NUEVAS FORMAS DE ALIMENTACIÓN
La bellota gourmet existe
Pastores, ganaderos, vaqueros, gentes rurales y científicos extremeños exploran, en un programa transfronterizo con Portugal, la manera de reproducir encinas que produzcan bellota dulce para el consumo humano
José Luis Mirón Arroyo de la Luz (Cáceres) , 20/06/2020
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Cuando a Francisco le propusieron ser parte del proyecto se sintió atraído. Él, ingeniero forestal, ya había trabajado con el que en adelante sería su jefe, entonces catalogando el número de encinas, alcornoques y mestos de la dehesa de su pueblo, Arroyo de la Luz, a apenas 20 kilómetros al oeste de Cáceres. No dudó en aceptar el nuevo encargo. Repetía relación con los citados árboles y exploraba dos nuevas líneas de investigación que en realidad son una: aprovechar el conocimiento ancestral de los que en su día vivieron de las dehesas para trabajar en posibles vías de explotación del fruto de sus árboles: la bellota.
Extremadura tiene un millón de hectáreas de dehesa. La Península Ibérica alrededor de cuatro. Este ecosistema también tiene una importante presencia en Castilla-La Mancha, Andalucía, Madrid o Portugal. En el caso de la Comunidad Autónoma de Extremadura la dehesa ocupa un cuarto del total de la superficie de la región. No todos los árboles producen fruto dulce. Pero cuentan que basta ver a los cerdos comer las bellotas para saber si su grado de amargor las hace aptas también para el consumo humano. A simple vista, los árboles que sí producen bellota dulce no pueden diferenciarse de los que no.
Hoy la bellota se utiliza para alimentar a los cerdos que producen los exclusivos jamones ibéricos. El resto de la producción anual se desperdicia en el campo. Con este punto de partida el proyecto “Valorización Integral de la Dehesa y el Montado” se afana en intentar determinar si además de convivir también se puede vivir de ellas. El objetivo es ambicioso, pero el camino presenta interrogantes. Para empezar a responderlos, Francisco ha hecho un llamamiento a experimentados conocedores de estas tierras. Pastores, ganaderos, vaqueros y otras gentes rurales que, durante años, de forma directa o indirecta, han tenido a la bellota como parte de su sustento. La sabiduría popular como fuente de conocimiento para dos científicos de la Universidad de Extremadura –Francisco y Fernando Pulido, director del Instituto de Investigación de la Dehesa de la UEX– que, bajo un proyecto de colaboración transfronterizo entre España y Portugal financiado por la Unión Europea, tienen como objetivo encontrar encinas que produzcan bellota dulce para el consumo de las personas.
Hoy la bellota se utiliza para alimentar a los cerdos que producen los exclusivos jamones ibéricos. El resto de la producción anual se desperdicia en el campo
Francisco Manuel Castaño comprueba el correo electrónico y cumple con la intendencia antes de pasar al pequeño vivero situado en un cercado a escasos metros de su oficina, en el Centro Universitario de la norteña ciudad extremeña de Plasencia. Con precisión casi milimétrica, pero con un trato más cariñoso que científico, aparta ramas, comprueba hojas y señala patrones a seguir durante el estudio. Aunque trabajan con varios árboles del género Quercus –robles, alcornoques o mestos– focalizan su esfuerzo en las encinas, que es el árbol con mayor probabilidad de producir bellota dulce. Desde que se puso en marcha el proyecto, hace algo más de un año, busca obsesivamente encinas que produzcan fruto apto para los humanos.
“Cuando la bellota de cada una de las encinas que nos han dicho que dan bellota dulce esté madura, intentaremos certificar con la parte de laboratorio que así sea”, dice. Y enseña una bolsa llena de probetas, muestras líquidas y otros utensilios que utilizarán para que la ciencia confirme lo que los que nacieron o se criaron en las dehesas les han confiado: “Si la gente del campo señala algunos árboles es por algo, es porque tienen una historia con esa planta. A algunas encinas llegaron incluso a ponerles nombre. Pueden confundirse, pero de primeras tenemos que creerles”.
