la barbarie
Diario de un intelectual en un campo de concentración
Diario de lectura de un diario de supervivencia escrito en Dachau (sobre ‘Goethe en Dachau’, de Nico Rost, ContraEscritura)
Rubén A. Arribas 27/02/2021
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24 de diciembre de 2020
Llevo un par de días enfrascado leyendo Goethe en Dachau, de Nico Rost, y me ha parecido oportuno acompañar la lectura con un diario. Al fin y al cabo, el libro es precisamente eso: el diario que escribió este periodista y traductor holandés cuando estuvo recluido en Dachau entre el 10 de junio de 1944 y el día en que se liberó el campo de concentración, el 29 de abril de 1945. Rost había sido detenido en Holanda en mayo de 1943 por ser miembro de la Resistencia y, según los nazis, por publicar “escritos antialemanes”. Después de tenerlo encerrado casi un año entre los campos de Saint Gilles-Forest, Schveningen y Vught, lo trasladaron al de Dachau.
Antes de empezar a leer el libro, no tenía mucha idea sobre él. Lo conocí gracias a Eduardo, un profesor de Historia y exlibrero pamplonés que todavía hoy –el libro se publicó en 2016– afirma en su cuenta de Twitter vivir en Goethe en Dachau. Por suerte, antes que a mí, ya había convencido a Bernardo, un amigo común, así que este me lo ha prestado.
Después de haber mirado el plano del campo de concentración y una foto donde dos presos consultan libros en una biblioteca, he ingresado en Dachau por el prólogo del propio Rost. He dejado para más adelante el resto de paratextos: la “Nota de edición” de Marta Martínez Carro, la “Nota de traducción” de Nùria Molines Galarza, la “Nota biográfica” sobre el autor, el prólogo de Anna Seghers –amiga de Rost– y hasta un glosario de términos en alemán. Todo tiene buena pinta, pero llevo mal los prolegómenos y prefiero leer ese material conforme vaya avanzando en mi lectura. A todo esto, no sabía que en Dachau hubo una biblioteca.
25 de diciembre de 2020
Nada más empezar el diario, lo primero que pide Rost (Groninga, 1896 - Ámsterdam, 1967) es no curarse del absceso que tiene en la pierna. Mientras esté en la enfermería, disfrutará de la comodidad de una cama, del tacto de unas sábanas y dispondrá de tiempo para leer y escribir (aunque esto último deba hacerlo a escondidas). Todo un privilegio en un lugar donde la inhumanidad campa a sus anchas. Lo que no me queda claro es si vino ya herido de Vught o si el absceso es el resultado de las dos semanas de cuarentena obligatoria a las que ha sido sometido como cualquier otro preso de nuevo ingreso en Dachau.
En teoría, esas cuarentenas se hacían para controlar posibles epidemias e instruir militarmente a los nuevos en las reglas del campo. En la práctica, según explica una nota al pie, fueron una suerte de rito de iniciación que incluía palizas y funcionaban como un primer proceso de selección. Quienes sobrevivían se integraban después en la rutina del campo. Y quienes no, pues ya se sabe: a engrosar la estadística de muertos. Entre 1933 y 1945, murieron unas 41.500 personas, la mayoría en el último medio año de la guerra.
La vida rutinaria de un prisionero sano consistía en trabajar en régimen de esclavitud en un Kommando, padecer hambre extrema y vivir bajo la amenaza permanente de ser trasladado a Auschwitz, si es que antes no era torturado, ahorcado, fusilado o utilizado como cobaya para algún experimento sobre la malaria, el paludismo o el efecto de las bajas temperaturas sobre el cuerpo humano. Por tanto, Rost, como cualquier otro preso, solo desea que la herida de su pierna tarde mucho en curarse; fuera de ese oasis que es la enfermería, lo normal es morir.
