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CROWDKILLING (II)

Las Caminatas del Paso Enamorado

Segunda de las tres entregas de ‘Crowdkilling’, un deslumbrante relato sobre los crímenes sistémicos en los que todos participamos

Víctor Sombra 14/08/2021

<p>Huerta agroecológica comunitaria <em>Cantarranas</em> (Madrid).</p>

Huerta agroecológica comunitaria Cantarranas (Madrid).

Cantarranas

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La comunidad anabaptista unitaria conocida como la Hermandad Peridoxa se estableció en Lothe en 1931. La comunidad emigrada a Australia es resultado de una escisión en la congregación originaria del cantón suizo de Glaris, de donde los Hermanos Peridoxos han desaparecido hoy por completo. 

Los peridoxos comparten rasgos fundamentales de los anabaptistas unitarios, esto es, el bautismo de los adultos, la naturaleza humana de Jesús y el rechazo a la Trinidad, que ven contradictoria con la unidad divina. Comparten con otros anabaptistas el énfasis en el Sermón de la Montaña y el rechazo a la violencia. A diferencia de otras comunidades anabaptistas no se oponen a la utilización de nuevas tecnologías ni rechazan la convivencia con los gentiles. Los peridoxos no han abandonado el trabajo en común ni la propiedad colectiva de la tierra,[1] si bien han llegado a una conjunción diferente de tipos de gestión y propiedad en su actividad económica. El grueso de las tierras, talleres y almacenes, pertenecen a la congregación, la Hermandad Peridoxa, pero se permite a las hermanas y hermanos desarrollar con sus propios medios una actividad singular, que se conoce como huerto del ingenio y que sirve para que las hermanas, por sí solas o con sus amigas, desarrollen invenciones y creaciones que consolidarán su reputación y revertirán luego en la comunidad. Una vez satisfecho el tiempo de trabajo comunal –entre dos o tres días por semana, salvo situaciones estacionales o de emergencia–, las hermanas pueden dedicarse a desarrollar sus ideas en espacios propios. El caso más típico es el de los terrenos en que los hermanos ensayan por su cuenta nuevos cultivos que luego propondrán a la comunidad; pero hay muchos ejemplos también de talleres en que han desarrollado herramientas innovadoras, licores, quesos y otros productos novedosos. Esto ha llevado a mejorar los rendimientos de la producción común, tanto agrícola como de productos elaborados, acrecentando el prestigio de los hermanos innovadores, generando ventas al exterior, y haciéndoles partícipes de compensaciones económicas comunitarias. 

Sin embargo, lo que más diferencia a esta secta del resto de los anabaptistas es lo que ellos llaman la reflexión peridoxa, que parte de un análisis de las Escrituras y de la identificación de la actividad fundamental de Jesús y los apóstoles en el Nuevo Testamento. Jesús predica, eso está claro, pero en cambio no sabemos si escribe o no; solo una vez se le ve trazar unos signos sobre la arena, pero no se sabe qué escribió, ni siquiera sabemos si sabía leer y escribir. Lo que sí hace es andar de un lado a otro con sus discípulos, y lo hace sin objeto aparente. Jesús vaga por Galilea y Judea: llega a un lugar y se encuentra con alguien, le habla o ayuda de forma más o menos milagrosa, y se va a otro lugar. Predica entretanto a quienes le siguen, pero, salvo casos concretos –como cuando alguien le llama porque Lázaro ha muerto o cuando acude a Jerusalén para ser coronado y encontrar la muerte– lo que hace es deambular. La importancia del caminar en el cristianismo se subraya por el deseo de Jesús de andar por encima de todo, incluso de las aguas, y de caminar hasta el final como cuando carga con su propia cruz hasta el Gólgota.

Al echar a andar, en el intervalo de los pasos, escuchamos a la tierra y nos alcanza la palabra de Dios que la impregna. Varias de las oraciones de las Hermanas Peridoxas describen cómo la palabra de Dios responde a cada pisada, sube en forma de energía por cada pierna que se apoya en el suelo, y llega al corazón y lo calienta, y desde allí asciende por el pecho hasta la boca, la voz y nuestra mente. “El paso y la lengua están unidos”, dicen ellas, y también: “Hablo con los pies”. Las piernas abiertas en el paso conforman lo que ellos llaman el “oído peridoxo”. Es también un compás con el que calculamos en el mundo la medida que debemos dar a nuestro derrotero. Este oído/ compás se conoce más comúnmente como la “cruz peridoxa”, por la forma de los brazos y piernas del viandante cristiano. Pese a la rígida voluntad iconoclasta de los peridoxos este símbolo persiste en las publicaciones de la Hermandad y hasta en una vidriera del templo de Lothe, conforme al diagrama siguiente, que fue ligeramente adaptado tras el incendio:

Diagrama de la Cruz peridoxa.

