HAMBRE DE CONTARNOS
Escribir, clase y trabajo: ¿cómo contar lo que nos ahoga?
La epidemia de cansancio y la sensación de falta de tiempo que nos invade están directamente relacionadas con la falta de límites de los horarios laborales
Ignacio Pato 15/10/2021
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Había unos carteles que no solían faltar en los pasillos y escaleras de mi colegio. Eran llamadas a la lectura. Hablaban de los libros en general y de su poder para abrirnos puertas que daban a otros mundos, invitaciones a la escapada, a refugiarte de una realidad que apenas estabas comenzando a descubrir. Nos faltaba todavía mucho para entrar en un mercado laboral despedazado, con más tareas que salario y horarios cada vez más desquiciantes, pero ya se nos enseñaba una ventana. Aprendimos que sería necesario un respiro de lo que vendría antes siquiera de acabar la primaria. Reponer una balda, cuadrar una caja, actualizar un excel o repartir pizza en bici apenas existían en nuestra imaginación y ya teníamos un plan de fuga lleno de piratas, criaturas imposibles y el espacio sideral.
Hay otros carteles que nunca faltan en la habitación de muchos hoteles. Dicen “No molestar”. Es un mensaje para las camareras de piso –organizadas de un tiempo a esta parte en el colectivo Las Kellys– aparentemente inocente. El subtexto sin embargo sugiere que aquello con lo que se ganan la vida y pagan facturas, alquileres y estudios de sus hijos estorba. Que su trabajo molesta. No es nostalgia, sino un hecho, que hubo un tiempo en que el obrero que montaba un automóvil y la obrera que hacía un zapato podían llenar el pecho de orgullo cuando veían esos productos sirviendo a otras personas. Hoy en día solo los grandes chefs, quienes quizá menos lo necesitan, son aclamados por los comensales para salir de la cocina y ser aplaudidos con palmas huecas. Y muchos trabajadores en el filo, pensemos en cualquiera de cara al público o atención al cliente, son usados como escudo humano por las empresas para absorber un impacto en salud mental que ya tiene datos, aunque sea entre líneas, en cada CIS. Esas encuestas en las que el 73% contesta que es clase media. Las preguntas acerca de cómo sentir orgullo y cómo contar de manera atractiva algo de lo que necesitas escapar se superponen.
En los libros no suele bastar con los trabajos de los protagonistas. Tenemos interiorizado que hace falta una historia, algo extraordinario. Y claro que sí. Pero es curioso, porque entonces muchos hablan de amor, como si aquí ninguno nos enamorásemos y además varias veces en la vida. Como si fuera siempre más fácil tener y conservar un trabajo que una pareja. Como si no hubiera divorcios que se parecen a la disolución legal de una Unión Temporal de Empresas. Como si fuera incontestable dedicar cuatro páginas a la descripción de un paisaje y dos líneas a la del tipo de actividad que un personaje hace durante un tercio del día. Incluso en esta época, en la que parece que se ha roto catárticamente el tabú de hablar de trabajo en terrazas y redes. En realidad seguimos con mucha más facilidad para verbalizar cómo este nos hace sentir que cuánto cobramos o cuántas horas nos ha llevado tal tarea.
Romper el hechizo del destino
Volvamos a las aulas, esas llenas de paredes con inscripciones tipo “Leer te da vidas extra”. En Rebeldes, la escritora Susan E. Hinton hace que a Ponyboy le encarguen un trabajo para aprobar un suspenso. El profesor le dice que una experiencia personal puede servir. Entonces él asume que tendrá que ir al zoo para contar algo. No concibe que haya nada de valor en su vida, o en la de sus amigos, que en ese momento son su mundo, que merezca la pena ser puesto negro sobre blanco. Sin embargo –y esta es una de las potencias de la obra–, serán algunos de sus compañeros, como Sodapop Curtis, quien le anime a escribir. Sus iguales no solo le reconocen el talento, sino que le señalan la salida del determinismo laboral. Ese que el científico social Paul Willis retrató advirtiendo que “los chicos de clase obrera consiguen trabajos de clase obrera” mediante un sistema de falta de motivación, referencias y contactos que también podríamos llamar “destino”. En El cuerpo, el relato de Stephen King que originó la película Cuenta conmigo, sucede algo parecido. Gordie escribe y Chris le empuja a no dejar de hacerlo. Es casi una misión de clase: Ponyboy y Gordie tienen que contarse a ellos y a sus compañeros. No existe la voz de los sin voz. Existen voces sin altavoz, otras ninguneadas y algunas directamente silenciadas. Prestar oído y tecla, atentos a algunas de ellas, dejando que se cuenten en primera persona, es un ejercicio de justicia narrativa.
