Luis Prieto Valiente / Catedrático de Estadística
“Muchos de los que apelan a la ‘medicina basada en la evidencia’ y al ‘rigor científico’ desconocen el significado de estos conceptos”
Jorge Gaupp 2/06/2021
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Quien fuese el jefe de servicio más joven de la sanidad española, dirigiendo el servicio de bioestadística médica del Hospital Universitario de Tenerife con sólo 30 años, inició su camino formativo escuchando al filósofo Gustavo Bueno en las aulas de la Facultad de Filosofía y en veladas particulares en la casa de su Oviedo natal. Pronto optó por la medicina, especializándose en bioestadística. Una estancia de varios años en Oxford le hizo decantarse definitivamente por esta ciencia, que permite distinguir las investigaciones bien hechas de las que no aportan gran cosa. En sus palabras, “separar el grano de la paja”. Luis Prieto Valiente, catedrático de Estadística y metodología de la investigación, antes en la Universidad Complutense de Madrid y actualmente en la UCAM, lleva 45 años de dedicación exclusiva, en sus publicaciones y en sus clases, a la Medicina Basada en la Evidencia. Está empeñado en que esta sea lo más útil posible a la sociedad, y para ello no duda en seguir impartiendo cursos a médicos una vez que acaba, cada año, su compromiso con los estudiantes de universidad.
Hablamos con Prieto Valiente sobre la importancia, en un contexto de crisis social, sanitaria y económica a raíz de la pandemia por la covid-19, de repensar los lugares comunes y puntos ciegos de la medicina, por cómo pueden llegar a afectar a la ciudadanía. Su último proyecto, de hecho, ha sido unirse a varios colegas en la creación de una asociación para la investigación de terapias infrafinanciadas. Enérgico, optimista y amabilísimo, a la par que crítico, insiste en que la esencia de la inferencia estadística es una cuestión lógica, no matemática, que todos podemos entender si le dedicamos suficiente atención.
La infección por la covid se diagnostica con “PCR”, se manifiesta por caída de la “saturación de oxígeno” y se agrava por la “tormenta de citoquinas”. Algunos términos propios de la medicina han saltado de los hospitales y los centros de salud a la calle pasando a formar parte del vocabulario diario de la sociedad desde marzo del año pasado. ¿Podría decirse que ha habido una permeabilidad semejante respecto a la metodología de la investigación?
Sí, pero no todos los profanos en medicina que utilizan esos términos, en ocasiones con mucho énfasis, conocen su significado. No debemos confundir la capacidad de usar un término, incluso de repetirlo con insistencia, con el hecho de conocer lo que realmente indica. Y algunos términos propios de la metodología de la investigación han pasado a ser usados por los médicos y otros profesionales de la salud, pero no siempre con propiedad. Por ejemplo, se oye a muchos investigadores decir que solo podemos tener confianza en que un producto es efectivo en profilaxis o tratamiento si utilizamos los métodos propios de la “medicina basada en evidencia”, preferiblemente “ensayos clínicos controlados, aleatorizados y doble ciego”. Pero no todos ellos conocen realmente lo que estas expresiones indican. Quizá la expresión de la que más se abusa, en mi opinión con ligereza, cuando no con petulancia, es “rigor científico”, “metodología de científica”, y similares.
No debemos confundir la capacidad de usar un término, incluso de repetirlo con insistencia, con el hecho de conocer lo que realmente indica
¿Cree usted que en una crisis sanitaria no es necesario actuar con tanto “rigor científico”? ¿Quizá la urgencia de la situación justifica actuar con menor rigor del que habitualmente exige la metodología científica?
No. Muy al contrario, lo grave de la situación exige agilizar los procedimientos, pero sin disminuir un ápice el rigor científico. El problema puede estar en no tener bien claros los principios básicos que conforman ese rigor y confundirlos con la aplicación ciega de algunas recetas “abreviadas” o de normativas legales.
¿Está diciendo que las “normativas legales” pueden ser contrarias al rigor científico?
