchas cosas ocultas, como el hecho de que a las ciudades les había dado forma la comida. Ahora creo que es invisible porque la comida da forma a nuestras vidas y al mundo de una manera tan profunda que tenemos problemas para advertir sus efectos; es, literalmente, demasiado grande para verlo.
Nos resulta fascinante la reconstrucción que hace de los nexos entre la memoria urbana y arquitectónica de las ciudades con la alimentación. La centralidad que tenía a la hora de organizar los espacios y el funcionamiento de las dinámicas urbanas, la tipología de las viviendas, la nomenclatura del espacio público y hasta nuestra forma de habitarlas. Hoy esa dependencia de la alimentación se ha vuelto más invisible y, de forma ficticia, puede ignorarse. ¿Cómo valora estas transformaciones y qué riesgos presentan?
Entender cómo han evolucionado las ciudades a través de la comida también me fascina. Creo que uno de los momentos más emocionantes de mi investigación fue cuando comencé a dibujar dónde se vendían todos los alimentos en Londres, y descubrí un patrón: el grano y el pescado llegaban por el río, mientras que las ovejas y el ganado caminaban hacia el mercado, por lo que sus mercados estaban al noroeste de la ciudad. Fue una revelación.
La comida sigue dando forma a las ciudades, pero de una manera mucho menos obvia. A menudo pienso que la “logística de alimentos” es un poco como un juego, en el que los alimentos necesarios para dar de comer, digamos, a 10 millones de personas, como en el caso de Londres, tienen que ‘encontrar’ físicamente a esas personas durante el transcurso de un día. Cuando lo piensas así, es increíble que logremos alimentar a las ciudades. Pero, claro, la gente está motivada para ‘encontrar’ comida, así que hacen la mitad del trabajo. Históricamente, esta búsqueda reunía a las personas en lugares como mercados y tabernas, y todavía buscamos instintivamente estos sitios, porque podemos sentir la historia de convivencia que representan, algo que instintivamente necesitamos como seres sociales.
Ser empleado de una gran corporación es un estatus muy diferente a ser alguien que maneja su propio negocio
Para mí, es fascinante (y perturbador) ver el éxito de cadenas como Starbucks, que han aprendido a imitar estas viejas instituciones simulando su sentido de identidad y comunidad, aunque todo es diferente a un café o taberna tradicional regentado por una familia. La primera diferencia es que es una corporación global que vende agresivamente una marca dirigida a personas individuales; la segunda tiene que ver con los vínculos profundos que unen a las comunidades. Hay cierta superposición (un Starbucks probablemente genera una especie de ‘comunidad’), pero es una pálida imitación de lo que ha reemplazado. Tampoco debemos olvidar la calidad de vida de quienes trabajan en estos lugares: ser empleado de una gran corporación es un estatus muy diferente a ser alguien que maneja su propio negocio. No estoy segura de si los clientes piensan en estas diferencias, pero creo que los efectos a largo plazo de nuestra transición de las tradiciones alimentarias arraigadas localmente a los simulacros corporativizados han tenido profundos efectos en la fortaleza de la sociedad y en el sentido de pertenencia a un determinado lugar, tradición o comunidad que todos tenemos, y que es fundamental para nuestro bienestar.
estos ‘riesgos’ sociales tienen su reflejo también en enormes riesgos ecológicos. Las grandes corporaciones tienden a comportarse de manera muy diferente, y generalmente peor que las pequeñas empresas: sus cadenas de suministro son globales y están optimizadas para las llamadas ‘eficiencias’, lo que significa que tienden a trabajar con productores más grandes –expulsando a las pequeñas producciones–, a tener menores estándares de bienestar animal, y mayores ‘externalidades’ como la deforestación, la contaminación, etc. La comida da forma a todo y la manera en que comemos afecta a personas, animales, paisajes y ecosistemas que, a menudo, están a miles de kilómetros de distancia y son invisibles para nosotros.
