Valores morales
¿Por qué la llaman “cancelación” cuando quieren decir crítica?
Cuatro apuntes de rabiosa actualidad
Gonzalo Torné 16/07/2021
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1. La quincena pasada ha sido doble semana grande para la denuncia de la dictadura de lo políticamente correcto. Hemos escuchado a un cómico asegurar que la gente ya no se ríe como antes de sus chistes de “sarasas”, a un cineasta denunciar que ahora ya no podría rodar su ácida saga de detectives urbanos, un columnista ha dedicado su espacio a glosar todas y cada una de las veces (¿las tendrá anotadas?) que se han reído de él en las redes, un presentador de televisión ha asegurado que no se siente capaz de decir a quién vota por miedo a la censura, y el pobre Pérez-Reverte ha sido “cancelado” por el agresivo gremio de escritores de literatura infantil.
Bien es cierto que uno lleva contando chistes en televisión desde que yo era pequeño, el otro estrena cada año una de sus películas “contra la crispación”, el presentador no se pierde una vesprada para difundir lisérgicas magufadas, el columnista suele quejarse de que la gente va reprimida y ya no se puede hacer broma de nada (acaricien la sublime ironía), y sospecho que solo el jurado del Premio de la Crítica es capaz de diferenciar entre el Pérez Reverte real y el de El Mundo Today. El asunto invita al pitorreo, y a ratos a uno le gustaría que este ejemplar voluntariado en el ridículo público no se terminase nunca, pero tanta insistencia en lo aparentemente inexistente induce a pensar en la presencia subterránea de motivos de peso que quizás sea de interés para el lector tratar de aclarar.
A fin de cuentas, por lo menos a cuatro de los cinco aludidos les he escuchado quejarse también del “elitismo” de la crítica autorizada (esto es, con silla en la universidad o con espacio en un periódico de papel, de los de antes, de los serios), que no les deja contar sus chistes, rodar sus películas o escribir sus novelas como a ellos les gusta, a lo vivo. Ya es mala suerte que cuando no te cancelan las huestes incontroladas de indocumentados te repriman los matones de Harold Bloom. ¿Es la cancelación una distorsión psicológica, al estilo de esos personajes de Henry James que se hartan de ver fantasmas para no ver otras cosas? ¿Un problema de emancipación de audiencias? ¿O será el desamparo que le sobreviene a los “productos de entretenimiento masivo” siempre que les atraviesa la crítica cuando opera como “defensa del nivel alcanzado”; de manera que si les llega de arriba le llaman “elitismo” y si les llega de abajo le llaman “cancelación”? ¡Ni siquiera podemos descartar que se trate de las tres cosas mezcladas! Pensémoslo con algo de sosiego.
Se necesita la borrosa ignorancia del enterado (o del interesado) para negar que los artistas jamás habían disfrutado de una libertad tan completa como la actual
2. Busquemos primero a un interlocutor con algo de peso intelectual. ¿Qué les parece Bret Easton Ellis? El autor que, según las contraportadas de sus libros, aterrorizó la buena conciencia estadounidense con American Psycho, andaba quejoso durante el confinamiento de que con su nueva novela, White, no cosechaba más que una indiferencia orquestada por la nueva constelación de exigencias morales, segregadas de lo políticamente correcto. Easton recurría al clásico de los cancelados, Lolita: “Un libro así no se hubiese podido publicar hoy, la censura lo habría impedido”.
Lo asombroso del caso es que, a fuerza de repetirla, la frase se ha vuelto plausible, pese a ser clamorosamente falsa. El contexto nos invita a creer en algo que la historia desmiente. Los primeros editores de Lolita tuvieron serias dudas (y la publicación sufrió numerosos retrasos) calibrando si el libro podría ser retirado de las librerías estadounidenses. Unos años antes el Ulysses de Joyce fue prohibido en Inglaterra (ni siquiera Virginia Woolf se atrevió a publicarlo). Y unas décadas atrás nos encontramos a Madame Bovary sentada en el banquillo de los acusados. La Ilustración era muy tolerante con las ideas que le convenían, pero Voltaire solo admitió a regañadientes la mutilación de las obras de Shakespeare cuando perdió la batalla por impedir que subiesen a los escenarios franceses.
