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EL ABANICO DEL MANDARÍN

Réquiem por el lector medio

Sobre ‘Los besos’ (Planeta, 2021), de Manuel Vilas

Íñigo F. Lomana 17/10/2021

<p>Un paisaje de la Sierra de Guadarrama.</p>

Un paisaje de la Sierra de Guadarrama.

Nicolas Vigier / Dominio público

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Los meses de septiembre y octubre son fechas muy importantes para la industria del libro. Los catálogos de las editoriales se llenan de nombres pujantes y títulos hipnóticos, los suplementos culturales van tan cargados de electricidad promocional que casi dan calambre y los prescriptores se encaraman a contras, fajas y demás reclamos para cantar desde allí las bondades de cada obra con tal histeria que hasta sus propias ideas huyen despavoridas. Siempre es grato ver a los magos de la literatura realmente existente haciendo cabriolas y piruetas al inicio de cada curso cultural, pero este año se nos ha concedido una privilegio aún mayor: por fin hemos podido averiguar lo que nuestros escritores más insignes han hecho a lo largo de los últimos meses con el drama social del confinamiento y la pandemia (un asunto que, dicho sea de paso, tiene pinta de ir a convertirse con enorme rapidez en una gigantesca necrópolis de la imaginación creativa).

Por fin hemos podido averiguar lo que nuestros escritores más insignes han hecho a lo largo de los últimos meses con el drama social del confinamiento y la pandemia

La crisis sanitaria es precisamente el tema alrededor del cual giran dos de las novedades más copetudas que han llegado a nuestras librerías: Volver a dónde, del incombustible Antonio Muñoz Molina, y Los besos, del poeta aragonés y reciente finalista del Premio Planeta Manuel Vilas. La prensa cultural ya ha dado cumplida cuenta de los méritos de la primera –que al parecer tiene escenas “dignas de Flaubert o Zola” (ABC)–, pero en torno a la segunda se ha instalado un incómodo silencio crítico que solo los profesores José María Pozuelo Yvancos y Santos Sanz Villanueva se han atrevido a romper.

La reseña de Sanz Villanueva es en general indulgente, a ratos incluso elogiosa, pero la impresión final que se lleva uno es que el libro no ha terminado de convencerlo. Por un lado, nos asegura que estamos ante una “novela filosófica” con la que Manuel Vilas ha alcanzado nada menos que su “plenitud fabuladora”; por otro, nos advierte de que el texto transmite una “cansina sensación de manierismo estilístico” y censura el “peligroso idiolecto retórico y especulativo” que emplea el narrador. El artículo de Pozuelo Yvancos parece estar atravesado por una corriente muy similar de recelos que, sin embargo, nunca consigue romper la capa de elegancia benevolente con la que se recubren sus conclusiones. Aunque dice haber disfrutado de las páginas dedicadas al amor y destaca que “además de las estupendas secuencias cuasi líricas, hay otras reflexivas de calado, en que Salvador comenta muchas cosas”, el crítico es incapaz de pasar por alto las hechuras toscas de la narración y la factura desmañada de un texto que, según él, podría dañar la incipiente reputación literaria del autor. Tal vez convenga, pues, que nos asomemos a esta “tórrida” historia de amor en tiempos de la neumonía bilateral para ver a qué se debe tanta sospecha y tanta prevención.

Salvador, protagonista y narrador de Los besos, es un tipo meditabundo y solitario de cincuenta y ocho años muy dado a la ensoñación exaltada y a la charlatanería. Trabaja de profesor de secundaria en la capital, pero una repentina alteración neurológica lo ha obligado a dejar las aulas y a solicitar la jubilación anticipada. Con mucha amabilidad, la dirección de su sindicato le ha cedido una casita de madera en la sierra madrileña, a pocos kilómetros de Sotopeña, para que pueda mitigar allí su insaciable sed de belleza y, en compañía de las aves nocturnas y las criaturas del bosque, reponerse de la enfermedad que padece. Y hacia ese santuario de paz pone rumbo nuestro protagonista apenas veinticuatro horas antes de que Pedro Sánchez –a quien en el libro se llama, con muy malas intenciones, Narciso– decrete el primer estado de alarma.

Las cabañas en mitad de la nada son guarida habitual de lunáticos e inadaptados y escenario propicio para todo tipo de desvaríos. Aunque Salvador es, por fortuna, un hombre templado al que no parecen interesarle ni las sierras mecánicas ni los artefactos explosivos caseros, también él cae bajo el hechizo siniestro de los montes y el cobertizo lleno de hachas. A medida que se instala en Sotopeña y el rigor del confinamiento hace mella en él, su mente adquiere la amplitud perceptiva propia de un dios, de un visionario o de un tarado y todo su alrededor se transforma en símbolo o mensaje de alguna fuerza oculta: contempla unos instantes la lavadora y descubre en ella “un milagro cristiano y una revolución comunista”; abre la nevera y se encuentra con “mares, ciudades, catedrales, bosques, multitudes de hombres y mujeres haciendo el amor […] la portentosa belleza del mundo”; examina los cacharros de la cocina y llega a la conclusión de que los hombres “somos, no salvadores del amor y del planeta Tierra, sino salvadores de sartenes”. “¿Por qué las mujeres tienen melena –se pregunta en otro momento, casi al borde del delirio– y los hombres no la tenemos, salvo excepciones?”.

