EL ABANICO DEL MANDARÍN (III)
Caroline Blackwood: una vida entre los escombros
La editorial Alba publicará en abril tres obras de la novelista norirlandesa Caroline Blackwood. Ofrecemos una semblanza de la autora para que el lector español pueda internarse en el universo narrativo de esta autora fascinante y poco conocida
Íñigo F. Lomana 20/02/2021
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Por lo que nos cuentan con una regularidad obscena algunos biógrafos, los miembros de la aristocracia británica suelen verse arrastrados por dos fuerzas que tiran de ellos en direcciones opuestas: por un lado está el mundo apolillado de los valores tradicionales, con su circo itinerante de ayas ceñudas, padres distantes y mansiones lúgubres y, por otro, el universo frívolo de los bailes de sociedad, los amantes turbios, y los traficantes risueños. Cuando la tensión entre estos dos polos se vuelve insoportable, los eslabones más débiles de la cadena nobiliaria tienden a responder de una manera siniestramente uniforme: autodestruyéndose. El caso de la autora norirlandesa Lady Caroline Blackwood (1931-1996) –hija de Basil Hamilton-Temple-Blackwood, cuarto marqués de Dufferin y Ava, y de Maureen Guinness, heredera de un célebre linaje de banqueros y empresarios cerveceros– es un claro ejemplo de esta máxima. Para narrar su vida con cierta solvencia, bastaría con reunir en un volumen todas las facturas que le enviaron su licorero de confianza y su proveedor habitual de barbitúricos. El resultado de semejante investigación no sería menos exhaustivo que una biografía literaria, y puedo asegurarles que tendría una extensión bastante similar.
A pesar de haber nacido en el seno de una familia acomodada, la infancia de Blackwood fue un pozo insondable de calamidades
A pesar de haber nacido en el seno de una familia acomodada, la infancia de Blackwood fue un pozo insondable de calamidades. Su padre, descendiente de un hijo ilegítimo de Disraeli al que la reina Victoria nombró virrey de la India, murió en combate poco antes de que acabase la II Guerra Mundial; y su madre, una mujer de belleza hipnótica cuya máxima aspiración en la vida consistía en jugar al bridge con la realeza y bailar con Jean Paul Belmondo, decidió desentenderse de Caroline, que por aquel entonces apenas tenía catorce años, y de sus otros dos vástagos: Perdita y Sheridan. Ni que decir tiene que el matrimonio de los marqueses de Dufferin había sido desde sus inicios un espantoso calvario de infidelidades y traiciones: el odio que Basil sentía por Maureen era tal que, cuando llegó el momento de redactar el testamento, se tomó la molestia de incluirla en él para legarle tan sólo lo que guardaba en la guantera del coche.
Sin un solo familiar dispuesto a hacerse cargo de ellos, los hermanos Blackwood quedaron a merced de un ejército de mozos sudorosos y niñeras sádicas. El decadente caserón familiar de Clandeboye –una villa georgiana situada al noreste de Belfast que había sido hipotecada hasta los cimientos para pagar las ingentes deudas de juego de Basil– fue el escenario de un escalofriante carrusel de vejaciones y malos tratos: manoseos en las caballerizas, castigos sádicos, cenas a base de huevos duros y miga de pan… Según cuentan los lugareños, los tres niños se veían obligados a vagabundear por las tierras de las que eran herederos para mendigar un vaso de leche o una pieza de fruta, y no deja de resultar irónico que subsistieran gracias a la generosidad de los mismos campesinos irlandeses a quienes sus antepasados llevaban siglos expoliando. Por si todo esto no fuera ya de por sí bastante aterrador, resulta que en Clandeboye vivía también la abuela paterna de Caroline, una anciana chiflada que creía ser un hada y que en una ocasión estuvo a punto de aplastar con una piedra la cabeza de su nieto Sheridan para acabar con la terrible maldición de la que, según ella, era portador.
