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Literatura

Dubravka Ugrešić: los sortilegios de una ‘bruja’

Perfil de la más destacada escritora croata contemporánea, una de las grandes voces de la antigua Yugoslavia

Marc Casals 25/04/2021

<p>Ugresic en los Países Bajos en 1992. </p>

Ugresic en los Países Bajos en 1992. 

Steye Raviez/Hollandse Hoogte

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En un ensayo de su libro Europa en sepia, publicado en 2013, Dubravka Ugrešić resumía así su vida: “Una mezcla caótica en la que se juntan una infancia socialista, la desintegración de Yugoslavia, una guerra civil, nuevos pasaportes e identidades fracturadas, traiciones, exilio y una nueva vida en un país de Europa Occidental”. Formada en la vanguardia rusa del primer tercio del siglo XX, Ugrešić se convirtió en una de las voces más destacadas del posmodernismo yugoslavo, hasta que una caza de brujas contra varias autoras en su Croacia natal la arrojó al exilio. Pese a que mantiene una relación tormentosa con su país de origen, las traducciones de sus obras a diversas lenguas la han convertido en la más prestigiosa escritora croata. En su nuevo libro de ensayos, La edad de la piel, publicado por Impedimenta, Ugrešić vuelve a sus obsesiones tradicionales: la banalidad de la cultura contemporánea, la postergación de la mujer tanto en la sociedad como en la literatura o el desarraigo del exiliado respecto a una patria a la que ya no reconoce, temas que trata con sarcasmo y lucidez.

En la formación intelectual de Ugrešić, profesora de Literatura Comparada, resultó fundamental la vanguardia rusa, arrasada por la Gran Purga de Stalin, y la imposición del realismo socialista como modelo estético: “La cultura de la vanguardia rusa que ha marcado el siglo XX –Bulgákov, Babel, Pilniak, Olesha, Zoschenko, Platonov y muchos otros– ha creado los textos literarios más emocionantes, más vigorosos, más oscuros y más ingeniosos sobre la vida, en verdad fantástica, cotidiana comunista”. Esta influencia se manifiesta en un predominio abrumador de referencias rusas en los libros de Ugrešić, así como en su permanente reivindicación del universo cultural de Europa del Este: “Un mundo impregnado de humo de tabaco, alcohol, excitabilidad intelectual y la inevitable amargura. Un mundo donde el olor de la traición flotaba en el aire como la naftalina, pero también donde la gente todavía soñaba con un arte que podía cambiar el mundo”. Las concepciones que Ugrešić bebió de la vanguardia rusa –la autonomía del texto, el montaje como principio, la desjerarquización de los géneros– coincidían con los del posmodernismo imperante cuando inició su carrera.

El primer libro de Ugrešić, Pose para prosa (1978), empieza con una cita de García Márquez: “Escribo para ser amado”. Justo eso le ocurre a la protagonista de la historia inicial, enamorada de un diletante que proclama la muerte de la alta literatura, cuando se pone a ensayar prosas de distinto corte para seducirle: poética, absurdista, erótica, fantástica, confesional, hiperrealista… Gradualmente se desvela que este catálogo de manierismos tiene una intención metaliteraria, la de responder a la pregunta sobre qué y cómo escribir: “Considerábamos que los buenos escritores no se dedicaban a la política ni a la vida demasiado real. La vida demasiado real se dejaba a los malos escritores y los politicastros. Lo que se llevaba era la literatura ‘literaria’ y no la literatura ‘de la vida’”. Aunque sus experiencias posteriores le hicieron cambiar de parecer, en su obra Ugrešić vuelve una y otra vez a la reflexión sobre la escritura. Su novela más reciente, Zorro, publicada en 2017, toma como punto de partida una nueva pregunta metaliteraria: “¿Cómo surgen las historias?”. 