Durante los últimos meses, Francisco ha preguntado ayuntamiento a ayuntamiento y ha pateado las fincas de las localidades de las que ha conseguido respuesta. Ha visitado a lugareños que le han mostrado qué encinas podrían tener interés para su proyecto. Cuáles podrían tratar de reproducir. Qué ejemplares podrían servir a las casi inexistentes iniciativas privadas que comercializan productos alimenticios derivados de la bellota. Un viaje que ha encontrado financiación hasta junio de 2020 y que empieza inexorablemente en las dehesas cuyos árboles comienzan a florecer la montanera –así se llama a la cosecha de la bellota– que estará lista para ser recolectada a principios de otoño.
Isaías acaba de cumplir 65 años y aún se emociona cuando rememora su infancia. En una época en la que no todos nacían en el hospital, su madre le parió entre encinas y alcornoques en la dehesa de Arroyo de la Luz. Igual que a tres de sus cuatro hermanos. Su padre fue durante 40 años el guarda del monte de este pueblo extremeño de apenas 6.000 habitantes. Su abuelo tuvo el mismo oficio. Al lado de la casa donde se criaron, junto a una pequeña encina, suspira: “Esta también es dulce. Las veces que yo he estado a su sombra”.
La carretera que conduce a la dehesa de Arroyo de la Luz pierde el asfalto en los desvíos del camino principal, que lleva al Santuario de la virgen del pueblo. Aquí, después de un verano carente de lluvia, el decorado es ya invernal pese a que el otoño aún apura sus últimos días. El viento, presente en estas fechas en las llanuras salpicadas de encinas de la dehesa extremeña, sacude los árboles, cambia el ritmo de las ramas. La montanera llegará más tarde de lo habitual. Isaías mira por la ventanilla del coche: “¡Qué montanera hay este año! Hay encinas que tienen más bellotas que hojas”. Y las señala. Las señala porque las conoce. Tanto que presume de que podría ir andando con los ojos cerrados de un punto a otro de la dehesa. Sin más orientación que su memoria. No exagera. A algunas encinas les pusieron nombre: “Ahí está La Espetina. Daba una bellota muy dulce, dulcísima”.
Señala las encinas porque las conoce. Tanto que presume de que podría ir andando con los ojos cerrados de un punto a otro de la dehesa
Delante de La Espetina, el árbol que la familia de Isaías tenía derecho a recolectar como privilegio por ser los guardianes del monte de la dehesa, enseña una encina raquítica cuyo tallo se tuerce según crece, “vieja, como la he conocido siempre” y “menúa, como decimos los extremeños”. Pese a ello, de cada rama salen incontables bellotas, pequeñas y redondas. Sobre la existencia de este árbol y su nombre, sólo Isaías y sus antepasados saben: “Se olvidará el nombre, morirá con nuestra generación. Si no se transmite, será una encina más”.
Y sigue rememorando, discretamente emocionado: “Había veces que estábamos en la lumbre y hacíamos un pucherío de bellotas dulces. Te lo comías. Y quedabas bien habíao. Otras veces cogías un higo y la mitad de una bellota, lo cerrabas como si fuese un bocadillo y te lo comías. Eso está riquísimo. Ese es el “casamiento”. Así se le decía.
La Espetina es una de las 40.000 encinas que pueblan la dehesa del término municipal de Arroyo de la Luz. Catalogar cada una de ellas de manera individualizada para saber si son aptas para el consumo es una tarea inabarcable. Por eso Francisco reconoce la dependencia del conocimiento de Isaías y otros como él, aquí y en otros lugares, para encontrar “la bellota gourmet y poder reproducirla”.
Mientras se trata de catalogar encinas que produzcan bellota dulce prueban si estos ejemplares pueden ser clonados.
En el invernadero del Centro Universitario de Plasencia, al que los días oscuros iluminan fluorescentes que cuelgan de un techo de plástico transparente, conviven investigadores de diferentes proyectos. Colocados a la izquierda, al lado de la puerta de entrada sobre una mesa de metal de suelo anaranjado, reposan los maceteros que albergan las primeras reproducciones de injertos. Plantas unidas a otras para que broten. Un folio blanco pegado a la mesa describe en letras mayúsculas de qué se trata. “Experimento. Injertos. Fran. Encinas”. Unas pocas pequeñas plantas de encinas crecen después de haber unido tallo de encina de invernadero con material vegetal de encina adulta que ya produce bellota.
– “Queremos transformar un árbol forestal en un árbol frutal”.
– ¿Cómo?
– “El objetivo es conseguir una planta productiva evitando el periodo de juvenilidad. Las encinas tienen un periodo de crecimiento muy largo, tardan en producir bellota 50 o 60 años. Injertando una planta adulta que dé bellota dulce en un tallo de invernadero podríamos tener bellota en 5 o 6 años”.
Los procesos se aceleran. Las tareas se superponen.
En septiembre de 2019, la agencia de noticias española EFE publicó un reportaje enumerando las claves para entender la peste porcina africana a propósito de un nuevo brote de esta enfermedad en Asia. Se lee que en 1957 la peste africana llegó a Europa y que los primeros cerdos la contrajeron en las inmediaciones del aeropuerto de Lisboa al ingerir restos de comida infectada que había sido servida en aviones procedentes de África. Durante los años sucesivos, la enfermedad, que tardó más de 30 años en erradicarse, acabó con la mayor parte de cochinos en Portugal y en España.
Mientras se trata de catalogar encinas que produzcan bellota dulce prueban si estos ejemplares pueden ser clonados
“Tuvimos muchos cochinos en el año 60, pero les entró la peste africana, no sé si la has sentido de nombrar, y tuvimos que quitarlos para echar cabras. Cuando no teníamos una cosa para sacar dinero nos íbamos a otra”. Evaristo presume de octogenario y anda cordeles –caminos centenarios habilitados para el ganado trashumante– y salta cancillas como si de aquel niño que cuidaba ovejas y engordaba cerdos hace casi 60 años se tratara. Ha pasado el tiempo, pero su memoria sigue recordando con nitidez los pormenores de su trabajo como pastor al lado de sus padres y sus hermanos: “Toda la vida en el campo, compañero. Toda la vida”.
Recuerda que la peste porcina les obligó a dejar de trabajar con cerdos y que cuando los tuvieron, antes y después de la epidemia animal, los alimentaban a base de bellota. A principios de la segunda mitad del siglo pasado, la arroba de cerdo criado con el fruto de las encinas se vendía al equivalente en pesetas de un euro y medio (1 arroba = 11 kg). Ya en el siglo XXI, y poco antes de su jubilación, la arroba de los cerdos alimentados exclusivamente a base de bellota podía alcanzar hasta los veinticinco euros en el mercado. “Eran de bellota, bellota”, cuenta.
Evaristo se crió y trabajó en la Sierra de San Pedro, en las inmediaciones de la localidad de Aliseda, al oeste de Extremadura. Una zona de montañas medianas, tierra rojiza y jaras, encinas y alcornoques. Allí vuelve a pisar más de una década después la que fue su casa, en una finca que nunca les perteneció pero que explotaron previo pago de arrendamiento durante toda su vida. Señala las marcas que los jabalís salvajes dejan en los troncos para espantar los insectos. Y marca, también, las encinas y alcornoques que utilizaban y que, asegura, dan bellota dulce. Con ellas alimentaron a los cerdos que vendían cada año.
“Esta encina más bonita no puede ser. Y tiene bellotas mu dulces, pero mu dulces, mu dulces”.
Los cerdos cuyo sustento es la bellota se venden hoy en día a casi cuarenta euros la arroba. Una pata de jamón ibérico de poco más de 5 kilos puede llegar a costar 600 euros. No es lo único que ha evolucionado. Los caminos que la trashumante familia de Evaristo recorrió y por donde entonces “apenas cabía una bicicleta” se han arreglado para que vehículos y tractores pueden transitarlos.
