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Maldito ranking

El confort en la tristeza

Los 25 discos más depresivos (o deprimentes) de la historia

Manuel González Molinier / Manolo Domínguez / David Martínez de la Haza 18/04/2021

<p>Songs of Leonard Cohen (1967).</p>

Songs of Leonard Cohen (1967).

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Este artículo nace, como en otras ocasiones, de una conversación en Twitter. Influidos quizá por un tono general que hace pensar en una sociedad al borde de la depresión, la pregunta que nos hicimos esta vez fue: ¿cuáles son los discos más desoladores, más deprimentes, más cortavenas de la historia? Aquí comenzó un acalorado debate que nos llevó a hacer esta selección de 25 títulos. No fue fácil. No bastaba con que un disco tuviera un trasfondo triste (como, por ejemplo, Carrie & Lowell de Sufjan Stevens) o que contara una historia triste (como Berlin de Lou Reed). Tenían que ser discos desoladores desde la primera canción hasta la última. Hemos querido representar todas las vertientes de ese confort en la tristeza (parafraseando a Kurt Cobain, célebre suicida, en Frances Farmer Will Have Her Revenge On Seattle), ese indisimulado regodeo en la miseria y la melancolía. Vidas al límite, personajes siniestros –e incluso execrables–, letras desesperadas, sonidos que ponen música a momentos aterradores o a experiencias personales turbadoras, discos malditos o rodeados de leyendas negras, discos en los que los autores se despiden de un ser querido recientemente fallecido o donde se despiden, poco antes de poner fin a sus propias vidas. Un ecléctico recorrido por lo más oscuro del alma a través de la música, que esperemos tenga un efecto catártico.

1º Joy Division, Closer (1980)

En 1980, abrir un disco con un guiño a J. G. Ballard ya era toda una declaración de principios. En Atrocity Exhibition, el veinteañero Ian Curtis nos avisaba del mundo que se avecinaba. La desgracia de los otros servida en bandeja al ojo obsceno de la sociedad del espectáculo debordiana. El sufrimiento se convierte en la única vía de acceso a lo real –“este es el camino, pase adentro”–. El sonido oscuro del after-punk de la banda –expresión de rabia y resignación de la juventud obrera mancuniana en la dura era del thatcherismo– envuelve el lamento de Curtis, al que la crisis económica y la falta de futuro habían empujado (¿quién puede sorprenderse?) al nihilismo y las simpatías filofascistas. Sin embargo, lo que desprende este disco no es hostilidad hacia el otro, sino tristeza, soledad y confusión. “Me avergüenzo de las cosas por las que he pasado. Me avergüenzo de la persona que soy. Aislamiento, aislamiento, aislamiento”, dice en Isolation, lo más parecido a un hit del disco. En The Eternal, la paternidad se le hace insoportable y en Passover evoca las tierras baldías de T.S. Eliot como alegoría de su alma arrasada. El final de la historia ya lo conocemos. Asediado por todos los frentes, aquejado de una epilepsia que le hacía acabar los conciertos con espasmos tónico-clónicos y mortificado por una relación fuera del matrimonio, Ian Curtis se ahorcaría en su casa a los 24 años. Con ese final, la monumental Decades, con su frase “aquí están los jóvenes, con el peso sobre los hombros”, suena como un rito funerario. Seis minutos de procesión que harán de sus sintetizadores plañideros la pretérita mortaja de ese cuerpo que, meses después, estaría girando en la cocina, al final de una cuerda atada a una viga. | M.G.M.

2º Mount Eerie, A Crow Looked at Me (2017)

Lo mejor del pasado es que se acabó. El inicio del poema “Palacio nocturno” de Joanne Kyger, que ilustra la portada de A Crow Looked at Me, condensa en cierta forma el flujo de pensamientos y emociones que pueden extraerse de seguramente el disco más difícil de digerir que jamás haya escuchado. Geneviève Castrée, la esposa de Phil Elverum, fue diagnosticada de cáncer de páncreas con 34 años durante su primer embarazo. Murió al año siguiente, y Elverum compuso este A Crow Looked at Me en los meses sucesivos. Puesto ya el contexto, uno no puede llevarse a engaño: nada hay aquí de romántico, ni siquiera de melancólico. Se trata de un disco profundamente prosaico (que empiece con la frase “la muerte es real, alguien está ahí y entonces ya no” ya da pistas de cómo va a ir la cosa), que a veces parece más un curso clínico de la Unidad de Cuidados Paliativos que una obra de arte. Duro, casi inaguantable, interiormente enrabietado, ultraconsciente tanto de la pérdida como del dolor que nos mira desde lejos aguardando pacientemente su turno, A Crow Looked at Me debería ser el disco de cabecera de la humanidad si la humanidad quisiera asumir de una vez por todas cuán frágil es todo esto de vivir. | D.M.H.