Siguiendo las tendencias de la época, Ugrešić reivindicaba los géneros carentes de prestigio cultural. El ejemplo más acabado es la novela corta Štefica Cvek en las fauces de la vida (1981), que parodia los clichés de la literatura romántica sin llegar a destruirlos. Su protagonista, una mecanógrafa ya en la treintena, busca realizarse de la única forma concebible en los folletines de quiosco, es decir, encontrando al Príncipe Azul. Para ello mantiene citas –todas desastrosas– con varios arquetipos masculinos: el Chófer, el Intelectual, el Trípode… Ugrešić explora la “literatura femenina” mezclando fragmentos de Madame Bovary con consejos de revista para conformar lo que bautiza como novela de patchwork. El texto se organiza como un patrón de costura a partir del que el lector confecciona el relato como si fuese un vestido, incluidas orientaciones al margen como “punto grueso narrativo” o “hacer un lacito metatextual”. La autora justifica su elección no por ironía, sino por una admiración sincera hacia las labores: “¿Acaso Penélope y Sherezade no son, en cierto sentido, hermanas literarias?”. Buena muestra de este parentesco es la propia obra de Ugrešić, que acostumbra a hilvanar sus textos con la sutilidad de un tejido.

La posición de la mujer en la literatura es otro de los temas básicos de Ugrešić

La posición de la mujer en la literatura es otro de los temas básicos de Ugrešić, ya desde el inicio de Pose para prosa. La protagonista se puede considerar un trasunto de Sherezade por someter sus narraciones al veredicto masculino, con la diferencia de que su objetivo es encandilar a un intelectualoide en lugar de distraer a un rey para salvarse de la ejecución. El objeto de deseo juzga la literatura “femenina” con crudeza: “Estoy harto de las mujeres malfolladas que hormiguean por tu prosa y tu entorno […] Me da arcadas tu prosa femenina. Es aburrida como hacer punto, seca como una solterona, vulgar como la carne rebozada, superficial y estúpida como una niñata, sentimental como Love Story, insípida como un pollo de granja industrial y vacía como mirar la televisión”. Ante recepciones tan agresivas, no es extraño que, en la novela Forzando un flujo de conciencia, Ugrešić imagine una venganza simbólica. Aprovechando un congreso literario, tres escritoras atan a una cama de hotel a un crítico –según el cual, por su “naturaleza chismorreadora”, las mujeres sólo pueden escribir “novelas de cocina”– con el propósito de someterle a una violación en grupo.

La creencia de Ugrešić en la autonomía de la literatura respecto a la política se hundió con su país, Yugoslavia. Su ciudadanía le había ofrecido una identidad neutral –“mezclada, bastarda, anacional, indefinida, nacionalmente indiferente”– que le había permitido centrarse en la escritura, pero de golpe imperaban las “señales evidentes de un colectivismo patológico”. Cuando estalló la guerra de independencia en Croacia, Ugrešić se mantuvo en la indeterminación nacional. Despreciaba el conflicto bélico como una guerra de hombres que tenían a la patria a veces como madre, otras como novia y utilizaban los cuerpos de las mujeres de la etnia rival a las que forzaban como “soporte de intercambio de mensajes masculinos”. Mientras las tropas proserbias ocupaban un tercio de Croacia, vio por televisión a los diputados del Parlamento de Serbia, responsable principal de la violencia desatada, tirarse bolas de papel como chiquillos. Interpretó la escena psicoanalíticamente como un grupo de hombres atrapados en la fase anal, con el mismo orgullo por la guerra que un niño presumiendo ante su madre de las heces recién excretadas: “¡Mamá, mira lo que hecho!”

Con todo, quien causó mayor sufrimiento a Ugrešić fueron los nacionalistas croatas. En un artículo publicado en medios internacionales, evocó los frascos de “puro aire croata” que un emprendedor patriótico vendía en los puestos de Zagreb como metáfora para denunciar la “limpieza” de todo lo ajeno al nuevo paradigma mononacional: nombres de calles, monumentos, libros… cualquier cosa que tuviese que ver con los serbios y con Yugoslavia era reemplazada o destruida. Los “depuradores” iniciaron una campaña contra la propia Ugrešić que culminó tras su asistencia a un congreso del PEN Club en Río de Janeiro. Bajo el titular “Feministas violan a Croacia”, un medio nacionalista la acusó de haber torpedeado, junto a otras cuatro escritoras croatas, la organización del siguiente congreso en Dubrovnik. La publicación del texto, que se refería a Ugrešić y sus compañeras como “las brujas de Río”, fue la chispa que prendió una hoguera para su quema en la plaza mediática. El hostigamiento –en los periódicos, en la calle, en el tranvía, en llamadas amenazadoras– terminó con la “bruja” Ugrešić yéndose del país: “La maquinaria del odio me recogió y lanzó mi escoba con un fuerte viento de cola. Y volé”.

