LECTURA
La bandera y la balanza
Prefacio de ‘Los orígenes del derecho al trabajo en Francia (1789-1848)’
Pablo Scotto 5/07/2021
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Esta litografía de Devrits representa la bandera de la República francesa de 1848, fruto de la «conciliación» entre los tres grandes actores políticos de la época: los azules, los blancos y los rojos.
Los primeros son los republicanos moderados o burgueses, que empiezan brindando por la fraternidad de Lamartine, y acaban empuñando los fusiles de Cavaignac. Los segundos son los contrarrevolucionarios de diverso signo, que toleran la naciente República hasta que se ven con la fuerza suficiente para conspirar contra ella. Los terceros son los partidarios de la República democrática y social, que tras la derrota del proyecto de Blanc se refugian en el gestualismo anacrónico de Ledru-Rollin. A grandes rasgos, los azules representan a la burguesía, los blancos a la Iglesia y a la aristocracia, y los rojos a las clases trabajadoras.
El burgués de bolsillos llenos sostiene sobre su cuerpo, y señala, una gran moneda de cinco francos. Es el símbolo de su poder. En las postrimerías de la Revolución Francesa, el sistema métrico decimal y el franco habían sustituido a las viejas unidades de medida e intercambio. Medio siglo después, el franco es el medio con el que la burguesía sustituye todo lo viejo por el frío interés, y por el duro pago al contado. La gran moneda de plata representa el mercado universal de mercancías mensurables e intercambiables, un espacio en el que el burgués se mueve a sus anchas. Eso es lo que enseña con orgullo, mientras oculta, con la otra mano, la fuente oscura de esa riqueza resplandeciente. Bajo el sombrero está, naturalmente, todo aquello que no puede ser mostrado. Están el humo, la suciedad y el despotismo de la fábrica. El burgués dice: «La Sociedad soy yo», reformulando la famosa sentencia atribuida al Rey Sol. Aspira a ser, en efecto, el monarca absoluto de la incipiente sociedad industrial.
A su derecha está el obispo, vestido de flor de lis. El pétalo superior le sirve de mitra. A sus pies el escudo de los Borbones. El báculo pastoral en su mano derecha, el sable enfundado en la izquierda. De un lado vestido con el hábito eclesiástico, del otro con el uniforme militar. Este curioso personaje, mezcla de Iglesia y Espada, representa el clericalismo, el conservadurismo, el orden, la tradición. Enemigo del espíritu igualitario de la Revolución Francesa, no está dispuesto a que, ahora que ha vuelto la República, el discurso de los derechos vuelva a poner en cuestión sus privilegios. Acepta, reticente, el nuevo tablero de juego, siempre que sus prerrogativas estén incluidas en la lista: «El Privilegio es mi derecho».
En el margen, ondeando al viento de la competencia, está el trabajador desocupado. Una mujer, apoyada en su espalda, sostiene a un niño entre sus brazos. El hombre agarra el pico con su mano derecha: no tiene trabajo, pero está dispuesto a trabajar. Quebrada la esperanza de que la República garantice el derecho al trabajo, se ha visto reducido a la mendicidad. La Revolución ha reconocido, es cierto, que el pueblo es el único soberano, y los poderes públicos han sido elegidos, por primera vez en la historia, mediante sufragio universal masculino. Una cabeza, un voto: el burgués y el obispo son ahora sus iguales, al menos desde un punto de vista político. El problema es que él, bajo la coerción del hambre, no puede practicar esa soberanía de la misma forma que ellos. El único «derecho» que puede ejercer realmente es el derecho a la asistencia, es decir, a pedir limosna a las gentes de bien.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? En febrero, los azules y los rojos hacen juntos la Revolución, poniendo fin a una monarquía que, a pesar de sus ropajes ciudadanos e igualitarios, seguía estando bajo el control de los blancos. Juntos traen la República, pero pronto surgen las discrepancias sobre el tipo de República que debe ser puesta en marcha. Los azules, asustados por el cariz que van tomando los acontecimientos, o quizás por sus propios fantasmas, se convierten desde junio en los sangrientos garantes del orden. Ahogan a los rojos en su roja sangre, pero al hacerlo firman su propia derrota política. No se dan cuenta de que, si de Orden se trata, los blancos llevan siempre las de ganar. La capitulación de los rojos a manos de los azules es la antesala, en fin, del progresivo blanqueamiento de estos últimos.
