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En una entrega anterior, el autor reconstruye imaginariamente la reunión entre los dos poetas, en la que el escritor marsellés le habría entregado el manuscrito de sus ‘Iluminaciones’
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Paul la encontró nerviosa en la puerta de la prisión de Mons. La vieja mujer había alquilado una habitación de hotel en cuanto fue transferido a esa ciudad, y cuando lo vio se abalanzó hacia él como si se propusiera rescatarlo de un naufragio. En su última visita apenas si pudo reconocerlo, hundido en un humillante uniforme de cuello de lana y la horrible cogulla que le cubría la cabeza y los hombros. Ahora, por encima de la bufanda lo vio por fin, reconoció el enigma enquistado en su rostro blanquecino; era, al fin y al cabo, el mismo que entrara a la comisaría de Bruselas en estado de febril ebriedad dos años antes.
Paul salió con dos gendarmes y otros tres exconvictos franceses liberados. Subieron al coche, atravesaron la pequeña ciudad y en pocos minutos alcanzaron la estación del tren, un humilde palacio acosado por la niebla. Era un invierno crudo, de los que arrasan a los más débiles. Enero los ablanda y febrero se los lleva. El tren se dirigió a la frontera con Francia con parsimoniosa lentitud, lo que ayudó a Paul a prepararse para otra ceremonia denigrante: en la estación limítrofe de Quiévrain, los guardias belgas iban a entregar a los exconvictos a oficiales franceses, como se hace con los seres que no tienen voluntad propia. Madre e hijo decidieron ir a Les Ardennes para evitar las explicaciones que París no dejaría de exigir a un expresidiario. Paul se representó sin exaltación la escena de la frontera. La intemperancia de antes había dado paso a una resignación lejanamente parecida a la fe. “Todo cuanto nos impide escapar aboga al fin por nosotros”, pensó.
Los muros de las prisiones de Amigo, Petits-Carmes y Mons lo habían llenado de preguntas y de arrepentimiento; y, con fundamento o no, también de esperanzas. Desde la estación de Quiévrain fueron a Arras, a casa de Julie, la hermana de la madre, y luego a Fampoux, donde Julien, el tío que más veces lo acogiera en sus vacaciones de adolescencia. En esos silenciosos lugares Paul sintió el peso de un amasijo en sus manos. En eso se había convertido su destino después del drama de Bruselas. Tenía treinta y un años; necesitaba saber si aún estaba a su alcance la vida con Mathilde y su hijo George, un empleo honorable y una ordenada existencia. Él no era un desertor ni un asesino. Temía que aquella libertad excitante y peligrosa, que hace un par de años lo pusiera al borde del suicidio y el asesinato y lo llevara a la cárcel, no estuviera aún extinta y en algún momento volviera a instarle a alguna otra forma de proscripción, a un nuevo extrañamiento ya no solo de la tierra y la lengua sino de algo más profundo, de lo que quedara de su destino. Quizá, se dijo de pronto, lo mejor era abandonarse a Dios y a la fe, lo único que puede proteger a los hombres; entregarse al espíritu. Dios y la poesía quizá fueran lo mismo, como sintiera en la cárcel de Mons.
Estaba seguro de que Rimbaud era el ángel malo, el demonio más bello, que veía espectros en el cielo y hechicerías en las calles de barro de los líbanos y babilonias que los rodeaban. Los actos y las palabras de un hombre siguen emitiendo significados después de su desaparición, pensó; el bien o el mal que han significado pueden renovar la vida o infligir nuevos dolores a quienes ya han ofendido. Y, sin embargo, en los momentos de añoranza aún se preguntaba de qué modo podía vivir con él en la virtud y la poesía. ¿Qué pensaba Dios –se preguntó de pronto– de Lucifer, el ángel caído, de su belleza sin par, de su elocuencia y poder? No era un buen momento para esas preguntas. Rimbaud no se había disuelto; era, es cierto, un ser abstracto, pero una abstracción capaz de vivir, si eso es posible. Apareció ante él la imagen de las plantas marinas que, al cabo de cientos o miles o millones de años, se mineralizan, se fosilizan, convirtiéndose en coral; y se representó una infinidad de granos, pobre sustancia inorgánica que, asimismo, al cabo de millones de años de vida subterránea, se transforman en algo distinto, dejan de ser materia deleznable para adquirir la consistencia y la perdurabilidad del hierro, la plata o el oro. Se figuró esa eternidad al pensar en Rimbaud. Se le ocurrió que, si así fuera la vida de los sentimientos, entonces el corazón debía funcionar como un planeta, tal vez era un planeta, uno similar a la tierra, que, en un transcurso temporal vertiginoso, de pocos días o semanas o meses que equivalen a miles de años, transforma el humilde barro humano en materia imperecedera; un extraño lugar del cosmos que puede hacer de lo efímero y sucio algo noble y perenne: el amor. ¡Qué platonismo!, exclamó, con vergüenza.
