En primera persona
Conversación en la estación
Crónica de la madre de un joven rockero detenido una noche en La Habana por llevar el pelo largo
Inés Casal (El Estornudo) 4/07/2021
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Es una mañana soleada de la primavera cubana de 2005. Estoy preparando el almuerzo de mi pequeño nieto, mientras no dejo de pensar en mi hijo. La noche anterior no durmió en la casa, y aunque no es común que esto suceda, comprendo que tiene edad suficiente para pasar una velada con una novia o con amigos; pero me molesta y me preocupa que no me llame. Trato de apartar de mi mente los pensamientos alarmistas, mientras me repito las palabras de mi madre: “Hija, las malas noticias vuelan”.
A pesar de la insistencia de colegas, de amigos y de familiares, que consideraban que yo tenía salud, ánimo y energía para seguir al frente de un aula, hace unos pocos meses no dudé en pedir mi jubilación, con 56 años de edad y luego de 34 de labor ininterrumpida como profesora universitaria. Para la mayoría de mis colegas lo hice para ayudar a mi hija con el cuidado de su primer hijo, y claro que fue ese el principal motivo de mi retiro de las aulas universitarias, aunque debo añadir que, en los últimos años, ya no me sentía tan bien en mi trabajo. Adoraba dar clases, me sentía feliz en mi Facultad, rodeada de queridos compañeros, de amigos entrañables, de excelentes alumnos, pero había tareas que no me agradaban tanto.
Apenas falta un poco más de un año para que logre permutar mi casa de Santos Suárez, medio reparada y ampliada, por un pequeño y cómodo apartamento de dos cuartos en pleno Vedado. Increíblemente, logré este cambio, sin tener que “dar un vuelto”, como se dice cuando tienes que pagar por salir de una casa de viga y losa, de los años treinta, en el municipio 10 de Octubre, por un apartamento en un edificio de los años cincuenta, en el municipio Plaza de la Revolución. Supongo que las estrellas se alinearon a mi favor. Lo que sí tuve que hacer fue “agradecer” a varios funcionarios de la vivienda que me ayudaron a vencer todos los obstáculos que me encontré durante el proceso.
Pero, por ahora, viajo diariamente desde Santos Suárez al Vedado, en donde vive mi hija con su esposo y sus suegros, para compartir con ellos la educación de mi primer nieto. Embarazada de su segundo hijo, que llegará en pocos meses, ella está ahora, mientras preparo el almuerzo y pienso en la ausencia de noticias sobre mi hijo, en su labor de docente universitaria.
Con el sonido del timbre del teléfono y la voz de mi hijo al otro lado, mis pensamientos negativos pasan a un segundo plano y llega la constancia de que ha pasado una noche entera en un calabozo de la Unidad Provincial de la PNR, sita en Zapata y C, apenas a dos kilómetros de donde me encuentro. La causa es demasiado pueril para ser creíble: pasaba por la esquina de 23 y G, con un pequeño grupo de amigos, de regreso del cine Chaplin, buscando la parada de la Ruta 174. Eran alrededor de las 11:00 p.m. y sus amigos y él, entretenidos en la conversación que llevaban, solo reaccionaron ante la situación que tenían ante ellos, cuando un oficial de la policía, dirigiéndose a mi hijo y a otro amigo, los únicos que tenían el pelo por debajo de la nuca, les espetó: “A ver, ustedes dos, enséñenme los carnés de identidad”.
De nada valieron las preguntas de mi hijo, de su amigo y del resto del grupo sobre la causa de la detención. Solo le dijeron: “Dale, móntense en este camión, que los vamos a pelar cuando lleguen a la estación”.
Ni a mi hijo, ni a ningún otro de los cerca de 20 jóvenes que pernoctaron esa noche en un calabozo de la Estación de la PNR de Plaza los pelaron, pero todos supieron enseguida que la causa fundamental de que estuviesen allí era precisamente que tenían el pelo demasiado largo, que vestían o se comportaban de forma “rara” o que venían de otros municipios a importunar el sueño de los vecinos de la Avenida de los Presidentes, con sus conversaciones, sus risas, sus cantos y sus guitarras. Fue el tiempo en que, en esa arteria principal del Vedado, grupos de jóvenes, de diferentes gustos, reparteros, rockeros, emos, se reunían en las tardes-noches de los fines de semana a compartir sus canciones, sus experiencias y tal vez una botella de ron, convenciéndose unos a otros de la validez de sus teorías sobre la vida.
