En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Una vez al año, foto-aficionados de toda Europa descienden en camping-car a Bièvres, a escasos 20 kilómetros de París, e invaden el parque, los coquetos puentecillos sobre el arroyo, la plaza y sus calles aledañas con puestos de bric-à-brac fotográfico: robustas ampliadoras soviéticas, cámaras variopintas en mil tamaños y formatos, manuales, proyectores, chalecos de fotorreportero, películas caducas, dudosos stocks de papel fotográfico, aparejos misteriosos en color verde militar, pins promocionales de Agfa y demás llaveritos Kodak. Ello, para los fabricantes de imágenes –aunque hay también sectores para el iconófilo inveterado: cajones con diapositivas de familia, álbumes diversos, retratos ya sin marco, postales antiguas, bobinas Pathé-Baby 9.5mm, pornografía vintage, placas autocromas en vidrio, vistas estereoscópicas de la Gran Guerra.
Antes de tomar el tren suburbano, me detuve en un cajero automático y retiré 400 francos –hace 25 años eso del euro todavía no cuajaba. No sería mucho, no, pero para mis finanzas de estudiante resultaba poco razonable. Era, el de 1996, mi primer verano de vivir en Francia. ¡Pero eran mis primeras puces photographiques!
Recorrí los puestos con la vaga ansiedad de quien intuye lo que se le escapará, los hallazgos magníficos a cuyo precio no llegará. Lo hacía también con prisa, receloso de que alguien, antes, arreara con lo mío...
Casi al final de un primer tour de reconocimiento me demoré ante una mesa más, puesta sobre caballetes. Amén de ajados números de la revista PHOTO, había un par de gruesas carpetas con imágenes antiguas. Eché mano de una. Contenía curiosas tarjetas de visita con retratos formales, muy siglo XIX: moños y chalecos, levitas cruzadas, charreteras e insignias. De golpe –¡esa bocaza salvaje!, ¡esa romántica pelambre domada a fuerza de empeño y brillantina!– reconocí a Ignacio Manuel Altamirano...
Cuándo y cómo, no lo sé, pero esto vino de México –deduje con creciente interés.
Ahí estaban también –lo supe por los sonoros nombres manuscritos– Vicente Riva Palacio, Nepomuceno Almonte, Sebastián Lerdo de Tejada... ¡Un joven Díaz!, demacrado y fiero, mucho antes de cobrar el regio y canoso empaque de “Don Porfirio”; Manuel González, con un bayonetazo subrayando la mirada de alcotán; Miramón, villano a quien la historia no absolvió…
Todos en tarjetitas alineadas. Como en un álbum de futbolistas.
Apelaba yo, al pasar revista, a esquemáticos recuerdos de secundaria, ya con fallas de origen: Historia de México, la vehemencia castiza de la profesora, vagos figurantes en las remotas genealogías de un país en ciernes. Habría cincuenta, sesenta retratos... Eran, los más, rostros de notables ignotos cuyos nombres reconocía, si acaso, como calles y avenidas de la Colonia Del Valle –Aniceto Ortega, José María Vértiz–. Otros –Martín Carrera, Leopoldo Río de la Loza– no eran sino imprecisos ecos toponímicos de una urbe inabarcable.
El vendedor conversaba con algunos colegas. Interrumpí. Alguien le sostuvo el vasito desechable, negro de vino. Me tomó la carpeta de argollas.
—Des généraux mexicains. 500 Francs —me informó displicente, desinteresado. Me la devolvió.
No eran sólo “generales”, eran quienes nos forjaron la patria. Los olvidados artífices y árbitros de las grandes disyuntivas nacionales que hicieron retemblar, en su centro, nuestro atribulado primer siglo: ¿República o Imperio? ¿Centralismo o Federalismo? ¿Liberales o Conservadores? Y no sólo “mexicanos”: había también, bigotudos, condecorados, formales, algunos militares franceses de la Guerra de Intervención.
¿Los grandes ausentes? Juárez; Maximiliano y Carlota –aunque, resultaba evidente, deberían figurar: tirios y troyanos acudían a retratarse a un mismo estudio...
