Conversación
El coronavirus no tiene ideología
A veces es más fácil dialogar con un virus, carente de prejuicios políticos, que tratar de convivir en un país asolado por una pandemia y envenenado políticamente por los ancestros de un pasado reaccionario que se resiste a ser vacunado
José Antonio Martín Pallín 29/04/2021
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El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS), “profundamente preocupada” por los niveles de propagación y gravedad y tras el examen del número de países afectados, sus niveles de contagio y mortalidad, estima que hay base suficiente para considerar la covid-19 como una pandemia. Advierte de que es consciente de que el anuncio puede causar un miedo irrazonable, pero considera la necesidad de que tanto ella misma como los países tomen medidas a tono con la gravedad de la situación para tratar de contener la propagación.
Sorprendidos por la virulencia de sus efectos y por su rápido e incontrolable contagio, los científicos se han visto inmersos en una investigación que alteraba los planes y los tiempos normalmente previstos para iniciar, con éxito, unas líneas de estudio, análisis de posibles terapias y la búsqueda, contra el tiempo, de una vacuna eficaz. Estamos asistiendo, con miedo e incertidumbre, a opiniones, a veces encontradas, sobre sus orígenes, formas de trasmisión, incidencia según sectores de población, medidas para hacerle frente y paliar sus efectos. Por fin se han encontrado las vacunas, pero la tranquilidad se ha visto alterada por sus posibles efectos secundarios. No obstante, la esperanza se abre paso ante los temores y las teorías inverosímiles de los llamados negacionistas, que sustituyen la realidad científica por el esoterismo y la inconsciencia. Mientras llega la solución definitiva, nos quedan algunas certezas irrebatibles, una de ellas es que el coronavirus covid-19 no tiene ideología.
Esta evidencia, a primera vista, debería ser un factor aglutinante para adoptar las medidas que se estimasen más adecuadas, según los avances y consejos de la ciencia, y para tratar de contener su expansión y salvar la mayor cantidad de vidas posibles. Por el contrario, en nuestro país ha provocado una confrontación ideológica en la que se ha utilizado la pandemia como un arma política dirigida, principalmente, a desgastar y, si es posible, derrocar al gobierno de coalición.
A la vista del comunicado de la Organización Mundial de la Salud, el Gobierno, en este caso una coalición del PSOE y Unidas Podemos, u otro gobierno de signo diferente, hubiera acudido a la declaración del estado de alarma, consciente de que la medida afectaría a derechos fundamentales, como el confinamiento domiciliario, que sólo podía ser quebrantado en circunstancias excepcionales, especificadas en el texto del decreto que lo acordó.
Sin apenas dar tregua a la adopción de las medidas, se producen reacciones de claro signo partidista, cuyo único pretexto, en una exhibición lamentable de irracionalidad y de sectarismo, trataba exclusivamente de aprovechar la tragedia para derribar el Gobierno de coalición, utilizando el aparato judicial, para presentar querellas por homicidio imprudente o prevaricación. En cualquier otro país, estas torticeras iniciativas, carentes del más mínimo sustento legal, hubieran sido rechazadas de plano; aquí, algunas de ellas, todavía están tramitándose en los archivos de las oficinas judiciales. Las querellas volaron en todas direcciones. El propósito era claro, inhabilitar al presidente del Gobierno al margen de las decisiones parlamentarias. Un espectáculo lamentable e indigno de una democracia consolidada. Sin salir de la Península Ibérica, podemos poner, como ejemplo, la actitud de la oposición portuguesa de derechas, que mostró su apoyo incondicional y ayuda al gobierno socialista para enfrentarse a una situación de emergencia que afectaba a la salud y seguridad de todos los ciudadanos.
La oposición portuguesa de derechas mostró su apoyo incondicional y ayuda al gobierno socialista para enfrentarse a una situación de emergencia que afectaba a la salud y seguridad de todos
Los ultra sensibles microscopios electrónicos han conseguido dar cuerpo y figura al coronavirus covid-19. Su iconografía, nunca mejor dicho, se ha hecho viral. No hay programa de televisión que no lo utilice como fondo de pantalla. Lo percibimos como una pequeña esfera de la que salen protuberancias que se parecen a los carretes de hilo o a la pieza del Diábolo que se mueve manejando unos palos unidos por una cuerda. Su configuración no nos proporciona pistas sobre su posible ideología.
De repente, me asalta una idea. He sido vacunado y confío en sus efectos. A riesgo de ser tratado como iluminado, decido dar rienda suelta a la imaginación y la fantasía. El coronavirus despliega una gran actividad que pienso aprovechar para dialogar con él a través de un microscopio. Cuando le comunico mi idea se muestra receptivo.
Mi primera pregunta es directa: ¿Cuál es el mayor temor que alberga sobre la posibilidad de mantener su subsistencia o perder su carga maligna? La respuesta es inmediata, no tiene dudas: las vacunas. Añade que no entiende las posturas de los que niegan su eficacia y les agradece las facilidades que le proporcionan para circular con más libertad. Observo que no muestra demasiada alegría. Seguramente sus sentimientos son más racionales que los de las sectas que niegan la realidad científica.