Curiosamente, en un trance así, lo primero que anota este intelectual marxista holandés es una frase de su admirado Goethe: “¡La vieja Tierra todavía sigue ahí y el cielo aún sobre mí se arquea!”. A continuación explica que, gracias a la herida de la pierna, comprende mejor el profundo significado de esas palabras. Como soy un tanto disperso, en vez de en Goethe, me he quedado pensando en otra cosa: ¿cuántos prisioneros de estos campos de exterminio sabían más y apreciaban con mayor conocimiento la cultura alemana que los nazis?
26 de diciembre de 2020
Desde el inicio, Rost toma una decisión difícil de entender si alguien entra en su diario más por Dachau que por Goethe: dedica más de una docena de entradas a escribir sobre literatura. Él argumenta que lo hace por salud mental, para no pensar ni en su esposa ni en su hijo. Asimismo, es su manera de disciplinar el pensamiento, de ejercitar la fuerza de voluntad y de impedir que Dachau lo fagocite, esto es, de vivir absorbido por el monotema de la sopa aguada, los interrogatorios, el recuento, la epidemia de tifus o los amigos que van muriendo. Leer y escribir sobre literatura, explica Rost, es “una especie de autoprotección”.
Por eso, su diario contiene numerosas reflexiones sobre Goethe, Hördelin, Grillparzer o el Romanticismo alemán, amén de algunas notas sobre literatura neerlandesa. A simple vista pueda parecer que este es un diario con ínfulas de ensayo literario, y no es así. Goethe en Dachau es, sobre todo, la constatación de una estrategia de supervivencia en un entorno donde la criminalidad arbitraria lo impregna casi todo. Rost podría haber escrito sobre la música de Beethoven, la pintura de Grosz o la historia de las catedrales alemanas, y el libro no hubiera variado mucho.
En general, lo más relevante de esa parte es la disciplina con que Rost se autoimpone tareas intelectuales. También la pasión con que defiende la cultura germana, una cultura de la que se siente parte por cuanto su esposa es alemana, él ha vivido en Berlín, tiene muchos camaradas alemanes y austriacos o ha traducido, entre otros, a Alfred Döblin, Joseph Roth y Ernst Toller. En su vertiente como intelectual, Rost pone mucho énfasis en combatir un pensamiento que le parece muy peligroso: considerar que todo lo alemán es nazi.
P.D.: después de casi dos meses en la enfermería, el 26 de agosto, Rost fue dado de alta y trasladado a un barracón. Se acabó su buena suerte. De todos modos, eso tiene algo positivo: ahora ya no depende de los demás para conseguir libros de la biblioteca.
27 de diciembre de 2020
A pesar de las condiciones extremas y de tener un enemigo común, Dachau es un babel de nacionalidades donde impera el chovinismo. Según Rost, muchos presos se refugian en la endogamia de su grupo nacional y evitan mezclarse con los demás. Un caso especial son los polacos: tan antirrusos, antisemitas y reaccionarios que parecen tener más en común con las SS que con los demás.
Los neerlandeses tampoco parecen ser los más proclives a confraternizar. De hecho, a Rost le molesta mucho que sus compatriotas solo hablen entre sí, se interesen únicamente por lo relacionado con Países Bajos o que desprecien todo lo germánico, sin tener en cuenta que hay muchos alemanes y austriacos presos, incluso desde la década del 30. Frente al chovinismo, Rost levanta las banderas de la universalidad y del interés genuino por el otro.
Por eso, aprovecha cualquier oportunidad para charlar con personas con un bagaje cultural, ideológico o de clase diferente al suyo. Así, un día habla con un profesor francés, otro con un comunista griego y al siguiente se acerca al bloque 26, el de los religiosos, para hacerlo con un jesuita. Y cuando no conversa con un soldado ruso, lo hace con un aristócrata como Javier Borbón de Parma o, si no, ayuda a un chaval eslovaco a escribir una carta a su abuela, presa en Ravensbrück. Rost es eso que hoy llamaríamos un ciudadano del mundo.