* * *
Dos años más tarde –y pasamos ya a la litografía de Daumier–, nos encontramos a los blancos haciendo piña contra la República. Esta, serena y mirando de frente a sus adversarios, sostiene la urna del sufragio universal, al tiempo que pone su cuerpo entre los intrigantes y la Constitución.
A primera vista, puede parecer que es la República la que tiene más peso, la que está bajando en la balanza, mientras los hombrecillos de la izquierda se esfuerzan por no caer al precipicio, agarrándose como pueden al tablón de madera. En realidad, está sucediendo justamente lo contrario. El 30 de mayo de 1850, el parlamento aprueba una ley que suprime el sufragio universal masculino. El proyecto de ley es obra de una comisión de 17 miembros, los llamados Burgraves. En su elaboración y defensa destacan las figuras de Thiers, Molé, Montalembert y Berryer, y también la de Faucher, que es el encargado de presentar el proyecto ante la Asamblea.
No está en la balanza el católico Montalembert, al que Daumier suele dibujar con aureola o con un cono apagavelas (éteignoir) en la cabeza, pero se puede reconocer a los demás, o al menos a algunos de ellos. Colgado a la izquierda, haciendo fuerza hacia abajo, se distingue claramente a Thiers, ese «gnomo monstruoso», siempre mutando, cuya alargada sombra se extiende desde Lyon hasta París, es decir, desde la represión del 34 hasta la del 71. Sentado en el centro, con ojos de susto, está el legitimista Berryer. No cabe duda de que su presencia contribuye decisivamente a que el plato descienda. El hombre que está a su derecha, de rostro alargado y con patillas, podría ser el economista Faucher, gran teórico anti-derecho-al-trabajo. De espaldas, tirando de la cuerda, sobresale una nariz que tal vez sea la del conde Molé.
Estos monárquicos, como no se atreven a aparecer abiertamente como blancos, se esconden en un caballo de Troya llamado César, garante igual que ellos del orden y la prosperidad. Tras haber apoyado la candidatura del sobrino de Napoleón a la presidencia de la República, y haber tenido éxito en su empeño, ahora le siguen, con mayor o menor entusiasmo, en sus aventuras militares y en sus ataques al parlamento. De ahí que quien presida la escena, con bigote a la imperial y barba de chivo, porra disuasoria y sombrero de medio lado, sea Ratapoil (rat à poil), la figura con la que Daumier simboliza el bonapartismo. Militar retirado, veterano de las grandes batallas del Imperio, ahora viejo demacrado, este alter ego del general Rapatel representa a una conjunción de elementos sociales dispares: son todos aquellos que, durante la Segunda República, se encargan de propagar el nuevo bonapartismo de forma expeditiva, preparando el terreno para el futuro golpe de Estado. Utilizado como marioneta por los blancos para desestabilizar la República, Ratapoil acaba engullendo a sus titiriteros. Si uno se fija bien en la imagen, verá que detrás, en la sombra, aparece una figura borrosa… con el bicornio de Napoleón.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? En el 48, la República del sufragio universal consigue aligerar el peso de los guardianes del privilegio, alejándolos del suelo, despidiéndolos hacia arriba. Sin embargo, al no ir acompañada esta igualdad política, de esa igualación de las condiciones sociales que representa el derecho al trabajo, la República va perdiendo aplomo. Ya no puede contar con el apoyo masivo de las clases trabajadoras, que no perciben mejoras sustanciales en sus condiciones de vida desde la llegada del nuevo régimen. Tiene que hacer frente, además, al poder paralelo de Luis Napoleón, quien, situado al frente del ejecutivo, aguarda a que llegue el momento de darle a Marianne su golpe de gracia. Estamos en 1850, y la balanza está a punto de sufrir un vuelco. Pronto la urna de barro se hará añicos contra el suelo. Es el preludio del 18 de brumario de 1851, y de la supresión, al año siguiente, de la propia República.