La relación de Ugrešić con Croacia jamás ha dejado de ser tempestuosa. Después de que se marchase, sus libros fueron destruidos

Ya fuera de Croacia, Ugrešić escribió dos novelas que le valieron el reconocimiento unánime, en las que irrumpe como tema central el exilio. La protagonista de El Museo de la Rendición Incondicional (1998) se acoge a la afirmación de Rilke según la cual una existencia zarandeada sólo se puede narrar en fragmentos. Como los artistas contemporáneos con los que se relaciona en Berlín, junta materiales diversos –entradas de diario, recuerdos de su madre, notas sobre la ciudad tras décadas partida por el Muro– buscando dar sentido a su desarraigo. En El Ministerio del Dolor (2004), un grupo de estudiantes exyugoslavos que han ido a parar a Ámsterdam intenta mantener a flote el recuerdo de su patria hundida, aún con el lastre del trauma personal y colectivo: “Los nuestros caminaban por ahí con una bofetada invisible en la cara”. Aunque ambas novelas las protagoniza una intelectual croata en el exilio, Ugrešić se zafa del biografismo en el prólogo a El Museo de la Rendición Incondicional: “La pregunta de si esta novela es autobiográfica podría, en algún eventual e hipotético momento, pertenecer a la competencia de la policía, pero no a la de los lectores”.

Tras instalarse en los Países Bajos, las traducciones de sus novelas fueron consolidando la posición de Ugrešić como una de las grandes voces de la antigua Yugoslavia. Se incluía en lo que denominaba literatura de la zona gris, autores transnacionales que, hayan conservado su lengua materna o adoptado la del país anfitrión, construyen desde una posición dislocada “su espacio, una tercera zona cultural, una tercera geografía”. Sin embargo, se consideraba víctima de dos paradojas. La primera es que la obra de los autores de su procedencia se interpreta casi sin excepción desde categorías histórico-políticas: “comunismo, Europa del Este, censura, represión, Telón de Acero, nacionalismo...las mismas etiquetas de las que conseguí defender mi literatura en mi país de origen”. La segunda es que, como en un certamen de Eurovisión, el mundo cultural clasifica a los escritores como abanderados de sus “literaturas nacionales”. En el reparto, a Ugrešić le tocó justo el papel cuya negativa a aceptar le había costado el exilio, el de autora croata: “Me convertí en representante literaria de un entorno que no me quería. Tampoco yo quería el entorno que me había rechazado, no creo en el amor sin reciprocidad”.

La relación de Ugrešić con Croacia jamás ha dejado de ser tempestuosa. Después de que se marchase, sus libros fueron destruidos junto a los de los autores considerados serbios o yugoslavistas y sufrió durante años el ninguneo del establishment cultural. Por eso no ahorra invectivas contra la Croacia contemporánea: “Un pueblo que, en 20 años de soberanía, ha profanado o destruido 3.000 monumentos a las víctimas del fascismo, quemado casi tres millones de libros y ‘reducido’ a la minoría étnica serbia a la mitad, ahora escribe su propia historia, una historia de almas puras e incorruptas, gente trabajadora y honesta que cree en Dios”. Acusa a los croatas de sofofobia, el miedo a conocer y aprender, porque implicaría ir más allá de unos horizontes quizás estrechos, pero que reconfortan por familiares. A veces, para observarles, recupera la perspectiva cenital de la bruja montada en su escoba: “Cuando miro hacia abajo, mis compatriotas me saludan felices, mirando hacia el cielo con rostros sonrientes como hojas. Desde esta altura, parecen repollos dejados crecer en un campo abandonado. Más abajo, en el subsuelo, hay cadáveres pudriéndose, gracias a los que los repollos crecen más grandes y sanos”.