¿En qué “época” se hubiese podido publicar Lolita? Probablemente solo en la nuestra. ¿No estamos acostumbrados a que se distribuyan libros y películas sin apenas freno en la representación de la violencia y la exposición de la sexualidad? ¿No se exponen a niveles de crudeza muy superiores a la “realidad”? Se necesita la borrosa ignorancia del enterado (o del interesado) para negar que los artistas jamás habían disfrutado de una libertad tan completa como la actual, el límite se ha desplazado de la conveniencia pública al alcance de la propia imaginación. Por decirlo con una fórmula de éxito: vivimos la Edad de Oro de la libertad creativa.
¿Qué flota en el ambiente para darle crédito a las afirmaciones de Ellis? Es cierto que nos llegan noticias de libros de memorias que una editorial no quiere publicar, de actores a los que se da menos trabajo por su afición a los chistes racistas, de guionistas de tebeos que caen en el descrédito por sobrepasarse con sus compañeras, de periodistas que pierden su columna por no gustar a la nueva línea editorial... De acuerdo, lo de Lolita no es un buen ejemplo, pero, ¿no estamos ante casos de censura? Me temo que no. Muchas palabras admiten usos en contextos distintos, de manera figurada, pero algunas palabras se aplican a situaciones tan particulares que podemos perderlas a fuerza de ensanchar artificialmente su campo semántico; y “censura”, una herramienta valiosísima para describir el mundo en el que vivimos, es una de ellas, de las más preciosas y delicadas.
La “censura” es la prohibición expresa de publicar y difundir ideas, obras o incluso el trabajo intelectual y creativo de una persona (por ser esa persona), y en sentido estricto solo lo puede ejercer el Estado; apoyado en un programa, un juego de criterios y un sistema de coacciones previamente establecido. Solo la “cosa pública” tiene la capacidad de extenderse sin competencia sobre toda la sociedad impidiendo de manera efectiva la publicación o la difusión, al menos sin incurrir en delito.
Por tentador que sea aprovechar a nuestro favor la fuerza moral que contiene la palabra “censura”, lo cierto es que los medios privados no pueden ejercerla sin la connivencia del Estado. La competencia permite que te vayas con tus memorias a otra editorial. Uno entiende el disgusto humano del opinador que ve rechazada su columna, pero el contratante tiene siempre el derecho y la última palabra a la hora de aceptar un texto o rechazarlo, y para decidirlo echa manos de criterios como el gusto, el juicio, la ética, la línea editorial o la conveniencia económica. A uno puede molestarle el criterio elegido para rechazarle, pero un pulso entre criterios no equivale a una censura. Que el asunto está claro incluso para los damnificados se manifiesta en que se prefiera hablar de “cancelación” y no de “censura”, lo que equivale un reconocimiento tácito de la inconveniencia del término.
Desplacémonos ahora a otro gremio que suele quejarse de la presión de la “cancelación”, el de los humoristas. Los ejemplos son muy variados, pero propongo centrarme en el dúo Osborne & Arévalo, promotores de un humor muy especializado, enfocado hacia la homosexualidad masculina y los problemas de dicción. Uno de los dos se ha quejado de la desatención del público con estas palabras: “No hables de los tartamudos, no te metas con los mariquitas, esto otro ni tocarlo... ¡Coño, ¿dónde estoy, en Sevilla o en Alemania? ¡Pero si nadie tiene la intención de ofender ni insultar!, se ha perdido el sentido del humor, esto parece otro país”... Los humoristas incurren en la misma falacia nostálgica que Ellis: proyectan la libertad en un pasado reciente donde sí actuaba la censura de Estado, y promueven la alucinación subjetiva de que sigue viva para explicarse que sus libros y sus espectáculos no interesen como “antes”. Y no solo no interesan, sino que ahora les llega un goteo de noticias y avisos sobre los motivos del rechazo o la indiferencia.
Ellis y el dúo cómico compuesto por Osborne & Arévalo no se enfrentan a la “dictadura de lo políticamente correcto”, sino a un fenómeno de emancipación de las audiencias. Los lectores y espectadores disponen ahora de más medios y cauces para articular su juicio y difundirlo. Los lamentos de los “cancelados” vienen a señalar que estos juicios son escuchados y atendidos, que son efectivos, que revitalizan el sentido crítico. Que son tan legítimos (y parciales y acertados e injustos) como la reseña que socava el prestigio de un escritor o un cineasta, e incita a las personas que se fían del criterio del crítico a no leerlos ni acudir al cine. Lo que los “cancelados” llevan mal es la apertura de espacios donde expresar la propia opinión, en ocasiones valiéndose de criterios que nadie contemplaba diez años atrás.
¿De qué tratan estos nuevos criterios de valoración? ¿Son legítimos, son “morales”, pretenden imponerle un “límite” al humor, a lo que una novela puede afirmar o una película abordar?