No exactamente. La mayoría de las veces esas normativas establecen unas pautas que son las mejores posibles a la vista del conocimiento actual. Son normas que la comunidad científica se da a sí misma, recogiendo lo mejor del conocimiento acerca del problema sobre el que versan. El problema puede aparecer cuando se interpretan incorrectamente, quizá por falta de conocimientos suficientes o por algún sesgo previo por parte del que las aplica. Tampoco esto es exclusivo de la medicina. En general casi todas las normas y leyes tienen ciertos márgenes de amplitud a la hora de ser aplicadas. Por ello, precisamente, existe todo el aparato judicial que ayuda aplicar la norma general a cada caso específico, intentando adaptarla lo más adecuadamente posible a las peculiaridades de dicho caso.
¿Puede poner algún ejemplo de criterio típico de metodología científica correcta susceptible de ser malinterpretado por personas con formación insuficiente?
Sí, hay uno muy extendido. Con cierta frecuencia algunos médicos o investigadores dicen cosas similares a que “si hay datos que sugieren que un nuevo producto podría ayudar a tratar una enfermedad grave, antes de probarlo en humanos hay que hacer investigación farmacológica bioquímica que permita conocer con claridad su mecanismo de acción. Solo cuando se conozca ese mecanismo podemos pasar a probarlo en humanos con ECC (Ensayos clínicos comprobados).
Parecen unas exigencias muy lógicas.
Pues no lo son tanto. Si se constata suficientemente la eficacia y no toxicidad de un fármaco, y hay enfermos que pueden beneficiarse de su uso, ya debería usarse. Recordemos que la evidencia biomédica se demuestra, ante todo, observando los efectos de un fármaco en humanos, no explicando su mecanismo de acción. Son muchos los recursos diagnósticos y terapéuticos que nacieron en el contexto del quehacer médico diario, fruto de la inquietud y la imaginación de médicos e investigadores que tenía que solucionar problemas inmediatos. Pongamos, por ejemplo, la anestesia. Si, actualmente, unos investigadores creen que una variante de un anestésico lo hace más efectivo o menos tóxico, todos coincidimos en que están obligados a demostrarlo con un ECC que arroje resultados claros. Pero la misma anestesia nació y avanzó decisivamente gracias a descubrimientos, a veces casuales, que los cirujanos realizaron impelidos por la necesidad de poder operar. Y lo mismo ocurrió en la mayoría de las ramas de la medicina. La investigación a nivel fisiológico, farmacológico y bioquímico es importantísima, porque al conocer los mecanismos de acción tenemos más posibilidades de desarrollar modificaciones que aumenten la eficacia y disminuyan la toxicidad, así como que se adapte lo más específicamente posible a las características de cada paciente. Pero ello no quiere decir que haya que esperar a conocer dichos mecanismos para empezar a utilizarlo, si ya hay datos empíricos sólidos que permiten sospechar razonablemente que es útil y poco o nada tóxico.
La anestesia evolucionó, como usted dice, ante la necesidad urgente de un médico de poder operar. ¿Vale el mismo razonamiento cuando no hay urgencia médica?
Sí. Con los factores de riesgo ocurre lo mismo. La constatación de que fumar incrementa notablemente el riesgo de sufrir cáncer de pulmón se hace básicamente con estudios clínicos, encontrando que dicho cáncer tiene más prevalencia en los fumadores. Cuando esa asociación queda patente más allá de toda duda razonable, la comunidad científica asume que es así, independientemente de que se conozca o no el mecanismo de acción implicado. Que, por otra parte, no será uno solo, sino toda una constelación de procesos que probablemente nunca llegaremos a conocer en su totalidad. Pero ello no impide actuar preventivamente, intentando reducir al máximo el porcentaje de fumadores. Que paralelamente se haga investigación básica, para intentar desvelar el mecanismo de acción implicado, es pertinente y muy positivo, porque ello acabará proporcionando herramientas para controlar, al menos en parte, ese efecto pernicioso en los fumadores. Pero, insisto, exigir que se conozcan detalladamente los mecanismos de acción implicados en la acción curativa de un fármaco o en la acción negativa de un factor de riesgo, para poder actuar al respecto no siempre es un gesto de “más rigor científico”. En muchas ocasiones puede ser algo que atenta contra la lógica más básica, la ética y el rigor científico.
Entiendo que defiende, por tanto, los ensayos clínicos como el paradigma central de la Medicina Basada en la Evidencia. ¿Está de acuerdo en que ese diseño es el más potente para objetivar los efectos positivos o negativos de cualquier procedimiento diagnóstico o terapéutico?
