Ambiente cultural
La crítica que susurraba a los espectadores
Los espectadores son los que corren la carrera: los críticos quienes les susurramos al oído
Juan José Santos Mateo 21/03/2021
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Puede que la crítica profesional, escrita negro sobre blanco, naciera de la oposición entre Aristófanes y Eurípides; más probable es que la amateur se remonte a la época de las cavernas: “Pero bruto, ¡Es que no puedes pintar un bisonte en condiciones! ¡Mira que si lo ve alguien!”, o algo por el estilo. Lo que es indudable es que, mientras la “crítica doméstica” no ha dejado de practicarse, la remunerada está en peligro de extinción. Y el meteorito no viene de fuera.
Leer a Cynthia Ozick es un ejercicio tan vigorizante como sombrío. Por un lado, refresca las capacidades de la crítica, pero por otro, te deja como un aficionado merengue cuando la tiene Vini en el área chica. Sin cantar gol. Ejemplifica cuál es el poder latente del análisis cultural, y, a la vez, cómo ese poder ha sido reprimido, doblegado e ignorado. En Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios (Ed. Mardulce, 2020) Ozick se lamenta de la orfandad de la cultura crítica. Esa habilidad que retienen los críticos de detectar lazos de unión, vasos comunicantes entre obras contemporáneas de distintas disciplinas. Esa destreza de ir más allá del evento puntual y establecer una lectura panorámica, captando el zeitgeist de una época. Ella habla de los usos de la crítica por los moradores del momento presente: “visualizar la sociedad entera a través de la contemplación de sus partes, lo delicado junto a lo tumultuoso, lo grave junto a lo insignificante, así es como una cultura puede aprender a imaginar su propio rostro”. Carecer de cultura crítica no es como quedarse calvo –hoy en día uno se puede volver a poner un casco de pelo tan rápido como un Playmobil–. Es quedarse sin cabeza. Ozick continúa explicando la carencia de ese alguien capaz de discernir redes entre producciones creativas: “Lo que está faltando es una intuición poderosamente persuasiva, y penetrante, sobre cómo se conectan, qué es lo que presagian en tanto que conjunto, cómo abarcan y colorean una era”. Cómo se conectan las obras culturales. Es lo que llama el “trasfondo”.
El espectador ha mutado no en usuario, en el sentido de lo que anhelaba Olafur Eliasson, sino en consumidor activo
El mayor cambio en el arte de finales del siglo XX ha sido la aparición del comisario. El del siglo XXI es el de la transformación del espectador. Ha mutado no en usuario, en el sentido de lo que anhelaba Olafur Eliasson, sino en consumidor activo: una figura que aglutina la del cliente, comisario y crítico; pero uno que no interpreta, sino que usa. No está lejos el día en el que pueda entrar al museo –o el museo entre en su casa– y seleccione las obras que quiere ver/usar. Luego podrán recomendar en streaming sus preferencias lanzando videos tipo Ibai Llanos. Este panorama tendría ciertas cualidades si quien ejerza de gurú fuera independiente de los poderes, del mercado. Todo indica que no lo van a ser.
A mediados de los noventa me explotaba el acné apoltronado en el sofá sin saber que lo que estaba viendo en la tele era una premonición del mundo por venir. En “Del 40 al 1” un George Michael de mercadillo, Fernandisco, recorría en un ranking frenético los mejores videoclips de la semana, mezclando jugosas anécdotas con impactantes datos de número de discos vendidos. La elección musical –y, espero, de su vestuario– no la hacía él, sino las compañías discográficas y el volumen de ventas. Y así, por la vía del método Ludovico, acababa media España sabiéndose de memoria la letra de “Historias de amor” de OBK. Han pasado unas cuantas décadas, Fernandisco sale en Sálvame, vivimos adictos a los rankings, y aún mantenemos en alguna parte de nuestro cerebro la letra de OBK. Al delcuarentaalunismo se le ha agregado un nuevo término igualmente abrasivo: el clickbait. No hay mucha diferencia entre leer Artnet News o el As. Los editores quieren titulares hipnóticos, y si cuando alguien clickea aparece un textito, pues mejor. La imagen de Martin Brody echando cebo al mar como un idiota en Tiburón me daba miedo, pero su aplicación metafórica en el campo del periodismo me aterra aún más. Tengo una pesadilla en la que no paro de leer titulares de Peio H. Riaño hasta que a mi portátil le salen dientes y me empieza a devorar los dedos, mientras llama por el telefonillo el repartidor de Amazon: “Te hemos traído Emocionarte, de Carlos del Amor. ¡Tiene un 4,7 en valoraciones!” Sí, lo sé. Estás acabando este párrafo y piensas que no he superado las referencias de mi adolescencia. Ya estoy en mis “40 principales” (años) y, aunque no quiera asumir mi edad, debería asumir la de mis lectores.