Mi hijo fue liberado luego de que su hermana se presentara en la unidad de policía. Había llegado a la casa una hora después de la llamada telefónica y me convenció de que era mejor que ella fuera en mi lugar, ya que lo haría mucho más rápido. Yo solo le advertí: “Por favor, deja aclarado allí que voy mañana a ver al jefe de la Unidad para que me explique bien lo sucedido”. Y mi hija regresó con la promesa del Político, que fue quien la atendió, que me recibirían al otro día, en horas de la mañana.
II
Llevo ya casi dos horas sentada en el vestíbulo del edificio de la PNR del Municipio Plaza. Frente a mí está la carpeta. Durante este tiempo varios policías se han acercado y me han mirado, algunos de forma directa, otros de soslayo. Creo que se preguntarán qué hace una señora mayor allí, sentada en un banco de piedra, sola y sin aspecto de haber cometido algún delito. Desde que me ordenaron esperar a que me atiendan, he tratado de ordenar mis pensamientos y me preparo mentalmente para no ceder ante la cólera y la impotencia que me devoran por dentro.
Al fin se acerca el Político, se presenta, me dice que fue él quien atendió ayer a mi hija, trata de explicarme que no es necesario molestar al jefe de la Unidad, que todo fue ya aclarado, y que a mi hijo no lo molestarán más. “Total”, dice, “un acta de advertencia no pasa a los antecedentes penales”. Cuando comprende que no me iré de allí sin ver al jefe y que solo estoy solicitando un derecho ciudadano, algo que él mismo le prometió a mi hija que ocurriría, se retira unos minutos y regresa invitándome a seguirlo.
III
La oficina del teniente coronel Batista es amplia, clara y ventilada. Él está sentado tras un buró. Hay dos cómodos butacones, además de un sofá, en la habitación. En la oficina también se encuentra otro agente, que hace un ligero gesto cuando yo entro y doy los buenos días. Sin levantarse de su silla, el teniente coronel Batista devuelve mi saludo y me invita a sentarme. Es un hombre alto, un poco fornido, trigueño y de bigote. Aparenta tener unos 55 años.
Comienza a hablar de forma pausada, repitiendo más o menos lo mismo que había dicho antes el Político, y recalcando que mi hijo solo había sido multado por algo que “está prohibido por ley”, según el Código Penal vigente. Sin que yo pronuncie una palabra, sigue su monólogo, tratando de explicarme la responsabilidad que él tiene ante el pueblo, que se queja constantemente de “estos ciudadanos” que alteran el orden, que molestan y no dejan dormir a los vecinos, con sus gritos, risas, sus cantos, hasta horas de la madrugada.
“Ya estamos cansados de las quejas”, dice de pronto con irritación visible, “y tuvimos que dar un escarmiento. A ver si logramos que, finalmente, los que no viven en este municipio, vayan a escandalizar en los suyos”.
Me doy cuenta de que debo tener mucha paciencia para no perder la compostura ante un personaje que parece más un represor que un jefe de una Unidad Provincial de la PNR. Cuando finalmente puedo hablar, me presento y le pregunto cuál fue el delito cometido por mi hijo para que en su multa y su carta de advertencia apareciera la frase “alteración del orden público”, si él y sus amigos solamente transitaban por esa esquina, buscando la parada de una guagua para regresar a su casa. Parece sorprendido y dirige una mirada al Político, que confirma con un gesto lo que yo acabo de decir. Mira entonces al otro oficial y le pide que busquen el acta de advertencia.
IV
Ahora está visiblemente enojado, comprende que ha sido cogido en falta, pero no se da por vencido. Tiene que hacer su papel de demagogo-represor y comienza entonces a hacer alusión a un tal Decreto-Ley (dice un número) que establece que la Policía, cuando está haciendo una “redada”, puede cargar con cualquier persona que pase por el lugar. Le pregunto, extrañada, si ese decreto ampara que se hayan podido llevar detenido a mi hijo, cuando pasaba caminando por allí, solo por “tener el pelo largo”, según le dijeron, que lo hayan tenido toda una noche en un calabozo y que solo lo liberaran cuando firmó un acta en la que aparecía un delito que él no había cometido. Respira hondo, como tratando de calmarse, y me mira, por primera vez, con un poco más de interés. Su discurso cambia, trata de encontrar alguna empatía conmigo, o al menos eso me parece.