Está orgulloso de su origen holandés, claro, pero también de su trayectoria vital. A sus 48 años, ha sido corresponsal de prensa en Berlín y ha vivido en Bruselas, ha viajado por Europa, ha estado en la Guerra Civil española –donde entrevistó a La Pasionaria y leyó a Bergamín–, ha colaborado con la editorial Querido Verlag en Ámsterdam o ha ayudado a montones de exiliados austriacos y alemanes... Para él, el lugar de nacimiento es solo un punto de partida.
28 de diciembre de 2020
“Hoy, desde la una del mediodía hasta las cinco de la tarde hemos tenido una alarma aérea; la mejor ocasión para leer y escribir sin que nadie moleste”.
Solo por esa anotación del 28 de septiembre de 1944 vale la pena leer este diario. También por esta otra: “Claro que puede que caigan más bombas y que las cosas vayan peor entonces, pero ¿acaso es eso un motivo para dejar de escribir?”.
29 de diciembre de 2020
Rost reconoce que el campo ha cambiado su “vara de medir literaria”: tanta omnipresencia de la muerte ha hecho que “la exigencia de sinceridad” se imponga. Por ejemplo, su veredicto sobre un clásico como Confesiones es implacable: “Una literatura –incluso una literatura de valor universal como la de Rosseau– en la que falta ese elemento tan esencial [la sinceridad] o, mejor dicho, en la que se fuerza a ese elemento a ocupar un segundo plano, me resulta insoportable de leer aquí en Dachau”. Tampoco sale bien parado A orillas del mar libre, de Strindberg. A decir de Rost, el autor sueco menosprecia al pueblo, aborda problemas anticuados y exhibe vanamente los conocimientos científicos aprendidos.
En cambio, escritores como Grillparzer, Stendahl y Goethe le parecen una compañía inmejorable. En particular, el último, a quien relee con provecho y deleite. De entre todo lo que dice sobre el prócer alemán, llama la atención el esmero con que glosa lo influido que estuvo por la cultura judía. También el hincapié que hace en su faceta social, apreciable en Los años de aprendizaje de Wilhem Meister; la relectura de ese libro, de hecho, le hace afirmar que ahora comprende “por qué Marx sentía tamaña veneración por él”. Cuanto más avanzo en este diario, más paradójico me resulta el intento de apropiarse de lo alemán por parte de los nazis.
30 de diciembre de 2020
“Tanto aquí como cuando estaba en aislamiento en Scheveningen, he reflexionado mucho al respecto: arrastramos con nosotros una carga enorme de datos, tanto en el plano literario como histórico; demasiados lastres inútiles, de los que no queremos perder nada ni permitirnos olvidar nada, y somos demasiado poco conscientes de que todo eso solo nos ha de servir como piedra para los cimientos sobre los que hemos de levantar una síntesis”.
En estos tiempos donde la sobreabundancia de información se ha convertido, como señala Marina Garcés en Nueva ilustración radical, en un mecanismo más de neutralización de la crítica, me llama la atención la palabra síntesis. Leer a Rost es tomar conciencia de que la lectura no es devorar libros, sino que acaso tenga más que ver, como suele decir Constantino Bértolo, con cultivar la capacidad de escucha y la posibilidad de establecer un intercambio de tiempos –de vida– entre quien lee y quien escribe. Por eso, cuando pasamos con un libro más tiempo de lo que esta sociedad de consumo estima razonable, quizá estemos haciendo algo bien. Quizá estemos levantando algún tipo de síntesis con lo leído.