El andar sin objeto equivale a deambular en el Señor. Es la mejor forma de alabanza y resulta imprescindible para determinar nuestro proceder conforme a la voluntad divina. Los peridoxos practican la caminata dos veces al día, que llaman tandas, entre una y dos horas cada una, dependiendo de las cuestiones vitales que el fiel y la comunidad se planteen. Existen también ocasiones en que el deambular tiene un carácter institucional y colectivo, como en la toma de decisiones por el Consejo de Sabios y la Asamblea. La sala del Consejo tiene forma de claustro para que sus miembros puedan caminar mientras cavilan. Escuchan los testimonios y debaten mientras circulan, y lo hacen en un sentido u otro según la opción que tomen entre las propuestas sometidas a examen. Según van llegando a una conclusión definitiva, se van deteniendo en el patio del claustro. Para las asambleas, en que la comunidad entera toma sus decisiones principales, una gran campa cumple las funciones del claustro y los hermanos y hermanas siguen el mismo principio, circulando mientras debaten y desplazándose al centro cuando llegan a una conclusión.

El deambular es también ceremonial y colectivo en las llamadas Caminatas del Paso Enamorado que celebran los adolescentes peridoxos, un poco al modo de los antiguos bailes de gala con que los jóvenes en Occidente señalaban el paso a la edad adulta, pero con un sentido completamente diferente. Mientras que en los bailes se trataba de tomar consciencia de la potencia sexual y encauzarla mediante una serie de convenciones sociales, los peridoxos se centran en buscar mediante el paso lo que denominan un encuentro veraz, esto es, una revelación de la sintonía de los pasos, que avala y precede la de los cuerpos y mentes. Si durante la Caminata se da ese encuentro, los peridoxos no ponen límites a la expresión de los sentimientos e impulsos, aunque sea al aire libre, entre los riscos, junto al arroyo o bajo los trigos crecidos. Esto se debe a que las deambulaciones que llevan a estos encuentros singulares se consideran guiadas por la tierra, impregnada a su vez de divinidad. No tendría sentido poner tapujos a lo que Dios Uno dicta. La apertura y permisividad que emana de estas prácticas, mediante las que se forman las parejas y familias peridoxas, contrasta con la rigidez subsiguiente, aplicada a las relaciones que se forman en estas caminatas.

Sancionadas por el paso común, por el reflejo de lo Alto en la Tierra, es muy difícil cuestionar las uniones establecidas. Sin embargo, hay casos en que una hermana o un hermano insisten en que el matrimonio no dio respuesta al paso enamorado, que hubo un traspiés, un error en la transmisión del flujo divino desde el suelo, y persisten, años o incluso meses después de formalizar las uniones, en echarse a andar de nuevo para seguir buscando el encuentro veraz. 

Fiel peridoxa.

Si persisten en esta actitud, el consejo de los sabios puede dictar una sentencia de malpaso que habilita la disolución del vínculo y da pie a las futuras caminatas enamoradas. Estas sentencias van asociadas a tremendas limitaciones. Puesto que se corre el riesgo de que los amantes estén rompiendo la sanción de la tierra implícita en el primer encuentro, la comunidad teme que no respeten tampoco los encuentros futuros. Los amantes podrán salir a buscarse muchas veces, pero las consecuencias del encuentro no irán más allá de la jornada en cuestión. Si dan con un nuevo enamorado no podrán vivir juntos; aun más: ni siquiera podrán quedar en verse y citarse de un día para otro. De este modo la comunidad peridoxa, al tiempo que les habilita para seguir buscando y echar a volar de nuevo el paso enamorado, los condena a someterse a la suerte incontinente de sus pasos.  

