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ENTENDER EL MUNDO

2011 – 2021: De la dignidad al duelo

10 años habitando lo que está entre nosotrxs

Luis Moreno-Caballud / Begonia Santa-Cecilia 10/05/2021

<p>El 15-M en Sol (Madrid, 2011). / <strong>gaelx</strong></p>

El 15-M en Sol (Madrid, 2011). / gaelx

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Una relación misteriosa, crucial, subterránea

El hospital, con sus protocolos, con su “no hay nada más que hacer”. La funeraria, preparada para hacer desaparecer el cuerpo lo antes posible. Un individuo ha muerto, se acabó, ha dejado de existir, ya no está en este mundo, en todo caso quedará ahora una cosa llamada “su recuerdo”, que pasa a ocupar su sitio, como otra cosa más en un mundo de cosas que existen. Las cenizas, un souvenir. Pero el mundo sigue siendo lo que hay, lo que ves, ¿qué va a ser si no?, personas, cosas, personas y cosas, personas que tienen cosas, que tienen ropa, coches, televisiones, teléfonos móviles, trozos de tierra, casas, su propio cuerpo, conocimientos, dinero, valores, ideas, recuerdos, experiencias, cosas que a veces consiguen y que a veces pierden u olvidan o abandonan. Y después se mueren algunas personas también, pero quedan siempre muchas otras.

Seis de la madrugada. El agotamiento de esos días de hospital y pesadilla reverbera en la ciudad medio desierta, al amanecer.

Los taxistas empiezan a conectar sus radios. Las pantallas se encienden. El flujo de palabras e imágenes que marcará los temas del día empieza a llegar a la infinidad de receptores que entran en la jornada. Sobrellevando el madrugón. Al ritmo de una vida en la que uno se levanta para trabajar, se envía a los niños a la escuela para poder trabajar, y para que ellos puedan trabajar también en el futuro, se trabaja para ganar dinero, se gana dinero para comprar, se compran cosas para tenerlas, se consiguen cosas pero se necesitan más cosas, se trabaja más para ganar más para comprar más para tener más.

Se queda con los amigos también, para echar unas risas, relajarse, comentar los temas del día, hacer chistes sobre la última anécdota del político de turno, o el famoso de turno, o el amigo común de turno. Se di-vierte uno y se dis-trae, y se cuentan historias, miles de historias sobre estas personas que son personajes, se viven también situaciones en carne propia, cosas que uno puede contar después, el viaje de estas vacaciones, la pelea con el jefe, lo que encontraste por casualidad en Google el otro día. Luego cada cual a su casa. La mañana avanza, hace menos frío ahora, la ciudad se va poblando de esas historias, imágenes, palabras, riadas de pedazos de sentido accesible. Hay que trabajar para ganar y para tener, pero eso incluye también hacer acopio de objetos de deseo, planes, promesas, logros, éxitos, goles, orgasmos, clics, subidones de adrenalina y de serotonina, likes, votos, miradas, escotes, premios, escándalos, golpes, insultos, zascas, crueldades, accidentes, catástrofes que contemplar. En medio de ese flujo se sobrelleva la vida, al calor de esos estímulos.

Sin embargo, a nosotros hoy nos invade un silencio helado. Es 10 de mayo de 2011, María Paz ha muerto, nos disponemos a dejar Madrid para volver a casa.

Las superficies lisas y brillantes del aeropuerto parecen concentrar en su prístina opacidad todo el desierto que sentimos. Con la misma asepsia y neutralidad que preside la gestión de las tiendas y de las puertas de embarque del aeropuerto, el hospital se dispuso a gestionar un cuerpo averiado. Dejen trabajar a los médicos, dejen paso a la ciencia que entiende el funcionamiento de esa cosa compleja que es el cuerpo humano. Deposite aquí su cuerpo, en la habitación 340, junto a otro cuerpo que también estamos intentando arreglar, si lo oye gritar de dolor por las noches no preste atención, sus cuerpos estarán separados por un biombo, y se les administrarán los necesarios anestésicos. La familia, por favor, que no se amontone en la habitación, pasen a la sala de espera. Déjenlo en nuestras manos. Pero lamentablemente el tratamiento no funcionó. Ahora ya no hay nada que hacer, se produjo el deceso de la paciente. Elijan cremación o entierro, religioso o laico, y por favor después de –por supuesto– honrar su memoria, vayan pasando a otra cosa. Hay muchas cosas en el mundo, mucho trabajo que hacer, muchas cosas que conseguir. María Paz ahora ya no está. Vuelo cancelado. Elijan otro.

Desde luego, las doctoras y las enfermeras habían hecho todo lo que habían podido, trabajando en condiciones especialmente difíciles por los recortes de presupuesto en sanidad pública, algunas habían sido incluso muy amables y compasivas. Pero entonces, ¿por qué sentíamos en nuestras entrañas que esa muerte había sido una especie de asesinato?