También es seguramente una demostración de cierta inteligencia. Recordemos la reseña que la mujer de un crítico de cine hizo sobre Alien: “Es una película en la que nadie hace caso a la mujer y mueren todos menos ella y su gato”. Un acto de escucha radical que hace Katja Oskamp en Marzahn, mon amour, por citar un ejemplo reciente, en un local de pedicura del Berlín oriental. La novela entronca con una preciosa definición que David Graeber hacía de la clase trabajadora: la caring class. Quienes se preocupan, los y las que cuidan. Aunque ese peso haya recaído desproporcionado en hombros femeninos. La magdalena de Proust no la había cocinado Proust, sino su tía Leoncia. Son ellas quienes –ya advertimos hace unas líneas que la nostalgia, y no el trabajo, es lo que estorba– han tenido siempre mucho que hacer y poco que decir. De nuevo, como con la clase, la irrelevancia adquirida. Preguntábamos a nuestras abuelas o tías qué tal estaban y respondían con un lacónico “tirando”, no era raro. “Mejorcita de lo mío” no explicitaba qué era ese “lo mío”. Quizá porque sabían que no iba a ser plato de gusto para nadie asomarse ahí. “Les quitamos hasta sus historias”, escribe María Sánchez en Tierra de mujeres.
Esa profecía autocumplida puede romperse mediante el humor. La clase obrera es quien cuenta los mejores chistes, dijo una vez Ken Loach. Prueben a esconder una cámara en la reunión de un consejo de administración y abúrranse o sucumban de vergüenza ajena ante diferentes y fracasados intentos de chascarrillos. El humor es un recurso de supervivencia, lo sabe tanto el feo que liga como el descartado que resiste a la desesperación. Si en el fútbol el cerrojazo es el derecho a la defensa del débil, la chispa es el contraataque. Lo aprendemos ya desde pequeños, basta imaginar el comando revientasiestas veraniegas que formarían Manolito Gafotas, Marina, la protagonista de la novela Vozdevieja de Elisa Victoria y el Simón de Miqui Otero. El escritor catalán también ha desafiado ese destino de una manera mordaz usando la imagen de SuperMario, el protagonista de un videojuego pero sobre todo un fontanero con derecho a protagonizar su propia aventura.
Son estos tiempos en los que se nos habla de resiliencia, de la capacidad de aguantar. Se insiste en que si no estamos “bien” es porque no estamos poniendo lo suficiente de nuestra parte para estarlo. Por eso es importante separar la culpa de la responsabilidad, con más razón en estos tiempos de catastrofismo paralizante. La ausencia de esta última, como escribe Yayo Herrero, “huele que apesta a desamor y extravía la esperanza”. También seguramente sea importante abonar y regar la autoestima colectiva. Puede que la vida de la mayoría de personas no sea la de los reyes del mambo, pero no hay baile sin músicos. En una época en la que el relato aspiracional sigue provocando tortícolis, no está de menos mirar menos hacia arriba y más hacia los lados. Si convenimos en que escribir, producir sentido, es también lo que se hace en redes sociales con la palabra o la imagen, podemos pensar en que la lucha de clases no descansa ni en vacaciones y también toma forma de contrastes digitales. Entre un yate y un plan de senderismo. Entre una botella de champán y unas latas de cerveza del súper. Entre un vuelo transoceánico y un presupuesto Vueling. Obviamente, el peligro del conformismo romanticón acecha. “Puedes sentirte bien orgulloso de eso, son preciosas”, le conceden al protagonista de La noche fenomenal, de Javier Pérez Andújar, sobre las tres chimeneas de la Fecsa en Sant Adrià de Besós. “Eso nos parece a los pobres”, contesta sin dejarse engatusar. Ver a Peret en las tragaperras de la cafetería Els 3 Tombs puede ser más emocionante, escribió el mencionado Otero, que encontrarse a Elvis en una gasolinera de Montana.
Huellas y tiempo
“No somos nuestro trabajo”, estamos tentados a decir. Normal. ¿Quién querría serlo si echas una mirada a tu alrededor más próximo y todo el mundo está empleado o bien más de lo que soporta o bien menos de lo que necesita? O coloniza o no alcanza, pero la tendencia del mercado laboral es a sabotear, cada vez más consciente de su escasez, la vida. Contar el trabajo es contar su materialidad, sus efectos. El capitalismo se introduce literalmente en las células de nuestro organismo, siguiendo a Alberto Prunetti en Amianto. Como una luz que continúa dentro de nuestro cerebro tras cerrar los ojos, como la pantalla de un terminal de punto de venta o la anticipación constante de acciones pendientes, como le ocurre a Jara en Existiríamos el mar, de Belén Gopegui. Hay una diferencia entre saber y no saber qué es el túnel carpiano sin ser deportista de élite.