La duración de las tandas ordinarias, las de los dos paseos diarios, es una de las cuestiones en que la comunidad peridoxa se ha mostrado más dividida en los últimos años. Para algunos hermanos, la escucha deambulante solo puede surtir  efecto si no está sometida a rígidos requisitos de tiempo. Andar sin objeto supone que no haya tampoco constricciones temporales, porque solo así el paso nos puede llevar más cerca o más lejos, por lugares llanos o escarpados, y acabar perfilando nuestro rumbo vital. Para estas hermanas la tanda puede durar un día cinco minutos y otro cinco horas. Sin embargo, no es esta la posición prevalente de la Hermandad. La mayoría de la comunidad, incluyendo a los mayores, esto es, los más cercanos al primer grupo establecido en Lothe, consideran que, si no hay unos requisitos mínimos de tiempo, la escucha será pobre, deficitaria, y la dirección comunitaria se resentirá. Sospechan que quienes no quieren fijar un tiempo mínimo es porque no quieren andar como es debido. Este grupo de peridoxos es el que se ha mostrado partidario de los flotadores de secano como modo de garantizar un tiempo suficiente de deambulación. Presumen de su apoyo a este complemento tecnológico como muestra de que la comunidad se acompasa a los nuevos tiempos.  

En cambio, los partidarios de la libertad en el tiempo de las tandas piensan que los flotadores de secano distorsionan la escucha y distraen a quien deambula en el Señor. El amarillo chillón del plástico, las corrientes de aire frío en el cuerpo, el balanceo, los sonidos emitidos por el flotador son otros tantos obstáculos a percepción transparente del entorno y, por tanto, a la definición de un rumbo verdaderamente guiado por lo Alto.  

Chascos

         —No me gusta esa tos, Amalia. ¿Cuándo llegas?

         —Igual tienes que venir a buscarme.

         —Ahora mismo. ¿Qué te pasa?

         —No estoy bien. Los trabajadores me dejan la comida en el umbral y hace días que no cambian las sábanas ni las toallas. Y sigo sin saber nada de Hortensia. Esta mañana una de las celadoras más simpática me contó desde el pasillo algo que me dejó helada. Han habilitado la sala de actos para instalar cadáveres, porque las funerarias no vienen a buscarlos. Han muerto cinco residentes y más de la mitad del personal está de baja. Y aún es peor. Les han dado instrucciones de que, si caemos enfermos, no nos manden al hospital, que enviarán equipos para tratarnos, pero no ha llegado nada. Solo han traído un viejo respirador de un hospital del mismo grupo de la residencia.

         —Voy para allá.

         —Es mejor que vengas mañana a primera hora. A las ocho apenas hay nadie en el vestíbulo. Yo le diré a la celadora que me ayude a bajar.

         —¿Con la maleta?

         —No solo eso, Chiche. Estoy floja. Igual es sugestión pero me han empezado a doler la garganta y la cabeza.

         —Voy ahora. 

         —Mejor mañana, Chiche. Parece que al estar aislados no podemos irnos, por razones de salud pública, aunque no está claro. Me he cansado de seguir los trámites. No hacen más que darme información contradictoria.

         —Tienes que salir de ahí, Amalia.

         —Si caigo enferma, la residencia doméstica no se limitará a la brisca y el macramé.

         —Yo te cuidaré, Amalia. Y si hace falta, te llevaré al hospital. Por lo que cuentas tendrás más oportunidades de que te admitan si llegas desde casa. 

         — Antes de que llegue hay que arreglar un asunto importante, Chiche—dijo Amalia con un tono irónico y contuvo un ataque de tos—. Hay que bautizar la residencia. Ya sabes que el nombre debe ser bucólico, esperanzador.

         —Algo verde. Elevado.

         —Sí, también vale.

—Monte Fresco. Cumbre Nevada. Paseo Florido. El Remanso.

—¿El Remanso?

—Es por el río, frente tu casa.

—De Perdidos al Río —dijo ella—, tiene hasta acrónimo, DPR. 

La tos detuvo de golpe la risa. 

—Me voy a echar un rato, Chiche.    

         —A las ocho estaré en la puerta. Cualquier cosa antes me llamas.     

A juicio de Chichepotiche el crowdkilling deriva de la separación estanca entre oferta y demanda, la fragmentación de las decisiones de consumidores y productores y el aislamiento de quienes las toman, así como de la distorsión de la información económica relevante. La separación de oferta y demanda es una piedra angular de nuestro edificio económico desde hace siglos. Que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha es una condición de su eficacia en la asignación de los recursos en el mercado. Al  seguir separadas ambas manos se hacen una, inmaculada e invisible, por si alguien pensaba que las religiones monopolizaban las paradojas y mistificaciones. 