31 de diciembre de 2020
La dictadura de la novedad y de la inmediatez lo gobierna todo, incluido el periodismo cultural. Por eso, mientras tecleaba, he pensado qué sentido tenía escribir en 2021 sobre un libro publicado en 1946 y cuya primera edición española data de 2016. Como sabía poco de ContraEscritura, he leído una entrevista con su editora, Marta Martínez Carro, y he visto un vídeo donde habla de por qué edita, por qué distribuye los libros al margen de Amazon y vías similares, por qué no envía ejemplares a la prensa, cómo funciona el sistema de suscripciones con que se alimenta el sello o por qué publicó este libro.
Sus razones me resultan convincentes. Por un lado, la editorial publica libros que han estado casi un siglo en el olvido y que abordan temas atemporales, por lo que resultaría absurdo pretender que el lector se contagie de la perversa lógica de la urgencia: ¡compre ya!, ¡lea ya! Por otro lado, su comunidad lectora no está esperando que llegue la Navidad para comprarse libros como este. ¿Quiénes forman parte de esa comunidad? Pues lectoras como Silvia y María, dos libreras que suelen regalar El mundo del ayer, de Stefan Zweig siempre que pueden y que ahora hacen lo propio con Goethe en Dachau.
En fin, si me pregunta algún editor de El Ministerio por la falta de novedad, puedo excusarme diciendo que el 21 marzo se cumplirán 88 años desde que se inauguró el campo de concentración que sirvió de modelo a todos los demás. Es un número bonito. Vale, no es tan redondo como el 75, el 90 o el 100, pero es pintón, llamativo. También puedo argumentar que Jean Améry y Primo Levi debatieron en su día sobre este diario o que es uno de los trece libros testimoniales que recomienda la web oficial del campo de de Dachau. Está en la misma lista que el de Viktor Frankl, quiero decir.
1 de enero de 2021
Nico Rost me recuerda a Erich Hackl: siempre está presto a contar la historia de otros militantes políticos, y así evitar que caigan en el olvido. Muchos pasajes me hacen pensar en Adiós a Sidonie o El lado frío del corazón. Supongo que debería hacerme pensar también en Boda en Auschwitz, pero ese no lo he leído aún.
De las historias que cuenta Rost, una de mis favoritas es la de Heini, un enfermero jefe socialdemócrata, nacido en Núremberg, que hace lo posible por contrariar las órdenes de las SS, incluida la de suministrar la inyección final a los pacientes irrecuperables. A diferencia de otros enfermeros, Heini no utiliza un biombo para separar su espacio del de los demás. Hacerlo le daría la posibilidad no solo de tener algo de intimidad, sino de diezmar las raciones de comida que debe repartir y asegurar así al menos su supervivencia. Ni siquiera se lucra con la circulación de medicamentos, cuya escasez los convierte en mercancías valiosísimas. Heini es un ejemplo de integridad personal y de trabajo por el bien común en mitad de un sálvese quien pueda. Los presos confían tanto en este enfermero que le entregan las pocas medicinas que consiguen y dejan que él las distribuya entre quienes más lo necesitan.
Otras historias que circulan por el diario son la del siempre hospitalario Alex Eekman, muerto en Mauthausen; la de Willem Paanaker, paradigma del camarada anónimo; la de Chris Lebau, un pionero del movimiento obrero en Holanda; la de Kamiel van Baelen, un joven escritor, o la de Victor Dillard, un cura comprometido con la clase trabajadora. Aunque sea un diario personal, Rost escribe pensando en lo colectivo, y no en un yo. En eso también me recuerda a Erich Hackl.
3 de enero de 2021
Paquetes de la Cruz Roja que no llegan o que son saqueados por las SS. La desfiguración facial que produce el tifus. Los experimentos con moscas y prisioneros para obtener la vacuna de la malaria. Mujeres holandesas transportadas desde Ravensbrück hasta Dachau para que trabajen como mano de obra esclava en la fábrica de Agfa. Lo cotidiano de ver apilados treinta cuerpos en cualquier parte. Gente que delira y ofrece a sus hijas como pago con tal de conseguir ayuda. Alguien que intercambia su identidad con la de un muerto para salvar la vida. Ahorcamientos en un famoso abeto. Vagones de tren donde se deja morir hacinadas a las personas. La cámara de gas (que emula una sala de duchas y que, por suerte, no se utiliza). Los transportes con lisiados, inválidos y otras personas eliminables que salen hacia Auschwitz. El crematorio.