Suele decir que, al igual que las personas, las ciudades son lo que comen. Nos gusta acompañar esta sencilla y profunda afirmación, añadiendo que además somos cómo comemos lo que comemos. Una forma de sumar la importancia de la noción de comensalidad, de las reglas y formas que toma una determinada cultura alimentaria. ¿Cómo imagina el paisaje social y urbano al que daría lugar una cultura alimentaria orientada a revalorizar lo local y a preocuparse por la justicia y la sostenibilidad a lo largo de toda la cadena de suministro?
Estoy completamente de acuerdo en que no es solo lo que comemos, sino cómo, dónde y con quién lo que importa. Mi metáfora favorita de una buena sociedad es aquella en la que todos comen bien. Realmente es así de simple porque, para comer bien, no solo hay que comer alimentos “buenos, limpios y justos”, como dice Carlo Petrini, sino que, como nos enseñan cuando somos niños, no se puede comer bien si otro no tiene nada que comer. Entonces, si imaginamos que, cuando comemos, comemos todos juntos –y me refiero a todas las criaturas vivientes de la tierra, humanas y no humanas–, vemos que la única comida buena es aquella que crea paisajes y medios de vida florecientes, que preserva los recursos hídricos y la salud del suelo, que no contribuye al cambio climático, etc. Al interrogarnos sobre nuestra comida –el plato de sopa o el plato de pasta frente a nosotros– y preguntar dónde se hizo y quién lo hizo, a quién benefició y quién ganó dinero, si la tierra y la sociedad de la que provino se enriqueció o empobreció social y ecológicamente, y así sucesivamente, podemos empezar a ver cómo un plato de comida tiene el poder de moldear el mundo entero.
Necesitamos más cadenas alimentarias localizadas, más agricultores que cultiven la tierra de manera regenerativa y más consumidores comprometidos
Claramente, para llegar al punto en que cada plato de comida esté creando un mundo mejor, será necesario un cambio casi revolucionario, pero creo que estos son los cambios que debemos hacer para llevar una buena vida en un futuro bajo en carbono. Entonces, sí, necesitamos más cadenas alimentarias localizadas, más agricultores que cultiven la tierra de manera regenerativa y más consumidores comprometidos que puedan pagar más por sus alimentos. Esto, a su vez, requiere una serie de políticas que solo los gobiernos pueden implantar: la internalización del costo real de los alimentos, la ruptura de los monopolios alimentarios globales, los impuestos de ‘quien contamina paga’, la buena educación alimentaria, la redistribución de la riqueza, salarios mínimos más altos, reforma agraria y acuerdos globales sobre la gestión de los bienes comunes, como los bosques y los océanos, ¡por nombrar solo algunos!
Concibe la alimentación como una herramienta capaz de establecer sorprendentes diálogos. ¿Cómo se puede integrar en esa nueva cultura alimentaria la multiculturalidad de nuestras ciudades?
Sí, creo que la comida es el mejor lenguaje común que tenemos. Y de hecho, se ve en su capacidad para conectar a personas de diferentes culturas en ciudades donde hay grandes comunidades multiculturales. Me encanta el hecho de que en muchas grandes ciudades del mundo haya desde hace mucho tiempo un barrio chino, o barrios a los que uno va para probar la mejor comida india, tailandesa, italiana o judía, por ejemplo. Ahora, en ciudades como Londres hay una tendencia creciente a que estas etiquetas se vuelvan más específicas; por supuesto, no existe comida china, india, judía o italiana, sino más bien una variedad de especialidades regionales. Y creo que este reconocimiento muestra una cierta madurez en la aceptación de la verdadera pluralidad de nuestra sociedad urbana moderna y en el respeto a las tradiciones. Por supuesto, también existe una tendencia hacia la fusión, que es una tradición antigua que estamos redescubriendo
Todas las grandes cocinas a lo largo de los siglos han sido ‘de fusión’ de alguna manera: imaginad la comida europea desprovista de especias del Lejano Oriente como pimienta, canela y nuez moscada, por ejemplo, o la comida española o italiana sin tomates o patatas, que provienen de América del Sur. Creo que al comprender las raíces profundas de nuestras grandes cocinas, podemos ver que siempre hemos compartido y tomado prestadas nuestras mejores ideas de alrededor del mundo, y perfeccionado su uso en nuestras regiones. Una vez más, la comida habla de manera muy elocuente de los lazos que nos unen, tanto con nuestros semejantes como con el mundo natural que nos alimenta a todos.