Cabe achacar, desde luego, la confusión mental del protagonista a los problemas neurológicos que sufre –tras los cuales probablemente se esconda el primer zarpazo de la demencia o quizá del alzhéimer–, y también a la propia dimensión metaliteraria de la novela, que se sirve del Quijote como modelo narrativo y trata de establecer un paralelismo entre la locura de don Alonso Quijano y la de Salvador. Pero da la sensación de que esos dislates obedecen sobre todo a las propias carencias del texto, cuya trama es tan escuálida que, para no derrumbarse, necesita encontrar apoyo en un enrevesado andamiaje de digresiones disparatadas y elucubraciones vagamente poéticas. Así pues, cuando la paja amenaza con devorar el texto por completo, el narrador suda, se retuerce y balbucea, el torrente de la conciencia se espesa, el discurso pierde coherencia, proliferan las enumeraciones, los párrafos se deshilachan y todo parece funcionar por mera acumulación de ocurrencias. Cuando, por el contrario, es imprescindible que la acción progrese, las ideas del narrador –que es muy pillo y sabe modular muy bien su desorientación– recobran una lucidez asombrosa.

A juzgar por sus chaladuras, cuesta creer que Salvador esté en condiciones de afrontar retos neuronales mucho más serios que masticar una miga de pan, pero lo cierto es que consigue enamorarse de una mujer y ser correspondido. La chispa de esa pasión abrasadora surge en el colmadillo local al que nuestro narrador acude para llenar la despensa de su cabaña. Allí conoce a Montserrat, la tendera: una mujer de cuarenta y ocho años que sabe muy bien cuántos cominos entran en un kilo y arrastra una truculenta historia de desamor y divorcio. Por mucho que intente convencernos de las cualidades y la belleza sobrenatural de su amada –de cuyas piernas se dice que contienen una “maceración de huesos y sangre”–, da la sensación de que el repentino enamoramiento de Salvador obedece más a un mero acto de la voluntad que a un proceso natural de seducción. Lo que a él de verdad le atrae es el aguijonazo del deseo, poder alardear de vigor sexual en el lúgubre teatro de sus fantasías, y Montserrat no es más que un extra en esa historia de autosugestión: perfectamente podría haberse encaprichado de una administradora de fincas, de una funcionaria de prisiones o de alguna de las cervatillas que corretean felices por los bosques cercanos; o incluso de un cadáver, porque su adicción a los arrebatos pasionales es tal que, según él mismo nos confiesa, “podría soñar un acto de amor en donde el enamorado aceptase el olor de la descomposición de su enamorada, y viceversa”.

Cuesta creer que el protagonista esté en condiciones de afrontar retos neuronales mucho más serios que masticar una miga de pan, pero lo cierto es que consigue enamorarse de una mujer y ser correspondido

Después de intercambiar unos cuantos wasaps, Montserrat –que irá transformándose en Altisidora a medida que el proceso de disociación mental del narrador se agrava– empieza a visitar la cabaña sindical. Al principio se limita a llevar de vez en cuando un paquete de galletas o unas cuantas cervezas de la tienda donde trabaja (y no se crean que este es un detalle menor, porque una parte nada desdeñable del texto está compuesta por listas de la compra, con sus precios y todo). Sin embargo, en muy poco tiempo se convierte en una invitada habitual a la que Salvador agasaja con los productos que de pronto le da por robar en los supermercados de la zona. Esos hurtos forman parte de su plan maestro para acabar con el capitalismo y con el horror parapolicial que Narciso/Pedro Sánchez ha instaurado en España a raíz de la crisis sanitaria. Y, para librar semejante batalla, cuenta con el aliento de Cervantes, de don Quijote y de Sancho Panza, que en ocasiones se le aparecen y le sirven de brújula moral. A pesar de su galopante cleptomanía, el narrador no tiene empacho en censurar, unas páginas más adelante, a quienes se atreven a robar libros porque, como ya sabemos, la industria alimentaria oculta un nido de esbirros capitalistas y el mundo de la cultura es una “iglesia laica” habitada por mártires y misioneros. ¿Hay fondo –nos preguntamos– en este angustioso pozo de necedades?

Los diálogos que los amantes mantienen en la sobremesa o después de sus frecuentes revolcones son un monumento aterrador a la degeneración narrativa y merecen un comentario aparte. Para empezar, los dos hablan de una manera tan parecida y tienen unas obsesiones tan similares que nunca sabemos muy bien si se trata realmente de conversaciones o de sainetes con los que el propio Salvador adereza el monólogo tortuoso que taladra su cabeza y la sensibilidad del lector. Y luego está, claro, la insondable ridiculez de lo que dicen. Imagínense el pasmo que sentirían ustedes si, después tener relaciones sexuales, su compañera o compañero les preguntase: “¿Me dejarías que te convirtiera en una religión?”; o si, después de dar un beso a su amada, esta les dijese: “Luz y agua hay en este beso”.