Sí, totalmente de acuerdo. En especial los ensayos clínicos controlados, aleatorizados y simple, doble o triple ciego.
¿Es muy difícil entender los fundamentos lógicos de estos diseños?
No es muy difícil. Buena parte del fundamento de los ensayos clínicos controlados (ECC) es una cuestión de sentido común y de experiencia acumulada en este campo. La única parte técnicamente más complicada, que requiere estudio cuidadoso, es la inferencia estadística implicada en el análisis de los datos. Obviamente, esta parte técnica compete a los profesionales del análisis estadístico y a los pocos médicos que han podido dedicarle tiempo suficiente para dominar esta materia. Sin embargo, al margen de las partes técnicas más complicadas, hay que lamentar que en bastantes ocasiones se cometen errores de concepto. Siendo cierto que los ECC son la herramienta más poderosa de la investigación médica, también lo es que no son la única herramienta y que en diversos tipos de circunstancias hay que recurrir a otros diseños menos potentes en cuanto a producción evidencia, pero que también dan información muy útil.
La historia de la medicina está llena de aportaciones decisivas que se han hecho con estudios más modestos que los ECC
¿Hay otras opciones dentro de la investigación biomédica?
Sí, la historia de la medicina y la literatura científica está llena de aportaciones decisivas que se han hecho con estudios más modestos. El reporte de casos bien documentados, los estudios observacionales y estudios caso-control pueden aportar evidencia científica moderada, pero que juega un papel importantísimo, sobre todo cuando hay efectos muy acusados. De hecho, estos estudios más “modestos” son en realidad la primera etapa obligada en el proceso cronológico que acaba en ensayos clínicos sofisticados. Hay que tener en cuenta que los ECC son una herramienta consolidada en la segunda mitad del siglo pasado, y que, antes de ellos, se habían hecho enormes avances en la medicina que no dependían de ese tipo de diseños.
¿Podría ponerme un caso, por ejemplo, en el que el ensayo clínico controlado sea imperativo, y otro en el que sea improcedente?
Podemos considerar dos avances trascendentales de la historia de la medicina: El descubrimiento de la osteointegración para poder hacer implantes dentales, como ejemplo del primer tipo, y el descubrimiento y aplicación de la penicilina como ejemplo del segundo. Ambos empezaron con un hallazgo fortuito y continuaron avanzando mediante estudios con ECC. Pero en el caso de la penicilina hay una fase intermedia en el que el progreso definitivo se debió a la iniciativa personal de médicos que, con prudencia y valentía, dieron un paso al frente en beneficio de sus pacientes y de la ciencia.
Pues, si le parece, vamos con el primero.
La osteointegración da lugar a toda la implantología dental moderna. Desde hace muchos años se había intentado poner implantes dentales que fracasaban porque el material usado no se adhería fuertemente al hueso de la mandíbula y en poco tiempo se producía un rechazo y se caía. Muchas personas de mediana edad y casi todas las de edad avanzada tenían que sufrir la incomodidad e insuficiencia de los “puentes” y las dentaduras postizas. En los años 60, en Suecia, el Dr. Brånemark descubrió accidentalmente un mecanismo de adherencia de un metal al hueso. Para estudiar la microcirculación del hueso y el proceso de cicatrización de heridas y los cambios circulatorios y celulares en el tejido viviente introducía una cámara de observación en la tibia de un conejo. Cuando utilizó una cámara de observación de titanio y unos días después procedió a retirarla descubrió que el hueso se había adherido al metal con gran tenacidad, resultando que el titanio puede unirse firme e íntimamente al hueso humano y que aplicado en la boca puede ser pilar de soporte de todo tipo de prótesis. A este fenómeno, lo denomina Osteointegración. A partir de este descubrimiento, hizo diferentes estudios muy bien diseñados, realizados en perros previamente desdentados y después en humanos, y se desarrolló una fijación en forma de tornillo. Así comienza la era de la implantología moderna, que tanto impacto positivo ha tenido en tantos millones de seres humanos.
El descubrimiento de la penicilina por parte de Fleming también fue un hallazgo casual...
Así es, en 1928. Olvidó una placa de Petri que contenía bacterias, concretamente estafilococo, cerca de una ventana abierta. Al regresar de una ausencia de varias semanas encontró que su experimento se había estropeado, pues la placa se había contaminado con una especie de moho que había entrado con el viento. Pero en lugar de tirar la placa de Petri a la basura la colocó en su microscopio. Lo que observó fue que no solo el moho había contaminado parte de la placa, sino que alrededor de éste había un claro, una zona limpia en la que el moho había matado a las bacterias. Aunque tomó nota de este hecho insólito, ante la dificultad para cultivar el peninicillium en cantidades aceptables, abandonó esa línea de investigación por unos años. La retomaron Florey, Chain y Heatley en 1938 y trataron al primer paciente, Albert Alexander en 1941. Este sufría una terrible infección que, tras iniciarse en la cara, se extendió por el hombro, vías respiratorias y pulmones. El tratamiento con sulfamidas no hizo efecto. Impotentes, los cirujanos tuvieron que extirparle un ojo. Finalmente decidieron probar con la penicilina. Su salud mejoró de forma rápida y visible, pero los médicos no tenían suficiente cantidad del antibiótico, a pesar de que incluso recuperaban la que expulsaba en la orina. Sus esfuerzos no fueron suficientes y Albert murió días después, cuando se agotó todo el fármaco disponible en aquellos momentos.
Pero, claro, ahí no termina la historia.
Exacto. Un año después, en 1942, la penicilina consiguió salvar la vida de Anne Sheafe Miller en Estados Unidos. Estaba a punto de morir tras un mes de fiebres altísimas y delirios provocados por una infección. Las sulfamidas y transfusiones no habían servido de nada y seguía empeorando. Sus médicos, desesperados, obtuvieron una pequeña cantidad de lo que todavía era una droga oscura y experimental y la inyectaron. En pocas horas, su temperatura fue bajando, dejó de delirar y empezó a ingerir alimento. Anne murió nonagenaria en 1999. Aquel éxito fue decisivo para que en los meses siguientes la penicilina salvara un número incalculable de vidas en la II guerra mundial. Antes de que los médicos de Anne lograran salvarle la vida, solo se habían realizado unos pocos experimentos con penicilina en ratones y personas, con resultados mixtos y en gran medida desalentadores. Vemos que no se usó la penicilina tras laboriosos y sistemáticos ECC, sino obligados por la impotencia y la urgencia. Y eso es lo que había que hacer. Eso reclamaban los pacientes y eso dicta el sentido común y la ética más elemental. Lo cual es compatible con el hecho de que en los avances posteriores en el campo los antibióticos se vayan realizando en base a ECC rigurosos. La historia de la medicina registra cientos de historias como estas, donde en una primera fase el criterio de urgencia para solucionar un problema inmediato prima, como lo exige la lógica más elemental, sobre el criterio de recurso “perfectamente contrastado” y posteriormente se procede a dicho estudio con ensayos cuidadosamente diseñados.
En una situación de emergencia, el médico no puede inhibirse totalmente amparándose en que no hay un recurso suficientemente contrastado
¿Puede decirse, entonces, que muchos de los avances de la medicina se originan a partir de hallazgos casuales que comienzan a ser observados por los médicos con inquietud investigadora, e incluso de tradiciones populares?
Eso es. Pero hay una diferencia importantísima entre los dos ejemplos señalados. Que a una persona le falten varias piezas dentales y tenga notable dificultad para masticar y gran incomodidad con la dentadura postiza es un problema médico importante, pero no una urgencia sanitaria. Por ello, tras el descubrimiento inicial, Brånemark se tomó su tiempo para hacer estudios sistemáticos muy completos y presentar unos resultados muy convincentes, del tipo de ECC, aunque no necesariamente con doble ciego. Muy distinto es el caso de una infección incontrolada u otra urgencia médica que lleva al paciente a la muerte o mutilación inmediata y que exige actuar sin demora. En este caso, si no hay un recurso sólidamente contrastado, como sería deseable, el médico puede y debe probar cautelosamente con un producto del que quepa sospechar que no empeora la situación y que podría mejorar.
Supongo que la observación del médico sobre ese caso y otros que sigan conformarán los primeros indicios que justifiquen hacer estudios más sistemáticos.