A medida que sus herramientas narrativas se fueron afilando, esa pulsión autobiográfica le permitió acceder a regiones cada vez más remotas de su retorcida y tortuosa imaginación
Como ven, a esta historia de privaciones y recargado goticismo solo le faltan una manada de lobos nazis y un genetista sueco para reunir todos los elementos de la pesadilla, y no resulta en absoluto extraño que nuestra autora experimentase cierta aprensión al recordarla. Aquellos años desgarradores, con su bien nutrido elenco de lunáticos y depravados, fueron el solar de angustia al que Caroline regresaría una y otra vez para levantar el monstruoso edificio de sus obsesiones literarias. La libertad que ofrece la creación artística es tan enorme y produce tal pavor que los escritores suelen sentirse tentados a echar mano del yo para estrecharla. Y, aunque el regodeo con el que Blackwood se zambulló en su pasado puede parecer en ocasiones morboso, lo cierto es que, a medida que sus herramientas narrativas se fueron afilando, esa pulsión autobiográfica le permitió acceder a regiones cada vez más remotas de su retorcida y tortuosa imaginación.
Pero volvamos al torbellino de penurias en el que hemos dejado a la pequeña Caroline. Si creen ustedes que la llegada de la adolescencia y la inminente salida de Clandenboye iban a suponer algún tipo de alivio para ella, están muy equivocados. En la vida de esta jovencita tímida y comprensiblemente desequilibrada todo estaba condenado a desmoronarse. Como la gasolina estaba racionada a causa de la guerra, Caroline fue matriculada en el colegio más cercano a Clandeboye, una institución masculina donde reinaba una atmósfera casi tan lúgubre como en la mansión familiar y donde, como era de esperar, fue sistemáticamente maltratada por el personal docente: las nalgadas, los reglazos y los pellizcos en las duchas constituían un rito de paso casi obligado para los cachorros de la élite británica de aquella época y Caroline los aguantó con estoicismo. La estancia en Downham –el internado para señoritas de Essex en el que recaló después de una breve temporada en Suiza– tampoco resultó demasiado agradable, aunque allí la novedad era que las torturas corrían a cargo de las propias estudiantes. Esta sobrecogedora acumulación de tormentos acabó por despertar el apetito narrativo de Caroline, que por aquel entonces compuso su primer relato, un texto de marcado carácter biográfico titulado Piggy en el que aparece ya trazado el mapa de rasgos estilísticos y fijaciones temáticas que luego encontraremos en sus obras de madurez: las repeticiones constantes, la sintaxis caprichosa, la atracción por lo sórdido y lo gótico, el humor macabro, cierta tendencia necrofílica y una poderosa corriente de autodesprecio.
Después del programa de abusos que padeció en la residencia femenina, todo parecía indicar que la hija mayor de los Blackwood por fin estaba preparada para abordar el gran reto que por tradición y casta le correspondía: brillar en su puesta de largo y casarse con un hombre rico y poderoso. Las cosas, sin embargo, no tardarían en torcerse. En una fiesta organizada por la mujer del célebre novelista Ian Fleming, Caroline conoció a Lucian Freud –un pintor dotado de un inmenso talento, pero prácticamente desconocido– y se fugó con él a París. Casi podemos verlos retozando en una mugrienta habitación de hotel, entre botellas vacías de vino peleón, manchurrones de pintura y restos de comida barata. El romance tenía el coqueto resplandor de las postales, pero la madre de la novia lo consideró una afrenta a su linaje y conspiró de forma incansable para destruirlo. No contenta con retirar a Caroline su generosa asignación anual, intentó arruinar también la vida del padre de Lucian, a quien acusó públicamente de haber trabajado como espía para el Tercer Reich. A pesar de las amenazas y las extorsiones de la despiadada Maureen, el amor terminó abriéndose paso entre las losas de la intransigencia familiar. Y de ese delicado brote nació un matrimonio tempestuoso e inestable que pronto se descompondría en su propio infierno de rencor y devastación emocional.