¿Por qué nos parecía que las voces de los tertulianos que sonaban en la televisión de la puerta de embarque eran tan cómplices de ese asesinato como la burocracia de la empresa funeraria, como la obligatoria vuelta a “la normalidad” que nos esperaba en casa, como el rumor animado de los turistas que hacían cola junto a nosotros para entrar al avión? “Pues habrá crisis, pero yo veo las terrazas llenas de gente tomando cañas…”. “Es que a la gente lo que le gusta es pasárselo bien y por eso…”. “Oye, perdona, que hay mucha gente pasándolo muy mal ahora mismo…”. “Espera, yo no te he interrumpido a ti…”. “Me da igual, porque hay más de 300 desahucios cada día en este país y un 26% de paro, si te parece que el gobierno puede ignorar esto…”, seguían los tertulianos en su pelea infinita y sobreactuada. Después, una cortinilla dio paso a publicidad: una mujer hiper-sexualizada nos aseguraba que iríamos muy bien al baño si tomábamos su producto. Un coche estupendo, un seguro de vida, un programa donde la gente competía por cocinar el mejor plato, y se lo acababan tirando a la cara, para regocijo del público.

Allí, de pie en la cola del aeropuerto, rodeados de pantallas, anuncios y cristaleras dobles, todo parecía lo mismo, un puro desierto indiferenciado donde las personas y las cosas eran intercambiables, donde se vivía y se moría solo. Sola, María Paz, aislada del mundo al que con tanta alegría y tanto dolor había dado sentido, de su gente, de todo lo que había sido capaz de compartir en sus 73 años, arrancada de todo lo que había sido capaz de trenzar con otros. Sola, en esa habitación de hospital, convertida en un ser anónimo y discreto, que funciona mal. Sola sobre todo en la muerte, abandonada por los vivos que la daban por imposible, por desahuciada, por inexistente.

Y solo Ramiro también, nueve años más tarde, rápidamente evacuado del suelo cálido de su casa donde había quedado tumbado, evacuado del sol que entraba generoso por la ventana, acariciándole la cara, rápidamente gestionado como un cuerpo repentinamente convertido en cosa sin persona, con las máximas precauciones llevado al crematorio, sin que uno solo de sus muchos amigos y amigas pudiera siquiera acercarse a llorarlo, siendo incluso amonestado por la policía, el único que se arriesgó a hacerlo, en el momento de las mayores restricciones por la pandemia del covid. Solo también, como María Paz, por haber sido abandonado a una muerte con la que no se quiere establecer ninguna relación, a una muerte quizás está vez todavía más abstracta, plana, sin sentido, a una muerte confinada, más aislada y ocultada aún que de costumbre, una muerte sin funeral, sin ceremonia, sin intento de duelo colectivo alguno –salvo tal vez, por el momento, el de este texto maltrecho.

“Bueno, ya eran bastante mayores, ¿no?”.

Tal vez no un asesinato, pero sí la continuación de un proceso de destrucción que había empezado mucho antes que sus enfermedades, y que no era tanto la destrucción de María Paz y de Ramiro en tanto que individuos, sino la constante violencia ejercida sobre ellos –y sobre tantos otros– para reducirlos, precisamente, a ser individuos. Para matar los mundos comunes que albergaban, y dejarlos solos.

De vuelta en casa, al otro lado del charco, las maletas se quedaron sin deshacer. Nos tropezábamos con ellas, no salíamos de casa, no hablábamos apenas. El silencio se nos había quedado atragantado. La pena y la rabia se coloreaban mutuamente.

Y entonces, tan solo cuatro días después de la muerte de María Paz, ocurrió. Llegaban noticias de una gran manifestación en Madrid, una manifestación de la que algunos no habían querido marcharse nunca. Asqueados ante la idea de volver a “la normalidad”, e inspirados por la ocupación de la plaza Tahrir en El Cairo, acamparon en la Puerta del Sol. Pronto proliferaron acampadas en las plazas de muchas ciudades y pueblos del Estado español, pronto fue también evidente que esto era parte de lo que había ocurrido, seguía ocurriendo y ocurriría en muchas otras partes del mundo en ese año de 2011, y en los siguientes.

Nosotros, como tantos otros, fuimos inmediatamente arrastrados por la grieta en “la normalidad” que abrieron esos movimientos de las plazas, y nos dejamos cambiar la vida por ella. Al mismo tiempo, supimos siempre que esa grieta era para nosotros inseparable de la que la muerte de María Paz había abierto bajo nuestros pies. Y así, estos dos acontecimientos aparentemente tan diversos, quedaron desde el principio vinculados para nosotros por una relación misteriosa, crucial y subterránea.

Ahora, con el paso del tiempo, tras la muerte de Ramiro en 2020 y gracias a estos años de conversaciones y aprendizajes con compañeras, creemos ver con más claridad esta relación, aunque quizás nos equivocamos. Ahora, creemos haber sospechado siempre que la dignidad que se le había arrebatado a la muerte de María Paz, esa dignidad trenzada en común con otrxs, era justamente lo que veíamos reaparecer con enorme potencia en los movimientos de las plazas.     