3º Nick Cave, Skeleton Tree (2016)

“With my voice, I am calling you”

Skeleton Tree era un disco y, tras el terremoto que asola a Nick Cave (el músico pierde a su hijo de 15 años en un accidente), solo escombros. Tras él, lo que antes era queda como imposible de recomponer, con el dolor más absoluto alojado ya para siempre, y se retoma convirtiéndose en algo diferente, más solemne, más triste, y probablemente más inspirado y más bello. De que sintamos esa terrible catarsis se encarga desde el primer segundo (Jesus Alone abre el álbum con estas palabras: “Caíste desde cielo, te estrellaste en un campo, al lado del río Adur”). Para qué –aunque en realidad no es posible saber cuánto se transformó el concepto inicial de Skeleton Tree tras la terrible noticia– saber si este hubiese tenido otro pulso sin que la desgracia partiese a Cave durante su grabación. Sí, seamos conscientes de que todo lo que está en él lo está porque el músico ha entendido que sigue siendo procedente. Y comprendamos que el resultado final rezuma todo ese amor y dolor infinito que solo se puede tener por un hijo y su inasumible ausencia. Creo que es el dolor más intenso que te puede deparar la vida.

“With my voice, I am calling you”. 

M.D.

4º Purple Mountains, Purple Mountains (2019)

El último disco de David Berman –músico conocido por su etapa previa como Silver Jews– es prácticamente una nota de suicidio. Ni más ni menos. Separado de su mujer –aunque aún convivía con ella en su casa de Nashville– y asediado por las deudas y las adicciones, en cada canción parece, literalmente, explicar las razones de su marcha. El primer single que sacaba en 10 años no podía tener un título más explícito: All My Happiness Is Gone. Pero no fue el único aviso. El disco empieza diciendo “bueno, no me gusta hablar conmigo mismo, pero alguien tiene que decirlo (...): esta vez creo que la jodí de verdad”; y en la canción que cierra, prácticamente acepta que nadie volverá a quererle (algo que también refleja en el deprimente videoclip de Darkness and Cold, donde vemos escenas cotidianas, en las que él canta y su mujer le ignora). La broma macabra terminaría con el hallazgo de su cadáver pocos meses después de sacar el disco. | M.G.M.

5º Los Hermanos Cubero, Quique dibuja la tristeza (2018)

El dolor uno lo maneja siempre como puede, a veces como sabe, casi nunca como quiere. En este caso, Enrique Cubero pagó su deuda con el dolor causado por la muerte de su esposa escribiendo un disco precioso y a veces difícilmente soportable por su propia naturaleza. Quique dibuja la tristeza es una especie de réquiem confesional, una misa de difuntos entre mandolinas, cantado cara a cara frente a la persona que falta, hablándole directamente a ella. Ante esto, el oyente solo puede sentirse abrumado e inhibido siendo un testigo tan cercano de tanta intimidad. Momentos dedicados al recuerdo como Un suspiro y un beso alternan con entradas de diario musicadas tales como la inaugural El tiempo pasó o No veo donde reposar, al tiempo que una cierta mirada al futuro se dibuja en el cierre con Me quedo con lo bueno, un futuro en el que la resignación, tras todo el dolor exorcizado previamente, se disfraza de optimismo porque, miradlo de esta forma, qué nos queda sino esto. | D.M.H.

