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Memoria

Una antología de la verdad

En su último libro, Georges Didi-Huberman sigue el rastro de Emmanuel Ringelblum y toda una pléyade de “historiadores del fin del mundo”, que documentaron el exterminio de los judíos polacos

Hedoi Etxarte 3/04/2021

<p>Michel Borwicz, sacando las cajas que contenían los archivos, en el gueto de Varsovia.</p>

Michel Borwicz, sacando las cajas que contenían los archivos, en el gueto de Varsovia.

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Tal vez convenga plantearse cómo percibe uno su propio oficio en tiempos en los que las circunstancias parecen volverlo secundario.

La mayoría de los que se alzaron en armas contra los nazis en el gueto de Varsovia eran muy jóvenes. El comandante de la Organización de Combate, Mordechai Anielewicz, murió, fusil en mano, con veinticuatro años. Tan jóvenes como él eran Marek Edelman y Bernad Goldstein, miembros del Bund, un movimiento de emancipación de obreros judíos que por aquel entonces se consideraba “socialista” pero que hoy consideraríamos “de extrema izquierda”. Varios insurgentes, al finalizar la guerra, escribieron sus memorias del Gueto (Borwicz, Czerniakow, el propio Edelman o Goldstein). Pero aquel acontecimiento tuvo un transmisor sin igual: Emmanuel Ringelblum.

Ringelblum batalló a la vez en dos campos: “el campo de la historia de la supervivencia (el sufrimiento y el intento de transformación sin importar el riesgo) y el campo de la historia como pensamiento (la paciente toma de notas)”. Emmanuel Ringelblum recopiló y archivó signos de aquellas vidas que iban a desaparecer. Georges Didi-Huberman cuenta su historia (y a través de su historia la vida del gueto y la vida del historiador y militante) en su última obra: Éparses. Voyage dans les papiers du ghetto de Varsovie (Les Éditions de Minuit, 2020).

El protagonista

Emmanuel Ringelblum “fue un escritor resistente, un resistente que ennegreció páginas sin descanso hasta su último escondite, antes de que lo arrestaran y fusilaran junto con su mujer y su pequeño hijo en marzo de 1944”.

Como recuerda Didi-Huberman, “los militares o los dirigentes políticos se ríen a menudo del papel: un ‘tigre de papel’ es, sin duda, mucho más frágil e ineficaz para tomar el poder que un batallón bien armado”. Y, sin embargo, Ringelblum y sus colegas historiadores no fueron un grupo ingenuo que practicara un pacifismo banal; bien al contrario, criticaron abiertamente que los Judenrat (‘los consejos judíos’) sirvieran de correa de transmisión para apaciguar cualquier revuelta contra los nazis, que los fueron aniquilando por etapas.

Cuando los nazis confinaron a la población judía en el gueto, Ringelblum tomó tres decisiones fundamentales. La primera fue quedarse. Quedarse y tener hambre como los demás, como los que no podrían marcharse. Quedarse y sentir el terror de cada intervención de las SS.

La segunda fue ayudar: “actuar junto con otros para los demás, para esa comunidad cada vez más amenazada”. Samuel Kassov relata cómo Ringelblum trabajó en la organización de apoyo mutuo Aleynhilf. Aquella decisión era, según Didi-Huberman, eminentemente política: “se inscribía en contra de la actitud negociadora del Judenrat, el ‘consejo judío’ organizado y controlado completamente por los nazis”. Este compromiso no era nuevo en Ringelblum, pertenecía desde la década de los veinte al ala “izquierdista” y marxista del partido Poaley Tsiyon, que dirigía Ber Borokhov y que se organizó contra los sionistas de derechas.

La tercera tomada por Ringelblum fue escribir. En distintos géneros y sobre disciplinas distintas. Relatar, describir, copiar, recuperar documentos y editarlos. Acumuló y acumuló: “manuscritos, textos dactilografiados, policopiados o impresos. En yidish, en hebreo, en polaco, en alemán. Estadísticas del sufrimiento. Ensayos, poemas, relatos, crónicas. Piezas de teatro, tareas para niños de escuelas clandestinas (los alemanes habían suprimido, en el gueto, el derecho a la enseñanza). Canciones callejeras. Dibujos, cartas postales. Hojas escritas que la gente que iba en vagones de carga hacia Treblinka lanzaba. Planos de campos de concentración que los fugados habían podido hacer”... 