Reencuentro con el entre

Imaginamos ahora una mesa cuidadosamente puesta, con todo el esmero, en casa de María Paz, una noche de tantas en que se sentaban diez, doce, quince y hasta más personas a cenar. Todo preparado, la comida lista para servir, las sillas ligeramente separadas para que pudieran sentarse los comensales. Lo estamos viendo, como una foto, tal como se iba a quedar sin que nadie moviera ni un plato durante más de un mes. Y a ella, a María Paz, que aún no lo sabía, la vemos sonriente.

Ahora miramos a María Paz y queremos ver en ella todo lo demás, toda la abundancia, todo lo que el hospital no supo ver. Vemos las noches robadas al sueño por ella y por Esperanza y Baltasara (y tantas otras) para bordar las puntillas que lucen en el mantel y las servilletas, convirtiendo cada objeto en único y precioso, entre zurcido y zurcido de los calcetines de incontables familias numerosas, vemos los ires y venires del pueblo a la ciudad y viceversa, las horas y horas al teléfono para asegurarse de que estáis bien todos, por aquí todos buenos, te mando una caja de lechugas con el primo, su hermana poniendo a secar los pimientos para hacer el pimentón, allá en Ávila, preparando la matanza de la que llegarán los embutidos caseros que son hoy el aperitivo sobre la mesa, su hermano (y a tantos otros) levantándose de madrugada para esquivar al vigilante del coto y hacerse con unas liebres o con unas perdices o con unas palomas que se han guisado esta tarde con mucha paciencia y mucha cebolla, de la que se trajo en verano del pueblo y aún queda, de la huerta en la Ribera navarra, la tierra en la que el abuelo cosechaba sus verduras para subir a venderlas a la montaña, y así conoció a la abuela, mucho antes de que nadie pensara en marcharse a vivir a ese lugar impensable que era Madrid, cuando la abuela cuidaba las vacas y un día un rayo partió a una de ellas en dos trozos, cuando en la montaña se hablaba una lengua prohibida, que nadie se atrevió ya a enseñar a María Paz, nacida en el año revolucionario de 1936. Porque además, de qué le iba a valer cuando se marchara a servir a las casas ricas de San Sebastián y de Madrid.

Hasta un mes más tarde no se pudo volver a usar la casa, y allí estaba, efectivamente, la mesa todavía puesta con esmero, y con una buena capa de polvo por encima

De la montaña, de la lengua prohibida y las vacas, a Donosti, y a la tienda de comestibles en Madrid. Para llegar a esta mesa esmeradamente puesta, ¿qué fue lo que tuvo que pasar? Fue necesario arreglárselas con la vida de tantas maneras, tomarse a bien tantas cosas que se podrían haber tomado tan a mal, sonreír a tantos clientes en una posguerra interminable y coser tantas rodilleras de tantos hijos, esquivar con alegría tantas imágenes peyorativas proyectadas sobre quienes venían de los pueblos, sobre quienes “no tenían estudios”, poner tantas ollas de caldo a cocer, acordarse puntualmente de las enfermedades de tantos parientes y amigas, mantener tantos recuerdos y relaciones vivas a pesar de la constante exigencia de entrar en el ritmo del dinero y el consumo, reconstruir la dignidad en un constante ir y venir de cuidados y solidaridades entre quienes pueden contar unas con otras. Confiar tanto en eso que, sí, existe, y que no es una cosa más en un mundo de cosas, sino el entre, ni tú ni yo ni esa cosa, sino lo que está en medio, el mundo común que compartimos, lo que nadie posee, las fuerzas y las formas que nos atraviesan, el compartir que está siempre antes, primero, antes aún de que existan quienes comparten. Fue necesario cuidar ese entre con convites, viandas, canciones, vino y amistades, frente a todos los golpes de la vida, las contabilizaciones, las identificaciones y los desprecios. Fue necesario crear cierta confusión frente a esa fuerza destructora que siempre quiere saber quién es quién, quién es y quién no es, quién tiene qué, quién paga, cuánto vale, qué se gana, qué se pierde. Fue necesaria la institución informal de la casa de María Paz como un lugar de encuentro y de hospitalidad inagotable, un espacio amigo por donde transitaban innumerables tías y primas y padrinos y amigas y amigos, y comadres, vecinas, paisanas y paisanos de los varios pueblos en los que la familia tenía raíces, legiones de primos segundos, de espíritus afines, de apegados, ex-novios de las hijas semi-adoptados, sobrinos lejanos, parientes probables, y hasta algún desamparado que no tenía otro sitio a dónde ir. En la casa de María Paz y de Martín se comía muy bien, había buena conversación siempre, y a veces hasta se sacaba el acordeón después de cenar.

Pero aquella noche…

Las explosiones empezaron justo en el momento en que se iban a sentar, la escena se convirtió inmediatamente en un caos y en un pánico colectivo, el suelo estaba reventando abajo en el portal, los cristales de todas las ventanas del edificio caían como gotas de lluvia, los vecinos de las 7 plantas se refugiaron en casa de María Paz porque les parecía que era la mejor protegida, algunos rezaban, otros intentaban como podían salir del edificio, pero ahí afuera parecía la guerra. Era 1973.

Hasta un mes más tarde no se pudo volver a usar la casa, y allí estaba, efectivamente, la mesa todavía puesta con esmero, y con una buena capa de polvo por encima. Habían sido explosiones de gas a lo largo de la calle Joaquín Costa, supuestamente incontrolables e inesperadas, aunque enseguida corrió el rumor de que se había desalojado previamente un hospital cercano, y de que, por lo tanto, los responsables, los ingenieros, los que entendían de esas cosas, sabían que eso iba a pasar.

Cuenta la leyenda familiar que un primo de Pamplona que estaba por primera vez en Madrid (que había venido “de médicos” y estaba invitado en casa de María Paz), salió corriendo a la primera explosión tan despavorido, que no paró hasta que, sin saber cómo ni conocer ninguna calle, llegó a la Puerta del Sol.

Tal vez nosotrxs, los que corrimos hacia Sol en 2011, encontramos también misteriosamente el camino, atraídos por el magnetismo hospitalario de esa plaza que ha visto celebrarse tantas revueltas populares en Madrid. Y tal vez veníamos también huyendo, como aquel primo de Pamplona, de esa forma de vida en la que los que saben que se aproxima el desastre no hacen nada, en la que se nos exige que dejemos las cosas complicadas en manos de expertos, y después cuando llega la catástrofe, se deja caer a los de abajo, y los de arriba se salvan. Paciente desahuciado, vuelo cancelado, barrio reventado, país endeudado.

Tal vez podemos entender ahora Sol, el 15M, e incluso el movimiento de las plazas global (con todas sus diferencias locales irreconciliables) como un reencuentro con lo que ya éramos, con ese entre que nos estaba esperando en las plazas. Entendámonos, se ha escrito y dicho mucho ya, sobre todo esto. Las plazas ocupadas como ciudades dentro de una ciudad, como experimentos colectivos con una vida distinta a la del capitalismo neoliberal, como una puesta en el centro de la interdependencia y el trabajo reproductivo, como comunas en las que se vuelve a ser capaz de crear mundos (Amador, Rene, Ayreen, Silvia, Comité Invisible, etc). Nuestro deseo es recordar, y desplegando la abundancia tejida en la red que albergó las vidas de María Paz y de Ramiro (la abundancia que habita las vidas de cualquiera), regalarnos la idea de que las plazas (y otros momentos de efervescencia popular colectiva reciente) lo que hacían era también beber de esa abundancia, que ya estaba allí.

Que ya está aquí siempre, aunque a menudo no la podamos ver. 

¿De dónde ha salido toda esta gente?

¿Qué fue necesario para que las plazas se convirtieran en un lugar hospitalario al que miles de personas se quisieran acercar, desde El Cairo a Madrid, desde Estambul a Sao Paulo, desde Hong-Kong a Nueva York? ¿Quién trajo las maderas y los toldos con los que se construyeron las estructuras efímeras pero habitables, los sofás para que se sentaran quienes estaban cansados, las mesas de información para que todo el mundo tuviera un lugar al que acercarse a preguntar qué está pasando, quién trajo los micrófonos, los equipos de sonido, los alimentos, quién sabía como cocinar para tanta gente en las enormes ollas de comida, quién se pasó horas limpiando la plaza, quién ofreció un hombro para que alguien apoyara su cabeza, quién abanicó a los que tenían calor, quién sabía cómo hacer sitio para que lxs niñxs nos contagiaran su alegría en las plazas, quién inventó el slogan “la revolución será feminista o no será”, quién gritó con todas sus fuerzas por primera vez “el pueblo quiere la caída del régimen”, quién ayudó a que la manifestación anti-racista confluyera hacia la plaza, quién se tuvo que pegar fuego para que la inmunización de tantos se rompiera en pedazos?

¿Y todos esos quienes, de dónde venían, de qué forma se las habían tenido que arreglar con la vida para llegar a esas plazas, quién les había puesto un plato de comida en la mesa, quién les había cantado una canción, de qué tierra habían brotado sus alimentos, quién había contado con ellos para salvarse, quién se había acordado de no dejarles solos cuando estaban enfermos o tristes, quién les había dejado quedarse en su casa o incluso les había ayudado a construirse una casa? ¿Y a sus madres, y a sus abuelas?