En una fiesta organizada por la mujer del célebre novelista Ian Fleming, Caroline conoció a Lucian Freud y se fugó con él a París
Pese a las infidelidades, las penurias económicas y los arrebatos egomaníacos de su marido, los casi cinco años de relación con Freud fueron una etapa de vital importancia en el aprendizaje artístico de nuestra novelista. Gracias a él, Caroline tuvo ocasión de entrar en contacto con el vibrante universo de la bohemia londinense y, aunque por aquel entonces aún no contemplaba siquiera la posibilidad de dedicarse profesionalmente a la escritura, consiguió hacerse un hueco entre la exuberante fauna de adictos, ludópatas, genios y cazarrecompensas que poblaban el Soho de posguerra. Trabó amistad con el crítico Cyril Connolly, que se enamoró perdidamente de ella y la estuvo persiguiendo durante años; con su esposa Barbara Skelton, una escritora de segunda fila que luego caería en desgracia y a la que Caroline no perdió la oportunidad de humillar, y con el pintor Francis Bacon, otro genio aficionado a la sordidez, el dolor y la violencia del que sería íntima hasta el final de sus días. Al calor de las fiestas y las veladas que se organizaban en The Colony Room, The Wheeler’s o The Gargoyle, Blackwood fue ensanchando el horizonte de sus gustos sin llegar a descuidar nunca, por supuesto, su única y verdadera pasión: el vodka. El precio que pagó por esa vida de ajetreo y desorden fue alto –basta con ver las fotos de la época para comprobar el estremecedor deterioro físico que experimentó en apenas unos años–, pero el electrizante ambiente del Soho supuso un importante estímulo intelectual para ella. Sin embargo, aún habría que esperar quince años –quince largos años de excesos, desengaños amorosos y catástrofes personales– para que su efímera carrera literaria por fin despegara.
Caroline abandonó a Lucian Freud en 1956, solo tres años después de casarse con él y apenas un año antes de presentar una demanda de divorcio por “maltrato psicológico”. Deshecha por la ruptura y angustiada por las desesperadas maniobras de Freud para que retomasen la relación, huyó a Italia y se refugió en una de las villas romanas de su tía Oonah (no olviden que, aunque esta es una historia triste y hasta cierto punto truculenta, cuenta también con unos extras de lujo y un presupuesto casi ilimitado). En Roma se enamoró del guionista Ivan Moffat, al que pocos meses después siguió hasta California para probar suerte en el mundo de la interpretación. Al ver que ni su carrera ni su situación sentimental progresaban, Caroline decidió mudarse a Nueva York. Y, tras un breve escarceo amoroso con el fotógrafo Walker Evans, contrajo matrimonio con el pianista Israel Citkowitz, sin duda alguna el personaje más trágico y conmovedor de este pavoroso psicodrama.
El segundo marido de Blackwood era un compositor y crítico musical de cierto renombre que había pertenecido al círculo de Aaron Coupland y estaba llamado a ocupar un lugar importante en la historia musical de los Estados Unidos. Poco después de casarse con Caroline, sin embargo, decidió abandonar toda pretensión artística y se consagró por entero al cuidado de su mujer y de las dos hijas que tuvieron juntos (una de las cuales era, como se supo más tarde, hija de Ivan Moffat). Su grado de dependencia económica y emocional llegó a ser tal que, cuando Caroline se divorció de él y se casó con el poeta Robert Lowell –su tercer marido–, Citkowitz decidió irse a vivir con ellos a Londres. Poco a poco fue convirtiéndose en una figura espectral, en un secundario patético que recorría la casa de su exmujer en Radcliffe Square con un enorme manojo de llaves colgando del cinturón y a quien los invitados solían confundir con el conserje de la finca. Su salud sufrió un rápido y estremecedor declive. Tuvo que ser ingresado varias veces en el hospital y, poco después de que cumpliera los 63 años, los bomberos encontraron su cadáver descompuesto en el cuartucho al que terminó trasladándose. Por expreso deseo de Caroline, en su lápida se esculpió un poema de Lowell que reza así: “En una nueva morada, tu espíritu / ha alcanzado por fin la grandeza; / y, al lado de ese lugar, / ningún otro importa”. Resulta muy difícil determinar si nos encontramos ante el punto culminante de una vida plagada de humillaciones o ante un acto de infinita y sofisticada ternura.
