Espacio común
Manifiesto a favor de las bibliotecas (extended mix)
En unos tiempos en los que se apela a la utilidad inmediata para justificar el gasto público, resulta reconfortante seguir gastando dinero en instituciones cuyo único objetivo es ampliar nuestra capacidad de placer y de conocimiento
Iban Zaldúa 19/03/2021
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Un colega en esto de la literatura me comentó una vez, en tono reprobatorio, que yo me “encontraba cómodo en la confrontación”, que siempre estaba escribiendo en contra de algo, nunca a favor. Yo le contesté, mentalmente, unas horas más tarde –las mejores respuestas siempre se me ocurren mucho después–, que para qué leemos y, por lo tanto, escribimos, si no es para estar en contra, para resistir, para resistirnos. Sin embargo, repasando los artículos que CTXT ha tenido a bien publicarme, me he dado cuenta de que casi todos son en contra de algo: de la poesía, de la novela, de la autoficción. Quizá mi colega tenía razón: ya es hora de que hable a favor de algo. Y en los últimos años, si me he posicionado a favor de algo repetidamente, es de las bibliotecas públicas.
Cuestión que, en principio, no me venía de fábrica: yo he sido, desde joven, más una “persona de librería” que “de biblioteca”. Quizá a causa de mi educación familiar, individualista y mesocrática. Puede que también como consecuencia de que, en aquella época, no conociera, por lo menos donde yo vivía, bibliotecas que no fueran disuasorias, es decir, meros almacenes de libros que hacían todo lo posible para reducir el número de sus usuarios a fuerza de no dejarte pasear entre las estanterías, de enfrentarte con un sistema de fichas y clasificación nada intuitivo, de imponerte cancerberos en forma de funcionarios más o menos mal encarados, y de no permitir tomar en préstamo libro alguno. Y conseguían disuadirnos, a fe mía.
(Por eso me digo que puedo perfectamente imaginarme un mundo sin bibliotecas. Porque lo he vivido: en mi niñez/adolescencia, y ahora, recientemente, durante el confinamiento de la covid-19, en que, por mucho que no pocas hayan hecho esfuerzos ímprobos por continuar funcionando, han estado desaparecidas, si no virtualmente, sí de facto. Es decir, las bibliotecas, tal y como las hemos conocido estas últimas décadas, no son algo que podemos dar por sentado. Pero esa es otra historia, que tiene que ver con el futuro de las bibliotecas, sobre el que no soy tan optimista: esa es, seguramente, una de las razones para escribir este manifiesto).
Y ahora podría contar cómo fue eso de hacerme, primero, aficionado a las librerías y, más tarde, después de un proceso de maduración, en ferviente defensor de las bibliotecas públicas, salpimentando mi narración de significativas y, sobre todo, conmovedoras anécdotas personales. Pero como no soy Emmanuel Carrère ni Sergio del Molino y, por lo tanto, no confío en las virtudes per se de la narración autobiográfica, mejor me callo y paso a lo que me ha traído aquí –vale, lo he vuelto a hacer, no tengo remedio: juro que a partir de ahora voy a hablar en positivo–.
De manera que, aprovechando que acaba de pasar hace poco el Día de las Bibliotecas, voy a recuperar aquí un manifiesto que escribí en euskera hace un tiempo y que, desde aquella primera versión, ha seguido engordando con adiciones varias, hasta llegar a este Extended Mix que presento hoy en castellano. No descarto seguir añadiendo puntos no bien lo termine: como decía Jorge Luis Borges, “el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”.
Esta es la pregunta que me gustaría responder: ¿por qué estar a favor de las bibliotecas?
1) Porque están llenas de libros. Este es, sin duda, el motivo más evidente para estar a favor de las bibliotecas, por parte de un letraherido como yo, al menos. Pero no el único. El caso es que además de todos esos libros, las bibliotecas se han llenado de otras cosas en estas últimas décadas: de películas, de discos, de cómics, de arte, de exposiciones, de conferencias, de talleres de lectura y escritura, etc. La biblioteca no es ya solo el libro. Pero sigue teniendo, aún, al libro en su centro. Y así debe ser.
2) Porque son refugios privilegiados del silencio. En un contexto social dominado por el ruido urbano, por esa costumbre tan nuestra de dialogar gritando, por la omnipresencia de la música enlatada –que ha llegado incluso a los ambulatorios, a pesar de los viejos carteles de la enfermera con el dedo en la boca– y por el alto nivel de decibelios en general, las bibliotecas, contra viento y marea, siguen optando por el silencio. Ese silencio, como dice Susan Orlean, es relativo, de acuerdo, porque en él se pueden escuchar los pequeños ruidos que producen los volúmenes al extraerse o volver a ser colocados en los anaqueles, el sonido de las hojas al pasar o del rotulador al subrayar –esperemos que no algún libro de la biblioteca–, las tosecillas y los estornudos, e incluso algunos cuchicheos. Pero es silencio, al fin y al cabo. De hecho, las bibliotecas se están convirtiendo en uno de los pocos espacios públicos de nuestra sociedad en los que sigue reinando, y sólo por eso diría que cumplen una importante función.