Es cierto, no se tiene el mismo sentido de la hospitalidad cuando se ha estado más o menos cerca de mundos en los que la gente se hacía y se hace sus casas con sus propias manos, ayudada por su comunidad, bien sea en una mink’a quechua o en un trabajo a zofra aragonés (“a zofra” del árabe, “as-suhra”), o en tantas otras formas, lugares, tradiciones. Cuando quienes han sido estigmatizados como “bárbaros”, como “ignorantes”, “atrasados”, “subdesarrollados”, etc, emigran para hacer el trabajo reproductivo de otros por dinero en las metrópolis del Norte, ya sea desde la montaña navarra a Madrid, desde Guayaquil a Barcelona o desde El Salvador a Los Ángeles, se llevan con ellos lo que queda de sus maltrechos saberes comunitarios. Pero, ¿cuántas generaciones, cuántas humillaciones, cuántas separaciones, olvidos forzados, angustias y violencias, cuantas promesas de riqueza, de consumo, de poder, de “modernidad” son necesarias para que estos saberes se pierdan? Quizás, ese banquero español que, según ha documentado Maka Suárez, insultó a una familia de ecuatorianos llamándolos “estúpidos, inmigrantes ignorantes” por haber firmado una hipoteca “sin saber” lo que firmaban, quizás ese banquero había tenido una abuela campesina que recogía leña en un monte común gallego, o un bisabuelo que cada invierno se salvaba del hambre gracias a que en el pueblo todavía quedaban tierras comunales, o una tatarabuela a la que llamaron bruja porque se juntaba con otras mujeres a aprender cómo curarse con hierbas, o, si nos vamos aún más atrás, quizás había tenido al menos un antepasado morisco que participó en la creación de las infraestructuras de regadío de su pueblo, hasta que fue expulsado de la península junto a tantos otros. “Todos tenemos un pasado campesino”, decía un amigo. “Los europeos fuimos los primeros colonizados”, escribe Marcelo Tarì, “colonizados por un deseo de Imperio”, y por eso quizás hemos sido también los primeros en perder “nuestra larga tradición de relación con lo invisible”. Lo invisible además de la “pequeña magia ritual de nuestras abuelas” y la capacidad de lxs niñxs para “hablar con los ángeles”, ¿no es también la hospitalidad, el cuidado de ese entre que nos vincula?

La simple existencia de las necesidades como necesidades no es una invariable antropológica, sino una creación histórica cuya extensión mundial es relativamente reciente

Javier García Fernández ha ofrecido recientemente interesantes argumentos en su libro Descolonizar Europa para apoyar la idea de que “la colonialidad” (y por tanto también “la modernidad”), ese doble movimiento que por un lado convierte a grupos humanos en un “otro” inferior y que además los introduce dentro de una lógica privatizadora, se inventó, tristemente, en la península Ibérica, aún antes del comienzo de la colonización de América. En la conquista de Al-Andalus, dice Javier García Fernández, “se construye ese gran otro que será el infiel, el moro, como un sujeto fundamentalmente diferenciado e inferiorizado por causa de su religión, por su posición de exterioridad respecto a la comunidad cristiana, por tanto sujeto del exterminio”. Y al mismo tiempo, las tierras conquistadas a Al-Andalus, se van a ir convirtiendo progresivamente en algo que ciertas personas poseen con “condición privativa”, y que por tanto, se puede comprar y vender, y pronto aparece también un nuevo mercado de trabajo al que se ven arrastrados quienes precisamente no poseen tierra (entre otros, ya en el siglo XV, “esclavos moriscos, musulmanes y centro-africanos traídos de Portugal, y campesinos con minúsculas tenencias incapaces por sí solas de sobrevenir al sustento familiar”), que por tanto se ven obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de dinero.

A partir de ahí, cada vez más la vida ya no es tanto la vida, sino tu vida, tu problema.

Del moro “infiel” y desterrado al ecuatoriano “ignorante” y endeudado, pasando por el campesino “paleto” y proletarizado en la ciudad, son muchos siglos y muchas generaciones de estigma y de individualización a través de la ruptura de los vínculos (entre los cuerpos humanos y también entre los humanos y los no humanos). Muchos siglos de desmembramiento. Por eso, nosotras queremos y tenemos que hacer el esfuerzo por recordar, por re-membrar (como dice Rolando Vázquez Menken).

