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Hace más de un año que comenzó el encierro por la pandemia. Cómo olvidarlo. Un detalle de aquellas primeras semanas de estado de alarma tuvo que ver con las mascarillas. Parecía claro que debíamos llevarlas para protegernos, pese a lo poco que se sabía del virus. Pero era difícil encontrarlas y el poco stock que había en las farmacias, triplicó –como poco– su precio. Durante un tiempo fue imposible comprar ninguna. Cuando hubo de nuevo, volvieron los precios abusivos: la demanda era enorme porque se había convertido en un objeto básico en nuestras vidas. Cuando se hubo garantizado el suministro, el gobierno obligó a llevarlas y, como consecuencia, tuvo que intervenir el mercado. Si hubiésemos dependido de su libre funcionamiento habría sido difícil controlar la pandemia, porque el mercado no es perfecto, sobre todo cuando hablamos de bienes de primera necesidad. Algo similar ocurre con la vivienda.
La vivienda es una necesidad humana de primer orden, por eso existe el derecho a la vivienda y no el derecho a los videojuegos
La vivienda no es una mercancía como otra cualquiera. Podemos vivir sin una videoconsola, sin un lavavajillas o sin un climatizador. De hecho, mucha gente no se puede permitir alguna o todas estas cosas. Pero sí necesitan una vivienda, un lugar donde refugiarse, donde tener intimidad, de la misma manera que necesitan beber agua y comer todos los días. La vivienda es una necesidad humana de primer orden, por eso existe el derecho a la vivienda y no el derecho a los videojuegos. Ironizo porque, aunque sea obvio, a veces no lo parece. Ahí tenemos a todo un ministro socialista afirmando que “la vivienda es un derecho, pero también es un bien de mercado”. José Luis Ábalos anticipaba que el PSOE no iba a permitir la regulación efectiva del mercado de la vivienda, porque la vivienda no son las mascarillas, por mucho toque de queda y recomendaciones de quedarnos en casa para contener la pandemia.
El argumento del PSOE se basa en dos premisas: la vivienda genera beneficios para los propietarios y el mercado, donde se fijan los precios, se autorregula. La solución para hacer bajar los precios es aumentar la oferta, es decir, construir más vivienda. El argumento ignora que la vivienda es un derecho humano y presupone que es una mercancía como otra cualquiera, cuando su propia condición de bien raíz determina que ocupa un espacio, y no hay dos espacios iguales. Cada vivienda –o bloque de ellas– tiene una localización geográfica única. Eso hace que la misma vivienda, del mismo tamaño, orientación, construida con los mismos materiales en el mismo momento, valga mucho más en Madrid que en Badajoz, y dentro de Madrid, en Malasaña que en Usera. Por eso, el principal problema en torno al precio de los alquileres está en las ciudades, y precisamente por eso necesitamos políticas de control (de los precios) del alquiler.
Un buen número de ciudades tienen este tipo de políticas: Ámsterdam, Berlín o Viena son ejemplos en el entorno europeo. Menos conocido es el caso de Nueva York, donde el 44% del mercado de vivienda en alquiler está intervenido por el Estado mediante un sistema complejo que se ha modificado en muchas ocasiones desde que entrara en vigor hace un siglo. Su explicación excede los límites de este texto, pero ahí van unas pinceladas. El control del alquiler lo gestiona la Rent Guidelines Board, un organismo público que acuerda el precio del alquiler en las viviendas reguladas. Normalmente, se permiten aumentos de entre un 1% y un 4% anual dependiendo de la vivienda y el coste de la vida, aunque este año debido a la pandemia se han congelado. Esa renta tiene, no obstante, un tope máximo que depende de varios factores. Los propietarios también tienen un límite máximo de subida del 20% cuando llega un inquilino nuevo. Aunque esto no es común: si un neoyorquino consigue una vivienda con el alquiler controlado, se quedará ahí lo máximo que pueda, porque sabe que será difícil encontrar condiciones mejores. Por lo general, todos los edificios de seis viviendas o más construidos entre 1947 y 1974 están sujetos a control del alquiler, en tanto que sus propietarios ya han recuperado la inversión por la que construyeron el edificio. Si el propietario realiza una nueva inversión en el inmueble para renovarlo tiene derecho a revocar el control gubernamental, o si un inquilino gana más de 200.000 dólares al año, también pasará a tener un alquiler conforme al mercado libre. De la misma forma, algunos edificios construidos después de 1974 también han entrado en el programa.
El control del alquiler busca equilibrar el mercado haciéndolo más eficiente. Y es necesario, en el caso español, para todas las personas precarizadas
En total, Nueva York tiene más de un millón de viviendas privadas cuyos propietarios tienen restricciones a la hora de fijar el precio del alquiler. Si no fuese así, sería imposible para una mayoría de neoyorquinos vivir en la ciudad, lo que provocaría que esta no pudiera funcionar con normalidad. Del control del alquiler se benefician las clases trabajadoras en una urbe con grandes diferencias entre el poder adquisitivo de los barrios ricos en Manhattan y los obreros en Brooklyn, Queens o el Bronx. Según un estudio reciente, un piso de una habitación en Nueva York cuesta de media 2.460 dólares al mes (y el precio ha caído por la pandemia, a mediados de 2019 era de 2.980 dólares). Si bien es cierto que los salarios son más altos por lo general, se calcula que un 45% de los neoyorquinos, especialmente en comunidades negras y latinas, destinan más de un 30% de su salario al alquiler, por encima del estándar que se aconseja para tener un mínimo de calidad de vida. El sistema tiene muchísimo que mejorar y, además, debe complementarse con otras políticas, como la construcción de vivienda pública y su mantenimiento en la esfera de la administración. Aunque no deja de ser significativo que la capital económica del neoliberalismo tenga tan claro la necesidad de controlar el alquiler.
Frente a los mitos contrarios a la intervención de este mercado, como los que ha estudiado el profesor Tom Slater, el control del alquiler funciona. Esta regulación en ningún caso supone que los propietarios dejen de conservar ni mantener los edificios o que los vayan a retirar del mercado haciendo caer la oferta de arrendamientos, porque todavía reciben una renta que les reporta beneficios, sin ser abusiva con los inquilinos. Tampoco se desincentiva la construcción de nuevas viviendas, porque normalmente no están afectadas por la regulación. El control del alquiler busca equilibrar el mercado haciéndolo más eficiente. Y es necesario, en el caso español, para todas las personas precarizadas, especialmente los jóvenes. Muchos no pueden emanciparse para desarrollar un proyecto de vida libre y autónomo, y aquellos que lo consiguen deben pagar unas rentas muy elevadas, haciendo que no se puedan permitir otros bienes, o siquiera ahorrar para la entrada de una vivienda si quieren convertirse en propietarios. El sistema está roto y la regulación del precio del alquiler es una buena opción para comenzar a repararlo.
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Jaime Jover es doctor en Geografía. City University of New York, EE.UU.
Hace más de un año que comenzó el encierro por la pandemia. Cómo olvidarlo. Un detalle de aquellas primeras semanas de estado de alarma tuvo que ver con las mascarillas. Parecía claro que debíamos llevarlas para protegernos, pese a lo poco que se sabía del virus. Pero era difícil encontrarlas y el poco stock que...
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Jaime Jover
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