Se dirá que para evitar el desencuentro de la mano que ofrece y la que recibe el mercado es también un lugar, la plaza del mercado, y un tiempo, el del mercado, y que los pequeños desajustes son llevaderos. Si un día no hay calabacines, me llevo calabazas, que se agolpan en los mostradores, ya tendré los primeros la semana que viene. Si no están disponibles en el mercado de Sort, lo tendrán en el de Surp, que tampoco está tan lejos. Sin embargo, como esta precariedad circunstancial resulta cada vez menos tolerable, nos vamos dotando de otra alternativa: abrir el mercado siempre en todo lugar y desplegar todos los productos en todos los sitios, sin consideración al coste ecológico y social. Esta solución, que convierte la totalidad del tiempo y el espacio que transitamos en mercado, no cumple sus promesas. No lo hace nunca para todos, pero no lo hace tampoco para la gran mayoría en tiempo de calamidades. Cuando en medio de la pandemia encontramos vacíos los estantes de mascarillas y respiradores, tanto en Sort como en Surp, en Barcelona y Burdeos, no nos compensa el exceso de matasuegras y consoladores en otros estantes. 

Tenerlo todo en todos los sitios no siempre funciona. ¿Cuántas veces nos quedamos boquiabiertos ante la variedad que despliega un mismo producto? Abrimos la boca por las distintas formas, colores, presentaciones, envases y nombres comerciales del jabón de lavavajillas o de la espuma de afeitar, pero en el fondo la boca queda abierta por la increíble vanidad del esfuerzo de diferenciarse y representar lo mismo de formas tan distintas a costa de todos. La sobreabundancia pretende favorecer el encuentro de oferta y demanda, pero a menudo desorienta y lo entorpece, como esos felinos incapaces de seleccionar una presa cuando la manada de cebras pasa delante, similar e innumerable, pese a que no haya dos patrones de rayas idénticos. Se echa entonces mano de un recurso complementario, dirigido a destacar en la corriente de lo semejante. Se trata simplemente de hacer creer al consumidor que quiere lo que yo produzco. 

La publicidad es una forma eficaz de juntar las manos de forma coordinada. Yo produzco calabacines y dedico mis esfuerzos a que todos los prefieran a las calabazas. Es cierto que se salva el desencuentro, pero a favor de una de las partes, o más concretamente uno de los productores y no otros. En cuanto a la otra parte, el consumidor, es posible que no cumpla su deseo original, pero al crearse un nuevo deseo, una concreción nueva impulsada por la publicidad, no se puede decir que no haga lo que desea, lo prueba la compra, a la que, como diría un publicista, nadie le obliga. Otra cuestión es que eso que compramos tenga algo que ver con nuestra intención inicial, y mucho menos que guarde relación con lo que necesitamos o nos conviene. Y la publicidad es siempre más extensa de lo que parece, su nómina es tan discreta como vasta. No solo abarca los mensajes que identificamos como tales, sino una larga lista de herramientas puestas al servicio del comercio, desde estudios médicos a películas, artículos periodísticos y programas políticos en los que la carga publicitaria se transmite de forma subliminal o visible, pero siempre arteramente indirecta.

Hay más mecanismos para buscar la coordinación de oferta y demanda. Todos tienen un carácter puntual y coyuntural, hacen y deshacen, generan desencuentros al tiempo que facilitan ventas. No solo se basan en imponer la propuesta del productor, si bien siempre parecen implicar una mayor comunicación entre las dos manos, una cierta ruptura o porosidad en la separación estanca de la que hablábamos. La mayor información sobre los productos mediante la trazabilidad y el etiquetado facilita el encuentro de ambas partes. La venta directa de los productores también puede ayudar, al eliminar el ruido que entraña la intervención de intermediarios que van borrando, nivel a nivel, la autenticidad del producto, la posibilidad de vincularlo a quien lo fabrica, cómo y dónde. La actividad de las asociaciones de consumidores y de la prensa contribuyen a un encuentro de oferta y demanda más informado y equilibrado. Algunas intervenciones públicas también facilitan información clave para un encuentro en mejores términos. La certificación de productos sería un ejemplo, así como las tasas medioambientales que trasladan al precio costes sociales y ecológicos a menudo ignorados. 

En estrecha relación con la separación de oferta y demanda, los consumidores están terriblemente aislados. Cada vez más, paradójicamente, porque cuando uno compraba en el mercado del pueblo, al aire libre, veía lo que compraban otros y hasta quién y cómo se traía cada producto. Si el supermercado y la gran superficie incrementan la soledad del consumidor, la tienda virtual la multiplica. El consumidor no sabe lo que compra o deja de comprar el vecino. Toma sus decisiones solo, sin relación con el resto de necesidades. El deseo es colectivo pero la compra es individual, todo lo contrario de lo que nos quiere hacer creer la publicidad, que se dirige a nosotros de forma íntima, como si hubiera un vínculo ontológico y una perdida clave sicoanalítica entre ese desodorante y su comprador. Y como si todo estuviera al alcance de todos, cuando en realidad, al llegar a la caja nos vamos separando unos de otros, moneda a moneda.

El consumidor también ignora lo que entraña desde el punto de vista social y ambiental la producción de lo que se despliega ante sus ojos. Por fin solo y libre, sin ataduras, es libre de elegir las galletas cuyo aceite se extrae a costa de arrasar la selva indonesia o el móvil que condena a la esclavitud a los niños que cavan el fango en busca de coltán en África. Los remedios a la desconexión entre oferta y demanda tejen y destejen, dan y retiran la mano, y llevan a pensar que si esos productos se ponen a nuestro alcance es porque alguien ha validado esa propuesta. Que su despliegue apabullante, obsesivamente dedicado a ofrecerlo todo durante todo el tiempo, no causa daños de consideración. El inconsciente colectivo quizá ronda los estantes apuntando lo que ignoramos que conocemos,[2] esto es, que mientras compramos no paran de pasar cabezas a las que disparamos sin saber de quién son, ni si el revolver está cargado. Pero si notamos el fogonazo, basta elegir ya el producto y meterlo en el carrito, rápido, sin pensar demasiado, para disipar cualquier sensación embarazosa. 

Si el mercado no sirve para coordinar a consumidores y productores, ni tampoco une entre sí a cada uno de estos grupos, habrá al menos que reconocer que facilita información precisa sobre ambos y opera como un eficaz mecanismo de asignación de recursos. En otras palabras, puede que la mano invisible no proceda de la unión de otras manos, pero está ahí y consigue que los bienes se produzcan en cantidades adecuadas y lleguen a quienes los piden. Las transacciones económicas facilitan una ingente cantidad de datos constatables. En tal lugar tal persona compró determinado producto a un precio determinado. Tenemos información de todos los sectores, todas las poblaciones y franjas horarias y, salvo las limitaciones propias de las normas de protección de datos, de todas las partes: compradores y vendedores. Sin embargo, en gran medida esta información confunde más que aclara. Nada nos dice de lo que necesitamos ni de lo que queremos. Lo que precisamos, por ejemplo, a partir de una consideración vital de subsistencia que abarque a toda la población. Tampoco nos dice nada, o al menos nada claro, de lo que queremos. Lo que queremos entre todos, no lo que quieren algunos, lo que nos hacen creer que queremos, ni lo que nos vemos obligados a aceptar.

Chichepotiche ilustra la poca utilidad de la información del mercado con unas gráficas del consumo de tocino y pescado en Lothe. Si en Lothe se consumen cien kilos de tocino por cada kilo de pescado, se registrará esa elección y despacharán los productos en consecuencia. ¿Pero qué quiere decir esa elección? Se trata de lo que los ciudadanos de Lothe pueden elegir en función de sus recursos, pero no sobre la base de lo que saben (que el pescado es más sano que el tocino) ni lo que les gusta (comer un día una cosa y otro día otra). El mercado mide lo que la gente paga, y distribuye los bienes en consecuencia. Es un espejo con el que se mira el dinero, pero apenas refleja nada más. Es cierto que algo nos dice de la relación con los objetos, de la intensidad con que los deseamos o necesitamos, pero esa información está desagregada, individualizada y resulta confusa. Estamos dispuestos a pagar más por un desfibrilador que por una colchoneta, pero el que tiene muchos recursos siempre podrá pagar más por la segunda de lo que los enfermos, por muy mal que tengan el corazón, paguen por el primero. El mercado no distingue personas ni objetos, no preserva los que son esenciales para que nuestros cuerpos sigan funcionando, ni garantiza que lleguen a todos. Solo hay dinero que mide dinero y genera humo. O como zanja Chichepotiche en su borrador de ensayo: el mercado es el espejo narcisista del dinero