A veces con tanto Goethe puede dar la sensación de que Rost no habla de lo que se espera que se ocupe un libro que también lleva la palabra Dachau en el título. Sin embargo, con una pizca de paciencia, todo va apareciendo.
Nota: tengo que echarle un vistazo al capítulo de Cuarto de derrota donde Víctor Sombra habla de Auschwitz y su faceta como parque industrial. Recuerdo que él había escrito hace algún tiempo sobre Agfa, Bayer, Basf y otras empresas que colaboraron con los nazis. Juraría que ese texto lo ha incluido en su reciente libro de ensayos.
4 de enero de 2021
El austriaco E. A. Rheinhardt fue discípulo de Freud, amigo de Rilke, un buen lector de Grillparzer y alguien capaz de rechazar la condecoración con que Mussolini quiso distinguirlo por su célebre biografía sobre la actriz italiana Eleonora Duse. Por todo ello, cuando Rost y él se conocieron en Dachau se cayeron bien enseguida. Eso sí, su amistad duró solo unos meses: Rheinhardt murió de tifus.
Entre las conversaciones que tuvieron, Rost deja constancia de una fundamental sobre Bettina von Arnim, una talentosa escritora romántica alemana. La entrada tiene unas mil palabras –quizá sea la más larga del diario– y pudo escribirla gracias a una alarma antiaérea de dos horas y media. En esa charla, Rheinhardt y Rost hablan del talento infravalorado de una escritora que puso en contacto a Beethoven y Goethe, que anticipó antes que nadie el genio de Hölderlin, que escribió sobre los barrios pobres de Berlín o que debatía sobre los problemas sociales. Una mujer, según aclaran Rheinhardt y Rost, que debió vencer la alargada sombra de su famoso hermano.
Rheinhardt llevó un diario de su cautiverio, Mis prisiones. Francia 1943-44. Dachau 1944-45, también publicado por ContraEscritura. Me pregunto si este austriaco tan majo habrá reflejado con igual detalle esta apasionada charla. Por cierto, qué reconfortante encontrar a dos intelectuales conversando sobre el talento femenino en pleno campo de concentración.
5 de enero de 2021
Debería releer este diario fijándome en cuántas veces dona sangre Nico Rost. Si donar sangre siempre es un gesto generoso, más aún en un sitio donde los cuerpos están al límite y lo más probable es que la donación no alcance para salvar la vida ajena. Esto último sucede al menos dos veces: Rost dona sangre, pero la otra persona muere.
En esa relectura, debería fijarme también mejor en cuántas veces fallece un preso y su herencia se reduce a un libro que guarda bajo el jergón. En la biblioteca que va heredando Rost, hay uno que sobresale por encima del resto: el manuscrito de un pedagogo francés que dedicó sus últimas fuerzas en Dachau a advertir a los jóvenes sobre los peligros de las guerras. ¿Se habrá publicado? ¿Habrá servido de algo?
6 de enero de 2021
Hay una entrada que me impresiona particularmente. Es la del 22 de julio de 1944. Tras anotar que se ha producido un atentado fallido contra Hitler, Rost explica que los prisioneros son plenamente conscientes de que los nazis quieren morir matando. Ganen o pierdan la guerra, en sus planes no está liberar un solo prisionero; su único propósito es matar, matar y matar. Matar hasta el último segundo y hasta la última persona que sea posible.
Eso significa exterminio.