El sonido del teléfono móvil de Francisco interrumpe la conversación. Al grupo de Whatsapp “Bellota Team”, en el que están añadidos investigadores, gentes del campo y potenciales comerciantes de productos derivados de la bellota, ha entrado un nuevo mensaje. Francisco muestra orgulloso la publicación de The Guardian sobre la revalorización de la bellota para el consumo humano que le acaba de llegar. Hace unos días, el también británico diario independent.co.uk presentaba los nuevos y revolucionarios conceptos culinarios del chef extremeño afincado en Londres José Pizarro. La presencia de harina de bellota en sus “honeyed doughnut” – rosquillas de miel – y sus avances a la hora de desarrollar un “marrón glacé ibérico” llamaron la atención del medio. Y de sus clientes en las islas, a los que los primeros experimentos de derivados de bellota “les están gustando”.
Pizarro destaca el sabor del producto. Y la ausencia de gluten en la harina de bellota que la convierte en apta para los celíacos
“Estoy intentando buscar antiguas recetas, seguro que en nuestra tierra las hubo, sobre el uso de la bellota y de la harina de bellota. Ahí tenemos un filón importante”, explica. Pizarro, al otro lado del teléfono camino a uno de sus cuatro restaurantes, airea un acento extremeño por el que parecen no haber pasados los exactos 20 años que cuenta lejos de su tierra. Destaca el sabor del producto. Y la ausencia de gluten en la harina de bellota que la convierte en apta para los celíacos. Y defiende, claro, los beneficios de la bellota para los cerdos: “Al cerdo la bellota le aporta todo. La grasa que producen es saludable, incluso para nosotros. Y el hecho de que los animales tengan que moverse para buscar la bellota. Ese ejercicio aporta todo al producto final”.
El chef, que ha hecho de la tierra que le vio nacer y sus productos su bandera, lanza, antes de seguir con una agenda que sólo consulta al principio de cada día “para no asustarse”, un último alegato: “La bellota es muy importante para nosotros. Tenemos que cuidar las dehesas y al cerdo ibérico. La bellota es parte de nuestra riqueza y de nuestra cultura.
Las dehesas abundan en Extremadura. La bellota, por tanto, también. Pese a ello, el proyecto “Valorización integral de la dehesa y el montado” tiene un componente tan pedagógico como científico. No sólo se trata de demostrar que es posible, también de convencer de los beneficios de intentarlo. “La respuesta es sociológica. Al urbanizarse la gente se ha ido a trabajar a las ciudades. Han dejado de trabajar en el campo. Sólo las familias que desde hace décadas se han mantenido trabajando en el campo siguen comiendo bellota. Y son mayoritariamente personas mayores. La mayoría de gente joven ha abandonado el campo para urbanizarse. Hemos dejado las dehesas y, por tanto, tampoco consumimos un fruto que tenemos al lado en cualquiera de nuestros pueblos”, justifica Francisco desde el laboratorio al tiempo que analiza las muestras de las seis encinas que ya han utilizado en el proyecto. De árboles de tres zonas distintas de Extremadura, “norte, centro y sur, para saber si hay algún condicionante geográfico”. Las personas mayores ligadas al campo las han señalado. Y los análisis de los extractos determinarán qué produce el dulzor de las bellotas seleccionadas: “Su sabor es dulce. Nos lo han dicho los conocedores del campo y no te imaginas cuánto se nota”.
Son las mismas muestras de las que se ha extraído material vegetal para intentar reproducirlas en invernadero: “ninguno de los 50 injertos que hemos hecho ha caído, siguen creciendo”. El resultado, por el momento, es esperanzador. “Si seguimos este camino y nos fijamos en lo que han hecho, por ejemplo, empresarios y propietarios de fincas relacionados con la castaña, de aquí a unos años la sociedad, ojalá, consuma las bellotas igual que hoy se consume la castaña”. Los investigadores ya buscan financiación para darle continuidad a un proyecto que también depende de que otros, como ellos, crean en él.
Cuando a Francisco le propusieron ser parte del proyecto se sintió atraído. Él, ingeniero forestal, ya había trabajado con el que en adelante sería su jefe, entonces catalogando el número de encinas, alcornoques y mestos de la dehesa de su pueblo, Arroyo de la Luz, a apenas 20 kilómetros al oeste de Cáceres. No...
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José Luis Mirón
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