Los humoristas se enfrentan a una emancipación de las audiencias, a un incremento de la capacidad de presión de comunidades que debían soportar el humor ajeno en silencio
Trato de desenredar esta súbita catarata de interrogantes. El humor no tiene límites morales en el sentido que sí los impone una ley física (el agua siempre hierve a los 100º, pero no existe un efecto físico que enmudezca la garganta del cómico si sobrepasa cierto nivel de obscenidad o de crueldad), aunque sería cínico obviar que siempre tiene sus guardianes, que pueden adoptar procedimientos muy variados: a veces son criminales (como los grupúsculos terroristas), otros disfrutan de respaldo legal (como la intromisión al honor, las injurias a la corona o la ley mordaza)... y en otras son ejercidas por grupos socialmente comprometidos.
En los dos primeros casos aducidos no se juzga la gracia del humorista, sino que se señala la responsabilidad social del humor, pues de lo que se trataría es de impedir que difundan visiones equívocas (según el imaginario de quien pretende limitar el humor) sobre el orden público o las jerarquías celestes. En el caso de la presión sometida por los grupos identitarios o socialmente comprometidos el asunto es más complejo; me explico: en la medida que suelen centrarse en señalar desfavorablemente el humor grueso y poco sofisticado, el que tira de tópicos redichos, parece incluir alguna clase de juicio literario. No se trataría tanto de impedir, censurar o cancelar los chistes sobre mujeres, homosexuales o gangosos, como ejercer una presión crítica parecida a la del crítico que diferencia en su reseña la ambición literaria de Sara Mesa o Elvira Navarro de las bullangas de Pérez. Una presión que no multa, encierra ni amordaza, pero que, si tomamos el ruido y los desgarros que provoca en los afectados como indicador, debemos aceptar que se trata de un ejercicio crítico muy efectivo.
Y vayan a pensar que se trata de algo nuevo (o peor, ¡algo millennial!). Hacia 1970, nada menos que Edward Said señalaba que la esfera pública estadounidense solo toleraba comentarios racistas contra los árabes. Para subsanar esta situación, el profesor Said no reclamaba protección legal, sino que alentaba a que la comunidad árabe se organizase para expresar su disconformidad pública, que los humoristas sintiesen la presión de recibir una respuesta crítica, algo que ya habían conseguido los judíos y los afroamericanos. Por supuesto que el racismo y la homofobia que transporta el humor (o la ficción) no pueden ponerse al mismo nivel que el racismo y la homofobia que se expresan en la discusión política (el humor es ambiguo, es irónico, es un juego de espejos...), pero tampoco puede pretenderse encapsular el humor en una esfera adánica e inocente, desvinculada de los efectos políticos, carente de toda responsabilidad moral. Negarlo supondría para los humoristas asumir una proyección social nula de su trabajo, declararse partícipe de un corro de la patata para alelados. Si exceptuamos la rara magia del humor blanco, los chistes suelen dejar un rastro de dolor, un remanente de ofensa. Tantas veces la risa se desprende a costa de helarle a alguien la sangre.
La responsabilidad es la misma si se apunta hacia los poderosos que si se apunta contra los desfavorecidos, pero el coste es muy distinto. Un bufón siempre sabe cuándo se está mofando del rey o de un mendigo, cuándo bromea a coste cero o cuándo se juega el costillar. A lo que se enfrentan ahora los humoristas es a una emancipación de las audiencias, a un incremento de la capacidad de presión de comunidades que debían soportar el humor ajeno en silencio, sin capacidad de exponer su legítimo juicio crítico, articulado tantas veces en respuestas irónicas y burlescas (¿o es que el humorista pretende instituirse en el único límite del humor?). Los judíos, los negros y los homosexuales no han dejado de hacer gracia en Estados Unidos, siguen siendo capaces de reírse de ellos mismos y de admitir las bromas de otros (exactamente igual que los nobles, los empresarios y los patronos de los humoristas), sencillamente se han organizado para juzgar el humor que se les dirige, y se han asegurado de disponer de cauces por donde expresarlo, de hacer sentir a los artistas y humoristas su presión crítica. Una presión de abajo hacia arriba tan novedosa que obliga a los profesionales a repensar sus estrategias y a ser más críticos con su trabajo. ¿A alguien puede extrañarle que prefieran verse en el prestigioso papel del perseguido por la censura que admitir que están siendo criticados legítimamente?