Short y leigh

Para calmarse, Chichepotiche se sienta en el despacho y mira detenidamente los dibujos de Amalia sobre el fuego de Lothe y sus habitantes. Está demasiado inquieto para dormir pero, tras beber un vaso de leche, los sigue mirando, ahora frente a un ventanal oscuro en que el flexo encendido abre un hueco parecido al de las farolas del paseo junto al río. Los pone en la mesilla de noche para seguir mirándolos en la cama, junto al resto de la documentación del fuego. Chichepotiche llega a la conclusión de que las Hermanas Peridoxas salieron mejor paradas del incendio de lo que podía suponerse. El Consejo de Sabios tocó las campanas como si se convocara a la Asamblea dominical, pero de forma veloz y repetida, a rebato, y los peridoxos entendieron que había que dejarlo todo inmediatamente y echarse a correr hacia las tierras comunales en las que se enclavaba el templo y la campa asamblearia. Esta área, cercana a una gran laguna, fue la menos afectada por las llamas. Aunque fuera a costa de perder almacenes, casas y vehículos, los peridoxos sortearon la causa principal de las muertes, tanto en Lothe como en otras localidades australianas, donde el fuego sorprendió a las víctimas tratando de proteger sus propiedades, a pie de linde o mostrador, o tratando de llevarse los objetos más valiosos. Eso sí, fallecieron dos hermanos peridoxos, Ophelia Leigh y Desmond Short, cuyos restos se hallaron juntos, pero muy lejos de sus hogares. Ambos estaban vinculados de forma singular. Tal y como Amalia ha documentado, se hicieron inseparables en la infancia, pero la vida levantó numerosos obstáculos entre ellos y su intimidad hubo de recrearse de muchas maneras.

La familia de Ophelia Leigh destacaba por sus conocimientos agrícolas que, durante años impulsaron los rendimientos comunitarios en cebada y arboles frutales, mientras que la de Desmond Short había dado algunos de los mejores pastores y trasquiladores de Lothe. Eran hijos de sendos miembros del Consejo de Sabios y sus familias destacaban entre las más pías de la comunidad. La amistad de las dos familias hizo que Ophelia y Desmond se criasen casi como hermanos, y solo al final de la adolescencia empezaran a dudar si su camaradería, las disputas terribles y apasionadas coincidencias, no ocultarían otros sentimientos. La semana anterior a la Caminata de los Pasos Enamorados Ophelia y Desmond tuvieron una tremenda pelea. El motivo fue trivial, teórico: la prevalencia de los lazos de amistad o de familia, pero idóneo para contener de forma soterrada la confluencia de sus sentimientos. Ophelia se ofendió porque Desmond sostuvo que la amistad era más importante. Ella pensaba que con su pregunta le estaba ofreciendo una ocasión perfecta para subrayar que el amor entre ellos, y la familia que fundarían, era lo más importante. Y sin embargo era eso justamente lo que Desmond quiso enfatizar, la prevalencia de la amistad de Ophelia, que guardaba en su fondo el más puro amor, por encima de sus respectivas familias. Ophelia no le dio oportunidad de explicarse y el enfado subsiguiente de Desmond llegó hasta tal punto que ya no quisieron aclarar las cosas antes de la Caminata. El día que echaron a andar en pos del amor sus pies estaban tensos y golpeaban la tierra con rabia y desprecio. Aunque normalmente sus pasos les habrían llevado a sus sitios preferidos y secretos, el borde de la laguna donde los sauces tocan el espejo del agua, la gruta que esconde un arroyo junto a las peñas más altas, ambos se apartaron rápidamente uno del otro. Desmond hizo el amor en un establo abandonado con una compañera de clase y Ophelia volvió de la Caminata abrazada a un trasquilador compañero de los hermanos de Desmond.