La agricultura urbana es una de las piezas clave para dinamizar un cambio de modelo alimentario y sociourbanístico, no tanto por la cantidad de alimentos que produce como por la cantidad de personas que pone en contacto con otras formas de relacionarse con la comida. En Ciudades Hambrientas echamos de menos que abordara la agricultura urbana, algo que sí ha hecho en su libro más reciente Sitopia. ¿Qué protagonismo otorga a la agricultura urbana a la hora de transformar el sistema alimentario?
La agricultura urbana es muy importante, sobre todo por la razón que indicáis: aproxima a los habitantes de las ciudades, tanto física como mentalmente, a la producción de alimentos. Por supuesto, la ciudad nunca podrá alimentarse totalmente por sí misma; esto es lo que yo llamo la 'paradoja urbana', el hecho de que las ciudades y el campo coevolucionaron, así que cuando decimos que “vivimos en ciudades”, olvidamos que el requisito básico para poder vivir es ser capaces de comer, por lo que, en un sentido más profundo, vivimos todavía en la naturaleza. La periferia productiva es muchas veces mayor que las mismas ciudades, por lo que es irrealizable producir esa cantidad de alimentos dentro de las ciudades. Sin embargo, sí creo que deberíamos cultivar la mayor cantidad posible de alimentos en las ciudades. Como describo en Ciudades Hambrientas, las ciudades preindustriales eran muy productivas, estaban rodeadas de huertas, frutales, campos de lúpulo y viñedos, y muchas familias tenían cerdos y pollos en los patios traseros. Creo que podemos volver hacia un modelo similar –¡aunque probablemente sin tener a los cerdos debajo de la cama, como ocurría en el Londres del siglo XIX!–. Quizás lo más poderoso que podemos hacer es enseñar a los niños en edad escolar a cultivar alimentos, para que puedan enamorarse de las plantas y los vegetales.
La alimentación es el principal elemento desde el que reconstruir y reconciliar las relaciones entre campo y ciudad. Las alternativas muchas veces tienen sesgos urbanocéntricos que diluyen la importancia de los territorios y saberes del medio rural ¿Cómo cree que se puede abordar un pacto campo-ciudad equilibrado, en el que ambas realidades dialoguen en igualdad de condiciones y se reconozcan como interdependientes?
Esta es una pregunta clave que hemos ignorado durante demasiado tiempo. Mi imagen favorita en relación con esto, y que está al comienzo de Ciudades Hambrientas, es el fabuloso fresco de Siena pintado por Ambrogio Lorenzetti en 1338 llamado Alegoría del buen gobierno. Muestra una ciudad compacta y ordenada rodeada de una campiña diversa y productiva con campos de trigo, viñedos y olivares. Sorprendentemente, y de forma muy inusual, las dos partes de este acuerdo ideal tienen la misma relevancia. En otras palabras, la ciudad y el campo están en perfecto equilibrio y, además, hay un flujo constante de personas y animales entre ambos: cazadores, pastores con sus rebaños, asnos que llevan grano, un cerdo, una mujer que vende huevos... La imagen tiene que ver con la comida y su mensaje es muy claro: “Cuida tu campo y él cuidará de ti”. Esta es mi imagen ideal de Sitopía. Su título también es significativo: mantener este equilibrio urbano-rural es obra del gobierno. Creo que necesitamos tener esta idea en el centro de nuestra visión cuando intentamos reimaginar una buena vida para el futuro.