3. Trasladémonos ahora (menudos viajes les estoy dando) de vuelta al plano literario. Pues aquí también encontramos nuevos criterios esgrimidos por comunidades de público emancipado. Criterios que a primera vista pueden ser interpretados como censores y canceladores porque no se reconocen como puramente literarios, sino como una suerte de exigencias de orden social o histórico.
Antes de volver a las comunidades emancipadas conviene señalar que la distinción que acabo de señalar es equívoca y disparatada. En primer lugar no es posible separar las “cualidades estéticas” de los valores “históricos o morales” de una novela (por centrar el asunto en mi campo). No creo que pueda existir un lector capaz de leer sin atender a las cuestiones morales-históricas que plantea una obra contemporánea sobre un asunto que le afecta. Parece un esfuerzo sobrehumano leer una novela de Cercas, Chirbes o Almudena Grandes sobre la Guerra Civil o la transición española sin juzgar, o por lo menos opinar, ya sea para asentir o replicar, sobre las ideas políticas allí vertidas, de la misma manera que uno pasa las reflexiones de Proust sobre los celos o de Tolstoi sobre el matrimonio por filtros que no son exclusivamente consideraciones de estilo. Y si algún lector lograse el milagro de suspender el juicio sobre los asuntos “históricos-políticos-morales” que las novelas abordan, estaría leyendo contra las intenciones de unos autores que se han preocupado y esforzado por decir lo que querían decir sobre estos asuntos, tantas veces desagradables y comprometedores. ¿O alguien puede creerse que se elija un asunto como el caso Dreyfus o la emancipación de los siervos como sustentáculo de “frases bellas” y otros logros estéticos?
Leemos para ampliar nuestra visión del mundo y los recursos de nuestra inteligencia, no para revolcarnos en la estupidez, en los tópicos enmohecidos
Un lector de Balzac puede no tomar partido a favor o en contra de Napoleón, pero, ¿se estará enterando de algo si omite que la acción militar y política del general trazó una frontera que dividía la historia contemporánea en dos temperaturas morales distintas, en dos mundos antagónicos? Y resulta casi imposible imaginar a un lector coetáneo a Balzac, que hubiese pasado por las mismas experiencias, que no juzgase “literariamente” la moral, la política y los nervios históricos entreverados en el relato. Mientras leemos podemos reconocer pasajes que brillan con una intensidad más “político-histórico-moral” que otros, pero se trata de una distinción teórica, en la práctica no podemos separar las dos dimensiones sin destruir el texto. El nervio moral que subyace al tema sobrevive a la erosión de las circunstancias que permitían implicarse y reaccionar de manera personal. El lector que logre avanzar por las obras de Proust o Balzac sin mancharse de los debates morales que allí se plantean habrá alcanzado un grado vertiginoso de papanatismo adánico.
Negada esta separación artificial entre lo “estético” y lo “moral”, hija de la pereza y fuente de tantos equívocos, centrémonos ahora en la irrupción de nuevas preocupaciones literarias (morales, históricas, sociales) que ponen de manifiesto aspectos de la obra que los lectores precedentes habían pasado por alto, y que “obligan” a una relectura, cuando no a una reconsideración. Así, la conciencia de las mujeres sobre su papel secundario en la historia conlleva que adviertan hasta qué punto lo que pasaba por ser una representación literal de la naturaleza humana (el espejo por el borde del camino) era un constructo artificial, reflejo de una forma de poder y control interesado. Un motivo si se quiere para preferir Cumbres borrascosas a Nuestra señora de París, otro criterio para ejercer la crítica. ¿Cómo separar la representación que hace Virginia Woolf de las asfixias anímicas de mujeres relegadas de la actividad pública y confinadas en lo doméstico, como Dalloway o Lily Briscoe, de lo “literario”? ¿Y cómo no contrastarlo (como contrastamos la sofisticación del punto de vista de James o la velocidad narrativa de Flaubert con la de colegas menos talentosos) con las representaciones del pasado y las del futuro, como baremo de exigencia? Lo mismo vale para la representación de la homosexualidad, de la clase trabajadora o de los afroamericanos.
Si estas revisiones no pueden desgajarse de lo “literario” es porque afectan a un problema central de la ficción: el de la representación. Toda representación (en la medida que la vida no cabe en una obra de arte) supone una suerte de violencia sobre lo representado: ya sea uno mismo, un grupo afín, una clase social, una aspiración, una facultad (los celos, la envidia...), una época o un proyecto colectivo. El problema es endiablado porque una representación es igual de “mala” cuando pretende abarcar demasiado y pierde intensidad, como cuando se adscribe por comodidad al tópico; en este segundo caso porque la visión que nos ofrece sobre el mundo perderá inevitablemente complejidad, la exigencia suprema de la ficción occidental.