El médico observará con todo detalle la evolución del paciente y tomará nota pormenorizada de ella para colaborar así al conocimiento de este producto que aún no ha podido ser bien estudiado. En una situación de emergencia, el médico no puede inhibirse totalmente amparándose en que no hay un recurso suficientemente contrastado. Muy al contrario, debe probar cautelosamente (a poder ser, contando con la colaboración de otros colegas) cualquier recurso que haya mostrado indicios de poder ser útil y no perjudicial. En el caso de la penicilina, si los médicos no la hubieran utilizado tentativamente, alegando que no había estudios sólidos que confirmaran su eficacia y falta de toxicidad, no se habría salvado la vida de aquella primera paciente ni de cientos de miles de combatientes de la II guerra mundial.
A lo largo de la pandemia, paralelamente a la “tormenta de citoquinas” que afecta a algunos infectados, parece que una “tormenta de críticas”, más o menos radicales afecta a la sociedad en general. Todas las instancias públicas y privadas han sido acusadas de cometer distintos tipos de fallos. A la OMS se le achaca falta de previsión y los grandes laboratorios farmacéuticos son vistos, en unos casos, como héroes, por su trabajo intenso en las vacunas y en otros como villanos, por tener grandes ganancias económicas de ellas. ¿Son justas estas descalificaciones?
Las críticas, si están fundamentadas razonablemente, deben ser aceptadas e incluso bienvenidas, en la medida en que ayudan a corregir errores del criticado. Nadie está exento de cometer errores, incluida la OMS y la industria farmacéutica. Pero ambas han hecho, en sus correspondientes ámbitos de actuación, aportaciones muy positivas a la salud de la humanidad. Creo que una descalificación sistemática de esas entidades es injusta y, si me lo permite, “científicamente incorrecta”. Entiendo que es un derecho de los ciudadanos poder criticar a las instituciones públicas o privadas que afectan a sus vidas. Pero, en general, yo abogo por extremar la prudencia para que las críticas sean justas, razonadas y constructivas. Al mismo tiempo, conviene recordar el error de apelar a la OMS o la FDA como si estas tuvieran la última palabra en el mundo científico. A menudo no son más que meros intermediarios, y cualquier médico debe intentar acudir a las fuentes primarias de la ciencia médica (artículos publicados y experiencias de otros colegas) antes de emitir juicios sobre qué tiene o no “evidencia científica”.
El concepto “evidencia científica” ha variado con el tiempo. ¿Cuándo surge, en concreto, el concepto de “Medicina Basada en Evidencia”?
Es un término relativamente nuevo, aparecido en los últimos decenios, para un procedimiento que, básicamente, está en activo desde principios del siglo pasado. Pearson, Student y Fisher, los padres de la Inferencia Estadística, sentaron sus bases y desde entonces ha sido el pilar más sólido en la investigación médica. Ellos, sobre todo Fisher, acuñaron el concepto de “Test de Significación”, basado en el “valor P del test”, que mide la verosimilitud de la muestra bajo la hipótesis nula. En pocas palabras, este valor P mide la probabilidad de que un tratamiento haya tenido más efecto que el placebo por simple casualidad. Si esta probabilidad es baja, diremos que el resultado es ‘estadísticamente significativo’.
Inferencia Estadística, Test de Significación, valor P del test, verosimilitud de la muestra, hipótesis nula… ¿es imprescindible conocer esos conceptos para ejercer la medicina del siglo XXI?
No. De hecho, hay muy buenos médicos que no conocen esos conceptos y diagnostican y tratan a sus pacientes perfectamente.
Entonces, ¿qué aporta la Medicina Basada en Evidencia?
Ayuda a seleccionar los métodos diagnósticos y terapéuticos más eficaces, y a conocer los mecanismos de acción de cada uno.
Pareciera, por lo dicho hasta ahora, que la investigación médica se realiza más en las habitaciones de hospitales y en tablas de Excel que en las clásicas imágenes de laboratorios, microscopios y probetas que suelen mostrar los medios de comunicación.