Pero si este episodio les ha parecido escabroso, prepárense para la bofetada de sordidez que nos tiene reservada la última aventura matrimonial de Blackwood. A finales de los sesenta, Robert Lowell –eminente profesor de literatura en Harvard, gurú de la lírica confesional y ganador del premio Pulitzer en dos ocasiones– se trasladó a Inglaterra para dar clases de poesía en la Universidad de Oxford. Cayó rendido a los pies de Caroline en una fiesta organizada por su editor al poco de llegar a Londres y, tras meses de indecisión y mareo, se armó de valor, abandonó a la que por aquel entonces era su mujer –la también escritora Elizabeth Hardwick– y se fue a vivir con su nueva amante. La flamante pareja estaba consumida por una pasión loca y sus primeros meses de convivencia fueron un vergel de complicidad y dicha, pero los graves trastornos psicológicos que ambos padecían –él era bipolar y ella sufría un alcoholismo galopante– no tardaron en provocar una catástrofe sentimental de proporciones gigantescas cuya onda expansiva dejó un buen reguero de víctimas y varias vidas destrozadas.
En el día a día de la familia Lowell, hasta el más inocente programa de ocio podía desencadenar un vórtice de desgracias
El nacimiento de Sheridan, el único hijo que concibieron Caroline y Lowell, no hizo sino complicar aún más la situación personal del matrimonio, cuya vida cotidiana se transformó a partir de entonces en un caos ingobernable. Una amiga de la pareja que tuvo la escalofriante ocurrencia de invitarlos a pasar una temporada en su casa a finales de los setenta describe así lo que se encontró en el dormitorio de invitados cuando la pareja se fue: “La suciedad era indescriptible. Había compresas manchadas de sangre en el suelo, colillas, botellas de alcohol y frascos de pastillas vacíos desperdigados por toda la estancia. Parecía el cuarto de un adicto”. Y en más de un sentido lo era. En el día a día de la familia Lowell, hasta el más inocente programa de ocio podía desencadenar un vórtice de desgracias: la niñera se lleva a los hijos de Caroline a dar una vuelta en coche y otro vehículo se empotra contra ellos al salir del garaje; una de las pequeñas se acerca a la cocina para coger unas galletas y se le cae una tetera llena de agua hirviendo en la cara; la pareja coge un taxi para ir al cine y de camino sufre un aparatoso accidente… Y todo esto aderezado, claro, con los frecuentes episodios maníacos que sufría Lowell, en los que bien podía darle por salir a la calle empuñando un cuchillo de cocina o por llamar de forma compulsiva al domicilio de Jacqueline Kennedy (quien, por cierto, tuvo que cambiarse de número de teléfono para que el poeta, que la había conocido en una recepción oficial en la Casa Blanca, no la acosara).
A la postre, el fardo de desequilibrios que cada uno de los cónyuges arrastraba resultó ser demasiado pesado y, después de siete terroríficos años juntos, el precario edificio de su relación se vino abajo. El amor no fue en esta ocasión una fuerza salvadora y todos los que se vieron atrapados dentro de su campo de fuerza salieron mal parados. Lowell, destrozado, decidió volver al reconfortante refugio que, a pesar de todas las humillaciones, seguía ofreciéndole Elizabeth Hardwick. Murió, sin embargo, de un ataque al corazón en el taxi que lo llevaba de vuelta a la casa de su exmujer en Nueva York, mientras acariciaba un retrato de Caroline pintado por Lucian Freud. Apenas unos meses después fallecía también Natalya, la hija mayor de Blackwood, a causa de una sobredosis de heroína. Su muerte despertó a nuestra autora del sueño autocompasivo en el que había vivido inmersa hasta entonces y, de la noche a la mañana, tuvo que abandonar el mundo de los agravios infantiles para ingresar en el purgatorio de las responsabilidades adultas.