El grupo

Ringelblum perteneció a un grupo político formado por historiadores que trabajaron para “el tribunal de la historia”. Un colectivo tan clandestino como los que, armas en mano, se enfrentaron a los nazis. Un grupo de “camaradas” que se dedicó a recolectar material. De aquel material se salvaron 35.369 páginas tras la guerra. Aquel grupo se reunía cada sábado y por eso se llamó Oyneg Shabes, que en yiddish significa “la alegría del sabbat”.

Ninguno de los grandes estudios históricos sobre el gueto (Yisrael Gutman, Barbara Engelking, Jacek Leociak) habría sido posible sin el trabajo de Oyneg Shabes. Aquel trabajo fue una lamentación como la de Gustawa Jarecka, militante de Oyneg Shabes, que antes de morir en Treblinka en enero de 1943 junto a sus dos hijas escribió:

“La crónica [que escribimos en el gueto] se tiene que lanzar como una piedra bajo la rueda de la historia para poder pararla. […] Podemos perder toda esperanza, excepto la siguiente: que la gente que sufre y se destruye en esta guerra desaparezca cuando la consideremos lejos en una perspectiva histórica”.

A Jarecka y a sus dos hijas las asesinaron. De todo aquel dolor, sólo queda una síntesis cada vez más pequeña, cada vez más frágil. Sin embargo, sin aquel esfuerzo de escritura durante el naufragio, como lo ha descrito Didi-Huberman, ni siquiera habríamos podido tener esto que ahora parece tan poco en comparación con lo que padecieron.

Ringelblum, en su diario de historiador, recogía hechos relevantes y apuntes filológicos. Desde la filmación que los alemanes hicieron del gueto el 8 de mayo de 1942 hasta el uso del lenguaje en la propaganda contra los judíos (que empleaba palabras como “epidemia”, “bolchevique” o “anticristo”). Su labor era recogerlo todo. Desde detalles que, ante la gravedad de lo que iba a ocurrir, parecerían nimiedades (“como cuando Wedel, el pastelero más conociendo de Varsovia, cesó de vender chocolate a los judíos en diciembre de 1939”), hasta “la exterminación propiamente dicha, pasando por la profanación de los cementerios, donde los judíos fueron obligados a destruir ellos mismos los objetos de culto de las sinagogas”.

Ringelblum y su equipo redactaron  documentos concretos sobre los trabajos forzados (“marcas de la esclavitud moderna”) en los que destaca la precisión: “Los golpean en las orejas y la cabeza hasta que mueren. […] Cuando los matan, los judíos obligados a trabajar tienen que tener la cara pegada al muro. […] Fue un infierno. La caza del hombre. […] Pegaban los judíos a la pared como medio de atracción”.

Ringelblum recoge datos sobre la mortalidad en el gueto (en noviembre de 1940 escribe que “según nuestras estimaciones sólo la mitad sobrevivirá”). El 21 de abril de 1941 escribe: “las tasas de mortalidad de la población judía son horribles: se han disparado de 150 a 500 o incluso 600 por semana. Hay masas enteras de personas que se desmayan en la calle». Frente a la percepción subjetiva del horror, se impone el historiador que constata que «la tasa de mortalidad a tomado un nivel catastrófico, siete veces más elevado que el de noviembre” y que “la mortalidad es tan elevada que los comités de inmuebles [grupos autoorganizados al margen de las Judenrät] se encuentran en la obligación de preocuparse antes de los muertos que de los vivos”.

Los papeles

El grupo militante conservaba los documentos en bidones de metal. Es posible que escondieran unos veinte lotes, pero sólo uno se pudo recuperar. Pero, como los cadáveres, los papeles son materia orgánica. Muchos de los mensajes embotellados se hincharon, se mojaron, se volvieron ilegibles, consecuencia del “agua hostil del suelo de Varsovia” como la llama Didi-Huberman.