Lo más poderoso que podemos hacer es enseñar a los niños en edad escolar a cultivar alimentos, para que puedan enamorarse de las plantas
En mi nuevo libro, Sitopia, propongo que lo hagamos “maximizando la interfaz urbano-rural”, lo que esencialmente significa acercar la ciudad y el campo, o la sociedad y la naturaleza, lo más posible. En parte, esto significa volver al concepto del griego antiguo oikonomia, o administración del hogar, que describía una ciudad ideal en la que cada ciudadano tendría una casa en la ciudad y una granja en el campo, y la granja alimentaría a la casa, lo que haría que la ciudad fuera autosuficiente. Por supuesto, ninguna ciudad griega era totalmente autosuficiente, pero creo que el principio de que las ciudades evolucionen en equilibrio con su alfoz es importante.
A medida que avanzamos hacia una economía baja en carbono será vital fortalecer los vínculos entre las ciudades y las zonas rurales de su entorno, lo que significa, por ejemplo, hacer espacio en la ciudad para los mercados mayoristas, los food-hubs y los mercados, y para infraestructuras de apoyo como mataderos locales. Creo que uno de los resultados más interesantes de este loco año de pandemia ha sido el descubrimiento por parte de muchas personas de que pueden trabajar desde casa y que, por tanto, ¡la casa puede estar en el campo! Por supuesto, necesitamos que las personas produzcan alimentos en el campo, no solo que hagan operaciones bancarias en sus portátiles, pero creo que eso indica un posible cambio de poder de la ciudad al campo que, si lo aprovechamos sabiamente, podría ser algo muy bueno.
Hoy parece menos fantasioso diseñar un menú a base de carne sintética, algas criadas en tanques y lechugas cultivadas en un rascacielos que produzca comida, que modificar la dieta, los hábitos de consumo o los manejos agronómicos. ¿Cómo hacemos frente al tecnoptimismo ingenuo y aceleramos el imprescindible cambio cultural y de imaginarios que necesitamos?
Creo que hay que dejar de pensar en la vida como un problema a resolver, y entenderla más bien como un maravilloso regalo que experimentamos. Esta obsesión por encontrar la solución “milagrosa” para “alimentar al mundo” deja de lado lo más importante. Es como si todo lo que tuviéramos que hacer fuera encontrar la píldora mágica, ya sea carne de laboratorio o la proteína hecha de aire, para que todo vaya bien. En realidad, esto no resolverá nada. Me recuerda mucho a Un mundo feliz de Aldous Huxley, donde todo el mundo tiene suficiente para comer, mucho entretenimiento, incluido sexo anónimo, pero nada que hacer, y todos están tristes. Tal pensamiento entiende la comida como una mercancía y a los humanos como a máquinas que requieren de combustible, mientras que un simple vistazo a la historia humana muestra que toda la alegría y el significado de la vida provienen de nuestros encuentros cercanos con el mundo natural y las culturas, habilidades y conocimientos generados a lo largo de siglos que nos permitieron prosperar en una gran variedad de entornos. Necesitamos cosas reales que hacer en la vida; necesitamos trabajar con la tierra, el cielo, las plantas, los animales y los materiales naturales, y formar vínculos sociales estrechos a través de la experiencia compartida de aprender a vivir bien. Si perdemos la noción de que la vida se basa en tales fundamentos, lo perdemos todo. Por otro lado, si basamos nuestras vidas futuras en torno a los valores, la artesanía, la alegría y la sabiduría que representan las culturas alimentarias tradicionales, podremos vivir muy bien, de manera equitativa y sostenible en el futuro, ¡en lo que yo llamo una buena sitopía!
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Nerea Morán y José Luis Fdez. Casadevante Kois son autores del prólogo del libro en la edición en castellano.
Carolyn Steel (Londres, 1959) estudió arquitectura, pero pronto descubrió que su interés no tenía que ver solo con los edificios, sino más bien “con cómo nos relacionamos con ellos”. Por ello, lleva años investigando la vida interior de las ciudades y tratando de desarrollar un enfoque del diseño urbano que...
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