REPORTAJE
Lentejas para cenar
Un paseo por el Madrid de los ‘mantenidos’: “Que venga Ayuso a decírnoslo a la cara”
Israel Merino Madrid , 21/04/2021
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“No es el mejor café del mundo, pero al menos huele bien”, dice Marga mientras sube al nueve la temperatura del fuego pequeño de su vitrocerámica y coloca sobre él una cafetera de puchero. “Creo que no es un buen momento para que nos pongamos tiquismiquis con el café, ¿no?”.
Marga es de familia gitana. Tiene dos hijos, un niño y una niña, y vive con ellos y su marido en la cuarta planta de un edificio sin ascensor a diez minutos andando de la parada de metro de Pan Bendito. “De Carabanchel de toda la vida, un barrio muy bueno”.
Lleva desde septiembre de 2020 en paro –“limpiaba un hotel de Atocha, pero ahora no me llaman ni para poner las calles”–. Sus hijos comen gracias a la beca de comedor del cole público del barrio, y el café que me sirve en un vaso de cristal amarilleado lo ha pagado la pensión de 499 euros que cobra su marido, con baja permanente por culpa de una parálisis parcial en el lado izquierdo de su cuerpo, que tiene desde que se le cayera un armario en la espalda mientras trabajaba. “Qué susto nos dio. Estuvo dos meses ingresado en el Hospital de parapléjicos de Toledo”.
“Vivimos como podemos. Bueno, malvivimos. Gracias a Dios, ni a los niños ni a nosotros nos falta la comida. Bueno, a los niños no les falta la comida”, dice riéndose y poniendo en uso el sentido del humor más negro de todo Madrid.
“Antes trabajaba a media jornada, pero al menos trabajaba. Con la pensión de mi marido pagábamos el alquiler del piso y los gastos de la luz y el agua, que son cuatro gastos que parecen tontos pero no lo son, y con mi sueldecito comprábamos la comida y poco más, pero ahora no se puede ni hacer eso. El alquiler lo pagamos cuando podemos y si podemos”.
“Hemos negociado con el casero”, sigue contando mientras interrumpe su narración para pegar un traguito al café, “y ahora le tardamos un poco más en pagar la renta, pero se la pagamos. Sabe que somos buena gente y que le cuidamos el piso. Míralo. Ni una pelusa vas a encontrar”.
“No sé, supongo que quiero lo que todo el mundo quiere: trabajar. Creo que si trabajara todo iría a mejor. Viviríamos mucho más tranquilos. Tendríamos para pagar la luz y el agua y el alquiler, y podríamos hacerlo sin asustarnos. Ahora mismo no nos falta qué llevarnos a la boca, pero no está bien eso de cenar lentejas todas las noches, ¿no? Si trabajara, viviríamos más dignamente”.
Aunque el pensamiento de Marga pueda parecer acertado, la realidad no es así. En estos tiempos, ni siquiera currar es garantía de poder vivir con dignidad. O si no, que se lo pregunten a Amina.
Amina lleva muy poco tiempo en su nuevo trabajo, tan solo un par de semanas. “Que las preguntas sean rápidas, por favor”, me contesta mientras le explico qué hago a su lado y lo que quiero preguntarle. “Lo que me faltaba es que mi jefe me viera hablando con un periodista”.
De origen marroquí, llegó a España poco antes de que empezara la pandemia: “Primero viví en Málaga, en casa de un familiar, y luego me vine con mi marido y mi hijo a Madrid”. Aunque parece mayor, solo tiene 32 años.
Estamos en una lavandería de esas autoservicio con lavadoras y secadoras en las que tienes que meter un par de monedas en las máquinas para poder hacer la colada. Amina tuvo suerte, porque la escogieron para fregar el local. “Pero sin contrato”.
“Mi trabajo es limpiar los cristales, barrer, fregar y todas esas cosas. Me pagan 250 euros al mes por seis horas al día de trabajo […]. Mi jefe me ha dicho que cuando el negocio lleve más tiempo y vaya mejor, va a darme de alta y a hacerme nómina”.
“¡No, claro que no puedo vivir de esto!”, responde mientras no para de pasar la escoba por la acera. “Solo la habitación en la que vivimos vale ese dinero”.