La epidemia de cansancio y la sensación de falta de tiempo que nos invade están directamente relacionadas con la falta de límites de los horarios laborales. Y volvemos a la materialidad, no es que estemos todos despistados y a por uvas. No nos engañemos, sí hay personas que son inmunes al pretendido drama de “dejar a alguien en leído”, son los jefes. Sin embargo, seguirá siendo más susceptible de llenar páginas de libros una ruptura que una revuelta durante las horas extra.
Escribir se escribe muchas veces a fondo perdido. No pasa igual con otros oficios. Se trabaja gratis y se manda a ver si agrada lo hecho. Nunca se calcula a cuánto sale la hora de cabezazos contra un editor de texto en blanco. Poder escribir, más allá de becas o descubrimientos de talentos fulgurantes con potencial comercial, debería aproximarse más a un derecho que a un privilegio. Sin embargo, poder hacerlo, en la mayoría de casos en que no es la fuente de ingresos principal de la persona, provoca robar horas al sueño. No es de ahora. Lo saben Luisa Carnés o Toni Morrison o tantas otras.
Y si no se le hurta tiempo a descansar es a la diversión. Shelagh Delaney escribió con diecinueve años una de las obras más aclamadas del teatro británico. Un sabor a miel hace un retrato tan realista de las heridas de género, clase y raza que la crítica conservadora, espantada, le lanzó un consejo malicioso a Delaney: que no volviera a hacer una suya, propia, hasta que no viera más obras. A veces las barreras estructurales, más que de prohibición, toman forma de canon. Lo cierto es que la autora la escribió en diez días. La había empezado como novela pero pronto se dio cuenta de que estaba demasiado ocupada saliendo a bailar y socializando como para hacer un libro de 80.000 palabras. Delaney amplía el horizonte de lo posible no renunciando ni al pan ni a las rosas, sino añadiéndole el deseo de la miel. Un poco de miel para todas, además de rentas básicas, jornadas de cuatro días y un cuerpo de inspección de trabajo que sea el ejército que guarde nuestros sueños.
Puede ser tomando notas en el móvil o en una libreta durante las pausas del trabajo. Hablando a una cámara, que no es sino otra manera de escribir ya sea en cine o stories. Tenemos hambre de contarnos. En esas, somos arroyo o embalse roto, según las veces, según la herida, según la hartura. Después vendrá lo difícil, la organización de palabras, imágenes, ideas. Ajustar el disparo. La película El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco, se tardó nueve días en grabar y ocho meses en montar. Tardamos mucho más en escuchar que en oír, mucho más en asimilar un acto que lo que dura ese acto en sí mismo. Contarnos también es cuidarnos y es muy difícil ahogarse solo: visibilicemos el conflicto, las manos que impiden sacar la cabeza del agua. En la película citada, una de las canciones es del grupo Vilma Palma e Vampiros. Un nombre perfectamente pop si no fuera porque la banda lo tomó de una pintada sobre una fábrica de muebles cerrada en la ciudad argentina de Rosario. Estaba medio borrada y originalmente ponía “Vilma Palma e Hijos, vampiros de los obreros”.
Preguntémonos. ¿Toda esta trama hubiera sido posible si el protagonista saliera cada día frito de currar diez horas? ¿Hubiera tenido tal personaje la fuerza para afrontar esta aventura si no tuviese un empleo? Conocemos y nos duele el conflicto y podemos llegar a aborrecerlo por eso, es lógico. Lo habitamos. Pisamos cada día territorios formalmente no en guerra, pero desde luego no pacificados. Tierra a la que el realismo no debe esconderle la condición de lo posible. Un manzano, nos recuerda Sorj Chalandon, puede crecer entre los escombros de una mina abandonada. Basta con que durante el descanso de la comida uno de los trabajadores haya tirado allí el corazón de una pieza de fruta.
Había unos carteles que no solían faltar en los pasillos y escaleras de mi colegio. Eran llamadas a la lectura. Hablaban de los libros en general y de su poder para abrirnos puertas que daban a otros mundos, invitaciones a la escapada, a refugiarte de una realidad que apenas estabas comenzando a...
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Ignacio Pato
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