Otro de los camaradas de Oyneg Shabes era Menhaem Mendel Kohn, quien en uno de sus informes escribió: “Según mi opinión es un deber sagrado de cada cual, sea competente o no, escribir lo que ha visto o ha oído decir de lo que los alemanes nos han hecho. […] Todo ha de ser consignado, sin omitir ningún hecho. Y cuando el momento llegue –seguramente llegará–, que el mundo lea y sepa lo que estos asesinos han hecho. Lo que la gente en duelo escriba ahora, será el material más importante”. Defendía escribir la historia entendida como ese “tesoro de sufrimientos” destinado a llegar como documento al tribunal del mundo.

Ringelblum, en su diario, registraba una reflexión similar en junio de 1942. Cuando sobre las ondas de la BBC hablaban por primera vez de los campos de exterminio, Ringelblum escribió: “Poco importa si la revelación de la increíble masacre de judíos tendrá el efecto buscado, si se parará la liquidación metódica de todas las comunidades judías. [Pero] hay una cosa de la que estamos seguros: hemos llevado a cabo nuestro deber. […] Nuestra propia muerte no será en vano”.

No siempre sucede, pero los historiadores del gueto compartían con “su objeto de estudio” la misma condición existencial: “estaban llamados a morir pronto bajo los golpes de una decisión alemana tan radical y general que durante mucho tiempo, juzgaron ‘inimaginable’”. 

Las sombras del maestro

El equipo de historiadores del gueto tuvo un maestro en historiografía: Isaac Schiper. Schiper afirmó a uno de sus compañeros detenidos: “Todo depende de quién transmita nuestro testamento a las generaciones futuras, de quién escribe la historia de este período. Es habitual que el vencedor escriba la historia. Lo que sabemos de los pueblos asesinados es únicamente lo que sus asesinos, en su vanidad, han querido contar. Si nuestros asesinos son victoriosos, si son ellos quienes escriban la historia de esta guerra, nuestra destrucción será presentada como una de las más bellas páginas de la historia del mundo. Al contrario, si somos nosotros quienes escribimos la historia de este período de sangre y lágrimas, y tengo la firme convicción de que la escribiremos, ¿quién nos creerá? Nadie querrá creernos, porque nuestra catástrofe es la catástrofe de todo el mundo civilizado”.

Sus alumnos lo recolectaron todo: “prensa clandestina, documentos, dibujos, papeles de embalaje de confiterías, tickets de tranvía, cuadernillos de racionamiento, afiches de teatro, invitaciones a conciertos o conferencias. También guardaron copias de códigos garabateados con señas de apartamentos donde se albergaban docenas de alquilados, y recuperaron los menús de restaurantes donde se comía oca rôtie y vinos finos. También encontramos el relato lacónico sobre una madre hambrienta que “comió a su hijo muerto”, escribe Samuel Kassow.

Didi-Huberman no pone en duda que para Ringelblum y su grupo fue tan importante luchar en forma de guerrilla contra los nazis como recopilar todos aquellos materiales. Porque para Ringelblum la política de la historia era, justamente, exigir, ante toda aquella barbaridad, que se preservara la necesidad de la historia, la cultura y el patrimonio.

Lucha de clases en el gueto

Al final de su ensayo, Didi-Huberman recuerda aquella paradoja que enunció Hannah Arendt: “aquel pueblo fue unido en la muerte, pero estaba disperso mientras vivía, era plural: estaba atravesado por brechas, por fisuras, por conflictos”.

Ringelblum constataba la tensión, dentro del gueto, de las distintas corrientes políticas. Detectó “odio a la policía” entre la población. Era un historiador marxista y no vaciló en describir, de muros hacia dentro, una “lucha de clases”. Se suceden las palabras poco afectuosas hacia el consejo judío. Oyneg Shabes fue, de inicio a fin, una organización clandestina que se hubo de ocultar “tanto del Judenrat como de las autoridades nazis”. Se percibe el odio hacia la policía judía cuando el historiador, al explicar el contrabando (las consignas y las estrategias para ocultar víveres en graneros, escondites, entre escombros, en dobles muros…), cifra que “en el 90% de casos, son los policías judíos quienes descubren los escondites”.