Amina vive junto a su hijo y su marido en una pequeña habitación en el mismo barrio en el que está la lavandería. Es una habitación para tres en un piso compartido con otras tres familias: “Solo hay un baño, sí”. En total, es una casa de cuatro habitaciones en la que conviven once personas.
Su marido, en búsqueda activa de empleo, intenta conseguir el dinero que puede para poder pagar “su casa”, pero asegura que es muy difícil llegar a fin de mes: “Tuvimos que vender un coche que teníamos. Nos dieron 400 euros por él y así conseguimos ahorrar para pagar el alquiler durante unos meses”.
“Comemos gracias a lo que la gente nos da. Conocemos a uno de un supermercado que nos saca cosas que se van a tirar. También vamos a un grupo de esos que dan alimentos en el barrio los sábados”, dice refiriéndose a las criminalizadas (vía Ayuso) colas del hambre.
“Con las otras familias es muy difícil vivir. Todos somos inmigrantes pobres. Tenemos que guardar la comida en la habitación porque nos robamos lo que hay. Cuando vivía en Marruecos, me dijeron que aquí podía encontrar trabajo, pero me siento engañada. Tengo trabajo, pero no una casa en la que vivir bien”, dice poniendo su mano entre su cara y la mía y negándose a responder más preguntas. Mientras lo hace, un par de chicos jóvenes entran en la lavandería y le piden cambio sin guardar mínimamente las formas.
Aunque el ejemplo de Amina puede parecer anecdótico, no lo es. Rogelio Poveda, presidente de la Asociación de Vecinos de Aluche (AVA), una plataforma popular que da charlas, hace talleres y gestiona un banco de alimentos solidario que da de comer a casi 700 familias del barrio, explica la situación por teléfono:
“En estos tiempos, es muy habitual encontrarnos con familias en las que uno de los miembros trabaja, o incluso dos, pero son incapaces de llegar a fin de mes. El poco trabajo que hay está mal pagado y es muy precario. Si a esto se le suma que los trabajadores no suelen conocer los derechos laborales que tienen, cualquier empresario puede aprovecharse de la situación para pagar cuatro duros al primero que vaya hasta su puerta a pedir empleo”, cuenta Poveda.
“En la cola de reparto de alimentos de la AVA”, continúa diciendo, “atendemos a personas con trabajo que vienen a pedirnos ayuda porque no les llega para comer. Muchos pagan alquileres desorbitados que se llevan todos sus ingresos y no les queda otra que venir a nosotros a por algo de ayuda. También, más de una vez, hemos recibido a familias que nos pedían dinero para poder pagar la luz, sobre todo cuando la Filomena, porque no llegaban”.
Según Poveda, el caso de Amina es bastante frecuente. Son personas que, poniendo toda la carne en el asador, son incapaces de conseguir lo básico, lo mínimo; dinero suficiente para comer, pagar la luz y tener un techo en el que poder vivir con algo de dignidad. Son los olvidados del foco mediático que se buscan las lentejas –esas que les toca comer hasta para cenar– con la inestimable ayuda de su presidenta autonómica, que se encarga, en plena campaña electoral, de llamarles “mantenidos” y “subvencionados”. La misma que lleva viviendo de lo público, de lo nuestro, desde los 27 años.
Los hay, aun así, que tienen menos que eso. Muchísimo menos.
A las seis y media de la mañana, esas ambiguas horas que mezclan al borracho y al madrugador, Jorge, que no es lo primero porque no le da la gana ni lo segundo porque no lo consigue, entra en el Cercanías de La Laguna con un carrito de la compra azul y lo más arreglado que su situación económica le permite. “Si te ven con malas pintas, piensan lo peor de ti. Que eres un yonki”.
Mientras pasamos los tornos de la Renfe juntos, me explica que los guardias de seguridad le suelen abrir las puertas: “Saben que vengo a pedir, no a viajar, así que me dejan pasar”.