Desmond tardó diez días en disculparse ante la chica a la que se había entregado sin apenas mirarla a los ojos. Pensaba que si Ophelia le escuchaba podrían hablar con el Consejo de Sabios y replantear juntos sus pasos. Se dirigió decidido a casa de Ophelia, pero su hermano, al darse cuenta de adónde iba, le salió al paso. Lo tomó del hombro para contarle que hacía dos días que ella se había comprometido con su compañero de faena. Desmond solo pasó un momento por su casa. Metió algo de ropa en una bolsa y sin despedirse se puso en camino hacia Perth. El océano no era tan distinto al campo australiano y un barco cualquiera sería como Lothe, inmóvil, perdido en la inmensidad indistinta. Pasó de un carguero a otro, año tras año, siempre como grumete de la misma naviera que transportaba hierro a distintos puertos asiáticos. Hubiera seguido así hasta la jubilación, pero veinte años de experiencia con las mismas poleas no impidieron el gesto en falso que inutilizó su mano, cuyos dedos quedaron cerrados sobre sí en un puño mal hecho. Al salir del hospital en Sidney, sin saber cómo, echó a andar hacia Lothe. Un paso daba la dirección al siguiente y, sin más guía que esta, las estrellas y algún vistazo a los mapas de las gasolineras, se fue acercando a casa. Cuando llegó, tres meses después, había recobrado la fe peridoxa. Desde un alto vio las campas comunales, la laguna, su casa y la de Ophelia, y se dijo que, pasara lo que pasara,  nunca más abandonaría la congregación. Su madre le acogió sin hacer preguntas y le instaló en el cuarto que tuvo de niño. Le contó que su padre había fallecido hacía tres años. Ophelia se había casado poco después de su partida. El amigo de su hermano era un respetado esquilador y estaba a punto de convertirse en miembro del Consejo de sabios. Ophelia y él tenían tres hijos. Para Desmond, nada de todo esto suponía un obstáculo a lo que dictaran sus pasos. 

Bastó que se vieran en la calle principal, cada uno caminando por una acera, para que supieran que nada había cambiado. Al principio trataban de evitar los lugares en que podían encontrarse. Se daban cuenta de que no merecía la pena exponerse a su edad, que cualquier sueño de unir sus pasos sería más que nada una exploración de lo que pudo ser, limitada en gran medida al pasado. Pero se emocionaban cuando estaban cerca, eso lo podía constatar cualquiera. Si coincidían en la oficina de correos o en almacén de Forno, la mirada vagaba inquieta alrededor y los pies no paraban de moverse en el sitio. Y luego un día se encontraron por casualidad en las tierras comunales y ya no pudieron desligar sus pasos. Cada día volvían a verse, como si sus pies estuvieran imantados. Todo el mundo les miraba alarmados, pero ellos no se echaron atrás ante las reconvenciones de la familia y los amigos, la advertencia del Consejo de sabios. Ophelia habló con su marido y, tras una noche de llanto y gritos, acabó presentado una demanda de malpaso. 

El Consejo no había recibido nunca una petición semejante de una hermana que llevase tanto tiempo casada, y además con un miembro tan querido de la comunidad. Todo el pueblo estaba en contra. Lamentaban el regreso del lisiado y la inconstancia de ella. Desmond y Ophelia sabían que su futuro sería difícil e incierto, pero no podían dejar de andar juntos y no lo hicieron hasta recibir, un año después de solicitarla, la sentencia favorable del Consejo. Píos y disciplinados, cumplirían con las reglas de la comunidad. Ophelia se instaló sola en una pequeña cabaña de la que salía cada día al encuentro del amado, igual que hacía Desmond desde la casa en que vivía con su madre. Una y otro volvían igual de solos, de noche cerrada 

El Consejo insistió en que la sentencia de malpaso no les daba carta blanca. Al contrario, era un recordatorio de que no podían confiar solo en sí mismos. Puede que ellos no se equivocaran, pero el mundo en que vivían tampoco. Dios Uno, nunca Trino, la familia, el Consejo de Sabios y hasta las ovejas y la cebada, también tenían razón. Si ellos habían podido deshacer el falso encuentro de los pasos enamorados, el que unió a Ophelia con su exmarido, era a cambio de no establecer otra unión que pudiese ser de nuevo cuestionada. Lo mejor era entonces dejar sus encuentros al albur de las fuerzas enfrentadas que se desplegaban cada día en sus cuerpos. De un lado, su deseo de verse, que abarcaba desde el gusto por la conversación a la pasión más lúbrica y desaforada. De otro, las solidas y justificadas barreras que proscribían su unión. Obedientes, Ophelia y Desmond nunca se citaban para verse. No lo hacían explícitamente, pero tampoco mediante señas o mensajes velados. El lugar y momento del siguiente encuentro dependía de cómo cada uno interpretara el deseo del otro y el suyo propio, lo que para ellos no se presentaba como algo diferente, ya que se veían como espejos encarados. Bastaba entonces dejarse llevar para encontrarse. Para ello escuchaban al andar, como dicen los peridoxos, “el susurro de una brisa suave”.[3] Y si no se veían se seguían llevando en el corazón uno al otro.