3) Porque, teniendo en cuenta que la deriva económica de nuestras sociedades es cada vez más excluyente, siguen abiertas para todo el mundo y ofrecen acceso a la cultura –también– a quienes tienen menos. Cuando la brecha de la riqueza –y también la digital– es cada vez más amplia, en esta fase del capitalismo neoliberal, las bibliotecas se han convertido en un refugio, hasta el punto de llegar a ser, a veces, una rama de los servicios sociales. Y aunque esto sea una mala señal –porque no indica nada bueno del modo en que organizamos nuestra sociedad–, es a la vez algo a tener en cuenta –porque habla muy bien de la biblioteca como institución–.
4) Porque, en un contexto en el que la mercantilización de la vida se extiende cada vez más, siguen siendo gratuitas. Como dice Zadie Smith, “las bibliotecas bien gestionadas están llenas de gente, porque lo que ofrece una buena biblioteca no se puede encontrar fácilmente en otra parte: un espacio público protegido en el que para estar no hay por qué comprar nada”.
5) Porque, en relación con lo anterior, son símbolos de lo público. Es cierto que también existen bibliotecas y archivos privados, pero normalmente el acceso a los mismos es restringido: la biblioteca sigue siendo, fundamentalmente, una institución pública, es decir, un espacio gestionado por alguna institución pública –ayuntamiento, diputación, comunidad, Estado...–. En tiempos de privatización, externalización y, en general, de retroceso de lo público, las bibliotecas siguen manteniendo, al menos en parte, el espíritu de aquello que se denominó Estado del Bienestar. Y no de manera precisamente pasiva, como demostraron muchas bibliotecas cuando se produjo el conflicto del canon, hace ya unos años...
6) Porque han aprendido a trabajar en red. Una biblioteca ya no es sólo una biblioteca: gracias al préstamo interbibliotecario –y a otras formas de colaboración entre las mismas–, las bibliotecas se han extendido a nivel regional, e incluso nacional o mundial. Y la relación que establecen entre ellas es, además, horizontal, toda una lección en una época en la que el poder se encuentra cada vez más polarizado.
7) Porque se dedican a la crítica literaria, aunque sea indirectamente. En un contexto en el que las pequeñas librerías están desapareciendo –con frecuencia en beneficio de cadenas al servicio de grandes grupos–, y en un momento histórico en que la crítica literaria está en decadencia –bien porque se haya convertido en una prolongación de la propaganda publicitaria, bien porque en las reseñas prevalece el amiguismo o, menos habitualmente, la enemistad–, lo cierto es que la selección que suelen llevar a cabo los empleados y responsables de las bibliotecas, en sus mesas o expositores, para ayudar a las y los usuarios, puede llegar a ser una “crítica” más fiable que la de las y los agentes citados. Hubo un tiempo en que esa labor de selección, en parte, la realizaban las pequeñas librerías. Y por eso nos convertíamos en clientes fieles de las mismas; hoy día algunas bibliotecas desempeñan, cuando renuncian a la tiranía del best seller, esa humilde función de separar el grano de la paja.
8) Porque son un lugar en el que, sin dar la espalda a la revolución digital, la cultura analógica sigue viva. De hecho, muchas bibliotecas se han convertido en una extraña –y atractiva– mezcla entre lo antiguo y lo nuevo, en la medida en que han permitido la introducción de los diferentes aspectos de la cultura digital. Pero siempre sin renunciar a la materialidad del soporte físico –libro, CD, DVD– que tanto apreciamos los viejunos como yo. Algo que me parece reseñable en un mundo cultural que se está desmaterializando cada vez más.
Reconozco que, en mi caso, y más tras el atracón de teletrabajo que nos estamos pegando de un tiempo a esta parte, leer –seguir leyendo– en papel es un descanso. Pero, fetichismos aparte, no puedo dejar de acordarme de una novela que leí en mi adolescencia y me impresionó mucho, Cántico por San Leibowitz, del escritor de ciencia ficción Walter M. Miller jr., en la que, tras la Tercera Guerra Mundial, en un futuro postapocalíptico, las bibliotecas de los monasterios volvían a convertirse –como en la Alta Edad Media, pero ahora en los páramos de Texas, por ejemplo– en repositorios del saber “antiguo”, a la espera de un nuevo Renacimiento. Y tampoco puedo dejar de pensar que un seguro histórico semejante sería imposible si desmaterializáramos del todo nuestros libros y los tuviéramos en la nube: un colapso civilizatorio-energético nos dejaría sin ni siquiera ese resquicio. Lo que, una vez más, revela lo boomer que soy: quién se acuerda ya, si no la gente de nuestra generación, del tópico del Holocausto nuclear…
9) Porque, a los que, además de ser letraheridos o simples lectores, nos gustan los libros en sí, nos ofrecen una oportunidad inmejorable para economizar espacio en casa. Hay que admitir que, si no eres un rico –o uno de esos políticos corruptos del PP, Vox, PSOE, PNV o la antigua CiU que recibe áticos en obsequio; táchese lo que no corresponda a la circunscripción política de que se trate–, llega un momento en la vida en el que todos los libros adquiridos desbordan la capacidad de un hogar más o menos normal y, a falta de una segunda o tercera vivienda, ya no hay sitio para uno más. Si no se quieren multiplicar hasta el infinito las estanterías o no se tiene tendencia al expurgo –muchos amantes de los libros sufrimos este síndrome bibliográfico de Diógenes–, y, al mismo tiempo, se desea permanecer fiel al libro de papel, el servicio de préstamo de las bibliotecas puede ser una excelente alternativa.