Conforme se acerca la liberación del campo, el miedo se intensifica, en especial cuando los presos conocen el comunicado del 14 de abril de 1945 que redactó Himmler: “La rendición está fuera de toda consideración. Se ha de evacuar el Lager. Ningún prisionero puede caer en manos del enemigo”. Pese a que existían diversos planes para exterminar a la población presa, la perspectiva de tener la guerra perdida hizo que las SS ignoraran parcialmente la orden. Eso lo sabemos ahora, claro, pero aquel comunicado de Himmler dejó sin dormir a los presos durante muchas noches. Pocas situaciones deben producir un miedo tan intenso. Más aún en el caso de Rost, que figuraba en la lista de 837 presos que debían ser fusilados de manera preferente dada su ideología.
8 de enero de 2021
El libro acaba con dos anexos y un epílogo. El primer anexo es el comunicado de Himmler. El segundo es la historia de unos presos alemanes y austriacos que se fugaron de Dachau y llegaron hasta donde estaba el ejército aliado para pedir que liberasen el campo cuanto antes. Rost la recupera por boca de uno de sus protagonistas, Karl Reimer, días después de la liberación.
El epílogo se llama “Yo volví a Dachau” y relata la visita que Rost realizó en 1955 a la ciudad y al campo de concentración. Si alguien abandona el diario de Rost por ser demasiado literario, puede ir directamente a esta pieza de 35 páginas: está repleta de escenas donde rememora la brutalidad vivida. Y lo hace no solo porque ahora esté a salvo, sino porque observa consternado que allí “no hay una sola palabra sobre la estela de sangre” que dejaron los nazis. Al contrario: las autoridades hacen lo posible por olvidar lo sucedido y hasta permiten la exhibición de simbología nazi en actos públicos, como en el entierro del yerno del alcalde. “Hitler se fue, los alcaldes se quedaron”, anota Rost.
Cuando entra en el campo, el antiguo prisionero se tropieza con carteles publicitarios que anuncian descuentos de una marca comercial, ve que el barracón donde se hacían experimentos ha desaparecido, el de los curas es ahora una tienda de carbón o que otros barracones están ocupados por refugiados que buscan trabajar en la cosecha de lúpulo. Tampoco hay carteles que expliquen y recuerden las atrocidades cometidas, o algún homenaje institucional a las miles de personas de más de una veintena de países que fueron asesinadas.
A diferencia de lo que se ha hecho en otros antiguos campos de concentración, como el belga de Breendock, Rost anota que “en Dachau se intenta encubrir lo que sucedió: se ha declarado culpables a los asesinados y no a los asesinos”. En vez de ser un lugar de conmemoración y peregrinaje internacional, es uno donde “se pisotea la verdad histórica día tras día”. Apropiación del relato lo llamaríamos hoy.
9 de enero de 2021
Debo salir ya de Dachau, aunque luego regrese con frecuencia para ordenar y pulir estas notas. Me voy al menos con tres certezas. Una es que hubo miles de personas en Alemania y en Austria –como Heini o Rheinhardt– que pelearon contra el nazismo, y cuya memoria, lucha política y producción cultural merece ser honrada (tal y como hace, por ejemplo, Robert Cohen en El exilio de las mujeres atrevidas). Otra es que renunciar a la actividad intelectual, sea como país o como individuo, suele ser el paso previo a ser conquistado y arrasado por la barbarie.
Y tercera: conviene consultar con frecuencia las bibliotecas, sean estas personales, municipales o de un campo de concentración; como demuestra Nico Rost en Goethe en Dachau, llevar una vida lectora intensa no depende de leer y escribir sobre novedades. Ya lo dijo alguien antes que yo: “Los libros no son como el Beaujolais nouveau, que debe consumirse en la añada correspondiente”. Este vinazo de Nico Rost sienta bien en cualquier momento, incluso en Navidad.
24 de diciembre de 2020
Llevo un par de días enfrascado leyendo Goethe en Dachau, de Nico Rost, y me ha parecido oportuno acompañar la lectura con un diario. Al fin y...
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