En ocasiones la fuerza del personaje deriva de la “injusticia” de la representación (allí están los judíos de Dickens y de Shakespeare), pero en la mayoría de casos se necesita ser un fanático de los “valores artísticos” para no percibir que una representación de las mujeres como criaturas inmaduras y lloronas, de los homosexuales como enfermos risibles y de los afroamericanos como cenutrios incapaces de aprender, incide muy directamente sobre el juicio literario de las obras donde nos encontramos con estos tópicos. Allí donde aparecen reconocemos una simplificación del mundo que la novela no puede permitirse. Leemos para ampliar nuestra visión del mundo, los recursos de nuestra inteligencia y mejorar nuestra plasticidad moral, no para revolcarnos en la estupidez, en los tópicos enmohecidos y la presbicia de constatar la propia importancia. ¿No le exigimos a un escritor que nos diga la verdad sobre los celos, la moral o la enfermedad? ¿Cómo no vamos a exigirle que se prive de decir bobadas sobre la homosexualidad, la clase trabajadora o las mujeres? Como advertía Edward Said, al cobrar conciencia de que las representaciones de los orientales en muchas obras occidentales son tendenciosas, inefectivas y perezosas, ya no podemos olvidarnos ni reconocer la desidia en estos aspectos, de la misma manera que advertimos a la primera cuando un diálogo es pobre o una descripción es perezosa.
Admitir que el problema de la representación es tan literario como moral solo nos trae ventajas como lectores, aunque incremente la necesidad de esforzarse de los escritores
Quienes perciben en estas exigencias una “dictadura de lo políticamente correcto” se sitúan en una posición similar a la de los cómicos que preferirían seguir confortablemente establecidos en el viejo orden de cosas (el orden donde prosperaba la censura de Estado): niegan la creciente exigencia de su arte, su progreso, ahora vigilado no solo por la crítica, sino también por las comunidades emancipadas de lectores. Les gustaría seguir escribiendo ficciones donde no se les exigiera tanto; cuando se quejan, están pidiendo clemencia.
Al integrar el problema de la representación como un ingrediente artístico más (y no relegarlo como si fuese una exigencia social aislada), evitamos el riesgo de despreciar Oliver Twist o El mercader de Venecia, y sustituirlas en las academias y en la circulación de recomendaciones por otras obras donde la representación de los judíos sea menos tópica, aunque el libro sea un desastre en todo lo demás, o incluso donde sea abiertamente elogiosa hasta la inocencia o la irrealidad. Al considerar los aspectos morales e históricos (la representación de comunidades) de una novela como una más de las destrezas artísticas que podemos juzgar, nos apropiamos de un criterio sólido para rechazar las buenas intenciones poco trabajadas, nos convertimos también en críticos de un exceso de adanismo en la representación, por el mismo motivo que rechazamos el tópico: estorba la representación compleja de la vida que le exigimos a la literatura.
Al tratar la representación de las minorías y las identidades sociales (o de otras circunstancias políticas e históricas) como un ingrediente literario-moral más, que pesa en el juicio, pero no lo determina, disfrutamos de las ventajas de la flexibilidad: podemos reconocer la torpeza de Dickens en la representación de Fagin, sin renunciar a Oliver Twist o la ceguera de Austen ante la depredación imperialista de la que algunos de sus personajes extraían sus fortunas. De manera parecida a como no expurgamos de la biblioteca a un autor cuando no terminan de convencernos sus diálogos, se nos hacen largas sus descripciones o nos escama su visión sobre la Guerra Civil (como me ocurre con el cainismo de Juan Benet), aspectos sobre los que podemos redoblar las críticas. Admitir que el problema de la representación es tan literario como moral solo nos trae ventajas como lectores, aunque incremente la necesidad de esforzarse de los escritores. La consecuencia más “negativa” es que abre un nuevo flanco de crítica, legítimo, y en cierta manera terrible por su insistencia y capacidad de propagación: el de las nuevas audiencias emancipadas.
4. Y ahora, sigamos escuchando el cacareo de los “cancelados”, nuestra dosis semanal de risas.
1. La quincena pasada ha sido doble semana grande para la denuncia de la dictadura de lo políticamente correcto. Hemos escuchado a un cómico asegurar que la gente ya no se ríe como antes de sus chistes de “sarasas”, a un cineasta denunciar que ahora ya no podría rodar su ácida saga de detectives urbanos, un...
Autor >
Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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