Hacer el esfuerzo para llegar por unos u otros caminos, a algo así como una “asamblea de bienvenida” en la PAH, donde el precariado endeudado migrante global se da cita para decirse: “nunca volverás a estar sola y nunca te quedarás en la calle”. Una vez más, ¿qué saberes, qué tradiciones comunitarias, qué capacidades, qué lenguaje, qué cuerpos, qué experiencias, qué cuidados, qué tremenda confianza en el arte de compartir es necesaria para poder llegar a prometer algo así? Sobre la potencia no solo de la PAH, sino del movimiento de la vivienda en el estado español –ese motor de la creación política popular desde la crisis del 2008– se ha hablado también mucho. Nosotras solo queremos, una vez más, dirigir nuestra mirada hacia la abundancia en medio de lo que a veces parece un desierto, para encontrar herramientas que nos ayuden a no desfallecer. Aquel día, mientras esperábamos el avión que nos iba a reenviar a “la normalidad” en medio de la desolación por la muerte de María Paz, por su conversión en una cosa más en un mundo de personas-cosas intercambiables, aquel día no solo se ultimaban los preparativos para la manifestación que dio lugar al 15M, no solo se organizaban reuniones de la PAH que iban a permitir acumular la confianza suficiente para plantear y cumplir esa promesa de solidaridad radical, aquel día, además, como todos los días, la vida común encontraba medios para proliferar por todas partes, a pesar de todas las segmentaciones y los asesinatos y las privatizaciones, y eso es lo que queremos recordar. Aquel día, mientras en nuestras heridas caían la sal de la banalidad de los tertulianos y de la publicidad, quienes habían sido clasificados como “ignorantes” se organizaban para demostrarles a “los que saben” que sus tecnicismos y legajos no son saber, sino herramientas para la esclavización y el desprecio.

Comunismo cotidiano y economía

No faltará, por supuesto, quien quiera convertir el movimiento de las plazas en una anécdota más en un mundo de anécdotas, quien lo divida en casos nacionales incomparables y quien lo explique solo en función de sus supuestos “logros” (o falta de ellos), “consecuencias” o “desarrollos posteriores”. No faltará quien diga que en esos movimientos e incluso en la PAH también muchos se han movido por prestigio, por dinero y por poder. Sobre casi cualquier realidad se puede proyectar esa mirada que en lugar del entre ve siempre individuos intentando conseguir cosas, acumular cosas, que les permitan ponerse por encima de otros individuos. Porque efectivamente se nos ha forzado tanto a vivir así, que nos resulta muy difícil dejar de hacerlo. No se trata de purismos: es cierto que por todas partes reaparece constantemente la vida entendida como lucha entre individuos que compiten por recursos escasos (sin los cuales se cree que no podrían dar sentido a sus existencias ni sostener materialmente sus cuerpos), también en los llamados “movimientos sociales”, por supuesto.

Nosotros quizás lo único que queremos es que se admita por lo menos que esa no es la única manera de entender el mundo, que durante siglos no lo ha sido, que existe cuando menos la posibilidad de imaginar la existencia como algo diferente a la escasez, a la constante búsqueda de objetos escasos con los que un sujeto intenta satisfacer sus necesidades para “sobrevivir”. Que la vida no tiene que ser necesariamente el problema de la supervivencia, esa especie de “sucio secretito” de la humanidad que se revelaría en patéticos reality-shows que pretenden mostrar la mezquindad intrínseca del “hombre lobo para el hombre” ¿Y si la propia idea de algo así como “la supervivencia” fuera un invento reciente? “Lo que es histórico no es sólo el modo de ser de las necesidades, ni siquiera únicamente su esencia: la simple existencia de las necesidades como necesidades no es una invariable antropológica, sino una creación histórica cuya extensión mundial es relativamente reciente, así como ese modo de vida particular que es la supervivencia. Se sabe que es justamente la aparición del mercado moderno lo que ha creado la escasez, ese “presupuesto” de la pretendida economía.” (Tiqqun).

Cuando decimos que nos parece interesante que en Acampada Sol no se aceptara el uso de dinero, mientras que en la asamblea de Zuccotti Park lxs compas se pasaban las horas peleándose por la manera en que se iban a gestionar los miles de dólares recibidos en donaciones, cuando decimos que nos interesa esa diferencia, no pretendemos moralizar ni aleccionar a nadie. Tampoco creemos que por no usar dinero en las plazas ocupadas durante unos meses nos vayamos a librar de una vez por todas de la lacra de la economía de la escasez. Pero hemos sentido en nuestra propia piel la expansión del tiempo que se produce en los momentos de rebelión colectiva, sabemos que alrededor de cada 8 de marzo se genera una zona de dilatación temporal que hace que los días parezcan semanas para muchas, y que vidas que parecían completamente encerradas en una cárcel de horarios imposibles, como por ejemplo las de las Kellys, exploten y proliferen en todas direcciones gracias a la potencia colectiva. Hemos escuchado a nuestras compañeras insistir en que “ya estamos siempre en las estructuras informales y compartidas que nos sostienen, aunque a veces no las veamos”, ya estamos siempre en esa especie de “comunismo cotidiano”, en el que no andamos contabilizando quién hizo qué por quién, sino que asumimos que un cualquiera, “si no es un enemigo declarado”, es entonces alguien con quien podemos compartir nuestras capacidades. Compartir, no intercambiar, igual que no se puede leer como intercambio el cuidado de la madre a su hija, ni el impulso a jugársela para salvar la vida a un desconocido (David G., con nosotrxs).