Es recurrente, entre los historiadores, la relación de los Judenrat con el exterminio. Su formación y funcionamiento lo explicó Raul Hilberg en el monumental La destrucción de los judíos europeos. Y es conocida la tormenta que Hannah Arendt desató con Eichmann en Jerusalem, donde directamente señaló que, sin la colaboración sistemática y continuada de los Judenrat, no habría sido posible el amansamiento y la identificación de quienes fueron eliminados. Pese a que en su segunda edición Arendt modificó algunos juicios que hacía en el libro (y que habían herido a parte del sionismo de derechas, entre muchos a Gershom Scholem), tres décadas antes, los militantes de Oyneg Shabes habían constatado lo mismo: las Judenrät eran la correa de transmisión de los Einsatzgruppen nazis. Las Judenrätfueron quienes inhibieron a los grupos militantes judíos para que no hubiera insurrecciones armadas cuando todavía se pudieron hacer, por ejemplo.

Los documentos de Oynes Shabes dibujan tanto el establishment que vive con el Judenrat como lo que queda fuera de éste: “el pueblo”. Didi-Huberman afirma que “volver a los textos de Ringelblum y a los archivos de Oyneg Shabes nos confronta con esa historia mientras sucede y donde se desarrolla. Constatamos a la vez que Ringelblum, desde su experiencia en el corazón de la tragedia, que quizá habría que emplear palabras más duras que las que utilizó Arendt con respecto al Judenrat. Así, no duda en su Diario en hablar de la policía judía como de una ‘policía de gangsters’ o de una jauría de ‘gestapistas judíos’”.

Epitafio

Cuenta Didi-Huberman que si en marzo de 1944 los nazis hubieran sabido quién era Emanuel Ringelblum, a quien torturaron hasta la muerte, hubieran entendido que tenían enfrente a su enemigo: “Los nazis habrían reconocido en Emanuel Ringelblum la figura extrema de todo aquello que aborrecían hasta el miedo: la encarnación del ‘intelectual judeo-blochevique’. Intelectual, judío y marxista a la vez”.  Nada era tan peligroso para los tiranos como un intelectual judío y marxista.

Sin embargo Ringelblum no era el único integrante de aquel grupo, y no todos eran como él. En Oyneg Shabes la mayoría eran marxistas, y entre ellos estaba el rabino Szymon Huberband. Un rabino del que Menahem Mendel Kohn dijo que era “muy respetuoso con los ateos y con ‘la gente de izquierdas’ en general”. Huberband se especializó en la recopilación de los archivos sobre la vida religiosa, lo que incluyó la documentación sobre la destrucción de sinagogas y la profanación de cementerios. Pero también se dedicó “a la cultural material en general, el folklore del gueto o la vida en los campos de trabajo”. Huberbund también era historiador, y “sus escritos están redactados sin contemplaciones y son polémicos. Como Ringelblum, Huberband hacía de historiador, no de hagiógrafo, y no lo disimulaba. Podía tratar a los jasidíes como a borrachos egocéntricos y podía calificar a los bundistas ateos como a una corriente de mártires». No solo escribían historia, el propio rabino Huberband trabajó muchos géneros, sobrepasando sus funciones religiosas. Hay un documento en el que en 1941 el Huberband exclama: «¡Yo acuso! ¡Llamo a la venganza!”.

Esa fue la misión de aquellos historiadores. En Oyneg Shabes recogieron “las migas de pan de lo posible, [...] salvaron piezas de la destrucción, las agruparon, las escondieron, las recogieron, hicieron un archivo. Crearon una obra decisiva que transformó lo disperso de la destrucción en una antología de la verdad”. Crearon gracias a un grupo, gracias a un oficio, gracias a un sentido de la transcendencia de lo antologado. Es, en este caso sí, difícil no caer en la hagiografía de aquellas personas. Personas que comprendieron que sobrevivir es algo más que mantenerse con vida.

Tal vez convenga plantearse cómo percibe uno su propio oficio en tiempos en los que las circunstancias parecen volverlo secundario.

La mayoría de los que se alzaron en armas contra los nazis en el gueto de Varsovia eran muy jóvenes. El comandante de la Organización de Combate,...

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