Puede que algunos lectores se acerquen al libro con la esperanza de encontrar pasajes picantes. Debo advertirles cuanto antes de que todas sus expectativas se verán defraudadas

El propio libro se describe a sí mismo en la contraportada como la historia de dos individuos que “intentan regresar a la patria atávica del erotismo” y puede que algunos lectores se acerquen a él con la esperanza de encontrar pasajes picantes. Debo advertirles cuanto antes de que todas sus expectativas se verán defraudadas. Es verdad que hay varias escenas de exhibicionismo, que Salvador y Montserrat se besan delante de un jabalí y que, hacia el final de la novela, a ella le da por hablar del miembro “grande, pesado, enrojecido [y] sólido” de él, pero hasta las escenas más subidas de tono resultan chatas y grotescas.

Entre una visita de Altisidora y otra, el narrador tiene tiempo de sobra para compartir con nosotros sus opiniones políticas y, a tenor de lo que dice sobre el coronavirus y la situación de España, resulta evidente que nos encontramos ante un utopista chiflado, ante un libertario en pijama y pantuflas. Para él, la emergencia vírica constituye un escándalo no tanto por el reguero de muertes que ha causado como por el daño que en su nombre se ha ocasionado a la libertad individual. No cree ni en las fronteras, ni en la burocracia, ni en los gobiernos, y está convencido de que los Estados se han servido del virus –del “esperma de Satanás”, como él mismo lo llama– para imponer el terror totalitario. Esa inquina leviatanesca le produce un pánico atroz y hasta cierto punto comprensible, aunque tal vez convendría recordarle que la coerción estatal es el reverso tenebroso de nuestros derechos sociales y que, sin esa salvaguarda, jamás habría cobrado una pensión con la que financiar su último tango en Sotopeña. 

El lector tendrá que esperar más de doscientas páginas para ver a los amantes desayunar juntos, pero entre ese primer amanecer en común y la primera crisis sentimental apenas transcurren cien. Un día, mientras Montserrat lo espera en el dormitorio para una nueva sesión de delicias coitales, el narrador experimenta lo que podríamos llamar, si me lo permiten, la epifanía de la caca: descubre “un pequeño fragmento de un excremento de Altisidora” en el baño, sale corriendo de la cabaña y se interna en el bosque para exigir explicaciones a su hermano el árbol por la afrenta fecal que acaba de sufrir. Merced a esa bofetada de realidad, su mundo de idealizaciones se resquebraja y la pasión empieza a secarse. La llama del amor brillará por última vez en Benicasim, donde los amantes pasan unos días en régimen de pensión completa tras el fin del estado de alarma. Poco tiempo después de ese viaje a la costa, sin embargo, Montserrat regresará junto a su hijo y a Salvador, suponemos, acabará tragándoselo la noche palpitante de su psique.

La novela acaba resultando un batiburrillo de lugares comunes y naderías: cuatrocientas páginas de kitsch viscoso y cargante

Tras el éxito de Ordesa, que fue recibida con el aplauso unánime de los lectores, refrendado luego con Alegría, que aprovechaba el tirón de Ordesa y estiraba –repetía más bien– sus logros, y con la que quedó finalista del Planeta, Manuel Vilas aspiraba a convertirse en una de las figuras más relevantes del panorama literario español, pero la publicación de Los besos supone un duro golpe a esas aspiraciones. La novela pretende ser una apología de la belleza, una meditación en torno a la tragedia del coronavirus, un juego de espejos literarios y un canto al erotismo maduro, pero acaba resultando un batiburrillo de lugares comunes y naderías: cuatrocientas páginas de kitsch viscoso y cargante. Entre todo ese material de relleno pegado con el engrudo de un lirismo tenue, de vez en cuando se perciben chispazos de auténtica poesía y barruntos de una voz narrativa algo más solvente. Sin embargo, las pocas virtudes del libro, si alguna tiene, están sepultadas bajo el peso de una fórmula literaria que da muestras ya de rápido agotamiento. El lector al que se dirige –el lector cuyas fijaciones ideológicas y estéticas se cocinaron en la prensa y demás instituciones normalizadoras durante los años iniciales de la restauración democrática– empieza a envejecer, y la reivindicación que Vilas hace de la senectud en esta obra, además de ser una estratagema para extraer el último rendimiento a ese público tan obediente, tiene algo de tétrica y calamitosa despedida.

Los meses de septiembre y octubre son fechas muy importantes para la industria del libro. Los catálogos de las editoriales se llenan de nombres pujantes y títulos hipnóticos, los suplementos culturales van tan cargados de electricidad promocional que casi dan calambre y los prescriptores se encaraman a contras,...

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