Me interesaba saber si había encontrado dificultades para expandirse, a causa de los confinamientos domiciliarios o de cualquier otra medida de aislamiento y limitación de los contactos sociales. La respuesta fue afirmativa.
Me manifestó su extrañeza por no haberse encontrado con suficientes medidas preventivas. Dada su experiencia, adquirida por pertenecer a la familia de los coronavirus, pensaba que los primeros embates con las respuestas sanitarias los iba a encontrar en los centros de asistencia primaria, pero estas primeras barreras de detección y tratamiento las consideraba escasas. Creía que había sido la causa de la rápida e incontrolable difusión de los casos que surgieron en la primera ola. Me preguntó si las deficiencias se habían corregido y no tuve más remedio que confesarle la verdad. No tenía todos los datos pero sí pude informarle de que la comunidad donde vivo, Madrid, se decantó por instalar un hospital de urgencia en los pabellones de una feria comercial, montado por el Ejército y se construyó uno de mueva planta con fondos de la Comunidad para emular a los chinos. Se le bautizó con el nombre de una enfermera pionera y ejemplar, Isabel Zendal, famosa por su lucha, en muchos lugares del mundo contra las epidemias. Cuando iba a explicarle que las políticas “liberales” a la madrileña, habían optado por reducir la atención primaria y potenciar hospitales privados con dinero público, me di cuenta de que estaba hablando con un microorganismo apolítico que no tendría interés en mantener un debate sobre el tema.
Cuando le comuniqué la impresionante cifra de personas fallecidas en residencias de mayores, tuve la sensación, cosas de mi desbocada fantasía, de que se sintió impactado y se movió ligeramente dentro de mi campo de visión. Le tranquilicé diciéndole que la masacre de la primera ola se estaba conteniendo con la vacunación masiva en los centros geriátricos.
Una vez ganada su confianza, le informé de los efectos que su presencia había ocasionado en la convivencia social y en las esferas políticas. Le utilizaban para simplificar la dimensión del problema y mantener abierta la posibilidad de una crisis política, añadida a los inevitables efectos sobre la salud y la economía.
Le expliqué, sin saber si tendría interés en ello, que aprovechando sus efectos nocivos y el miedo inoculado en todas las sociedades, las grandes y todopoderosas empresas farmacéuticas habían asumido el poder, en detrimento de los gobiernos y de los parlamentos. El contrato firmado entre la Unión Europea y alguna de las empresas farmacéuticas es suficientemente expresivo y demoledor. Se acepta que impongan sus condiciones y precios. Reclaman la “sagrada” e intangible propiedad “intelectual” sobre las patentes de fabricación que se niegan a compartir, invocando una siniestra libre competencia. Ante la incertidumbre de los efectos secundarios de las vacunas, se les exime de cualquier responsabilidad, que queda en manos de los gobiernos y, por derivación, de los ciudadanos.
La carrera por la competencia, descarnadamente comercial, para alcanzar la hegemonía, ha llegado al mundo de la geopolítica, situando a los países en un ranking mundial en función de la calidad de sus vacunas. Los antídotos contra las pandemias y otras enfermedades siempre han sido reconocidos y agradecidos por su potencial curativo. Ahora, se les adjudica una nacionalidad y juegan un papel importante en la influencia de los países en la política internacional. Estados Unidos, Reino Unido, Rusia y China, curiosamente los cuatro países que tienen derecho de veto para impedir que se apliquen los acuerdos de la Asamblea General las Naciones Unidas, han renovado su liderazgo potenciando, casi con exclusividad, las investigaciones de sus laboratorios farmacéuticos. Una nueva arma que se une a las que ya proliferan peligrosamente en las manos de varios Estados.
Antes de difuminarse en el fondo del microscopio, me pidió que trasmitiese su admiración y respeto por el personal sanitario, que ha luchado con escasez de medios materiales e insuficiencia de plantillas, con una abnegación y entrega que algunos han pagado con su vida. Me dio tiempo a pedirle, ilusamente porque no estaba en sus manos, que, por lo menos, mantuviese un bajo nivel de virulencia, mientras los ciudadanos tratamos de recomponer nuestro tejido social y luchar por recuperar nuestra soberanía que nunca debemos dar definitivamente por perdida. A veces es más fácil y resulta más productivo dialogar con un virus, carente de prejuicios políticos e ideológicos, que tratar de convivir en un país, asolado por una pandemia y envenenado políticamente por los ancestros de un pasado reaccionario que se resiste a ser vacunado.
El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS), “profundamente preocupada” por los niveles de propagación y gravedad y tras el examen del número de países afectados, sus niveles de contagio y mortalidad, estima que hay base suficiente para considerar la covid-19 como una pandemia. Advierte de...
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José Antonio Martín Pallín
Es abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
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