Y se nos volverá a colocar en el terreno de lo moral, pero no estamos hablando de “bondades” sino de ese mundo común que está aquí, siempre ya, como “el conjunto de relaciones tanto materiales como simbólicas que hacen posible una vida humana”, “una vida humana, única e irreductible, [que] sin embargo no se basta nunca a sí misma (lo dice nuestro cuerpo, su hambre, su frío, la marca de su ombligo, vacío presente que sutura el lazo perdido, lo dice nuestra voz, con todos los acentos y tonalidades de nuestros mundos lingüísticos y afectivos incorporados) (Garcés)”. Decimos que ese conjunto de relaciones tanto materiales como simbólicas, no puede ser nunca completamente privatizado, contabilizado, sometido a la escasez de la economía. Así, no es tanto que “otro mundo sea posible”, sino que “otro mundo” ya está aquí siempre.

Aunque, por supuesto, también están los miles de dispositivos, pasiones tristes, codificaciones, mediaciones, capturas, extracciones, falsificaciones y violencias que lo ocultan (desde la invención del sujeto propietario de sí mismo por John Locke hasta el be yourself que se lanza encima de cualquier adolescente, desde la venta de las tierras conquistadas a Al-Andalus hasta las tarjetas de crédito). Es en medio de esos procesos de captura de la vida común donde queremos encontrar a nuestros cualquieras, encontrar a mi padre, a tu madre, a mi madre, a tu padre, fugándose, y siendo también atrapados por herramientas distintas de colonización de la vida común que se han utilizado en diversos momentos históricos. No se trata de que todo pasado sea mejor, es que cruzando tiempos se abren otras fugas posibles que son la mejor forma que tenemos de hacerles homenaje y duelo.

Es que llegando a saber cómo se nos sacó de unas formas de dominación para meternos en otras, quizás éstas trampas que nos atrapan se revelen más contingentes. De la obediencia ciega al padre y las jornadas de trabajo físico interminables en el campo a la compra a plazos y las tardes de domingo ante el televisor, no se trata tanto de calcular “qué se gana y qué se pierde”, sino, precisamente, de pensar cómo el mundo del cálculo y el mundo de la abundancia se disputan la realidad en su constante guerra (una guerra no exenta de pactos, cesiones, traiciones y armisticios temporales, cómo ha mostrado Verónica Gago en sus estudios de las “economías populares”).

Lo que no se tiene no se pierde

De la venta de hortalizas en una camioneta por los pueblos de la montaña navarra al establecimiento de una tienda de comestibles en Madrid, la vida salió adelante teniendo que asumir muchas contabilizaciones, muchas noches tratando de cuadrar las cuentas, traduciendo el valor de las capacidades colectivas a cantidades de dinero. También esas contabilizaciones son parte de todo eso que hace posible poner con esmero una mesa grande, capaz de acomodar a muchos más comensales de los que la “familia nuclear” (esa otra gran herramienta de privatización de la vida) certifica como “necesarios”. Cada sábado se baja a la tienda con una larga lista de la “auto-compra”, y se traen multitud de productos que después durante la semana siempre se revelarán como insuficientes, y habrá que bajar mil veces a por ese paquete de arroz o esa botella de sifón que faltan. Habrá que adaptar entonces las cuentas, y añadir anotaciones al margen, correcciones, hacer excepciones, porque no vas a tratar igual a una clienta de toda la vida, que además es una buena amiga, que a la persona que entra por primera vez, o a esa que sabes que le sale el dinero por las orejas igual que al que no tiene ni un cuarto para pagarte la barra de pan de hoy. Así que las cuentas se irán complicando, las intersecciones siempre peligrosas entre la amistad y los negocios, entre el compartir que somos y el dividir al que nos vemos abocados (entre la deuda infinita que sentimos hacia los otros y la vida a crédito en la que nos van metiendo, dirían Moten y Harney), irán creando zonas de ambigüedad, números rojos, préstamos sin interés, gastos irreparables, micro extractivismos furtivos. El establecerse como negocio supone también convertirse en alguien a quien le pueden robar, de muchas maneras. Y así, un restaurante lujoso de la zona, frecuentado por la oligarquía tardo-franquista que tan suyo consideraba a ese barrio, logró abrir sus puertas y funcionar con gran éxito gracias a la enorme cuenta debida a la tienda de María Paz y Martín, porque primero la vergüenza y después el miedo impidieron hacer lo necesario para cobrarles tanto dinero a quienes se creían superiores por nacimiento a esos tenderos venidos del pueblo. María Paz atraía a muchas clientas por lo simpática que era, en la tienda su conversación amable e inteligente era tan apreciada como en las cenas en su casa. Algunas de ellas, especialmente las más ricas, abusaron de su hospitalidad constantemente, como han hecho siempre los colonizadores con aquellas personas que aún recuerdan un mundo en el que el valor de un grupo humano se medía por su capacidad de dar la bienvenida a los extraños.