“Si usted es profesora de la Universidad”, me dice de pronto, “entonces debe conocer muy bien el decreto al que hice alusión hace un rato. Ese y otros más, porque tengo entendido que todos los profesores universitarios discuten con sus estudiantes los decretos-leyes de nuestro país”.
“Soy Profesora de Química. Supongo que son los profesores de Derecho los que tienen esa tarea con sus alumnos”, le aclaro, sin asomo de ironía.
“Ah, pues yo tenía entendido que era obligación de todos los profesores”, todavía insiste.
“Escuche”, dice de repente, y ya no hay en su rostro ni un atisbo de querer convencerme de algo, “sobre mis hombros cae una responsabilidad muy grande. No sé si usted sabe que en esta ciudad tenemos cinco tendencias delictivas en estos momentos y que nosotros tenemos la tarea de arreciar nuestros controles y nuestro trabajo policial”.
“Estas tendencias son”, prosigue sin esperar respuesta de mi parte, “los asediantes, las jineteras, los rockeros, los travestis y los rastafaris”.
Trago saliva dos o tres veces, creo que parpadeo también, busco un poco de calma para poder hablar sin que se note demasiado mi desconcierto. ¿Ha dicho “tendencias delictivas”? No puedo creerlo, y trato de encontrar las mejores palabras para seguir la conversación.
Ahora trato de parecer una ignorante confiada, que busca respuestas oficiales para dudas que, al parecer, son propias de una persona que no conoce de leyes, ni de decretos-leyes, algo que recién acabo de reconocer.
“Disculpe, por favor”, digo con la mayor calma posible, “entiendo que las dos primeras ‘tendencias’ que usted menciona lo pueden ser legalmente. Sé que el proxenetismo y la prostitución están prohibidos en nuestro país, pero ¿por qué caen en ese saco las otras tres? Ser rockero o travesti o rastafari, ¿es ilegal?”.
“Mire, compañera”, dice con convicción absoluta, “los rockeros son drogadictos y le aconsejo que si su hijo es rockero, se viste, o se comporta como tal, trate de hablar con él”.
Ahora ya no finjo ignorancia, ni trato de contener mi ira, aunque todavía me comporto decentemente. Le digo, de forma directa y clara, que mi hijo se viste, se comporta y tiene las preferencias musicales que desee, y que lo único que a mí me ha interesado siempre en su educación es que sea una persona honesta, responsable y decente.
Él también pierde un poco la compostura, habla un poco más alto, de forma enérgica y contesta mis dudas con frases cortantes: “Los travestis son inmorales, andan por la calle metiéndose con los hombres” o “los rastafaris parecen indigentes, afean la ciudad y tenemos que eliminarlos de la vía pública. Los extranjeros no pueden ver ese espectáculo”.
Una calma extraña me llena por completo. Me parece que no estoy aquí, frente a una persona tan ignorante y arrogante (dos características letales cuando van de la mano) y que es, además, un alto funcionario de la Policía Nacional Revolucionaria. Me siento como si estuviera en un teatro o en un cine, viendo una obra o una película, que tiene un guion y una trama que ya está escrita y cuyo desenlace no depende de mí. Entonces comprendo que lo más importante ya lo sé: que nunca, jamás, se podrá hacer entrar en razones a un represor que cumple las órdenes de otros represores y que, al final, no tiene ni cerebro, ni sentimientos para cuestionarse nada de lo que le indiquen hacer.
Me voy ahora con el logro de que la multa de 30 pesos se haya cancelado y con el compromiso (que un día más tarde voy a corroborar en instancias superiores) de que el acta de advertencia será anulada.
Camino de regreso a la casa de mi hija, donde me esperan la sonrisa y los mimos de mi nieto, que de seguro tranquilizarán mi agitado corazón.
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Este testimonio se publicó originalmente en El Estornudo.
Es una mañana soleada de la primavera cubana de 2005. Estoy preparando el almuerzo de mi pequeño nieto, mientras no dejo de pensar en mi hijo. La noche anterior no durmió en la casa, y aunque no es común...
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