Las fundas transparentes permitían ver el anverso. Algunas tarjetas ostentaban un grabado. Tres rollizos angelotes de pie, apoyado el primero en una estorbosa cámara de cajón. Debajo, cuatro renglones: “SOCIEDAD FOTÓGRAFO-ARTÍSTICA / CRUCES Y CAMPA / 2ª Calle Sn Francisco, N° 4 / MEXICO” –información que minuciosamente trasladé a una libretita (eran tiempos previos al iPhone) con miras a indagaciones posteriores.
La última tarjeta, radicalmente distinta en su factura, mostraba un conmovedor pajarero: un anónimo muchachito sepia, descalzo y vestido de manta, con una jaula vacía de varios pisos pendiéndole del brazo y dos más a cuestas. Sin duda del subgénero “Tipos Populares Mexicanos”. Tenía yo entre manos un tesoro.
Me fui a dar otra vuelta por el mercadillo, con ínfulas de exhaustividad. Tras un par de horas, volví. Extraje de sus fundas a Altamirano, al joven Díaz, al niño pajarero:
—Combien pour ces trois-ci? / ¿Cuánto —volví a irrumpir en la animada coterie de vendedores— por estas tres?
—Non. Je ne vends que le lot complet. 500 francs. Allez, 400.
Sólo el lote completo. Por 400 francos. Justo lo que traía en la cartera.
Aquello, no cabía duda, era un tesoro.
Y sin embargo, hace 25 años tenía yo 25 años; eran –¡ay!– otras las cosas que me ponían en movimiento. Le había echado ya el ojo a la Lubitel de baquelita 6x6 con lentes gemelos y visor vertical que una rolliza y sonriente frau tenía en venta a la sombra de la iglesia.
Lustros más tarde –una vez que hubo e-mail, web 2.0 y anexas, y tuvimos el saber global digitalizado y en la yema de los dedos– tropecé con la ya añeja libreta. Tecleé “Cruces y Campa” y di 'enter'. Reconocí en la pantalla las imágenes. Casi al instante supe que aquella colección, vislumbrada años atrás, procedía de la sociedad de Antíoco Cruces y Luis Campa que ofrecía a la burguesía mexicana “retratos de todas clases y tamaños”, proponiendo también “una numerosa y escogida colección de notabilidades contemporáneas”. Algunos retratos vendrían de su Galería de personas que han ejercido el mando supremo de México, con título legal o por medio de la usurpación. Otros, acaso de su Médicos Prominentes Mexicanos del Siglo XIX.
Leí, ya encarrerado, que el auge del retrato fotográfico en formato carte de visite, patentado en París y prestamente exportado al México independiente, permitía, mediante un procedimiento llamado colodión húmedo, hacer innumerables copias en papel a partir de un negativo de vidrio. Aprendí también que, al abaratar la difusión de las imágenes, el retrato-tarjeta de visita había marcado un hito en la historia de la fotografía y dado al burgués decimonónico un instrumento más para asentar su autovaloración dentro del orden social. (Ya para entonces tenía bien asimilado mi Walter Benjamin y su La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, había aprendido de John Berger otros modos de mirar y maneras de contar, había concienzudamente trabajado mi Sontag y mi Barthes.) ¡Tanto estaba ya en bruto en aquella carpeta, naufragada en Francia tras el contrito retorno de las tropas de intervención o entre los baúles del destierro porfirista!
De la excursión a Bièvres, me terminé llevando una Polaroid SX-70 Land, la cámara mítica de Warhol, plegable gracias a un mecanismo de tijera. Eso, y media docena de cartuchos correspondientes. Todos me los gasté en un festival, en banales retratos instantáneos que emulaban –¡ay!– no sé qué pendejada warholiana del celebrity culture...
¿Alguien en el mercadillo suburbano habrá sabido aquilatar aquel tesoro?
No fui yo. De cuando en cuando pienso, à regret, en la herencia que dejé escapar. Y que dejé escapar porque en definitiva –supongo que hablo en nombre de mi generación– la tenía ya perdida.
Una vez al año, foto-aficionados de toda Europa descienden en camping-car a Bièvres, a escasos 20 kilómetros de París, e invaden el parque, los coquetos puentecillos sobre el arroyo, la plaza y sus calles aledañas con puestos de bric-à-brac fotográfico: robustas ampliadoras soviéticas, cámaras...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí