Putrefacción ultra
Fuerzas del orden cromático
No va a haber más provocaciones. Lo que sufrió en Vallecas –y sufrirá, de aquí en adelante– la democracia española es una agresión directa
Diego Delgado Gómez 8/04/2021
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El cordón policial que rodea –y protege– el lugar destinado a albergar la escenificación de la última provocación neofascista se abre, automáticamente, a cualquiera que porte una rojigualda, una indumentaria que denote acomodo económico o un distintivo verde. A tan solo unos metros, dos agentes de presencia contundente interrumpen a un par de vecinas que transitan por su propio barrio. Lo hacen con la intención de identificarlas y comprobar que no son una amenaza, puesto que, en lugar de símbolos patrios o trajes caros, pasean con prendas de tonos morados. Se lo iban buscando. Este comportamiento, rayano en lo puramente animal, recuerda con gran exactitud a lo que ocurre todos los días, en todas las ciudades del país, con ciudadanos cuya tez excede los niveles de melanina considerados “aceptables” por nuestra policía.
“Racismo estructural”, “aporofobia”, “tendencia ultra en los cuerpos de seguridad” o “abuso policial” son algunos de los términos más utilizados para hacer referencia a estas prácticas. Hoy, tras haber conseguido digerir mis propias vísceras –evité vomitarlas por muy poco– y, con ellas, las imágenes de lo ocurrido ayer en mi barrio favorito de Madrid –ídem–, empiezo a pensar que el problema es conceptual. Terminológico. Nos han dado alguna pista con aquello de “fuerzas del orden”, pero faltaba una especificación esencial a la hora de entender la naturaleza de esas masas de carne y hueso de las que cuelgan uniformes, cascos, porras y muchísima violencia: son las fuerzas del orden cromático.
“¡Acredítate!”, grita una de esas criaturas mientras corre hacia el compañero Guillermo Martínez, que cubría el acto para El Salto. “No me la puedo sacar, la tengo aquí”, intenta explicar él –mochila roja, se activan los instintos–, pero antes de terminar la frase ya está siendo agredido. El comportamiento de quien le ha derribado demuestra una suerte de involución, una enajenación que suprime la parte humana. Segundos después de tirar a Guillermo al suelo –una cámara grabando, modo supervivencia activado– se agacha y le ayuda a recuperar la verticalidad. Con el pilotito rojo parpadeando, la cosa cambia. Los residuos de lo que una vez fue la parte racional de aquel cerebro recuerdan vagamente algo sobre denuncias y documentos de identidad, así que las criaturas balbucean “te voy a denunciar” y arrancan de las manos del agredido y su acompañante –el también periodista Fermín Grodira– cualquier cosa que se parezca a una identificación. Lo errático de sus movimientos me hace pensar que estarían desconcertados por la imposibilidad de blandir esas tarjetitas para golpear con ellas, así que, simplemente, se las quedan. La secuencia es surrealista: Fermín persigue al agente, advirtiendo de que se está llevando su carné de prensa, mientras este deambula de vuelta hacia la línea en la que están sus compañeros; allí se encuentra con el que parece el macho dominante, al que entrega ese objeto con el que no se puede pegar a nadie; este, sin muestras de estar dispuesto a comunicarse, desanda el camino recorrido por su subordinado y, al final, termina devolviendo la acreditación al periodista, decisión que acompaña con un gesto –“aléjate”– y la emisión de algunos sonidos incomprensibles. El vídeo sería una obra maestra de la comedia del absurdo si no estuviese retratando un problema gravísimo que afecta a las raíces mismas de la democracia y la civilidad.
Asumir el concepto “fuerzas del orden cromático” sirve, también, para entender la importancia del atuendo elegido ayer por Santiago Abascal. El líder del movimiento neofascista en España decidió acudir a su declaración de intenciones cubriendo su torso, contorneado por una vida exenta del más mínimo esfuerzo productivo para su país, con el verde vómito que caracteriza a la formación antipolítica a la que representa. Y no fue algo azaroso.
He afirmado que lo que ocurrió el miércoles en Vallecas supone alcanzar el último estadio de provocación, y estoy convencido de que es el último porque la situación escaló a la siguiente categoría. No va a haber más provocación, lo que sufrió –y sufrirá, de aquí en adelante– la democracia española es una agresión directa. Y para perpetrarla, Abascal se amparó en la escala cromática que tanto obsesiona a sus queridísimas criaturas de la UIP.
Tras permitir el paso con genuina amabilidad a quienes cumplían con los requisitos en la paleta de colores, el cordón policial adoptó una formación muy significativa: de espaldas a la concentración ultra, encaraban continuamente a las vecinas antifascistas. La estrategia ofrecía una porosidad máxima a quienes quisieran transitar hacia fuera –una peineta por aquí, una consigna nazi por allá, una pedrada que se escapa–, y una contundencia intimidante a quien se le ocurriese siquiera pensar en dirigir una mirada a los enfervorecidos de verde –también hubo insultos y lanzamiento de objetos de este lado, todos ellos en respuesta a la provocación original y con la peculiaridad de tener consecuencias en forma de golpes o denuncias. Cosas de estar en el lado malo de la escala cromática–.
Pero vayamos al momento exacto en el que la extrema derecha española declaró, definitivamente, sus intenciones de dar comienzo a la fase de agresión directa. Abascal intentaba, en vano, ofrecer su perorata por encima de las gargantas del pueblo vallecano; demostrando que, sin el altavoz mediático facilitado por unas élites aterrorizadas por el potencial cambio de modelo, no sería más que otro incel acomplejado. Tras comprobar que le sería imposible, anunció a las huestes que recorrería los “escasos metros” que le separaban de las antifascistas –para él eran escasos metros, para quienes dan vida al barrio día a día era una fortaleza policial, todo en orden– y bajó de la tarima. Lo hizo, claro, acompañado de dos sumisos protectores que encabezaron la travesía. Y es aquí donde se produjo la escena más descorazonadora en una tarde repleta de vergüenza: los agentes les acompañaron –¿o escoltaron?– hasta el lugar en el que las vecinas mostraban su oposición pacífica, permitieron una agresión clamorosa e, instantáneamente, cargaron en la misma dirección en la que lo hacían los ultras. Digamos que los colores no les dejaron otra opción. Ahí no veían agresores contra agredidos, sino mascarillas con banderas de España y una camiseta verde contra pieles encallecidas por el trabajo. Una elección instintiva para las fuerzas del orden cromático. ¿Hasta cuándo?
P. D.: Generalizar siempre es injusto. Siempre. Pero los principales interesados en purgar de putrefacción ultra de las filas de la UIP son los propios cuerpos de seguridad, así como el Ministerio del Interior. Mientras sigan permitiendo barbaridades como las que pudimos ver el miércoles 7 de abril en Vallecas, estarán justificando toda generalización a través de su irresponsabilidad.
El cordón policial que rodea –y protege– el lugar destinado a albergar la escenificación de la última provocación neofascista se abre, automáticamente, a cualquiera que porte una rojigualda, una indumentaria que denote acomodo económico o un distintivo verde. A tan solo unos metros, dos agentes de presencia...
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Diego Delgado Gómez
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