Bajamos las escaleras mecánicas que llevan hasta el andén en dirección a Atocha y esperamos, con cara de cansancio y de derrotado él, a que llegue uno de los primeros trenes de la jornada. Cuando por fin se para ante nosotros, nos subimos al abarrotado vagón, se sienta unos segundos esperando a que se ponga en marcha y ya de pie inicia su súplica diaria:
“Buenos días a todos. Van a disculparme por las molestias. Me llamo Jorge, tengo 43 años y llevo en paro nueve meses. El Estado no nos apoya económicamente”. Hace una pausa para coger fuerzas: “Y mi familia y yo hemos agotado todas las ayudas de los servicios sociales. Soy un hombre honrado. He trabajado durante toda mi vida, pero no he tenido suerte. Ruego, por favor, que si alguno de ustedes puede ayudarme de alguna forma lo haga. Me conformo con una moneda, algo de comida o lo que sea. Tengo una hija pequeña y no quisiera verme en la calle con ella, ya que yo no podría volver a dormir tranquilo en la vida. Si alguno de ustedes sabe si necesitan a un trabajador en su empresa, que me lo diga también y le daré mi número de teléfono. Actualmente vivimos de lo poco que la comunidad de vecinos le puede pagar a mi mujer como señora de la limpieza, así que cualquier ayuda, por humilde que sea, nos vendría genial. Muchísimas gracias”.
Después de decirlo, Jorge se pasea con cara de vergüenza por el vagón esperando que alguno de los oyentes le pueda ayudar de alguna forma, pero solo consigue treinta céntimos. Aun así, su cara se transforma y tras la mascarilla se aprecia el esbozo de una sonrisa amarga: “Tengo un par de monedas en el bolsillo, así que podré comprar un cartón de leche a mi hija”.
Jorge sale a pedir a esa hora de la mañana, antes de que su hija de nueve años se despierte, para poder ofrecerle un desayuno digno cuando se siente a la mesa del comedor: “Lo último que quiero es que mi hija no pase hambre. Me da igual mendigar, pero no permitiré que eso pase. Aunque la única solución sea meterme a chapero. No. Mi hija no pasará hambre nunca”.
“Esa es una hija de…”, dice, cambiando de repente el tono, cuando le pregunto por las declaraciones de Isabel Díaz Ayuso mientras pasamos a otro vagón del tren. “No sabe lo que es pasar hambre. No sabe lo que es estar en una situación así. ¿Ella lee tu periódico? ¿Crees que no? Bueno, pues si lo hace, quiero mandarle un mensaje: si me lees, Ayuso, quiero que vengas cualquier día a pedir conmigo. Quiero que me llames mantenido a la cara. Quiero que todos los votantes que te aplauden vengan a conocerme”.
Aunque las declaraciones de Jorge pueden parecer inusuales, cualquiera que coja con frecuencia el transporte público de Madrid se encontrará con decenas de personas desesperadas que recurren a pedir alimentos o ayuda económica en el metro. Ellos también creen en la libertad, pero en una libertad muy diferente: en la libertad de trabajar y no ser menospreciados; en la libertad de irse de cañas, sí, pero teniendo un trabajo digno que les permita hacerlo.
Respecto a estas declaraciones de Isabel Díaz Ayuso, Rogelio Poveda, de la AVA, afirma lo siguiente: “¿Cómo van a ser unos subvencionados, si no tienen para comer? Con lo que dice demuestra que sus ideales y humanismo dejan mucho que desear”.
Y remata, tajante: “Desde hace meses, tenemos en todas las colas del hambre una silla vacía para que los representantes institucionales vengan a ayudarnos y a ver cuál es la situación. De momento, no ha venido ni uno”.
En este año de pandemia las ‘colas del hambre’ no han dejado de crecer. Cáritas y la Fundación Madrina, que antes atendía a 400 personas al mes reciben ahora a 4.000 al día. El Banco de alimentos de Madrid ha aumentado un 43% la distribución de comida y ayuda a más de 180.000 personas en la comunidad. Esa es la situación en Madrid.
“No es el mejor café del mundo, pero al menos huele bien”, dice Marga mientras sube al nueve la temperatura del fuego pequeño de su vitrocerámica y coloca sobre él una cafetera de puchero. “Creo que no es un buen momento para que nos pongamos tiquismiquis con el café, ¿no?”.
Marga es de familia gitana....
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