Enseguida recordó que el maestro opinaba que lo bello estaba compuesto de una parte transitoria, fugaz, y otra atemporal, eterna. Y se dijo que quizá el amor formara parte de lo bello, probablemente alguien ya lo había sospechado en el Renacimiento, que el amor estaba sujeto a las mismas leyes de la belleza y tenía por tanto una composición idéntica: una parte transitoria y otra permanente. En ese caso, se dijo, lo transitorio de su amor por Rimbaud ya había pasado, no iba a volver; y la otra parte perduraría en él hasta el fin de su vida. La conclusión fue recibida con serenidad. Si el amor, una vez surgido, no puede sino permanecer para siempre en el planeta que le dio vida, él nada podía hacer, a más de aceptarlo. Y, como cuando no somos capaces de reconocer lo que queremos elegimos lo imposible, Paul optó por una reconciliación con Mathilde, o al menos por un nuevo concordato sobre sus obligaciones económicas de padre y marido, fijadas, según él, de modo excesivamente severas por el juez que concedió la separación de cuerpos. En la mañana se sintió listo para partir. Sin despedirse, se dirigió a la estación y esperó. Resignado o reconfortado, levantó su equipaje y subió al tren, que llevaba ya unos minutos estacionado.
Pero en la rue Nicolet de París la casa de los Mauté, donde vivían Mathilde y su hijo George, estaba cerrada para él. Ni siquiera consiguió ser recibido por el abogado de ella. Excepto los fieles Lepelletier y Blémont, los amigos habían desaparecido, no de la ciudad sino de su vida, demostrándole solo enemistad o indiferencia. Meditabundo, Paul se preguntó si acaso habría amigos para él en el porvenir. Eso le devolvió a su convicción sobre la capacidad de las palabras de conservar su poder indefinidamente, como minas siempre prontas a explotar que ninguna habilidad humana puede desactivar del todo. Incapaz de interpretar el mundo y relacionarlo con la vida, sus tentativas generalmente carecían de convicción y fuerza.
Alguien, un amigo de Nouveau, le dijo que Rimbaud estaba en Stuttgart. Recibió la noticia casi con indiferencia, como percibiendo un aroma, el de la religión protestante, la traición a Cristo por parte de San Pedro. A Paul ninguna alternativa era capaz de ofrecerle la paz que acababa de descubrir en la cárcel. Solo alcanzaba a ver la realidad en forma estrecha y sesgada, a través de conductos inexplicablemente largos, parecidos a caleidoscopios retorcidos, al final de los cuales vio cómo la vida monacal se abría ante él.
Abocado solo a sí mismo, decidió ir a Bélgica, pese a la orden de expulsión y a la prohibición de volver que le afectaba. Su camino no estaba en el mapa de los intereses de la seguridad pública. Era febrero; vio humear la nieve. Hacia mediodía de un martes, avistó las casas de Chimay a lo lejos; divisó pequeñas antorchas encendidas en algunas fachadas. Las llamas, casi juveniles, temblaban como llamándose unas a otras. Las vio apagarse y poco después reencenderse. Otras aparecieron en el fondo de un callejón. Aquel juego de luces continuó a medida que Paul fue acercándose. Era el sol que en su caída dejaba aquí y allá rastros fugaces sobre los muros. Atravesó Chimay y una hora después llegó a la trapa cisterciense de Forges.
Necesitó ocho días de caminatas por los bosques y la inesperada suspensión de la memoria, el desvanecimiento de sus figuras movedizas, para entender que un poeta debe agotar las posibilidades que la vida ofrece en cada uno de sus momentos y solo de ese modo puede estar seguro de la verdad de sus decisiones, negando lugar a cualquier arrepentimiento. Sin optimismo, descartó la vida de amparo junto a los monjes. Se marchó acompañado por acordes que empezaron a brotar en el silencio claustral, que no le brindaban sosiego pero armonizan con su espíritu con más justeza que el clavecín cotidiano y los cánticos de la fe.
Alemania no sería su meta, pero debía llegar hasta allí para divisar su destino.
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Mario Campaña
Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.
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