Así es, en lo que se refiere a la “investigación clínica”. El médico recoge los datos del paciente “a pie de cama” y los pasa a un Excel para que el bioestadístico los analice y extraiga las evidencias médicas que contienen, aplicando con rigor la inferencia estadística. Y en paralelo, otros médicos, biólogos, químicos, etc. hacen lo que solemos llamar “investigación básica”, que es importantísima. Ambas líneas se complementan. Pero debe estar claro que la última palabra para establecer la eficacia de un tratamiento la tienen los ensayos clínicos controlados, aleatorizados, y, si es posible, doble acción. Y que generalmente el camino hacia esa meta pasa por estudios clínicos más modestos pero de enorme valor, como pueden ser los reportes de casos, los diseños caso-control, etc.
¿Está en España bien organizada la formación los médicos que quieran especializarse en metodología de la investigación aplicada a ciencias biomédicas?
Me temo que no. En realidad, hay grandes carencias en este sentido. Pero no sólo en España sino en todos los países desarrollados. Cuando en los años 70 se empezaron a impartir clases de metodología de la investigación por primera vez en España, al no haber médicos con experiencia en este campo, se recurrió a la colaboración ocasional de distintos tipos de profesionales, la mayoría de ellos muy ajenos a la medicina. Por ello, la mayoría de los médicos que actualmente tienen más de 50 años confiesan haber recibido muy mala enseñanza en esta materia y carecer de ideas claras, incluso en el nivel más básico.
¿Y qué ocurre con los más jóvenes? ¿Se da esta carencia en la mayoría de los médicos españoles?
Por desgracia sí, pues la mayoría de los médicos españoles son muy competentes en el ejercicio de su especialidad, lo cual ya de por sí conlleva una enorme dedicación, pero ello no significa que conozcan la metodología de la investigación. La buena noticia es que bastaría con que una cierta minoría de médicos la conozcan y pongan esos conocimientos especializados al servicio de todos sus compañeros.
¿Podría poner algún ejemplo que usted se haya encontrado al revisar o involucrarse en estudios médicos?
Hay muchos. El problema del tamaño de muestra que debe tener una investigación para ser “válida” es muy típico. En todos los libros de análisis estadístico, incluidos los míos, se dan fórmulas en relación con esta cuestión y, en muchas ocasiones, los revisores de los trabajos científicos exigen a los autores que justifiquen, mediante la fórmula pertinente, que el tamaño muestral usado es el adecuado. En algunos casos esa exigencia está justificada y la respuesta correcta añade luz al problema. Pero la mayoría de las veces esa exigencia no está justificada, y es fácil ver que con esa fórmula también se demuestra que son válidos otros muchos tamaños, sin que haya nada a favor o en contra del que el investigador ha elegido. Y, además, es especialmente flagrante que las agencias reguladoras exijan justificar un tamaño de muestra antes de realizar el estudio. Básicamente, porque el tamaño de muestra óptimo depende de los resultados del estudio, y estos solo se conocen a posteriori, obviamente.
¿Algún otro ejemplo de situaciones en las que, como dice, apelando al rigor científico se procede precisamente contra él?
Otro también muy típico se refiere a los test de normalidad, es decir, los que, presuntamente, garantizan al investigador que la variable estudiada se distribuye de modo normal y por ello se puede aplicar, por ejemplo, el test “t de Student” para comparar dos medias. En realidad, no hay ningún test que garantice al investigador la normalidad de una variable. Además, si las muestras implicadas son mayores de, digamos, 30, esa normalidad no es necesaria, porque el Teorema Central del Límite garantiza esa normalidad en la distribución del estadístico correspondiente. Es decir, que en muchos de los casos (no en todos, por supuesto) en que se le exige al investigador, en aras del rigor científico, que se justifique el tamaño de la muestra usado o que la variable estudiada tiene discusión normal, es una exigencia improcedente. El revisor del trabajo científico o el miembro de un comité de evaluación que hace esa petición está demostrando escasa preparación en ese punto. Y poniendo más difícil, con ello, el avance de la investigación médica.
Quien fuese el jefe de servicio más joven de la sanidad española, dirigiendo el servicio de bioestadística médica del Hospital Universitario de Tenerife con sólo 30 años, inició su camino formativo escuchando al filósofo Gustavo Bueno en las aulas de la Facultad de Filosofía y en veladas particulares en la casa...
Autor >
Jorge Gaupp
es politólogo, doctor en Filosofía y Letras Hispánicas por la Universidad de Princeton
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