Si se encontraban en un camino o cerca de una granja o en el pueblo mismo, actuaban con comedimiento peridoxo. Conversaban sobre su vida desde el último encuentro y disfrutaban de comparar sus experiencias y perspectivas sobre los mismos sucesos: la evolución de las cosechas, la salud de las ovejas, el nacimiento de varios potros. Solían sentarse en un banco o piedra cercana o en un prado, pero sin esconderse. Al fin y al cabo sus pasos les condujeron a ese encuentro y no a otro. A veces ni siquiera se sentaban y pasaban una buena hora charlando de pie en un camino polvoriento o en la campa comunal. Eso sí, si se encontraban en un lugar recóndito y discreto, no había freno para entregarse al amor. No valían apetencias o excusas, porque igual pasaban meses hasta volver a encontrarse en las mismas circunstancias. Se daban cuenta de que la mutua satisfacción era imposible, ya que si uno quería estar en silencio mirando juntos el paisaje o simplemente charlar, el otro podía preferir chupar, follar y acariciar. Se resignaron a una cierta comprensión hacia los deseos más venales, por ser más difíciles de cumplir. En estas ocasiones lo podían dar todo y pedirlo sin límite, ya que su intimidad venía sancionada por las circunstancias y no sabían cuándo volverían a verse en la misma situación.

Alguna vez hasta el paso quiso rebelarse ante la inminencia del encuentro en un paraje solitario, que se les presentaba, paso a paso, cada vez más cargado de tensión. Aún así, avanzaban. Se ofrecían uno al otro como pareja sacrificial para los juegos sexuales más osados en los lugares más pintorescos, entre peñascos, en un establo abandonado, ocultos tras una pila de lana, a escondidas en el cereal ya espigado y maduro. Era el contexto el que decidía, el que follaba o conversaba a través de ellos.


[1] El tratamiento de la tecnología, la violencia y el colectivismo son algunos de los rasgos que más han distinguido entre sí a las comunidades anabaptistas. En la rebelión campesina alemana de 1524-1525 muchos anabaptistas se unen a Thomas Müntzer para alcanzar la comunidad de bienes del cristianismo primitivo. El ejercicio de la violencia se considera un medio legitimo para lograr esa vuelta a las raíces cristianas. Véase La guerra de los campesinos en Alemania, de Friedrich Engels (Ediciones Políticas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974). Otras comunidades anabaptistas rechazan la violencia, sobre todo la que se ejerce por motivos teológicos, y esta es la tendencia consolidada históricamente. Un ejemplo claro de anabaptistas unitarios pacifistas serían los amish, surgidos de una escisión en 1673 en las comunidades suizas liderada por Jakob Ammann. En cuanto al colectivismo, se da también una gran variedad de perspectivas. Los menonitas y amish aplican una suerte de semicomunalismo que permite la propiedad privada de la tierra sometida a una serie de restricciones, mientras que los huteritas son más claramente colectivistas y consideran la propiedad comunitaria de la tierra como un rasgo fundamental de su fe. El despliegue práctico hoy en día de estas modalidades de propiedad y gestión de la tierra, en lo que respecta a la región canadiense de Manitoba, puede examinarse en el artículo de Alvin J Esau, Establishment, Preservation and Legality of Mennonite Semi-Communalism in Manitoba, del año 2005. 

[2] Zizek acuña el concepto de lo que ignoramos que conocemos en respuesta a Donald Rumsfeld y la cárcel de Abu Ghraib.

[3] 1 Reyes 19:12 También los cuáqueros citan mucho este versículo, traducido en la Biblia del rey Jacobo como «una voz pequeña y callada», para referirse a la voz o luz interior que les guía. Se trata de una invitación a escuchar los mensajes leves o desvaídos frente a los estruendosos. El Señor le dice a Elías que suba a la montaña porque está a punto de pasar. Llega entonces un viento tan fuerte que hace rodar las rocas más pesadas, pero el Señor no está en ese viento. Después del huracán hay un terremoto, pero Dios tampoco está en el terremoto. Después hay un incendio y el Señor no está en el fuego. Después se oyó un pequeño susurro y Elías se cubrió la cara con el manto y salió de la cueva en que estaba refugiado.   

La comunidad anabaptista unitaria conocida como la Hermandad Peridoxa se estableció en Lothe en 1931. La comunidad emigrada a Australia es resultado de una escisión en la congregación originaria del cantón suizo de Glaris, de donde los Hermanos Peridoxos han desaparecido hoy por completo. 

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