El derecho al trabajo y el sufragio universal son dos de las grandes cuestiones que ocupan a los protagonistas de la Revolución francesa de 1848. El comentario de las litografías de Devrits y Daumier ha pretendido mostrar que la derrota del primero, en el 48, y la supresión del segundo, en el 50, no son acontecimientos independientes. El miedo de los azules a una República democrática y social conduce, tras el interregno de la República celeste, a la desaparición de la propia República. En cualquier caso, no es esta causalidad histórica, tomada en sí misma, lo que me interesa destacar aquí, entre otras razones porque va más allá de los límites temporales de nuestro relato (1789-1848). Si estas dos imágenes pueden servir de prefacio al libro es porque nos dicen algo importante, me parece, sobre el sentido que cabe atribuir al derecho al trabajo en 1848.
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Las páginas que siguen pretenden explicar la historia del derecho al trabajo en Francia, desde su aparición en el socialismo de principios del siglo XIX hasta su auge y derrota en el 48. Al poner la lupa sobre sobre esta idea, me he encontrado con que había otras unidas a ella, tan firmemente que si se intentara separarlas solo se conseguiría romperlas. Esas otras ideas se llaman Revolución Francesa, caridad y derechos, Gironda y Montaña, propiedad y trabajo, República, democracia y socialismo.
La República ya no puede contar con el apoyo masivo de las clases trabajadoras, que no perciben mejoras sustanciales desde la llegada del nuevo régimen
Este prefacio se puede entender como una pequeña guía para no perderse cuando empiecen a aparecer las ramificaciones, que espero no resulten excesivas. Si ahora hemos mostrado la importancia de los vínculos entre el derecho al trabajo y el sufragio universal para el devenir de la Segunda República, en lo sucesivo intentaremos hacer algo similar para explicar cómo surge y se desarrolla la propia idea del derecho al trabajo. Lo que quiero decir es que, en lugar de avanzar rectos, iremos haciendo una suerte de vaivén, yendo de un lado a otro de ese eje que conecta la esfera social con la esfera política, el pan con el poder de decisión, el bienestar con la libertad. La idea que nos ocupa es hija, es cierto, de un socialismo peculiar, literario, incluso fantástico, pero acaba transformándose en algo bien distinto. El derecho al trabajo del 48 es fruto de la unión entre ese socialismo, inicialmente apolítico, y la recuperación del discurso republicano y democrático de la Revolución Francesa. No se alcanza a entender su significación plena si se lo concibe únicamente como la garantía, por parte del Estado, de un puesto de trabajo para los desempleados. Eso está flotando en el aire, no cabe duda, pero lo que está en juego es algo distinto.
En el 48, los socialistas pretenden que la República se haga cargo de las cuestiones sociales, pero al mismo tiempo aspiran a que la esfera social esté regida por los principios igualitarios de la esfera política. Consideran que las instituciones deben garantizar a todos las condiciones materiales e inmateriales de la libertad, pero al mismo tiempo entienden que la libertad en el trabajo es la condición insoslayable de toda verdadera prosperidad. Si el sufragio universal ha sido reconocido en la esfera política, ¿por qué no reconocerlo también en la económica? Si ya no somos súbditos, sino ciudadanos de la República, ¿no deberíamos ser tratados como tales también en nuestras respectivas industrias? ¿Es posible una República que no sea democrática y social? Preguntas audaces: impertinentes y peligrosas para algunos, oportunas y necesarias para otros… presentes, en cualquier caso, en el vivero de ideas del 48. Es de este denso ecosistema de donde intentaremos rescatar el derecho al trabajo.
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Pablo Scotto es investigador postdoctoral en el área de Filosofía del Derecho de la Universidad de Barcelona y autor de Los orígenes del derecho al trabajo en Francia (1789-1848).
Esta litografía de Devrits representa la bandera de la República francesa de 1848, fruto de la «conciliación» entre los tres grandes actores políticos de la época: los azules, los blancos y los rojos.
Los primeros son los republicanos moderados o burgueses, que empiezan brindando por la fraternidad de...
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Pablo Scotto
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