6º Smog, The Doctor Came at Dawn (1996)

La fotografía de la portada es un barco solitario en un mar en calma. Un retrato que podría ser bucólico pero solo genera inquietud. Yo, el día que escuché por primera vez este disco, era un niño perdido de sus padres, desorientado en una plaza abarrotada de personas que paseaban ajenas a mi drama. Y bajé la persiana de mi ventana para sentirme más seguro, me agarré a sus canciones y lloré justo cuando llegó All Your Women Things, con la guitarra arrastrándose junto a la voz de Bill Callahan. La quité antes de que acabara y nunca más pude volver a ella. Sin embargo, su melodía aún sigue sonando en mi cabeza desde entonces como un tinnitus autodestructivo, porque la esencia de la música de Callahan (ya sea firmando como Smog o con su verdadero nombre) es ser más que la banda sonora incidental de una película dramática. Es acompañarte el resto de tu vida como si la redescubrieras a cada nueva escucha y te afectara con la misma intensidad que la primera. | M.D.

7º Gillian Welch, Time (The Revelator) (2001)

Hay muchos géneros musicales que pueden considerarse de naturaleza triste. Pero quizás ninguno tenga la miseria en sus raíces de forma tan marcada como el country & western. Y aunque hay bastantes grandes discos tristísimos de country, pocos escuecen de la forma en que lo hace este visionario Time (The Revelator) de Gillian Welch. Lamentos confesionales desde su misma apertura (“¿Quién puede saber si soy una traidora? El tiempo es el revelador”) van dibujando una especie de diario apócrifo compuesto por pequeños relatos reflexivos sobre la tristeza circundante que tienen su cima en la doble April the 14th / Ruination Day. Ahí se hilan una serie de efemérides trágicas (el asesinato de Lincoln, el hundimiento del Titanic y la tormenta de polvo Black Sunday que asoló EE.UU.) para especular sobre una cierta fatalidad predeterminada. Un disco que, incluso en sus momentos de solo aparente respiro (My First Lover), es capaz de tejer una mirada amarga sobre el sueño americano y las heridas que este deja a su paso obviamente merecía un hueco en esta lista. | D.M.H.

8º Billie Holiday, Lady Sings the Blues (1956)

En Lady Sings the Blues observamos el desvanecimiento de una estrella. Cuando Holiday se enfrenta a él, es consciente de que sus aptitudes vocales están ya muy mermadas por una vida de excesos y sufrimientos. Desde su durísima adolescencia (criada por una tía que le destrozó la infancia y violada a los 10 años) y su posterior descenso a los infiernos (maltratos de sus dos maridos y adicción a la heroína), su cuerpo y privilegiada voz fueron debilitándose hasta llegar al límite cuando grabó este y el álbum final Lady in Satin. Al escucharlo nos enfrentamos a una colección de canciones desesperanzadas que hablan de desamor, reivindicación racial o soledad, pero que llegan envueltas en una delicadeza absoluta gracias a la interpretación quebrada y casi agónica de una de las voces más elegantes de la historia del jazz. Un par de regalos finales, poco antes de su fallecimiento a los 44 años. | M.D.

9º Red House Painters, Red House Painters (Rollercoaster) (1993)

Una montaña rusa vacía a plena luz del día en Coney Island. Probablemente la imagen más triste en la que uno puede pensar sirve de introducción –porque eso eran entonces las portadas de los discos: un prefacio– a un muestrario de canciones desoladoras y desoladoramente hermosas. Red House Painters se abre con los reproches de quien se sabe incapaz de arreglar nada por sí mismo (“¿Por qué eres así? ¿Eres igual con todo el mundo?”) de Grace Cathedral Park, y su tristeza intrínseca es capaz de negar cualquier atisbo de luminosidad posterior, como el arpegio de la por otra parte amarga New Jersey. Con Katy Song –un lamento de ocho minutos que apela al dolor por la carencia de quien ya ni dolor puede sentir (“No puedo acompañar a mi corazón cuando no puedo sentir qué hay en él”)– como pieza cenital, el segundo disco de la banda del hoy justamente denostado Mark Kozelek quizá fuera la primera señal de un alma en estado de derrumbamiento moral. Este disco de la montaña rusa, más que un disco, es un grito de auxilio. | D.M.H.

10º Antonio Agujetas, Por nuestro bien (2017)

En esta lista hay dos discos de flamenco. Uno, Los Ángeles, ejercicio teórico sobre la muerte. Otro, este, una inmersión real en todo lo que en aquel solo se escenifica. Antonio Agujetas, toxicómano, ha sobrevivido a multitud de situaciones límites que le han llevado desde pasar doce años en la cárcel hasta un ingreso en estado grave después de tres días desplomado en su casa tras un desvanecimiento debido a su delicadísimo estado de salud. Y con todas esas cicatrices, su voz es la representación de quien regala sus últimas fuerzas al cante. Una lucha por la supervivencia que se retrata en este disco. Todo un duelo, grabado en diciembre de 2015, cuatro días después de la muerte de su padre Manuel Agujetas, referente de la historia del flamenco. Escucharlo es sufrir junto a él. Y acompañarle arrancándose en un martinete con ese “por Dios no pegarme ya más palos, sino acabadme ya de matar” es sentirse a solo cien metros para el cementerio. | M.D.

11º Big Star, Third/Sister Lovers (1978)

Con la banda original descompuesta, hastiado de buscar el éxito sin apoyo de su discográfica (el mítico sello Soul Stax) y desesperado por una grabación tan ambiciosa como caótica, Alex Chilton canta roto desde el principio del disco. En la engañosamente ligera Kizza Me dice “sueños y deseos, estrellas fugaces”, y en Big Black Car advierte de que no puede sentir nada. La versión de Femme Fatale de la Velvet Underground no puede ser más melancólica y una canción llamada Holocaust, que marcará el tono del álbum –“Tus ojos están casi muertos, no puedo salir de la cama”, confiesa en ella Chiltonno anticipa nada bueno. Sister Lovers (también lanzado simplemente como Third) representa el clásico disco maldito, posteriormente considerado de culto. Lanzado más tarde, en distintas ediciones, cambiando la portada y el orden de las canciones… todos los lanzamientos fueron un fracaso. Chilton había alcanzado el éxito de forma fulgurante y breve cuando aún era solo un crío (con The Letter, junto a The Box Tops). Este disco representa, sin embargo, la gran depresión del rock de los 70. | M.G.M.

12º Slint, Spiderland (1991)

Disco icónico del llamado slowcore (una vertiente del hardcore oscura y enlentecida, como si estuviera afectada de una depresión inhibida). La portada (una foto tomada en Louisville, Kentucky, por otro músico que sale en esta lista, Will Oldham) ya es todo un aviso: cuatro hombres con el agua al cuello. Y la música y las letras no se quedan atrás: acordes rotos y ritmos descuartizados que proponen todo un baño de lágrimas (explícitamente, en Washer). Relatos crudos de aislamiento, dolor y cuentos de terror. Good Morning, Captain alcanzó cierta popularidad como parte de la banda sonora de la perturbadora Kids (Larry Clark, 1996) y nos heló la sangre con su grito desesperado: “I’m sorry, I miss you!”. Dicen que Brian McMahan necesitó un ingreso psiquiátrico al terminar el disco, pero antes vislumbró el futuro de la música triste de finales de los 90: desde el post-rock melancólico de Mogwai al emocore lacrimoso de Sunny Day Real Estate.| M.G.M.

13º Palace Brothers, There Is No-One What Will Take Care of You (1993)

A nadie debería pillar por sorpresa que un disco titulado “No habrá nadie que cuide de ti” sea un paseo por la desolación y el pesimismo. El disco de debut de Will Oldham, firmado entonces como Palace Brothers, pese a que no había ningún hermano –todos sus proyectos han girado siempre entorno a él–, supera en amargura al crepuscular I See a Darkness, que firmó como Bonnie “Prince” Billy y que, aunque terriblemente triste, alberga algún hálito de optimismo. No hay tregua, sin embargo, en este disco seminal del alt-country –parco en recursos, pleno en expresividad torcida– plagado de funerales, borracheras, familias disfuncionales, rezos y lamentos, que Oldham dota de credibilidad gracias a su quebrada voz hillbilly, que acaba resultando inolvidable. | M.G.M.

14º Arca, Arca (2017)

Arca como ejercicio de expiación. Un antes y un después en la carrera de Alejandra Ghersi, que, atendiendo al consejo que le dió Björk cuando fue colaboradora y productora de su disco Vulnicura, incluye por primera vez la voz en su música para impregnar la melancolía de las tonadas populares de Simón Díaz –la venezolana se apropia del éxito Caballo Viejo en Reverie, y de su esencia en el resto de canciones– de amor, sexo, dolor y remordimientos. Resulta así un disco oscuro e incómodo, que no deja buen sabor de boca y se cuela en el inconsciente hasta hacer aflorar todo aquello que tienes escondido como autodefensa. Adentrarse en él no es sano, no es placentero, pero me atrevería a decir que es casi necesario. Es descubrirse a uno mismo, sacar a flote tus miedos y enfrentarte a tus propias contradicciones. Y comprobar cómo cambia tu cuerpo a partir de ello. | M.D.

15º Songs: Ohia, Didn’t It Rain (2002)

Jason Molina murió por lo que se conoce médicamente como fallo multiorgánico derivado del alcoholismo. El mismo que le apartó durante cuatro años, no solo de la creación musical, sino prácticamente de todo contacto social. Las canciones de Didn’t it rain, publicado de hecho siete años antes de su retiro, pueden leerse de forma retrospectiva como una especie de testamento anticipado de quien intuye su final porque asume que no puede negar su condición de autodestructivo. Así, los aullidos de la, a su modo, tristemente visionaria Cross the Road, Molina solo pueden causar ya estremecimiento. Y ese inicio en Didn’t It Rain, con la frase a priori esperanzada de “no importa cuán oscura se ponga la tormenta sobre nosotros, dicen que alguien está observando desde la calma en la orilla”, adquiere reveladoramente un tinte oscuro y devastador. Canciones que aturden de puro dolor. La auténtica muerte digna. | D.M.H.

16º Nacho Vegas, Cajas de música difíciles de parar (2003)

Nacho Vegas se escandalizó cuando una vez le dijeron que había hecho un disco entero dedicado a la heroína. Parecía querer negar ese dudoso honor. Y tenía razón, sus cajas de música no solo hablaban de la heroína, también del alcoholismo y de la culpa, de empalamientos y asesinatos, de rupturas y soledad. Abre el disco con la imagen de una noche ártica “del negro más puro”, para después, en N.V. por la paz mundial, decir: “No hay guerra mundial, no hay droga capaz de matar todo este dolor”. Y eso es solo el principio de este paseo por las atrocidades, donde hay espacio para lo confesional pero también para la fábula sórdida (Por culpa de la humedad, Maldición o Historia de un perdedor, por ejemplo). Las adicciones, sin embargo, tienen una importancia capital. En el canto ebrio del single La sed mortal (en la que nos recuerda que hasta los perros se ponen tristes después de eyacular), Vegas afirma que no hay un ser más culpable que él sobre la tierra, poniendo voz a un alcohólico inmerso en un delirio melancólico. También dedicará las dos canciones de la duermevela –estas sí– a su pasión opiácea, pero no será en esa, sino en Mark Spitz donde diga la frase definitiva: “Fumando sobre plata, qué miedo da vivir”. | M.G.M.

17º Tindersticks, Tindersticks (1995)

El segundo disco de Tindersticks parece creado para dar sentido a una lista como esta. Más de setenta minutos en dieciséis canciones que dan forma a una experiencia hasta cierto punto claustrofóbica y aun así llena de belleza, donde solo Carla Torgerson de The Walkabouts dando la réplica a Stuart Staples en la maravillosa Travelling Light –un diálogo a cara de perro entre dos personas que se quisieron y en las que la culpa y el daño infrigido impiden borrar cicatrices del pasado– parece intentar insuflar algo de luminosidad. El esfuerzo se agradece, pero si tras ella llega ese himno a la demolición sentimental que es Cherry Blossoms, el esfuerzo es efectivamente en vano. ¿El resto? La voz de barítono de Staples susurrando historias de catástrofes vitales y/o emocionales llevadas hasta el paroxismo acompañada por orquestaciones llenas de romanticismo (Tiny Tears), sedosas y mortecinas (No More Affairs) o frías como la tundra (El Diablo en el Ojo). De algún modo, así es este disco: una quemadura por congelamiento. | D.M.H.

18º Codeine, Frigid Stars (1990)

La rabia del hardcore ralentizada hasta la desolación. Sin permitir un halo de esperanza. Tan doloroso que una escucha sin prevención te puede sumir en una tristeza absoluta. Cuando la crítica musical se encontró en Frigid Stars con esta nueva forma de interpretar, con una esencia rock pero tan formalmente comatosa, no le encontró precedente y tuvo que recurrir a una nueva etiqueta. Nació así el slowcore (un nombre que ya hemos visto antes en esta lista). Porque en este sorprendente debut todo está estirado hasta la extenuación. Cada canción parece nacer con el objetivo de que tus pulsaciones se paralicen y, así, cuando tus defensas hayan desaparecido, asestarte el golpe final con Pea, la canción que cierra el disco y que solo con voz y guitarra es capaz de hacer que el día más soleado se torne en minutos en la más terrible borrasca. De esas que calan más por dentro que por fuera. | M.D.

19º William Basinski, Disintegration Loops II (2002)

Basinski recupera unas cintas con loops que guardaba desde hace décadas para registrarlas en un formato más duradero. Mientras las va digitalizando, el soporte magnético se deteriora, perdiendo el hierro donde se registraba el sonido y generando uno nuevo, más aleatorio, más imperfecto, que al final de la reproducción ya se hace casi inaudible, destruido por el paso de la cinta por los cabezales del reproductor y convertido ahora en polvo. Es 11 de septiembre de 2001 en su ático de Nueva York y, en algún momento de la mañana, sube a la azotea desde donde observa horrorizado la imagen que ahora podemos ver en la portada del álbum, las Torres Gémelas y el polvo. Así, Basinski, con la ayuda del azar y su posterior trabajo como uno de los artistas referentes del ambient del siglo XXI, consigue registrar en una colección de cinco volúmenes (del que nos quedamos con el segundo, el más oscuro del lote) el retrato más certero de aquel suceso, poniendo banda sonora a la destrucción. | M.D.

20º Leonard Cohen, Songs of Leonard Cohen (1967)

Hay una leyenda que dice que los tres primeros discos de Leonard Cohen desataron una epidemia de suicidios. No se puede decir que el retrato de portada del primero ellos, con su severo hieratismo, no advirtiera a sus víctimas de lo que se les venía encima. Su disco de debut oscila entre la melancolía flotante de Suzanne –que relata el deseo y, a la vez, la imposibilidad, de alcanzar a una mujer ausente por culpa de la locura– y la densa oscuridad de The Stranger Song o Teacher. Si hay un leitmotiv, este es el profundo desgarro de un hombre que trata de aferrarse a las mujeres como tabla de salvación, pero no puede. Su canción más vibrante, So Long, Marianne, no es sino la despedida de su compañera durante sus años en Grecia (“Nos olvidamos de rezar por los ángeles y entonces los ángeles se olvidaron de rezar por nosotros”). Y al cerrar con One of Us Cannot Be Wrong, hace una elegía final al vacío de un amor perdido cuya añoranza ahoga. | M.G.M.

21º Suicide, Suicide (1977)

Cuando Alan Vega y Martin Rev entraron en el estudio para la grabación de su disco de debut ya habían ‘dulcificado’ su radical propuesta en directo. Unos conciertos tan extremos que les habían llevado desde autolesionarse (Vega incluso aparecía en el escenario con una cadena con la que se golpeaba mientras cantaba) hasta a recibir las agresiones verbales y físicas de un público que no entendía lo que tenía delante. Sin embargo, en Suicide (el álbum), el ruido es relevado por la melodía, pero la esencia pervive. Te la encuentras en el ritmo monocorde del sintetizador, que funciona como taladro en el cerebro, y en unas letras creadas para mostrar el desmoronamiento de la sociedad americana, alcanzando su cénit en los diez minutos de Frankie Teardrop y su terrorífico relato de un padre de familia, explotado diariamente en el trabajo, que termina decidiendo asesinar a su mujer e hijo ante la desesperación de un no-futuro que acechaba desde la miseria más devoradora del capital. | M.D.

22º American Music Club, Mercury (1993)

Quizás nadie mejor que Mark Eitzel ha representado la porosidad en la frontera entre masculinidad y patetismo en los últimos cuarenta años. Quizás solo Louis C.K. se le acerca, pero en lo que el cómico exorcizaba mediante un discurso self-deprecating lleno de cinismo, Eitzel pone su miseria con canciones tristes y preciosas (y demasiadas copas de vino tinto). La imagen del líder de American Music Club, esa mezcla de tipo aparentemente afable de mirada melancólica y de alcohólico incipiente a punto de marcarse su particular Leaving Las Vegas, solo sirve para realzar el componente trágico de las desventuras que se cuentan en Mercury. “Lázaro no estaba agradecido por su segunda oportunidad”, la frase que abre la desgarradora I’ve Been a Mess, es bastante reveladora de la idiosincrasia con la que Eitzel afronta la existencia o, al menos –y esto es de hecho más importante–, su forma de contarla. Mercury suena como un trozo de vida apagándose, cuando no apagada, en el que sus pequeños brotes de esperanza son espejismos que dejan más hundido que tocado. | D.M.H.

23º Rosalía, Los Ángeles (2017)

¿Un disco de Rosalía en una lista cortavenas? Pues sí, porque Los Ángeles es un homenaje al flamenco y, específicamente, a la relación que este ha tenido siempre con la muerte. Un atrevimiento de una joven catalana de 23 años que solo podía salir bien desde el más absoluto respeto, como el que se le presupone a un funeral. Manuel Vallejo, Antonio Molina, Morente, Chacón o La Niña de los Peines, interpretados por la cantante/cantaora, desfilan por este velatorio que, para terminar de unir lazos entre dos mundos (no tan) antagónicos, se cierra con la versión de I See a Darkness del sospechoso habitual Will Oldham, otro músico cargado de soníos negros, pero que llegan desde el otro lado del océano, mostrando que el flamenco puede ser tan bastardo como el resto de géneros, y tan oscuro como el country, el folk o el blues. | M.D.

24º Portishead, Third (2008)

Uno piensa en Geoff Barrow y en Beth Gibbons y probablemente no los sitúa en el mismo nivel de jodidumbre vital que otros artistas incluidos en esta compilación, como Jason Molina, Billie Holiday o Antonio Agujetas. Y sin embargo Portishead permanecen en la memoria colectiva como creadores de algunas de las canciones más tristes jamás escritas. Algunas de ellas están incluidas en Dummy, que bien hubiera podido quedar señalado aquí en vez de este Third. Pero el tercero de los de Bristol carece de alguna forma de los momentos de respiro que aquel por otro lado maravilloso debut dejaba entrever. Third es otra cosa. Más angustioso que triste, más desesperado que desesperanzado, Third es la hora de espera previa a conocer el resultado de una biopsia cuando ya te han avanzado que la cosa pinta regular. Jodido de verdad. | D.M.H.

25º Rafael Berrio, Diarios (2013)

En su anterior disco, Rafael Berrio, aun con su característico tono sarcástico y lúgubre, concedía espacio al milagro del amor. No es así en estos diarios, en los que prácticamente no habla de otra cosa que de su desapego al oficio de vivir. Así abre el disco, de hecho: “A estas alturas (...), cómo puede sorprenderte a ti que vayas perdiendo, cuesta abajo como vas, la alegría de vivir”. Los pianos dramáticos y los sutiles arreglos van meciendo la lírica alambicada y nihilista de Berrio, que cuando no anticipa su despedida de este mundo, dedica sus canciones a la vida perra de los yonkis o al funeral de una prostituta. Ahí es donde acaban estos diarios: en el velatorio de quien –dice– le espera del otro lado, aquella cuya historia era “la historia más triste de todas las historias”. En las letras de este disco, Berrio parece intuir su propia muerte, que sucedería unos años después. Como a Jacques Brel, el cáncer de pulmón se lo llevaría antes de lo que hubiésemos querido. Él parecía estar preparado. Solo nos queda decir: que sea leve, que sea nada. | M.G.M. 

Este artículo nace, como en otras ocasiones, de una conversación en Twitter. Influidos quizá por un tono general que hace pensar en una sociedad al borde de la depresión, la pregunta que nos hicimos esta vez fue: ¿cuáles son los discos más desoladores, más deprimentes, más cortavenas de la historia? Aquí...

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Autor >

Manuel González Molinier / Manolo Domínguez / David Martínez de la Haza

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