Aunque el matrimonio de Lowell y Caroline resultó ser un desastre desde el punto de vista emocional y personal, en términos profesionales fue una asociación hasta cierto punto provechosa. Por algún azar incomprensible, sus temperamentos artísticos se complementaban bien, y los dos terminaron ejerciendo una influencia muy positiva sobre la carrera literaria del otro. Caroline ayudó a Lowell en la composición de The Dolphin –un espeluznante maratón de exhibicionismo, lleno hasta los topes de símbolos y chismes sobre la ruptura con Elizabeth Hardwick– y, aunque parezca increíble, Blackwood aprendió de su marido las duras lecciones de la disciplina y la perseverancia creativa. Lo que hasta ese momento no había sido más que una ambición imprecisa, de la que solo había brotado un conjunto disperso de relatos, crónicas y reseñas, pronto se transformó, a fuerza de empeño y tesón, en una sólida trayectoria literaria.
Tras el traumático final de su tercer matrimonio, Caroline renunció por completo a cualquier forma de vida sentimental. Consciente de que jamás lograría encontrar a una persona con la que ser feliz, se consagró por entero a la escritura y, en los diez años comprendidos entre el fallecimiento de Lowell y el primer zarpazo del cáncer de útero que acabaría matándola, publicó las cuatro novelas, los tres ensayos, las dos compilaciones de relatos y el repugnante libro de recetas que conforman su producción completa. Aunque la obra de Blackwood tiene una calidad muy desigual, la escritora consiguió hacerse un hueco en la historia literaria del Reino Unido gracias a cuatro libros tan excepcionales como tenebrosos: La hijastra (1976), una escabrosa novela sobre maternidad y abandono; La anciana señora Webster (1977), una deslumbrante fábula gótica inspirada en la historia de la familia Blackwood con la que, de no haber sido por la intervención del poeta Philip Larkin, habría ganado el premio Booker de ese año; El destino de Mary Rose (1981), un apasionante thriller sobre el secuestro de una niña en un pueblecito de Kent, y El final de la duquesa (escrito a principios de los ochenta y publicado en 1995), una extraordinaria crónica de la agonía de Wallis Simpson, la mujer por la que abdicó el rey Eduardo VIII, y un estremecedor perfil de la abogada necrofílica que la mantuvo artificialmente con vida durante sus últimos años. Gracias a la editorial Alba, que planea publicar en abril tres de esas cuatro obras, el lector español tendrá por fin la oportunidad de conocer a una autora a la que hasta el momento no se había prestado la debida atención en nuestro país.
Los desenlaces suelen presentar muy pocas variaciones: el talento se agota, los errores tienen cada vez consecuencias más funestas y las pasiones se secan. Caroline Blackwood murió en 1996 en Nueva York, donde había fijado su residencia a finales de los ochenta para eludir al fisco británico. Casi treinta años antes, el fotógrafo Walker Evans le había hecho una fotografía que refleja de forma magistral lo que fueron su vida y su obra. En ella podemos ver a Caroline sentada, de espaldas a cámara, haciendo lo único que parecía proporcionarle algún placer: contemplando un montón de escombros.
Por lo que nos cuentan con una regularidad obscena algunos biógrafos, los miembros de la aristocracia británica suelen verse arrastrados por dos fuerzas que tiran de ellos en direcciones opuestas: por un lado está el mundo apolillado de los valores tradicionales, con su circo itinerante de ayas ceñudas, padres...
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Íñigo F. Lomana
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