Las pérdidas han sido cuantiosas. Pero, de pronto, también aparecía un dinero inesperado. La hermana de una mujer amiga de la familia, a la que María Paz había cuidado porque sí durante su larga enfermedad hasta el final (mover, alimentar, bañar, acostar a un ser sintiente e inteligente), decide hacerles un regalo. Entonces, se puede ir en grupo a la tienda de muebles con ese dinero caído del cielo, después de haber pasado tantas veces por el escaparate, y comprar ese enorme sofá en forma de L que le gustaba a María Paz, porque permitirá acomodar a muchas personas en el salón, y hasta hacer de cama supletoria para dos adultos, que siempre viene bien en esa casa tan visitada. Era por la tarde, la tienda estaba a punto de cerrar y decidieron irse todos juntos, tratando de animar a María Paz que atravesaba un momento de dolor muy profundo, un dolor que casi acaba con ella. Hijas, hijos, hermanos, amigos, parientes, quien anduviera por la casa o por la tienda en ese día, se fueron todos a la tienda de muebles a comprar con dinero (ese instrumento de la destrucción del vínculo donde los haya) una enorme y acogedora herramienta de hospitalidad para la casa. Y quedó en la tienda solo Martín, sin que nadie se acordara de bajar la verja, haciendo caja como cada día al final de la jornada. Hasta que un tipo entró con una pistola y se llevó todo el dinero.

Ser propietario es ser alguien a quien se le puede robar, alguien que puede perder lo que tiene. Pero, ¿y si no tuviéramos nada? ¿Y si más que poseer estuviéramos simplemente en relación, en una relación finita y precaria, con el cuerpo, con la vida, con la individualidad, con los otros…?.

Pero cómo, cómo dejar ir cuando una vida se pierde… Una, dos, tres vidas. Tres hijos, no podemos ni escribirlo, tres. Quién sobrevive a algo así, a ese dolor. ¿De dónde sale la fuerza para levantarse otra vez después de cada una de esas muertes, para volver a cuidar de algo o de alguien que podría perderse también, para siempre? ¿De dónde sale la fuerza para seguir viviendo después de tanta pérdida, para seguir siendo capaz de ver la abundancia, para ser capaz de dejar ir, y de tejer otra relación con los que se han ido?

Quizás del mismo lugar que ha hecho posible algo así como la persistencia de la vida negra en Estados Unidos después de la esclavitud atlántica, la persistencia del río Doce después de haber sido secado por la catástrofe de Minas Gerais, la persistencia de los pueblos originarios de Abya Yala después de más de 500 años de genocidio.

Quizás lo que no se tiene no se pierde y de ahí surge esa fuerza imparable contra la que en vano se sigue lanzando a los ejércitos del mundo.

–––––––––––––––––

Este texto se ha nutrido de numerosas conversaciones con compañerxs y amigxs, especialmente en los encuentros “Testing Assembling”, parcialmente documentados aquí. A todxs ellxs les damos cariñosamente las gracias.

Notas:

Anastas, Ayreen and Gabri, Rene. Ecce Occupy. Ostfildern: Hatje Cantz, 2012. Comité Invisible. A nuestros amigos. Logroño: Pepitas de Calabaza, 2015. Federici, Silvia. Revolución en punto cero. Madrid: Traficantes de Sueños, 2013.

Fernández-Savater, Amador. Habitar y gobernar: Inspiraciones para una nueva concepción política. Barcelona: NED Ediciones, 2020.

Gago, Verónica. La razón neoliberal. Buenos Aires: Tinta Limón, 2014 Garcés, Marina. Un mundo común. Barcelona: Edicions Bellaterra, 2002.

García Fernández, Javier. Descolonizar Europa. Ensayos para pensar históricamente desde el Sur. Madrid: Brumaria, 2019

Graeber, David. En deuda. Una historia alternativa de la economía. Barcelona: Ariel, 2012.

Moten, Fred and Harney, Stefano. Los Abajocomunes. Planear fugitivo y estudio negro. México DF: Campechana Mental y El Cráter Invertido: 2017.

Rolnik, Suely. Esferas de insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente. Buenos Aires: Tinta Limón, 2019.

Suárez, Maka. “Movimientos Sociales y Buen Vivir: Ecuatorianos en la lucha por la vivienda en la plataforma de afectados por la hipoteca (PAH)”. Revista de Antropología Experimental, 14. monográfico, 6. (2014): 71-89.

Tarì, Marcelo. Un habitar más fuerte que la metrópolis. La autonomía italiana en la década de 1970. Madrid: Traficantes de Sueños, 2016.

Tiqqun. “De la economía considerada como magia negra”.

Este texto tiene una licencia Creative Commons Attribution 4.0 International License.

 

Una relación misteriosa, crucial, subterránea

El hospital, con sus protocolos, con su “no hay nada más que hacer”. La funeraria, preparada para hacer desaparecer el cuerpo lo antes posible. Un individuo ha muerto, se acabó, ha dejado de existir, ya no está en este mundo, en todo caso...

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Autor >

Luis Moreno-Caballud /

Autora >

Begonia Santa-Cecilia

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