Posfacismos
Banderita tú eres roja / banderita tú eres parda
En la península de los nacionalismos, del colapso institucional, de la ausencia de cambios, el rojipardismo, esa cosa que tiene un poco de todo lo anterior, tiene su hueco
Guillem Martínez 19/07/2021
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En las memorias del anarcosindicalista alemán Rudolf Rocker –bellísimas, salvajes; en castellano, inencontrables–, se narra un hecho impresionante, que lo es aún más si se piensa que fue un hecho vivido a tiempo real por una persona, el autor. Con los nazis en el poder, los domingos se sucedían manifestaciones de apoyo al partido nazi. Eran cada vez más nutridas, con nuevas células, comandos, agrupaciones o cómo se llamen. Rocker observa y consigna ese crecimiento. Y un dato estremecedor. Los nuevos grupos de uniformados llevaban nuevas banderas nazis, hechas con prisa sobre banderas anteriores. Banderas comunistas, de las antiguas agrupaciones comunistas a las que los manifestantes habían estado inscritos, y en las que aún se veían los pespuntes del hilo que, hasta hacía escasas horas, cosía una hoz y un martillo a aquel trapo.
Esa resignificación de una bandera, ese pasillo del marxismo al fascismo, ese trasiego, existió. Ese viaje galáctico de una ideología a otra, en ocasiones no lo fue tanto. Fue, simplemente, cruzar una acera. En ocasiones eso es lo que les pasó a los mismísimos líderes del fascismo. Margherita Sarfatti –rica veneciana de origen judío, y directora de Il Popolo d’Italia; una de las primeras, y más determinantes, amantes de Mussolini–, escribe al futuro Duce, intercambiando ideas sobre el fascismo que estaban creando. “Esto es el socialismo con el que soñamos durante años”, le dice Sarfatti, antigua militante, como él, del PS. El fascismo, una aparatosidad eléctrica, sentimental, escondía en su interior –incluso en su superficie– ambigüedades. No muchas, pero las suficientes para convertir en un viaje tranquilo una involución personal llamativa y, por fuerza, brutal. El fascismo, de hecho, era consciente de ese poder de atracción para sus opuestos. El propio José Antonio lo explotó. Cortejó a la CNT. Y la CNT se dejó cortejar. Siempre según fuentes falangistas, como el barcelonés Luys de Santamaría, que difundió una hipotética reunión FE-CNT, que acabó como el rosario de la aurora y sin consecuencias. Salvo la de haberse producido, si eso llegó a pasar.
La Revolución Nacional, en todo caso, atrajo a contrarios al fascismo. Era algo parecido a la revolución –tenía al menos léxico revolucionario, vértigo eléctrico, sensación constante de movimiento y de cambio histórico–. Hoy en día no sólo no existe la Revolución, sino que tampoco existe el fascismo, más allá de una estética y una forma minoritaria de gritar y pegar. Tampoco existe el comunismo. Pero existe una idea de Revolución Nacional. Intacta, revalorizada, recauchutada. En auge. Una idea de que el nacionalismo local es el asidero desde el que parar un neoliberalismo inhumano y tecnocrático, como antaño –ay, que me muero de risa–, la Revolución Nacional consiguió atajar el Capitalismo. Es lógico, por tanto, que esa idea de Revolución Nacional agrupe, como antaño, a esos objetos extraños y relativamente nuevos, como son el posfascismo y el posizquierdismo.
Los posfacismos y los posizquierdismos atienden a la idea de pueblo. El pueblo es una entidad cohesionadora. Que no abarca a toda la sociedad. Tan sólo a los que ven el carácter revolucionario de la identidad nacional. Quien no lo ve –inmigración, malos patriotas locales– no es pueblo. En tanto que referente de la horizontalidad, el pueblo carece de clases. Es su superación. Es un comunitarismo, una sensación de igualdad, que además sólo se puede vivir en directo, en ceremonias de unión, conmovedoras para quien se conmueve con ellas. El pueblo, una minoría en colisión con el Estado –salvo cuando accede a las instituciones– y con la UE, precisa una reformulación de la democracia para ser escuchado. Eso es la Revolución Nacional. Literalmente. Un periodo continuo y denso en el que la voluntad del pueblo sea superior a la ley, en el que el pueblo sea la ley. Algo en verdad tentador. Hasta que uno recuerda que el pueblo no es toda la sociedad, y que los cambios legales exigidos tienden a querer sellar ese hecho. Imponer una minoría como directora social.
Esa posibilidad existe. Es un hecho. Al menos, lo es en Catalunya, donde en nombre de la Revolución Nacional y el pueblo, ya hay dos partidos de izquierdas que apoyan el neoliberalismo local. Hace cerca de una década que esa opción eléctrica de acceso al neoliberalismo se muere por existir en España. Catalunya, desde hace 10 años, es un tráiler, con dos años de avance, de las tendencias españolas en esta larga crisis de régimen. En la península de los nacionalismos, del colapso institucional, de la ausencia de cambios, el rojipardismo, esa cosa que tiene un poco de todo lo anterior, tiene su hueco.
En las memorias del anarcosindicalista alemán Rudolf Rocker –bellísimas, salvajes; en castellano, inencontrables–, se narra un hecho impresionante, que lo es aún más si se piensa que fue un hecho vivido a tiempo real por una persona, el autor. Con los nazis en el poder, los domingos se sucedían manifestaciones de...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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