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Era mi tercer invierno allí. No recuerdo si había caído ya la noche o solo lo parecía, porque viven a oscuras durante buena parte del año. Yo atravesaba la destartalada estación de cercanías en completa soledad. Caminaba tranquila, sin prisa. En Suiza hay mucho crimen, pero se produce en su mayoría en despachos cerrados y a plena luz del día. Las calles, por el contrario, son muy seguras, incluso las de aspecto más sórdido. Nunca pasaba miedo. Pero creo que aunque hubiera ido corriendo, aquel cartel habría llamado mi atención.
Me paré a mirarlo bien. Era un anuncio enorme. El papel era fucsia, grueso y destellaba purpurina. La mitad superior estaba redactada en primoroso inglés y la inferior en un alemán muy de google translate. Sentí empatía al instante.
Deduje que la niñera era polaca. Hablaba cuatro idiomas. Había estudiado pedagogía, tenía un máster, tocaba no sé cuántos instrumentos musicales, hacía manualidades y sabía de cocina y nutrición infantil. Completaba el texto con fotos chulas y su número de teléfono bien grande. Tenía disponibilidad inmediata para trabajar. Las señoras pijas del pueblo podían llamarla para cualquier eventualidad. Quizá les apetecía una tarde de compras sin críos, o una cena elegante en pareja. La chica no solo prometía excelentes cuidados, si no diversión y aprendizaje a raudales para las pequeñas fieras.
Al principio me enterneció. Era un cartel muy bonito y destacaba sobre la vetusta piedra gris. El texto era... tan entusiasta. La polaca estaba más que sobrecualificada para ese estúpido trabajo. Aquel entusiasmo solo podía ser fingido. Necesitaba trabajar con urgencia y había puesto toda la carne en el asador.
Yo también había aprendido con el tiempo a simular entusiasmo cuando buscaba curro. Al principio, nada más aterrizar en Zúrich, no fingía. Me lo creí de verdad. El paro en Suiza es del 4%, los sueldos son elevados, las casas parecen opulentas y los paisajes de ensueño. Es difícil no dejarse llevar.
Durante mis cinco primeros meses trabajé de au pair para una familia joven y sencilla con la que creí haber conectado. La casa era hermosa y mi habitación, espaciosa, tenía una bucólica balconada desde la que se podía atisbar el cercano bosque, cubierto de nieve en aquel momento. Yo ni siquiera tenía que ocuparme de limpiar, para eso tenían a Betty. Betty era una mujer rumana, de unos cincuenta años, bajita, enérgica y excepcional. Llegaba puntual todos los martes, besaba a los niños con afecto, nos regalaba unos táper colmados de comida casera y durante las siguientes tres horas se convertía en un torbellino que danzaba por los cuatro pisos de la casa dejándola irreconocible. Se marchaba deshaciéndose en sonrisas para los adultos y carantoñas para los críos.
Mi host family hablaba maravillas de Betty. No me extrañó. Pensé que llevaba mucho tiempo con ellos. No pregunté. No quise saber.
Un día Betty no llegó. En su lugar se presentó, igual de puntual, otra rumana bajita, cincuentona y enérgica. La llamaremos Ionela. Igual que Betty, Ionela hizo su trabajo de fábula, todos hablaron genial sobre ella. Ionela duró aún menos que Betty.
La tercera rumana que apareció por allí era mucho más joven que las anteriores y al contrario que ellas, sí hablaba inglés. Pudimos charlar. Me enteré de todo. Aquellas mujeres venían en autobús desde Rumanía, entraban en Suiza como turistas y se ponían a trabajar de internas en casa de nuestra vecina, una señora sofisticada que se desempeñaba como psicóloga en la ciudad. Para completar ingresos limpiaban sin contrato casi todas las casas de la urbanización. La tercera rumana no sonreía como las otras ni parecía nada contenta con aquel arreglo.
Mi host mum era una mujer de mi edad. Joven, sensible, concienciada. Tenía un doctorado. Daba clases en la universidad. Sus ojos sagaces detectaron enseguida que la última limpiadora no era tan experimentada. No tuvo piedad con ella y la hizo volver para terminar de fregar un par de suelos. La confronté. Le dije que todo el vecindario tenía a aquellas mujeres trabajando sin contrato, permiso de residencia, cotizaciones a la seguridad social ni seguro médico. Todos participaban de aquello. Todos lo sabían. Ella me respondió impasible que lo que yo decía no podía ser porque en Suiza hacer esas cosas era ilegal, que la vecina psicóloga que alojaba a las rumanas era una mujer excelente que jamás haría una cosa así, y que todo el mundo allí pagaba sus impuestos. Hasta mencionó la cantidad exacta de impuestos que pagaban. Se me heló la sangre.
Un mes después me marché de aquella casa por desavenencias muy pochas en torno a la educación y el cuidado de los niños. Me fui a trabajar a otro cantón. Nunca volví a saber nada de aquel vecindario encantador de casitas de tejados a dos aguas, con su bosque majestuoso, su riachuelo, su montañita cercana y su larga hilera de limpiadoras rumanas que según los registros jamás existieron ni trabajaron allí.
Era mi tercer invierno allí. No recuerdo si había caído ya la noche o solo lo parecía, porque viven a oscuras durante buena parte del año. Yo atravesaba la destartalada estación de cercanías en completa soledad. Caminaba tranquila, sin prisa. En Suiza hay mucho crimen, pero se produce en su mayoría en despachos...
Autor >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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