Ugrešić siente que la mercantilización de la literatura le ha robado la profesión de escritora

Pese al renombre internacional adquirido, Ugrešić siente que la mercantilización de la literatura le ha robado la profesión de escritora: “Sin darnos cuenta, muchos de nosotros nos hemos quedado sin hogar. A cambio de dinero rápido, otros, más poderosos, han lanzado la bola de demolición contra nuestra casa”. Denuncia que, hoy en día, el autor es apenas un producto del mercado global –“un artífice, un performer, un vendedor de recuerdos ‘culturales’”– y protesta contra la desaparición del sistema que permitía establecer jerarquías literarias: “Desde la cultura del camp a través del posmodernismo, la obsesión irónica por el mal arte ha hecho que el mal arte se convierta en…arte”. Recordando su propia contribución al proceso, Ugrešić se lamenta: “Ahora, mis concepciones de juventud volvían para estamparse en mi cara bajo la forma de un ruidoso escupitajo mediático. Como farsa, siempre como farsa”. Con ánimo provocador, compara la literatura contemporánea con la del realismo socialista en la URSS, por su moralina, su adhesión ciega a las normas de cada género y su falta de experimentación: “Si por casualidad cayese en la Rusia estalinista, a Stephen King le darían el premio Stalin”.

La posición de Ugrešić en el mercado literario empeora por su condición de mujer, en un ámbito donde estas suelen quedar relegadas a un rol periférico: musa, esposa, amante, viuda, secretaria, agente, traductora, albacea…siempre a la sombra del Autor. “Las mujeres son invisibles hasta que hablan el lenguaje de la pornografía o el dinero, ‘el idioma masculino’”, asegura. Le indigna que los textos escritos por hombres se reciban como universales, mientras que las obras de mujeres quedan atrapadas en la “literatura femenina”: “Cuando las mujeres escriben sobre sexo, está en cuestión el punto de vista femenino, cuando los hombres escriben sobre lo mismo, el punto de vista es universal”. Respecto a la crítica hecha por mujeres e influida por los estudios de género, Ugrešić no cree que se diferencie de la ejercida por los “rígidos críticos literarios chovinistas masculinos”, ya que sigue operando desde la compartimentación: “La preocupación fraternal por el estatus de la literatura escrita por mujeres ha contribuido a que ‘las hermanas’ sigan languideciendo en su gueto genérico, aunque al menos, como consuelo, el gueto sea más visible y ruidoso”.

En la novela de Ugrešić Baba Yagá puso un huevo (2009), una folclorista interpreta la figura de la bruja que da nombre al libro, popularísima en la tradición eslava, como imagen de la postergación que sufre la creatividad femenina: “Las artistas mujeres son Baba Yagás, aisladas, estigmatizadas, separadas de su entorno social (viven en los bosques o en su linde) y sólo pueden basarse en sus propias facultades. Su papel, como el de Baba Yagá en los cuentos, es marginal y constreñido”. Al mismo tiempo, el hecho de que la bruja Baba Yagá ponga un huevo puede ser visto como “una alegre apología de la creatividad de la mujer”. Pese a la amargura que se ha ido filtrando en su obra a consecuencia del desplazamiento territorial y literario, Ugrešić parece mantener su esperanza en el acto de escribir: “Quizás mañana, a cada capricho de mi imaginación, un libro transparente cuyas letras brillarán como plancton aparecerá frente a mí en el aire, un libro líquido en el que me sumergiré como en un mar acogedor, del que surgirán textos traslúcidos y vivos como un banco de sardinas […] ‘No es todo tan terrible’, pienso, e imagino cómo, en el mismo corazón de la derrota, surge un nuevo texto…”.

En un ensayo de su libro Europa en sepia, publicado en 2013, Dubravka Ugrešić resumía así su vida: “Una mezcla caótica en la que se juntan una infancia socialista, la desintegración de Yugoslavia, una guerra civil, nuevos pasaportes e identidades fracturadas, traiciones, exilio y una nueva vida en un...

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