10) Porque las bibliotecas son uno de los principales impulsos para la socialización de la literatura, vía clubs de lectura, talleres de escritura, presentaciones e iniciativas similares. La lectura es un acto solitario, pero posee un aspecto social que normalmente se realiza una vez terminada la misma y que para mí es, en cierto modo, un componente inalienable del mismo acto de leer: compartir, debatir lo leído. Las bibliotecas, además de poner los libros a nuestra disposición, están entre las principales organizadoras –no las únicas– de estos actos colectivos en torno al libro, algo que también tenemos que agradecerles.
11) Y ya que estamos hablando del aspecto social de la lectura, cómo olvidar aquel otro argumento a favor de las bibliotecas: el que las señala como lugares míticos para ligar –aunque, recordando lo dicho en el punto 2, para hacerlo siempre en silencio, a través de miraditas, gestos y mensajes analógicos y/o telefónicos, etc., lo que siempre redunda en que todo sea más excitante–.
He señalado que son míticos, porque a mí, a decir verdad, jamás me ha ocurrido nada de eso. Aunque juro por todas las Musas que he oído muchas historias al respecto… al menos hasta que llegó la era de Tinder, Grindr, Badoo, Meetic, Kaixomaitia y demás. Si a eso añadimos los cambios en los usos amorosos que se están imponiendo durante esta pandemia, no sé, la verdad, en qué va a parar la cosa. Puede que –por si no había dejado suficientemente claro a qué cohorte demográfica pertenezco– en una nueva versión de “Video Killed The Radio Star”: “Dating App Killed The Library Flirting”. Lo que, ahora que lo pienso, no sería una buena señal para el futuro de las bibliotecas, tal y como las conocemos ahora…
12) Porque, aunque las bibliotecas son, por definición, lugares ordenados, tienen a su vez algo de caótico. Admito que éste es un argumento bastante personal y quizá intransferible, porque yo mismo soy un lector desordenado, no muy sistemático, que gusta de saltar de un tema a otro, de un género a otro. ¿Y qué mejor sitio para continuar siendo ese tipo de lector que una biblioteca? En efecto, puede afirmarse, como prueba, que no existen dos bibliotecas absolutamente iguales, ni en cuanto a los fondos ni en cuanto a la clasificación o distribución espacial de los mismos –al margen de algunas líneas generales, que siempre son de agradecer, claro–. Lo que da pie a algo que el algoritmo, en principio, no permite: pasear aleatoriamente entre los estantes, es decir, a la posibilidad de seguir siendo un flâneur de los libros y otros productos culturales.
13) Pero, con eso y con todo, porque por encima de este caos aparente que pueden ser las bibliotecas, y como ya he insinuado en el punto anterior, prevalece un cierto orden en las mismas. A fin de cuentas, una biblioteca realmente desordenada no serviría para mucho. Como dijo Arthur Schopenhauer, “La biblioteca más grande, pero desordenada, nunca será tan útil como una pequeña pero bien arreglada. Puedes acumular una vasta cantidad de conocimiento, pero será de un valor mucho menor para ti que una cantidad más pequeña si no has reflexionado sobre ella por ti mismo”.
14) Finalmente, las bibliotecas me gustan porque no sirven para nada, al menos no más que, en la línea de lo que afirma Nuccio Ordine, lo que sirven los libros y la literatura. En unos tiempos en los que se apela a la utilidad inmediata para justificar el gasto público –carreteras, alta velocidad, sanidad, pensiones, ejército…–, resulta reconfortante seguir gastando dinero –siempre insuficiente– en instituciones cuyo único objetivo es ampliar nuestra capacidad de placer y de conocimiento.
Por todo eso (y por mucho más),
¡vivan las bibliotecas!
Un colega en esto de la literatura me comentó una vez, en tono reprobatorio, que yo me “encontraba cómodo en la confrontación”, que siempre estaba escribiendo en contra de algo, nunca a favor. Yo le contesté, mentalmente, unas horas más tarde –las mejores respuestas siempre se me ocurren mucho después–, que para...
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