Costello creció escuchando programas de radio en los que un colgado ponía la música que le gustaba, sin rendir cuentas a nadie, pero ese modelo dio paso al de la radiofórmula
Este es Elvis Costello. Le habían convencido de que tocara una canción que él no quería tocar, y como ven no se dejó amedrentar, dijo aquello de: “Lo siento, damas y caballeros, no hay razón por la que tocar esta canción aquí”, y cantó lo que quería cantar. “Radio Radio” es una crítica a la radiofórmula y un homenaje a la radio de autor. Costello creció escuchando programas de radio en los que un colgado ponía la música que le gustaba, sin rendir cuentas a nadie. Pero ese modelo, que podría generar no sólo amantes de la música, sino futuros músicos, dio poco a poco paso al modelo de la radiofórmula, que consistía en la repetición de las mismas canciones en base a lo que solicitaban los oyentes y, sobre todo, lo que pagaban las discográficas. Esa nueva radio fórmula quizás no generaría nuevos músicos, pero sí miles y miles de oyentes satisfechos, y, sobre todo, unos cientos de artistas y de discográficas millonarias. Así que Costello compuso esa canción como crítica a la radiofórmula. El músico afirmó que las letras reflejaban el momento en el que “te metes en el negocio de hacer discos y te das cuenta de que de lo que realmente se trata es de que un tipo se vaya con un gran saco de dinero para dárselo a alguien con prostitutas y cocaína para que reproduzcan tu disco las veces suficientes para que la gente se enganche a muerte con él y se convierta en un éxito”. En otra ocasión Elvis Costello volvió a referirse a esta cuestión: “Oh, también podría admitir ahora que la radio ya no tiene nada que ver con la música, sino con el negocio de la publicidad. Hay una habilidad real para programar de manera inteligente, pero ya nadie lo hace. Todo se hace por computadora, por comité. La radio es absolutamente enemiga de la música. Son mi enemigo jurado y mortal, y no tendré nada que ver con ellos”.
Siguiendo en la arena cultural, hagamos lectura de cuáles son las películas más valoradas por los usuarios de Netflix. Comedias románticas y apocalipsis; en la mayoría de los casos, combinadas. ¿Qué dice eso de nuestra época, de nosotros? ¿Ya no somos espectadores, sino consumidores? ¿Esta transformación también afecta al creador, que se ha convertido en un mero productor de bienes? No sabemos, porque nadie lo quiere saber. El crítico de hoy redacta con Auto-tune, quiere ser influencer, no intepreter. Más cerca del modelo Tripadvisor, donde todo es personal, la reacción y la contra-reacción. Practica la escritura comercial: sus artículos son como anuncios narrados.
Cuando la oferta cultural se basa únicamente en parámetros comerciales, durante décadas, devenimos en una sociedad infantil
Volvamos al concepto de “trasfondo”. Parece ilusorio pensar que quienes van a rebufo de lo que dicta el comunicado de prensa vayan a ser capaces de rascar la superficie cultural. ¿Qué hay debajo, encima, a los lados del discurso fácil? Sin trasfondo, lo que tenemos es un abismo, un horizonte de sucesos. ¿Y a quién le importa? Cuando la oferta cultural se basa únicamente en parámetros comerciales, durante décadas, apoyado por la figura del reseñista, que no deviene en crítico, sino que funge como cómplice de la mercadotecnia, devenimos en una sociedad infantil, y, por lo tanto, incapaz de desarrollar un pensamiento crítico. Esto afecta a su pericia a la hora de tomar decisiones y de desentrañar la trampa y el cartón. Hay quienes ante esta tesitura han somatizado su desazón y son capaces de generar azufre bajo su lengua. Creen que lo que pasa es que no hay nada que criticar: ni debajo, ni encima ni a los lados. No lo creo, y baso mi afirmación en la cantidad de obras culturales geniales que he visto, escuchado o leído en los últimos años. La mayoría de las veces, recomendado por críticos, que, como bien describe Ozick, son diferentes a los reseñistas, y éstos, a su vez, distintos de los hacedores de rankings. Los críticos pueden hacer rankings, pero lo contrario no ocurre: que hacedores de rankings puedan ser críticos.
“Empecemos por la necesidad. Lo que es esencial es una masa crítica de críticos que persigan la clase de crítica capaz de definir, provocar, inspirar o al menos intuir lo que en determinado marco temporal está pasando en una cultura”, escribe Cynthia Ozick. Los críticos deberíamos ser camaleones, con visión 360º, mimetizados con el espectador, y no topos, ciegos arrasando el campo de la cultura con agujeros. Debemos trabajar por empoderar al lector, al oyente. Los espectadores son los que corren la carrera: los críticos quienes les susurramos al oído.
Puede que la crítica profesional, escrita negro sobre blanco, naciera de la oposición entre Aristófanes y Eurípides; más probable es que la amateur se remonte a la época de las cavernas: “Pero bruto, ¡Es que no puedes pintar un bisonte en condiciones! ¡Mira que si lo ve alguien!”, o algo por el estilo. Lo que es...
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Juan José Santos Mateo
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